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El enemigo

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XXI

Las gentes a cuyos manejos obedeció el viaje de Tirso a Madrid, le mandaron que esperase órdenes en la corte, y él entonces pensó en utilizar algunas de las amistades que, a la sombra de su misión, contrajo con gente de sotana, logrando entrar en una iglesia, donde, a título de suplente, ganaba algo, aunque poco. Un obispo y un ecónomo fueron los protectores, merced a cuyo valimiento pudo actuar en una parroquia, no sin que algunos capellanes se disgustaran, temerosos de que, a la larga, les quitara el pan: otros, en cambio, por simpatía, o conocedores de lo mucho que podía quien le recomendaba, hicieron buenas migas con él, y uno de éstos, viejo achacoso, que tenía fama de avaro, le cedía frecuentemente su puesto en ocasiones lucrativas. Malas lenguas murmuraban que lo hacía reservándose la mitad de la remuneración, a pesar de lo cual, de cada entierro de primera le quedaban a Tirso veinte reales y treinta de cada novena. Además, servía de festero en ciertas solemnidades, y no le olvidaba el ecónomo cuando había que repartir algunas misas. Pero lo que él ambicionaba era tener sermones, que uno con otro le salían lo menos a dos o tres duros, suponiendo que fuera cierta la calumnia antes apuntada. El primer sermón que pronunció hizo poco efecto a sus nuevos compañeros; todos dijeron que olía a pueblo: con el segundo le ocurrió lo mismo, y en vista de ello determinó estudiar los ajenos para perfeccionar los propios. De allí a poco le tocó uno, y entonces desplegó toda su energía.



Había él notado que, por aquel tiempo de amenazas revolucionarias, no parecía a los devotos buen sacerdote el que no se aventuraba algo en el terreno de las alusiones políticas; y como todo era menos tímido, se lanzó a pisarlo, decidido a no resultar menos celoso defensor de la Religión. Preparose durante varios días con libros que consideró del caso, leyó al Padre Larraga y al jesuita Roothaan, consultó varios sermonarios de Santander, Eguileta y Pantaleón García, hizo acopio de frases sabias, citas de los Santos Padres y hasta de figuras retóricas, escogiendo tropos, hipotiposis y apóstrofes que dieran color a sus períodos, después de lo cual fijó el tema de la oración, fundándola en aquellas palabras famosas: Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.



Como la cofradía que pagaba la función era de gente adinerada, la iglesia estuvo brillante. En el atrio, inmediato al puesto de una florista, habían colocado el cajón de la rifa piadosa, cuyos premios eran un canario enjaulado, dos sortijeros de cristal, un castillete de cartón-piedra para juguete de niños y una Virgen metida en un fanal que parecía farol: dos viejos coloradotes y rollizos expendían las papeletas, y una mujer que allí cerca tenía su canastilla de estampas y escapularios les miraba de reojo, como mercader pobre a traficante rico. De esta mujer decían lenguas pecadoras que lo que más provecho la dejaba no era manejar los alicates con que hacía rosarios de alambre y cuentas de vidrio, sino el servir de cobejera entre damas y galanes. Junto a la casa de Dios varios mendigos extendían las mugrientas manos, y cuando no pasaba gente se insultaban con el más desvergonzado vocabulario, que trocaban en quejumbrosos ayes si alguna señora vieja se detenía a leer los cartelillos de triduos y novenas.



El altar mayor, en que ardía un bosque de velas simétricamente colocadas en sus gradillas, semejaba pirámide de llamas temblorosas, y el talco de los floreros de mano brillaba como plata puesta al sol. Dos angelotes de talla dorada sostenían el templete donde estaba de manifiesto el Señor, ceñido por los resplandecientes rayos de la custodia, envuelto en la neblina del incienso y adorado por la muchedumbre. En lo más alto del retablo había un astro de oro, y en su centro un pichón blanco. El altar era todo claridad: la luz del mundo parecía refugiada en la Santa Mesa. Las capillas laterales, los rincones quedaban sepultados en sombra. En el medio de la nave brillaba sobre un grupo de fieles el resplandor azulado que dejaban caer desde la altura las ventanas del cupulino, y a veces, cuando el viento movía las cortinas, resplandecía en el aire una ráfaga luminosa, que iba a posarse en la faz apergaminada de un viejo, o en el rostro de una mujer bonita. Unos ratos eran de silencio absoluto, otros flotaba sobre la atmósfera del sagrado recinto un murmullo apagado de rezos rápidamente dichos, y de cuando en cuando se oía hacia el exterior rodar de carruajes y tañer de campanas: hubo un momento en que, al levantar los que entraban el cortinón de la puerta, se oyó la música profana de un organillo que tocaba en la calle el brindis de La Traviata. Desde lo alto de los retablos churriguerescos, las estatuas de talla, troncos convertidos en santos por el arte, parecían mirar con lástima a la gente arrodillada, cuya apretada masa promovía ruidos en que se mezclaban el caer de las sillas, el crujir de las sedas, la plegaria de unos y el refunfuño de otros.



Ya se había rezado el Rosario. Al comenzar la Salve rompió el órgano en formidable trompeteo, y empezaron los cantores. La voz del tiple era chillona y femenina, la del bajo ronca y apagada; el barítono cantó un solo que parecía de personaje celoso en ópera italiana. De pronto el órgano sofocó sus quejas con variadas modulaciones, ya acentos dulces, ya rugidos estentóreos: unos instantes aquello era regalo del oído, otros estruendo ensordecedor, hasta que de improviso las notas parecían quedar flotando en el aire, como aves perdidas, cuyo graznido desapacible continuaba imitando la canturía ronca de algún cura falto de aliento. Los muros estaban cubiertos con paños de damasco rojo galoneado de oro, que, como grandezas deseosas de humillarse, caían casi hasta el suelo de ladrillos polvorientos, y por bajo de la verja del presbiterio veíanse hincados de rodillas, con su cirio y escapulario, varios fieles que de rato en rato se relevaban, formando incesante guardia de honor al pie de la pirámide de llamas, en tanto que los sacerdotes, dando ejemplo de piedad, se persignaban rápidamente al pasar ante los altares. Sólo turbaban el recogimiento de los devotos el llanto de los niños cansados y las toses de los viejos asmáticos: nadie, por fortuna, se fijaba en el mirar incesante de las mujeres a los hombres, ni en la postura irreligiosa de un mozuelo que, apoyado en un confesionario, devoraba con los ojos a la novia. En la puerta un presbítero, sentado ante una mesa, golpeaba con una moneda la bandeja de las ofrendas, y aquel choque metálico, acusador del interés, sonaba mal: los muros sagrados lo devolvían en apagados ecos, cual si rechazaran la voz de la codicia humana. El olor de la cera, el aroma del incienso y la aglomeración de gentes, viciando la atmósfera, promovían inspiraciones largas, suspiros de desasosiego, movimiento de inquietud. En los bancos de alto respaldo había algunas personas dormidas. Otros fieles, haciendo abstracción de la fiesta, se postraban ante altares distintos. En uno de ellos, cuatro gradas cubiertas de encaje sucio y un pedestal de pintura descascarillada, adornado con cabezas de angelitos, servían de trono a una Virgen de tamaño natural, envuelta en rico manto de terciopelo negro entrapado de polvo, sobre cuyo pecho brillaba un corazón de hojadelata atravesado por siete espadas de lo mismo: en cambio el rostrejo y la corona eran de plata. Al lado opuesto estaba Jesús, clavado al leño del martirio, hermosamente desnudo, caída la cabeza sobre el pecho, manando sangre la lanzada, rígidas las piernas, sebosas las rodillas, porque en ellas se apoyaba el monaguillo al subir para encender, y envuelta la cintura en un paño rojo con lentejuelas de oro, indigno adorno de tan venerable figura. Una vela torcida goteaba sobre los pies de la escultura sus lágrimas de cera, y el débil resplandor verdoso de una lámpara de vidrio, medio apagada, enviaba estertores de luz a la divina faz. A pesar de la profanadora faldilla, el aspecto de la imagen era imponente: el cadáver del Dios de la Caridad parecía dominar aquel conjunto ridículo de flores de trapo, candelabros sucios, estampas chillonas, tallas barrocas y pantorrillas de cera. Al examinar el templo, se notaba que todo lo demás estaba vivo o expresaba vida: el único muerto que había en la Iglesia era Cristo.



Llegado el momento del sermón, salió Tirso lentamente de la sacristía y, acercándose hasta el altar mayor, oró unos instantes de rodillas, sosteniendo el bonete entre las manos cruzadas sobre el pecho, que llevaba cubierto por el blanco y rizado roquete. En seguida subió al púlpito, que era como una jícara grande pegada a la pared, y después de arrodillarse nuevamente y pedir otra vez al Altísimo gracia y santidad de inspiración, empezó persignándose y recitando un Ave María.



El exordio fue breve, y luego, sin cuidarse mucho de reglas ni preceptos, entró de lleno a narrar, para comentarlo, el episodio en que Cristo dijo: Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.



Su lenguaje era siempre llano: cuando quería elevarse le faltaban palabras, y al buscar naturalidad, caía en lo vulgar y tosco. Tuvo instantes en que, olvidándose del plan trazado, las ideas acudieron en tropel a su imaginación y las palabras se agolparon a sus labios en frases exentas de unción sagrada, faltas de poesía y desnudas de belleza. Tenía prisa por llegar a mostrar su ardor en defensa de la fe. Por fin, en la recopilación y exhortación su piadosa ira tendió las alas, y entonces le salieron los párrafos a su gusto.



– «Sí, hermanos míos – decía – muchos servicios debemos al país, a la nación, al Gobierno y las autoridades, porque no exige nuestra Santa madre la Iglesia que renunciemos en absoluto a la vida social, aunque es mejor la vida del apartamiento religioso; pero hay que andarse con cuidado en lo de la obediencia. ¡Bueno fuera que por servir los intereses de este mundo ofendiéramos al Padre, o al Hijo, o al Espíritu Santo, a la Santísima Virgen, o a cualquiera de los Apóstoles y Santos que nos han señalado el camino de la perfección, que es como un sendero espinoso a cuyo fin hay un gran jardín, que es la gloria! Debemos ser obedientes al César, pagar contribuciones y gabelas, ser soldados y marinos para mayor esplendor de esta nación cristiana, que tan mal anda desde que vaciló en la fe: mas nuestro deber de cristianos es antes que los demás deberes. Pues qué, amados míos, ¿hemos de contribuir para que se emplee nuestro dinero contra nuestra conciencia? ¿Pediremos al Señor ánimo para el trabajo, y su fruto será para escarnecerle? ¿Queréis que sirvan nuestras riquezas o jornales para que los malos gobernantes paguen suntuosos embajadores que adulen a los carceleros del Santísimo Pontífice, que apacienta el rebaño de Cristo desde su lecho hediondo de paja en un calabozo del Vaticano, antes trono de su preponderante sabiduría? ¡No, y mil veces no, hermanos míos! Seamos, si es preciso, como aquellos mártires que desafiaban a los procónsules romanos, y ya sabéis que estos procónsules eran como ahora los gobernadores civiles. ¿Y hemos de ser soldados para servir de ornato y servidumbre a ministros impíos, para obedecer a sacrílegas Asambleas que decretan la asquerosa libertad de conciencia?

 



¡Ah, y con cuánto dolor de corazón, con qué santa indignación los que aman a Dios oyen hablar de esas infamias! Mas la paciencia del justo es luego ira terrible, y el cordero se hace sañudo tigre, que dicen las famosas palabras del Santo.



¿Quién no teme que baje fuego del cielo sobre esta sociedad moderna? A la maldad llaman libertad, y luego, ¡ilusos! piensan vencer a los que luchan por la verdadera libertad, a los que, como nosotros, elevan su corazón al Señor. ¡Así es todo desolación y espanto por los campos! Las guerras son obras del demonio: Dios le permite que nos castigue porque somos malos y nos olvidamos de Él. Y cuando esto pasa, no es impunemente: que si a la piedad se la escarnece, si a la religión se la pisotea, ¡ah! entonces ya no hay nada que dar al César, sino que hasta la sangre debe emplearse en servicio del Señor. ¿No nos da Él la suya diariamente en el convite celestial, en el manjar eucarístico? ¿Seríamos capaces de negarle nuestra miserable sangre?



Orad, hermanos míos, orad por los opresores sacrílegos, pero no maldigáis a los que combaten. Nosotros tenemos sólo fe, quizá fe tibia: ellos, como quería el Apóstol, juntan las obras a la fe. Supimos los españoles expulsar al moro, desterrar al judío, vencer al turco; destruimos al protestante en Flandes; arrojamos de aquí a los franceses ateos de Napoleón; purificamos, con fuego, de herejes nuestra propia tierra, y ¿no seremos hoy capaces de sojuzgar a los que traen semilla del infierno en ese contubernio nefando que llaman matrimonio civil, en esa crápula moral que llaman libertad religiosa?



¡Qué pena, hermanos míos! ¡qué dolor! Estamos en plena Revolución; es decir, como Job en el basurero, llenos de toda suciedad. ¡Aquí es el rechinar de dientes y crujir de huesos!



La libertad de cultos, dicen los impíos, traerá capitales extranjeros, porque vendrán familias de herejes, ¡que maldita la falta que hacen! ¿Pues sabéis a lo que vendrán? a llevarse vuestro dinero, a poner fábricas en las casas que ahora se están robando a las pobres monjitas. Esta es la libertad de cultos. Ya veis, amados oyentes míos, cómo no siempre es piadoso dar de buen grado al César todo lo que parece suyo.



Sean nuestras almas del Señor para que su cólera no nos parta por la mitad, y atendámosle a Él antes que a nadie. ¿A quién obedeceríais primero, a un guardia municipal, o al Rey? al segundo, ¿no es verdad? Pues el César es el guardia municipal, y el Rey es Dios nuestro Señor, pero Rey de Reyes y Emperador de Emperadores. Elevad los corazones, que tiemble la oración en vuestros labios, que se agite, como humo inquieto la fe en vuestros pechos para que el Señor nos conceda ver acabadas la podredumbre del liberalismo, la masonería, las persecuciones de la Iglesia y las desdichas de sus venerables ministros, y para que acaben las fatigas de los que luchan por la fe en cualquier terreno, porque entonces podremos gritar: ¡Pueblos esparcidos por el Universo, palmotead, manifestad con millares de gritos de alegría la parte que tomáis en la gloria de vuestro Dios en el día de su triunfo! Yo diré a vuestro corazón, con el Profeta: cuasi tuba exalta vocem tuam, et anuntia populo meo scelera eorum. Orad, y ahorraréis lágrimas a la Esposa del Cordero; haced que todo el mundo rece en vuestras casas por los que están sepultados en el profundo sueño del pecado, dormiebat sopori gravi; por los que voluntariamente se han hecho sordos a las inspiraciones divinas, sicut aspidis surdæ et obturantis aures suas. Sí, amados hermanos míos, orad a María en todas sus advocaciones, tan buena es una como otra, todas son mejores y dulcísimas; porque si oramos, las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia.»



Mientras bajaba lentamente del púlpito estalló en la iglesia rumor de muchedumbre inquieta, y de los labios de los fieles salió un murmullo de aprobación. En seguida, todos comenzaron a salir, ansiosos de sustraerse, a pesar de su devoción, a la pesada y sucia atmósfera del templo. Las puertas vomitaron negras oleadas de gente que, al desparramarse por las aceras, respiraba con delicia el aire puro de la noche, y en pocos momentos la ancha nave quedó vacía. Algunos exaltados elogiaban el sermón.



– Es un padre nuevo.



– No le conocía.



– Ni yo: ¡qué valiente ha estado!



– Es de los finos.



– ¡Ojalá hubiera muchos así en los pueblos!



Varias personas entraron en la sacristía, preguntando cómo se llamaba el predicador. Los capellanes de la casa comentaron el sermón de distinto modo.



– ¡Muy bien, compañero, eso es poner el dedo en la llaga!



– Ha estado Vd. un poquito fuerte.



– Ándese con cuidado, no sea que los liberalitos cometan con Vd. algún atropello.



El párroco calificó aquello de imprudencia.



Tirso se marchó solo, contentísimo, pisando recio, llevando alta la cabeza, como si creyera que las gentes habían de señalarle con el dedo y mirarle con asombro. En su casa no dijo nada.



Aquella noche, el nombre del Padre Tirso Resmilla era conocido en todos los centros clericales de Madrid.



A los tres días, Pepe, leyendo un periódico, dio con el siguiente suelto:



«El púlpito sigue convertido en tribuna por los enemigos de las instituciones liberales. Hemos oído asegurar que en una de las principales iglesias de Madrid se ha pronunciado anteayer un violento sermón, una verdadera excitación a la guerra civil. La opinión exige que, si el hecho es cierto, las autoridades tomen cartas en el asunto. El clérigo que se ha propasado esta vez, parece ser el Padre R…, casi desconocido, por haber llegado a Madrid hace poco tiempo. Veremos qué resultado ofrece esta milésima edición de semejante atrevimiento.»



Pepe comprendió que el Padre R… era su hermano, y profundamente disgustado, hizo que Millán averiguase la verdad del caso preguntándolo en la imprenta de aquel periódico, y al mismo tiempo revisó cuidadosamente los demás que había de leer su padre, decidido a evitarle la desazón que pudiera acarrearle la noticia. No temía que Tirso se vanagloriase de la hazaña en su propia casa, pero podían ir a prenderle, o acaso una fracción de la prensa insistiera en pedir su castigo.



El resultado de las gestiones de Millán confirmó la sospecha de Pepe: el regente de la imprenta donde se tiraba el diario que dio la noticia, dijo que el predicador de que se trataba era don Tirso Resmilla, quien abandonando su curato de un pueblo del Norte, había venido a Madrid, pocos meses atrás, como persona de confianza para los elementos realistas de la diócesis a que pertenecía.



XXII

Había en Madrid por aquel tiempo, en uno de los barrios extremos, una casa que rompiendo la línea de fachadas contiguas, parecía apartarse del trato de las gentes. Tenía por delante un pequeño jardín con verja; aislábala por detrás un ancho patio con cuadras y cocheras, y a derecha e izquierda la limitaban una pared medianera y fuertes tapias a una calle poco frecuentada. Formaban el jardín tres o cuatro mezquinos recuadros de flores vulgares, las enredaderas enroscadas a la verja, y varias acacias, cuyas fornidas ramas ocultando casi por completo los balcones, oponían a la curiosidad una cortina impenetrable. Las persianas estaban continuamente caídas y las vidrieras se abrían rara vez, sin que nunca sonase dentro cantar de criada ni piano de señora. Era una casa falta de voces y de ruidos, triste, callada entre los clamores vecinos, ajena a cuanto la rodeaba, como hecha adrede para retiro de dama romántica o escenario de novelescas aventuras. Una campanilla, colocada en la verja del jardín, daba aviso cuando entraba alguien y, según quien fuese, lo anunciaba el portero tocando otra campana en el portal. Un tañido para Hermana de la Caridad o Hermanita de los Pobres, dos para fraile o clérigo, tres para dignidad eclesiástica: a los simples mortales les anunciaba de palabra un criado, y gracias si se quitaba la gorra. Señal de dar limosna los sábados o fiestas no se veía ninguna, pero por privilegio envidiable tenía la finca oratorio donde se rezaba misa cuotidianamente y, si acaso pasaban por la calle alguna Minerva o el Dios chico, lucían los balcones grandes y blasonadas colgaduras. Durante el día menudeaba el campaneo del portal, indicando que eran muchas las visitas de gente religiosa: por las tardes la dueña, ya entrada en años, salía a paseo en coche modestamente vestida, con aspecto humilde y luciendo en una muñeca, a modo de pulsera, un pequeñísimo rosario de oro y perlas. El carruaje, cómodo y anticuado, llevaba en las portezuelas corona condal; el cochero y el lacayo, como haciendo juego con el portero, tenían facha de cantores de iglesia, y la dama, siempre enlutada, con trazas de poco limpia y gesto uraño, semejaba una sacristía hecha mujer. Llegada la noche, escapábase de alguna ventana rumor de preces dichas en común, y antes de las diez quedaba todo cerrado, sin que hasta el día siguiente volvieran a cruzar sombras tras las vidrieras, ni se escuchase ningún ruido. Para ser tenida por convento, era la casa demasiado mundana; para morada de seglares, parecía monasterio. De ambos caracteres participaba; pues la Condesa hacía vida casi monjil y extremadamente rigurosa. En todo tiempo se levantaba a las cuatro de la mañana para rezar maitines y oración por los agonizantes, tornando a acostarse hasta las nueve, que oía misa, rezada por su capellán; a las doce angelus, antes de almorzar; por la tarde lecturas piadosas, vísperas, cinco llagas, recepción de visitas honestas y paseo en coche; antes de comer un rato de meditación en la capilla, y después de la comida otro rosario, letanía, y recomendación del alma: a las nueve y media se acostaba. De bailes y reuniones, nada: de teatros muy poco, y sólo a obras cuya moral nadie hubiese puesto en duda. Confesaba dos veces por semana y recibía la sagrada comunión todos los domingos.



Una criada, despedida de la casa porque el rigor del ayuno la hizo blasfemar de Dios y hurtar en viernes de cuaresma restos de solomillo fiambre, propaló por el barrio noticias muy curiosas, según las cuales la Condesa de Astorgüela revelaba empeño de rescatar con la penitencia lo mundano de su vida pasada. Mucho alardeaba de humilde y descuidada para su persona; mas al decir de la doncella, quedábanla restos de la más refinada coquetería, si bien ella procuraba ocultarlos. Sus pies calzaban medias de seda, ceñía su talle corsé de raso, era pródiga en perfumar el baño, cuidábase con ahínco las manos y, aunque hiciese ostentación de vestir humildemente, la ropa blanca que gastaba era un primor en adornos, lienzos y hechuras: bajo vestidos lisos y de lana, solía ocultar enaguas guarnecidas de costosos encajes. La tal doncella desmentía, además, ciertos excesos de piedad atribuidos a la dama: sus actos de penitencia consistían en no tomar nada, aunque lo desease, fuera de horas, abstenerse de algún bocado sabroso, escoger, por breve rato, asiento incómodo y hasta estar unos minutos puestos en cruz los brazos: pero era falso, según la pecadora sirvienta, que la Condesa usara cilicio bajo el corsé de raso, ni que tuviera costumbre de llevar por voluntaria molestia alguna china en los zapatos, antes al contrario, se calzaba exquisitamente; ni que durmiera los viernes con una astilla entre las sábanas, ni que hiciera en el suelo cruces con la lengua. En cambio, insistiendo en los restos de coquetería, la Condesa, a solas en su tocador y alcoba, desplegaba consigo misma aquel mimo y esmero que sólo observa la mujer cuando se emplea, aunque honestamente, en el dulce servicio del amor. De modo que, por las señas, la Condesa de Astorgüela, lo mismo podía ser una gran dama arrojada por el desengaño a los brazos de la Religión, que una hipócrita de alto rango, o las dos cosas a la vez.

 



Su rostro parecía arrancado de un lienzo de Mengs o de Van Lóo. Una hermosa cabellera rubia, que comenzaba a encanecer, la servía de diadema; la fisonomía era expresiva, casi picaresca; graciosa la boca, esbelto el talle y los pies chicos. Así debían ser aquellas damas de la corte de Versalles que compensaron la virtud que les faltó a fuerza de elegancia e ingenio. La edad de la Condesa era un misterio, para ella triste, para los demás engañoso; pero todavía la quedaban encantos que desplegar cuando al caer la tarde venían a pedirla consejo algunos amigos devotos y, como ella, dispuestos a la defensa de intereses sagrados.



Tal era la Condesa de Astorgüela relacionada con el alto clero, bien quista de la nobleza, influyente en el ánimo de ciertos nobles chapados a la antigua y deseosa de atraerse a todo aquel que despuntara en el servicio de la tradición y la piedad, deseo que la inspiró grande afán de conocer a Tirso apenas supo el valiente celo que demostró en el sermón famoso. Ella misma le escribió así, de su puño y letra, y en papel timbrado con su escudo:



«La Condesa de Astorgüela la Real saluda respetuosamente al capellán don Tirso Resmilla, rogándole se sirva visitarla para encomendarle una buena obra.»



(Y abajo el día y hora de la cita, con las señas de la casa.)



Sorprendido Tirso agradablemente, consultó con el cura que le cedió el sermón si debía asistir al llamamiento, y la respuesta avivó su impaciencia.



– No deje Vd. de ir, compañero; esa señora es una potencia.



Con lo cual a la hora marcada se presentó en casa de la Condesa, que le recibió en un espacioso gabinete seriamente alhajado donde a vueltas de mucha severidad había detalles que acusaban a la mujer elegante. Cubría las paredes rico damasco verde con el tono del mirto; los muebles, tapizados de brocatel algo más claro, eran de hechura antigua; la alfombra gruesa y casi blanca: del techo pendía una enorme araña de cristal con muchos colgajillos prismáticos y, bajo ella, sobre una mesita de mosaico, se veían varios libros ricamente encuadernados, reflejándose todo en grandes espejos con marcos de hojarasca dorada. Tirso echó una mirada a los lomos de los libros: eran lo más hermoso y literario que ha dado de sí en el mundo el sentimiento religioso: Imitación de Cristo, de Kempis; La perfecta casada, de Fray Luis de León; La vida devota, de San Francisco de Sales, y el Tratado de la tribulación, del P. Rivadeneyra. Sólo tres obras de arte adornaban la estancia: una admirable copia del Cristo de Velázquez; otra de la Dolorosa de Tiziano, y ante uno de los balcones, destacando sobre el claror del hueco, una escultura fiel reproducción del San Francisco de Alonso Cano. Cuanto allí había acusaba extraña mezcla de elegancia y piedad.



Alzose de pronto una cortina y entró la Condesa, a quien Tirso saludó respetuosamente: ella se sentó en una butaca pequeña, de espaldas a la luz, y el cura, obedeciendo a una indicación, ocupó un asiento cercano puesto frente al balcón; de suerte que la fisonomía de Tirso quedó a merced de las miradas de la dama, y el rostro de ésta no tan visible para él, que estaba como irresoluto y cortado. El traje de la de Astorgüela era sencillo y negro, de un negro brillante y nuevo, junto al cual pardeaban la sotana y el manteo de Tirso.



– Lo primero – comenzó ella – pido a usted mil perdones por mi atrevimiento: debía haber procurado esta entrevista de otro modo, pero deseaba que honrase Vd. mi casa y quería que hablásemos a solas; ante todo, para felicitarle por su elocuencia y su rasgo de valor…



– Señora, yo agradezco tanto… pero la verdad, no creo merecer…



– Sí; merece Vd. que le feliciten todos los corazones cristianos. Alcanzamos tiempos en que la energía en defender lo bueno y lo santo debe alentarse; y yo, aunque valgo poco, he tenido empeño en conocer a usted para apreciarle mejor.



Estaba asombrado, sin adivinar a qué venían tal llamada y tan afable recibimiento.



– ¿Le sorprende a Vd. mi osadía, – prosiguió adivinándolo la Condesa – verdad? pues aún va a extrañarle más otra cosa que voy a decirle, y sobre la cual le encargo la más absoluta reserva.



– Aseguro a Vd. que me desviviré por servirla, si juzga que puedo serla útil.



– No se trata de servirme, señor Resmilla, sino de servir a la