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El enemigo

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– ¡Eso sí! pero ignoro cómo.

– Si su hermano de Vd. se casara con esa señorita..... si nosotros lo facilitáramos.....

– No hay que pensar en ello, señora. Mi hermano es un fanático descreído; a su falta de fe llama convicción honrada: sería capaz de echárselas de mártir de sus ideas y renunciar a la chica antes que aceptar el trato.

– ¿Está Vd. seguro de esa energía?

– ¡Ojalá no lo estuviera!

– Piense Vd. que nos sobrarán medios, toda clase de protección.

– Imposible.

– Entonces habrá que tomar otro camino. Es preciso averiguar si esa señorita está realmente enamorada de su hermano de usted, y necesitamos poder calcular lo que ella haría viéndose abandonada por él.

– No entiendo lo que Vd. se propone.

– Hablaré sin rodeos, señor Resmilla. Si el novio se allanara, y sería lo mejor para todos, a vender en buenas condiciones a la comunidad el terreno que ésta desea cuando entrara en posesión de la dote, nosotros haríamos la boda.

– Ya he dicho a Vd., y perdone que insista, que eso es imposible.

– En tal caso, hay que colocar a la pareja en condiciones de ruptura y conseguir una de estas dos cosas: que ella imponga a su padre su voluntad, es decir, la nuestra, o que, desengañada del amor, piense en dichas más puras, en vida más tranquila.

– Comprendo.

– Con lo cual, señor Resmilla, lograríamos doble resultado: para el Señor la conquista de un alma; y para nuestro propósito la posesión de una voluntad, dueña, en plazo más o menos breve, de lo que desean poseer las Hijas de la Salve.

– Perfectamente.

– Considerado así el asunto, Vd., ¿qué cree que debamos hacer?

– Que mi hermano riña lo antes posible con la novia, y luego manejarla a ella.

– Eso es expuesto. Si está enamorada de veras, corremos dos peligros muy grandes: primero, la dificultad de separarles; y segundo, que si su pasión no es verdadera, al perder éste se arroje en brazos de otro amor.

El cura no pudo contenerse.

– Señora, ¡cuánto sabe Vd.!

– Crea Vd., señor Resmilla, que para servir a Dios hay que pensar en todo. Vamos, ¿qué le parece a Vd.?

– En mi opinión, lo esencial es que riñan; y después dirigir bien a esa criatura.

– ¿Quiere Vd. encargarse de ello? Piense usted que se trata de una verdadera obra de caridad y que, además, las Hijas de la Salve no olvidarán lo que Vd. haga por ellas.

– Yo no hago nada interesadamente.

– Me lo figuro; pero toda buena obra trae consigo su recompensa. En fin, piénselo usted.

– ¿Puedo estar seguro de que obraremos sólo por favorecer a esa comunidad, sin ninguna otra mira bastarda? No se ofenda Vd., señora; yo soy así.

– No nos anima más deseo que el de contribuir al engrandecimiento de una institución piadosa. Usted la conocerá y juzgará luego.

– Pues delo Vd. por pensado: acepto.

– ¿Quiere Vd. que yo le facilite ocasión de hablar a la novia de su hermano?

– Avisaré cuando lo considere oportuno; pero me parece que yo me lo trabajaré todo.

– No olvide Vd. que lo esencial es la ruptura.

– Espero que la conseguiré.

Al llegar aquí Tirso creyó oportuno poner gesto triste, y dando a la voz acentos de amargura, dijo:

– ¡Ah, señora! ¡Si Vd. pudiera apreciar la pena de mi corazón al comprender que las ideas de mi hermano disculpan… hasta justifican, que yo tome cartas en este asunto!

La Condesa, ya en pie, como despidiéndole, sonrió ante aquel inesperado afán de atenuar la índole del pacto, y repuso:

– Es doloroso que no se pueda hacer el bien sin estos rodeos; pero, ¿qué remedio? señor Resmilla, así lo quieren los tiempos. Quedamos en que convencerá Vd. a esa señorita; después, en fin… allá Vd.

Despidiéronse en seguida, y salió Tirso a la calle hondamente preocupado, por muchas razones. Aquella señora fue para él un enigma vivo: sabía el motivo de su viaje, alardeaba de influyente, habitaba un palacio y tenía aspecto de reina. ¡Qué maridaje tan extraño formaban en ella el trato mundanal y la piedad! Parecía la encarnación de lo profano puesta al servicio de lo divino. Por supuesto, estaba decidido a servirla contra su propio hermano, contando con la ayuda de Dios. ¿Acaso no triunfaba en los demás propósitos que formó? Su madre había entrado de lleno en el buen camino, y su hermana había renunciado al devaneo con Millán.

Tirso recordaba las palabras de la Escritura: Desaparecerá el impío como la tempestad que pasa; mas el justo es como cimiento durable por siempre. La esperanza de los justos es alegría; mas la esperanza de los impíos perecerá.

XXIII

Desde que Tirso despreció a Pateta por verle con uniforme de corneta de milicianos, según él contó a Paz, no pudo el chico refrenar la antipatía que le inspiraba el cura. Pateta era madrileño, legítimo descendiente de aquellos liberales que cuando niños rodeaban en apretada turba las charangas militares para oír el Himno de Riego, y que de hombres alzaban barricadas contra la tropa, fraternizando con ella después de batirse unos y otros como fieras. Sólo dos bienes poseía: juventud y valor, y ambos los puso al servicio de la libertad, porque instintivamente le pareció buena aquella aspiración que tanto entusiasmo despertaba: vio alistarse como milicianos a sus compañeros de imprenta, les imitó, y de aquí el vistoso uniforme con leopoldina de plumero que parecía un gallo desmayado, el pecho lleno de trencillas y la corneta presa entre cordones rojos, con los cuales arreos rechazaba en formación o revista al más amigo gritando: «¡atrás paisano!» Su indignación cuando Tirso le dijo: «¡quita de ahí, mamarracho!» fue espantosa; mas como Pateta no era malo, su propósito de venganza no pasó del deseo de jugarle una mala partida: no ambicionó causarle daño, sino rabia; no sería la suya venganza, sino truhanada. Los sucesos facilitaron su intento.

Por aquellos días se temía un movimiento de los absolutistas sobre Estella, y Pateta, al salir una mañana de la imprenta, estando ya cerca de la calle de Botoneras, oyó pregonar el extraordinario, con la derrota de los carlistas, grito que acto continuo le sugirió la forma de su proyectada desazón al cura. Todo consistía en gastarse dos cuartos en el papel y subir a dar la grata nueva a don José: era la hora del almuerzo, y Tirso, que estaría allí, tendría que tragar la píldora.

A los cinco minutos de imaginarlo entraba Pateta en el comedor, donde, terminado el almuerzo, conversaba la familia tranquilamente antes de que Pepe marchase a su trabajo; doña Manuela y Leocadia estaban doblando el mantel, don José haciendo pitillos y Tirso hojeando un libro. En la pared, por bajo de la estampa religiosa que compró Tirso, se veía el mapa de las Provincias Vascongadas y Navarra, en que don José iba marcando la situación de las tropas. Cuando quería ver por dónde andaba tal o cual columna, hacia dónde estaba situado este o aquel pueblo, le descolgaban el cartón del mapa y le daban una cajita con las banderitas que el pobre señor se hizo, por vía de entretenimiento, con alfileres y papelitos de colores: las había blancas para los carlistas y moradas para el ejército, por decir don José que este era el color de las antiguas libertades castellanas.

– ¿Qué hay, Pateta? – preguntó el viejo.

– Pues nada, señor; que como hace tantos días que no venía y pasaba por ahí cerca, dije: vaya, voy a subir a ver si se les ofrece algo, o si quién ustedes que haga cualquier recao.

– Nada, hombre, gracias: sigo lo mismo, yo lo mismo.

– Y como sé que le gusta a Vd. leer los papeles que salen, y he oído pregonar el que van vendiendo ahora, lo he comprao.

– Trae, trae, a ver.

Pepe tomó el extraordinario, y después de pasar por él rápidamente la vista, dijo:

– Esto no tiene relación con lo que se esperaba sobre Estella; pero les han pegado una buena zurra. Verá Vd. (leyó):

«Extracto de los partes oficiales recibidos hasta la una de la madrugada de hoy en el Ministerio de la Guerra:

Provincias Vascongadas y Navarra. – El capitán general comuni…»

– Salta, hijo, salta eso. A ver lo importante.

– «Comunica que en Aya fueron cogidos a las facciones de los curas Orio y Santa Cruz 800 fusiles remingthon, 300 de varios sistemas, cajas de municiones, pólvora, piezas de tela, provisiones y papeles; no pudiendo detallar las pérdidas del enemigo, que pasan de 50 los muertos y hasta 200 prisioneros y presentados. De nuestras tropas, cinco muertos del batallón de Barbastro, uno de la Princesa y 14 heridos. Entre los muertos de los carlistas había un cura, y entre los prisioneros otros dos curas, uno de ellos herido.»

– Muchos golpes como ese hacen falta – dijo don José – una cosa parecida ocurrió el año de 48, cuando el brigadier Zapatero y el coronel Damato desbarataron en Zaldivia y Amezqueta las partidas de Alzáa y Urbiztondo.

– Los han reventao – añadió Pateta.

Después el diálogo continuó sólo entre los hermanos.

– ¡Bah! ¿qué ha de decir el gobierno? Yo no hago caso de noticias oficiales – dijo Tirso.

– Yo sí: habrá alguna exageración, pero la paliza debe de haber sido buena.

– Otra vez me tocará a mí alegrarme.

– Has podido regocijarte hace poco con el fusilamiento de los carabineros. ¡Hasta chicos de diez y seis años!

– Cosas de la guerra.

– No. Salvajadas del fanatismo.

– A eso dan lugar los enemigos de la fe, los que escarnecen la religión.

– ¡Ya salió a plaza la religión de nuestros mayores! No sé en qué consiste, pero casi siempre que se comete una infamia de ese jaez sale a relucir la religión.

– Como que su defensa es el origen de la guerra.

– Y así, a trabucazos, se hace propaganda de mansedumbre y caridad. Ordenadas esas infamias por militares, no tendrían disculpa; ¡conque figúrate siendo clérigos los autores!

 

– Se miente mucho.

– ¡Desgraciadamente, hijo mío – interrumpió don José – no son exageraciones! Esos curas de canana y retaco, son iguales a los de la otra guerra. Aún recuerdo yo lo que hicieron don Basilio y Orejita, que eran dos cabecillas, el año 36 en la Calzada. Cerca de ciento veinte personas sacrificaron, hasta mujeres y niños, y ¿sabéis quién sirvió de ojeador? el prior de la Calzada. Los carlistas atacaron el pueblo, los nacionales se refugiaron en la torre de la iglesia, y entonces aquéllos la incendiaron: un nacional que se descolgó por una ventana, pudo correr al caer a tierra, pero le vio el prior y comenzó a gritar: ¡a ese conejo que se escapa! ¡cazarle! y le mataron. Por supuesto, que el tal prior era una fiera. Con pretexto de parlamentar se acercó a la torre, y estuvo dando conversación a los sitiados hasta que los suyos arrimaron a las puertas astillas y sarmientos: cuando estuvo encendido el fuego, paró de hablar. Todos los que estaban dentro ardieron como estopa, y cuando el prior oía el llanto de las mujeres y de los niños, decía el muy bruto: ¡Bien templado está el órgano!

– ¡Parece mentira que crea Vd. esas paparruchas!

– ¿Y lo que está haciendo por ahí ahora ese cura, cuyo nombre es un escarnio?

– Ya tendrá él cuidado de no matar a buenos cristianos: sobre todo, ¿pensáis que se puede guerrear con sensiblerías?

– No digas disparates, hijo; me moriría de pena si supiera que eras de los clérigos que disculpan esas atrocidades.

– Le gustarán a Vd. más los que se cruzan de brazos y dejan que les persigan y conviertan las iglesias en cuadras y los altares en pesebres.

– Eso no se ha hecho todavía – dijo Pepe; – pero, no te quepa duda, si los curas siguen el camino que han emprendido, el pueblo confundirá a los representantes con la cosa representada, y entonces…

– Entonces lo destruiremos todo y no dejaremos vivo ningún liberal… ¡masones indecentes!

Estaba ya fuera de sí; la ira, contrayendo sus facciones angulosas, dio a su rostro dureza extraordinaria, y los ojos se le inyectaron en sangre. Nunca le habían visto tan furioso.

– ¿Vais a reñir por política? – gritó doña Manuela.

Pateta estaba arrepentido.

Pepe, por evitar que la cosa pasase adelante, trató de bromear, diciendo:

– Vaya, hombre, cálmate; otro día puede que entren en Estella o que asomen por Chamberí.

Tirso, interpretando aquello como befa por la derrota, se enfureció; levantose de pronto con el rostro desencajado, fue hacia el mapa, trémulas las manos, y cogiendo tres o cuatro banderizas carlistas, dijo, clavándolas en el papel con grosera violencia:

– ¡Sí! ¡Entrarán aquí, y aquí, y aquí!

Los alfileres marcaron al azar varias poblaciones; Estella, Pamplona y Madrid quedaron conquistadas. Don José no se atrevió a chistar; Pepe soltó una carcajada.

– ¡Qué fuerte te da!

– ¡Esta es una familia podrida! – prosiguió el cura – así estáis, así os veis, necesitados, pobres, desamparados, dejados de la mano de Dios; tú, trabajando en esa imprenta como un gañán, y Vd. (dirigiéndose al padre) ahí clavado en una butaca, con el castigo del Señor encima.

– ¡Hijo mío, líbreme Dios de suponerle tan mezquino que sea capaz de castigarme con reuma por ser progresista!

– ¿Reuma? – exclamó Tirso, sonriendo bárbaramente. – ¡Reuma! ¡No tiene Vd. mal reuma! Gota, y de la fina, es lo que tiene usted.

El infeliz escuchó con indecible espanto la brutal revelación. Primero quiso incorporarse, sin saber a qué; pero no pudiendo sus manos crispadas sostenerle en los brazos del sillón, cayó de golpe en el asiento; luego miró estúpidamente en torno, y por sus mejillas resbalaron dos lágrimas.

A Pepe se le asomó el furor a los ojos; sintió impulsos de abalanzarse a Tirso y destrozarle la cabeza a puñadas. La presencia de doña Manuela y Leocadia evitó una cosa horrible; Pepe, conteniéndose al mirarlas, se limitó a decir a su hermano, con la voz engañosamente tranquila, pero llena de energía:

– ¡Vete! Soy capaz de matarte.

– Lo creo – repuso el cura, procurando aparentar serenidad y dirigiéndose hacia su cuarto muy despacio.

– ¡No! – le gritó Pepe – ¡no, infame; a tu cuarto no, a la calle!

Doña Manuela, que sin atreverse a proferir una sola palabra se había interpuesto entre ambos, miró entonces a Pepe como no le había mirado nunca, y con un vigor de que jamás dio señales en su vida, le dijo:

– ¡Basta!

La expresión que adquirió su rostro desconcertó a Pepe: le repugnaba creer que su madre hiciera causa común con Tirso.

– Pero, mamá, ¿sabes lo que acaba de hacer?

– ¡Basta! – volvió a gritar ella con mayor imperio.

Pepe no contestó a doña Manuela; pero, volviéndose hacia la puerta del cuarto de Tirso, exclamó rápidamente, como si temiera mancharse los labios con la palabra:

– ¡Víbora!

Después, todos callaron.

El viejo lloraba como un niño; Pepe, abrazado a él, con la boca pegada a su oído, le decía en voz baja prodigios de cariño; doña Manuela salió del comedor siguiendo a Tirso, y Leocadia empezó a recoger del suelo el mapa y las banderitas, mientras Pateta, que estaba en un rincón aterrado ante el conflicto que había promovido, se despidió de repente y salió rencoroso contra sí mismo.

– Es mentira, ¿no es verdad, hijo mío? no es gota, ¿verdad, Pepe? – decía el enfermo.

– No, papá; cálmate, por Dios: ¡ha sido una infamia!

Sólo al cabo de dos o tres horas, seguro ya de que nadie se atrevería a molestar al viejo, marchó Pepe a su trabajo, observando al salir que doña Manuela estaba encerrada con Tirso en el cuarto de éste. Al caer la tarde se le presentó Pateta en la imprenta a pedirle perdón, creyendo ser el causante de todo.

– No tengo nada que perdonarte: tú no has tenido mala intención: así, o de otro modo, ello tenía que suceder.

Cuando por la noche volvió a su casa, todo estaba tranquilo; pero don José, al empezar la cena, sufrió un acceso violento, y fue necesario acostarle: Tirso hizo ademán de ir a coger uno de los brazos de la butaca para conducirlo a la alcoba con Pepe, pero éste le contuvo con sólo una mirada. Después, entre él y Leocadia, empujaron el sillón. Estando ya en el lecho, don José sujetó a su hijo por el cuello, y le dijo temblando, con voz apenas perceptible:

– Hijo, por Dios, ¡sé prudente! ¡no hagas nada! tu madre… ha dicho que si Tirso se marcha, ella también se irá.

Durante la cena, a que el enfermo no asistió, los dos hermanos no se dirigieron la palabra; Pepe estuvo con su madre y con Leocadia tan afectuoso como siempre; ellas con él, frías y reservadas. Después se encerró en su cuarto, sintiendo que el llanto se le agolpaba a los ojos.

Sus lágrimas fueron jugo del alma, esencia del dolor, La calma de su hogar era ya como cristal roto y, junto a esta dicha perdida, hasta el amor de Paz le pareció una felicidad mezquina.

XXIV

Las Hijas de la Salve eran unas monjas que a fuerza de pedir limosnas y aceptar herencias consiguieron edificar un buen convento en las cercanías de Madrid, fuera de la puerta de Fuencarral. La piedad religiosa pareció acuñarse para sus manos: lo más elegante y rico de la Corte les otorgó su apoyo. No había por aquel tiempo mujer devota ni dama encopetada que dejara de visitarlas. Dos hermanitas venían diariamente a Madrid a recoger ofrendas, y como tenían la colecta admirablemente organizada por distritos y barrios, se presentaban en palacios y casas a hora conveniente. Sabían que tal señora no se levantaba hasta la una, que tal otra era más madrugadora, que para hablar a unas era preciso ir a medio día, y que algunas no recibían hasta la tarde. La tartanilla en que hacían sus correrías se paraba ante las casas de la grandeza y la alta banca, con regularidad admirable, en determinadas fechas y a horas fijas: a poder hablar, el borriquillo que la arrastraba hubiera dado las señas de los domicilios de lo mejor de Madrid. También había casas donde un mayordomo, una doncella, y aun el portero, eran los encargados de entregar la limosna, sin que las recaudadoras se ofendieran ni dejaran de tomarla. Otra mina de donde sacaban gran provecho para adornar su casa y acrecer sus rentas – que eran casa y rentas del Señor – consistía en una hermandad educadora aneja al convento. Las Hijas de la Salve, previa autorización eclesiástica, habían hecho dos fundaciones que eran como ramas de un mismo y santo árbol: la primera un colegio establecido en el convento, y la segunda una asociación devota, calcada en la organización de ciertas cofradías, pero con perfección suma. La asociación llamada Limosna de la luz tenía por objeto reunir, mediante modestas cuotas mensuales, fondos para llevar diariamente, en nombre de los hermanos, determinado número de velas de cera al templo donde se adorase a la Santísima Virgen en cualquiera de sus advocaciones; pero como los asociados eran muchos y pocas las velas necesarias, al cabo de cada mes quedaba en caja un sobrante respetable, que se destinaba a misas por los hermanos difuntos, funciones de iglesia, novenas, actos de desagravio al Señor por las injurias de los impíos, ofrendas al Santo Padre y regalos a templos o capillas pobres, que consistían algunas veces en objetos de metal para el culto o donaciones para mejoras, pero que generalmente eran de ropas sagradas. En un principio la hermandad lo compraba todo; mas como las compras salían caras, la asociación estableció un pequeño obrador donde recibía a las jóvenes que, hallándose sin trabajo, querían coser a menor jornal que para tiendas o particulares: el obrador, pequeño, bien dirigido y mejor administrado, trocose pronto en taller grande, de modo que al año quedaron enlazados en sabroso nudo la piedad y el lucro, viniendo a ser aquello una santificación del trabajo. Hacíase allí toda clase de labores de aguja, desde lo más sencillo a lo más complicado y primoroso. Se bordaba en blanco, en sedas de colores y en oro; el planchado era admirable; los roquetes, albas, paños de altar, sabanillas y almohadones para santos sepulcros, parecían obra de hadas; los ternos, casullas, mangas y estandartes, eran verdaderos prodigios artísticos; y como antes ocurrió que solía quedar un remanente de velas, comenzó también a tener la casa en almacén más de lo que había menester para sus obsequios. No se había de tirar. La administración dispuso que pudiera venderse a bajo precio, con sólo cubrir gastos, y de esta suerte se apretó un poco más el lazo de la Religión y el comercio. Al mismo tiempo la hermandad Limosna de la luz pensó que su bienhechora influencia podía hacer algo mejor que poner velas en los altares, regalar casullas o vender ropa barata para el culto: podía – ¡oh admirable hallazgo! ¡oh inspiración divina! – regalar almas al Señor.

Hasta entonces no se había exigido a las obreras del taller sino buena conducta y legitimidad de origen – porque no eran dignas de trabajar para tan santo fin las ovejas descarriadas ni las hijas del pecado; – en adelante se las exigió someterse a ejercicios piadosos, explicación de la doctrina cristiana y asistencia a determinadas solemnidades en la capilla del convento. Un maestro de música formó un coro de primer orden, siendo cosa de oír – y todo el Madrid elegante se regocijó de ello – cómo cantaban salves y motetes por las tardes las infelices que pasaban trabajando todo el día. Algunas, a la larga, convencidas de la bondad de la continua predicación a que estaban sujetas voluntariamente, manifestaban deseos de entrar en las Hijas de la Salve: si su habilidad con la aguja podía ser agradable a los divinos ojos y beneficiosa al caudal común, se las admitía: en caso contrario, no faltaba medio de negarse, resultando que, a despecho de los errores humanos, como la casa contaba con la visible protección del cielo, todo era en ella prosperidad. Los jornales de las que trabajaban nunca subían; pero, en cambio, ¡qué alegría cuando alguna renunciaba al mundo! Las señoras que protegían a las Hijas de la Salve solían pagar el no muy cuantioso dote necesario y el humilde equipo preciso. ¡Santa caridad que sustraía doncellas a la circulación del pecado, evitando que llegaran a ser madres de impíos! En vano fue que varios periódicos revolucionarios y descreídos dieran la voz de alarma. El Madrid devoto estaba entusiasmado: las Hijas de la Salve y la Limosna de la luz hacían prodigios. Un día profesaba una rica educanda de pocos años, desengañada del mundo; otro, una hija de familia se negaba a ir a pasar el domingo con sus padres por adornar un altar; ya una señorita manifestaba decidido propósito de acogerse al claustro; ya una de aquellas pobres obreras pedía como favor supremo ser adoptada en cualquier concepto por las santas Madres, Hermanas, o lo que fueran.

Hubo casos notables. La hija de un caballero, viudo y muy rico, a los ocho días de sacada del colegio por su padre, se escapó, volviendo a refugiarse bajo el techo sagrado, sin que el infeliz señor pudiera verla, porque ella misma le escribió, diciéndole que todo era inútil. Una señorita recién casada abandonó a su esposo al mes de la boda – con asombro de los materialistas – como herida por la nostalgia de la devoción y prefiriendo la poesía de la fe a las impurezas del tálamo. El padre se quedó sin hija y el esposo sin mujer. Las Hijas de la Salve eran una institución incontrastable. ¿Qué autoridad civil ni judicial podía oponérseles? No: aquel santo asilo de almas consagradas a Dios y a la propaganda piadosa, no debían nunca verse sujetas a miserables tributos, pesquisas de profanos malévolos ni vejaciones parecidas.

 

La Condesa de Astorgüela era, según unos, desinteresada protectora de la doble asociación; según otros, no más que un agente, a quien las Hijas de la Salve buscaron, sabedoras de su prestigio cerca de ciertos elementos sociales, pagándola sus desvelos, amén de otros beneficios, con otorgarla una gran autoridad en el que pudiera llamarse – sin ofensa – consejo administrativo de la asociación. Tal era la índole del piadoso instituto que ansiaba dilatar su pequeño reino en este mundo adquiriendo una parte de la propiedad que, lindante con el convento, tenía el padre de Paz Ágreda.

La Condesa de Astorgüela, deseosa de proteger a Tirso, o acaso con ulteriores miras, hizo que las Hijas de la Salve le emplearan, confiándole en compañía de otros sacerdotes la misión de dirigir las prácticas piadosas y explicar la doctrina a las hermanas que formaban la Limosna de la luz. ¿A quién podían elegir sino al ministro de Dios que recientemente dio en el púlpito tan brava muestra de fervoroso celo? Tirso entró en seguida en funciones, inundándosele el alma de alegría ante el espectáculo de aquellas mujeres que, unas en continuo trabajo, otras en perpetua oración, tenían puesta la mirada en el cielo y la esperanza en Dios.

Durante algunas semanas, Paz y Pepe se vieron poco; la clausura del Parlamento hizo innecesarios al señor de Ágreda los servicios del muchacho; mas sabiendo la niña que su padre hablaría en una de las sesiones próximas, esperaba la apertura de Cortes con mayor impaciencia que político de oficio; porque don Luis tenía propósito de que Pepe buscara para él ciertos datos, lo cual significaba que el chico volvería a frecuentar la casa con la asiduidad de antes.

Llegó al fin la ocasión, y Pepe volvió a trabajar por las mañanas en el hôtel de la Castellana.

Era ya cerca del medio día. El balcón del cuarto de los libros estaba abierto, las persianas caídas, y el sol, penetrando por entre sus listones, formaba sobre la fina estera de junquillo un dibujo a rayas blancas y negras. Las acacias del jardín proyectaban confusamente sus movibles sombras en los muros: el silencio y las hileras de volúmenes, colocados en los estantes como un ejército de ideas, parecían estímulos del trabajo: Pepe, bajo pretexto de tomar apuntes, estaba preparando el discurso de don Luis. Nada se oía: sólo el viento agitaba a veces el ramaje de los árboles vecinos, obligándolo a chocar contra las persianas; la luz intensa desparramaba su claridad hasta los rincones, y sobre el paño oscuro que cubría la mesa, las cuartillas, unas vírgenes de plumadas, otras ya escritas, atestiguaban de la laboriosidad de Pepe. El discurso de don Luis prometía estar cuajado de datos interesantes y ser denunciador de graves contradicciones en el criterio y conducta de sus adversarios: el escribiente no podía dar al senador la elocuencia de que éste carecía; pero, al menos, iba a ponerle en disposición de causar efecto con la oportunidad de los recuerdos que despertase. Pepe había leído que Girardín fundaba su oratoria en la demostración de la versatilidad de los contrarios y, no pudiendo prestarle astucia ni facilidad de palabra, procuraba que don Luis hiciese algo parecido. A fuerza de revolver Diarios de Sesiones, discursos y periódicos, iba reuniendo cuanto era aprovechable para que alardeara de memoria y oportunidad. Había instantes en que experimentaba tristeza mirándose convertido en agente de la notoriedad ajena; pero luego, considerando que así se hacía útil, quizá necesario, al dueño de la mujer amada, y que cuanto más le favoreciese más se acercaba a ella, redoblaba su actividad y hacía prodigios para aguzar el ingenio. Acaso un día don Luis llegase a apreciarle, aunque fuera por egoísmo: él se sentía con fuerza bastante para fabricar la celebridad de aquel hombre a cambio…

De pronto se abrió la puerta del despacho y entró Paz, vestida con un traje de batista blanca sembrado de florecitas azules, sujeto a la cintura por una ancha cinta de seda y ligeramente entreabierto el escote, sobre el cual llevaba una crucecita de oro, como guarda colocado a la entrada del Paraíso: la falda, corta según costumbre, mostraba a cada movimiento sus bonitos pies, que aún hacían más perfectos a la vista los zapatos de labor delicada y las medias oscuras, que contrastaban con la blancura del traje.

– Papá ha almorzado solo, porque tenía una cita, y no vendrá hasta las tres: – dijo, tendiendo a Pepe la mano, que él retuvo un instante entre las suyas.

– Pues me voy.

– ¡No! Ya me he cuidado de decir que tenía yo que venir al despacho.

– Me repugna esto de quererte a hurtadillas.

– A mí también; pero, ¿qué remedio? ¡Está bueno lo que pasa! el riesgo es mío y el miedo tuyo.

– Si una imprudencia nos costara no volver a vernos, ¿quién saldría perdiendo?

– Yo, que te quiero con toda mi alma – dijo Paz con la mayor viveza.

Callaron unos instantes: él tornó a cogerla la mano, por cima de la mesa, sintiendo un placer tranquilo y grato, como si el calor que se desprendía de su piel le llegase al alma sin pasar por el cuerpo, y luego se levantó, yendo a ponerse de pie a un lado del balcón, más cerca de ella.

– No, no; anda a tu sitio.

– Déjame a tu lado un minuto.

– ¡Cómo me gusta entrar aquí cuando estás trabajando!… Me parece que ya eres mío. Los días que no vienes también suelo entrar alguna vez, para fingirme que vivimos juntos… y estabas aquí… y que ibas a volver en seguida.

– ¡Qué lejos está eso!

– Mientras me quieras, no importa.

– ¿Sabes, Paz, que parecemos tontos?

– ¿Por qué?

– Sí: tú, tonta; yo, malo. Nos estamos haciendo ilusiones: esto no puede acabar bien.

– ¿Te gusta otra más que yo?

– ¿Y el tiempo? ¿Y tu padre?

– Ni mi padre, ni los años, podrán separarnos.

– Eso es muy bonito y muy romántico; pero la realidad se nos echará encima, y ¡qué amarga!

Pepe la había rodeado la cintura con un brazo.

– Sí, ¿eh? quéjate ahora de la realidad – dijo ella, procurando desasirse.

– ¿Te ofendes?

– No; pero… no está bien.

No estaba bien, pero lo toleró.

Sus rostros quedaron tan cercanos, que los rizos de Paz le rozaban a él la frente. La crucecita de oro que la niña lucía en el pecho, temblaba con el movimiento de la respiración, y el viento suave, penetrando por entre los listones de las persianas, parecía empeñado en empujar los cabellos de Paz contra la cara de Pepe.

– Cuando te tengo así – la decía oprimiéndola el talle – creo que me quieres más, y daría la mitad de la vida por tener derecho a pasearte como estamos ahora, así, del brazo, por las calles.

– A mí me gustaría más estar solitos, sin que nadie nos viese.

Se sentía languidecer, presa de una laxitud incontrastable, como flor envuelta en una atmósfera muy cálida: el brazo y el aliento de Pepe la abrasaban. Entonces él, sin prisa de ladrón, con verdadera calma de dueño, fue aproximando lentamente los labios hasta besarla cerca de la boca; y ella, en pago, sin voluntad ni fuerza para rechazarle, oprimió la varonil cabeza contra su pecho. No fue beso robado, sino consentido primero y agradecido luego.

Al apartarse, Paz le sujetó las manos y, fijando en él los ojos, le dijo, ansiosa de leerle el pensamiento en la mirada: