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El enemigo

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XXVII

La luz escasa de la lamparita, sucia y mal despabilada, iluminaba el comedor, donde menudeaban las señales de incuria y abandono. Pocos meses antes, los mismos objetos y muebles que allí había estaban limpios y ordenados: ahora el polvo velaba las tablas del aparador, grandes manchas de grasa afeaban las puertas a la altura de las manos, los visillos blancos del balcón parecían grises, los cojines en que don José apoyaba las piernas estaban medio destripados en el suelo, y el mugriento hule que servía de tapete a la mesa mostraba descosidas y colgando hasta la estera las tiras de su ribete de trencilla. Todo indicaba que los ojos de la madre y la aguja de Leocadia prescindían de lo que antes constituía su mayor desvelo; lo único limpio, nuevo y reluciente que allí quedaba, era el marco dorado que compró doña Manuela para la estampa de la Virgen.

– ¿Qué quieres? – preguntó Tirso – ¿Vas a seguir echándolas de amo? Habla y acaba pronto.

Pepe, dominando cuantos resentimientos abrigaba contra su hermano y dando tregua al encono, como si aún fuera posible devolver a la casa la tranquilidad perdida, no hizo caso de aquellas palabras ásperamente pronunciadas.

– Óyeme, Tirso: vamos a ver si es posible que tengamos paz. Empiezo por rogarte que me perdones cuantas frases desagradables me hayas oído desde que llegaste a Madrid: todo lo que te haya molestado, como si no lo hubiera dicho.

– Bueno, ¿y qué?

– ¿Quieres prestarte a que vivamos todos en buena armonía? Por mi parte estoy dispuesto a todo género de sacrificios.

Las palabras de Pepe tenían acento de sinceridad, pero iban saliendo de sus labios tardas, premiosas; hablaba como hombre que, sin esperanza de éxito, cumple un mandato de su conciencia, tanto más enérgico, cuanto más súbitamente concebido; quería demostrar buena voluntad antes de desplegar la energía de que era capaz.

– Aquí puedes estar – añadió – en libertad completa: sólo te ruego que no distraigas a Leo y a mamá. Sé dueño de tus acciones, pero déjalas a ellas que cuiden de la casa. Parecen otras; mira cómo tienen esto, tan sucio; nunca ha estado así y, sobre todo, con lo que no transijo es con el abandono de papá: no quiero que vuelva a ocurrir lo de esta tarde.

– Es decir, que me cruce de brazos y vuelvan a vivir lo mismo que antes, como judíos.

– No entremos en apreciaciones: ¿a qué reñir? Tú puedes hacer lo que te acomode: déjalas a ellas que vivan como han vivido siempre; yo me encargo de encarrilarlas otra vez y de que esta casa sea lo que fue.

– Desbaratando lo poco que llevo hecho.

– Comprendo que, por tu estado, has de intentar ciertas cosas… Mira, no es posible que discutamos, porque no nos entenderemos; pero te haré una reflexión, nada más que una. Me parecería disculpable que hubieses tratado de que fueran a misa, hasta de que se confesasen; pero, chico, lo que sucede es horrible. ¿Es o no es verdad que mi padre está hoy aquí peor que en un hospital?

– ¿Qué culpa tengo? Lo que ocurre es que las he hecho ver lo infame, lo horrible del olvido en que tenían a Dios, el peligro que corrían de condenarse y de que se condene nuestro padre: han comprendido que me sobraba razón, y han puesto el remedio.

– De modo que lo que urge es salvarse, y el prójimo que reviente; que yo me rinda a fuerza de trabajar para impedir que esta pobreza de hoy sea mañana miseria espantosa y, entre tanto, vosotros, a dormir a la iglesia, que está fresca en verano y abrigada en invierno, a vestir santos, limpiar altares y cantar jaculatorias porque el cielo es azul y porque la Providencia dispone la comida a los pajaritos del campo… Y yo, entre tanto, todo el día tronchado sobre la mesa, matándome a trabajar. No, chico, a eso no me avengo. Quiero que vivamos igual que antes; ellas en casa y para mi padre… tú, como gustes, nada te pido. Siempre tendrás aquí la cama y la mesa, con tal que no nos obligues a reñir unos con otros. ¿Quieres llevarlas a misa? Pues llévalas. ¿Quieres que visiten al Santísimo? ¡Por mí, que le envíen tarjeta! Lo que no tolero, es que dejen a papá solo y esté la casa hecha un asco. Yo no puedo permanecer aquí constantemente; y, además, su situación exige cuidados que un hombre no puede ni sabe darle. Consentiré que mamá y Leocadia sean devotas; pero antes tienen que ser lo que han sido hasta ahora, mujeres de su casa y enfermeras de mi padre. Por grande, por fervoroso que sea tu celo, es imposible que te ofusque hasta no dejarte comprender esto.

– Lo absurdo, lo inconcebible, es que me propongas que asista impávido a presenciar la vida que hacíais antes de mi llegada. ¡Ni un mal rosario había en la casa!

– Y vivíamos tan ricamente.

– Yo no puedo autorizar eso ni tolerar tus impiedades.

– Pues yo no quiero consentir lo otro. Sé religioso, pero cesa de ser fanático: verás cómo dejo de ser impío.

El ceño de Tirso y sus respuestas secas iban haciendo a Pepe perder la calma.

– Si te acomoda – continuó – estar de bruces todo el día y usar cilicio, aunque andes a gatas o te hagas un cinturón de escarpias, me tiene sin cuidado. En cuanto a ellas, que recen en casita; devoción a domicilio, la que se te antoje; pero tengo resuelto que mi padre vuelva a verse bien asistido y que Leo no tenga ocasión de perderse por ir a esa cofradía que ha puesto tienda de ropas. Con estas dos condiciones podemos vivir en paz. ¡Buen cuidado tendré yo de no discutir contigo! Me repugnan estas reyertas; pero, chico, lo de esta tarde me ha llegado al alma. Si papá se da el golpe un poco más fuerte, se mata.

– Lo que ha pasado hoy no tiene nada de particular. Si padre no hubiese querido levantarse…

– Si no le hubierais dejado solo… En fin, ¿te allanas o no a que vivamos en paz?

– ¿Quieres que me resigne a veros vivir como masones? ¡Cuando empiezan ellas a comprender que lo que estaban haciendo no tenía perdón de Dios!

– Figúrate que has predicado en desierto, y no intentes más conquistas de almas. Para mí, antes que todo, está el reposo de la casa.

– Pues haz cuenta que nada hemos hablado.

– ¿Insistes en convertir esto en un infierno con tu ridícula propaganda?

– Insisto en que mi hermana y mi madre no sean herejes.

– ¿Y en que nuestro padre se muera a fuerza de disgustos y por falta de cuidados?

– A quien como él hace tan poco caso de la salvación del alma, debe importarle poco la vida.

– ¡Basta! No blasfemes. Se acabaron las contemplaciones. Elige, y responde categóricamente. ¿Nos dejas en paz o te marchas? ¿Sí o no?

– ¡Este es – exclamó Tirso amargamente – el fruto de las ideas modernas! Vive una familia en repugnante impiedad, un sacerdote, hijo de esa misma familia, se propone redimir de su ignorancia a los desdichados y, otro hijo, su propio hermano, le arroja de allí… es decir, lo intenta.

– ¡Lo hace! ¿Piensas que por ser cura, y por invocar leyes divinas, que pierden en vuestros labios su grandeza, te asiste derecho a mantener en continua discordia una casa donde antes jamás se oía una frase más recia que otra? ¿Qué tienen que ver con esto las ideas modernas? ¿Ni qué hay de común entre vosotros, sectarios de una superstición infame, y la doctrina del Mártir que injuríais a cada paso? ¡Quemáis incienso en las iglesias, y propagáis por el mundo la pestilencia de vuestro egoísmo!

– Egoísmo el tuyo, que estimas la tranquilidad de tu vida en más que la salvación de tu padre. Vuestra impiedad sólo atiende a los dolores de aquí bajo: la Iglesia, con previsión admirable, busca la eterna bienaventuranza para el alma. Por eso removemos el mundo a nuestro antojo: ya lo ves, los hombres se alzan en armas para defender nuestra causa, la causa de la Iglesia Católica, eterna como la gloria de su fundador. A su seno vendrán los pueblos como lanchas de pescadores que arrolla la tormenta y se acogen al puerto.

– ¿Para que vosotros les despojéis de su ganancia?

– Para señalar a las gentes el camino del bien y la verdad. El primer pueblo que reconquistemos será este.

– ¡No! Es tarde. Ni la fe podrá recobrar el imperio del mundo, ni vosotros enseñorearos de España, donde vuestra influencia ha sido tan desdichada como la tuya en mi casa. Dirigisteis la educación nacional por espacio de trescientos años, y el pueblo no sabe leer; gobernasteis nuestras conciencias, y somos escépticos. Eso hicieron los de tu raza con el país en nombre de la religión, sembrando la ignorancia y la incredulidad, como tu fanatismo ha sembrado aquí la desdicha.

– He procurado contrarrestar el mal que causaba tu ateismo.

Pepe rechazó vigorosamente la acusación del cura, y entonces sus frases ganaron en alteza lo que perdieron en naturalidad.

– Te equivocas. A quien no es supersticioso llamáis ateo. ¡Yo ateo? No, Tirso: mi corazón ama a Dios mejor que el tuyo: mi Dios no ha menester homenaje ridículo ni dogmatismo absurdo. Tú le adoras en templos, que aun de día necesitan luz: yo en el fondo de mi conciencia, donde me basta para verle el resplandor de la caridad que Él me inspira. Tú has de postrarte como salvaje que hace sacrificios a un leño: yo le llevo en la razón, que no se arrodilla ante nadie. Tú has venido a traer al mundo, no la paz, sino la espada: yo soy de los que dicen con San Pablo: hermanos, ¡sois llamados a la libertad! La fe estéril es tuya: las obras fecundas son mías. Tus creencias te arrastran al proselitismo, que es la intolerancia y la persecución, o al ascetismo, que es la aberración del egoísmo y la negación de la vida social. Tu fe hace fanáticos, tu esperanza soñadores: mi caridad hace hombres. Vosotros embrutecéis a la mujer, como querido que la pervierte para dominarla; y, enseñándola un cadáver clavado en una cruz la decís: «ese es tu amante:» nosotros, cuando jóvenes, la poetizamos con nuestro amor, y luego la idolatramos como a madre. ¿Vosotros? vosotros la prometéis el reino de los cielos, para robarla el imperio de la tierra: nosotros la damos el corazón por trono. ¡Habláis de familia! Recuerda lo que has hecho desde que aquí entraste. Me has robado el cariño de mi madre, sin atesorarlo para tí, porque eres incapaz de comprender lo que vale; porque te basta el amor frío a las imágenes de palo. Has hecho que Leocadia riña con un hombre honrado y bueno, que podía haberla hecho feliz: y ¿para qué? para llevarla ahora a las reuniones de esa hermandad, donde la devoción es negocio y la piedad tercera de seducciones. Por culpa de tu maldito sermón me han quitado medio de trabajar, y lo que hoy es aquí escasez, será mañana miseria irremediable. ¿Acaso nos traerás tú ahora maná del cielo o dinero de San Pedro? Has entontecido a mi pobre madre hasta el punto de que, por vestir a una virgen, deje solo a papá, olvidándose de la pasión de toda su vida y manchando con mala vejez una existencia consagrada al cariño. Todo eso has hecho… ¡y dices que en nombre de Dios!

 

– ¡Cien veces lo volvería a hacer! No tengo la culpa de que te hayan quitado el destino, ni de que tu madre descuide sus quehaceres. En más altas cosas me empleo. ¿Vienen males del Señor sobre la casa? Paciencia y resignación. Rico era Job y fue paciente y resignado cuando se vio pobre y zaherido; pero no perdió la fe. Te dueles de las cosas del cuerpo; yo atiendo a las del alma. ¿Echa padre algunas pequeñeces de menos?; yo estoy abriendo a madre el reino de los cielos. ¿Temes que Leocadia peque de liviana?; cuando llegó su espíritu a mis manos, ya estaba sucio de pecado.

– Si no fuera por la situación de nuestro padre, tu lenguaje me haría gracia. ¿Conque Job tuvo paciencia y Leocadia estaba sucia de pecado cuando, en vez de ir a corretear iglesias, atendía a las necesidades de papá? ¿Conque ahora, que mi madre casi ha perdido el juicio, es cuando estás abriendo para ella el Paraíso? Sí, ¿eh? pues ahora es cuando abro yo la puerta de casa para que te vayas. No quieres vivir con nosotros como hermano, ¿verdad? ¿Te empeñas en actuar aquí de cura? Pues ¡a la calle! Mañana te marchas, para no volver nunca.

– Eso, eso es – dijo Tirso al oír la palabra cura. – Aprovecha la ocasión que se te presenta para ofender a un sacerdote. Mis ropas, mis hábitos son los que te irritan. ¡Nada importa! Estos paños negros son en el mundo la bandera de la verdad y del bien; por eso la llevamos ceñida al cuerpo, para caer envueltos en ella.

– ¡Bonita frase! apúntala para otro sermón carlista.

– Lo que apuntaré en la memoria, es la infamia que por odio a mi clase cometes conmigo.

– Te engañas. Si hubieses querido ser mi hermano, no me acordara yo nunca de tu sotana. Ahora, ya es tarde: harto veo que tu conducta no es fruto de la depravación del hombre, sino del celo del sectario. Unos ensangrentáis los campos; otros desunís las familias. En el monte usáis trabuco; en poblado os valéis del confesonario. Aquí has perdido la partida.

– ¿Es decir, que me echas?

– Piensa bien lo que respondes. Tirso: ¿quieres vivir con nosotros como hermano, sin acordarte para nada de que eres clérigo?

– No.

– Entonces, vete y sé feliz, si puedes. No exijo, aunque lo mereces, que salgas ahora mismo de casa. Mañana podrás ver a papá por última vez, aunque no creo que te importe gran cosa; pero nada le digas. Luego, te marchas cuando quieras y envías por tus ropas. Sobre todo, sé prudente y evita que mi madre adopte cualquier resolución descabellada, ¿entiendes? porque te costaría muy caro.

Pepe pronunció las últimas frases con la serena altivez de quien, dueño de su voluntad y seguro de su fuerza, está resuelto a exigir obediencia: la menor provocación hubiese trocado en violencia su energía. La extrema palidez del rostro, demudado por la cólera, los labios trémulos y la terca obstinación de sus miradas, intimidaron a Tirso que, esquivando encararse con su hermano, le dijo fríamente:

– Abur.

– Ve en paz.

Entró el cura en su cuarto y Pepe en su alcoba.

Así se separaron.

Pepe se fue por la mañana temprano a su trabajo, evitando ver de nuevo a Tirso: éste conversó breve rato con la madre y luego entró en la alcoba de don José.

– ¡Adiós padre – le dijo – hoy me marcho… ahora mismo!

El viejo, que la noche pasada había escuchado confusamente el rumor de la conversación de ambos hermanos, adivinó la causa de aquella despedida; mas nada hizo por evitarla. Su respuesta fue prueba de que comprendía cuanto había ocurrido.

– ¡Adiós, hijo mío: sé dichoso y acuérdate alguna vez de nosotros!

– ¡Adiós, padre; rogaré al Señor por ustedes!

En seguida Tirso sacó a rastra sus dos baúles hasta el pasillo, diciendo a Leocadia:

– Hasta luego: ya vendrán por eso.

Y bajó la escalera inmutable, con los ojos enjutos.

XXVIII

El remedio fue enérgico, pero tardío; la determinación de Pepe resultó estéril.

Tirso logró, por mediación de la Condesa, que, a más de su sueldo de capellán, le diera la cofradía habitación y luz, prestándose a ello las Hermanas cuando supieron que se trataba del agente encargado de facilitar la adquisición de los terrenos de don Luis de Ágreda.

Doña Manuela pasaba las mañanas en las iglesias, frecuentando hasta las más lejanas de su casa, y las tardes en la Limosna de la luz, de donde solía volver cuando encendían los faroles de las calles. Leocadia, obligada por la fuerza de las circunstancias y quizá temerosa de su hermano, cuidaba algo más al padre; mas también volvió a las andadas.

Una tarde, al regresar Pepe de la imprenta, la encajera del portal le dijo que la señá Manuela y la señorita acababan de subir.

– Pero, ¿han salido las dos?

– ¡Anda! a media tarde ¡si paece que andan too el día pingando!

La situación llegó a ser insostenible: doña Manuela oía sin chistar los ruegos, súplicas y amenazas de su hijo, sin que de sus labios brotaran respuesta dura o frase desapacible, mas tampoco promesa de enmienda. Leocadia alardeaba de rebelde con tal descaro, que su hermano empezó a comprender que la lucha era inútil. No le quedaba más recurso que hacer solo frente a la desgracia, dedicándose a permanecer todo el día cuidando de su padre; pero aun esto era irrealizable, porque necesitaba ir a trabajar y no podía estar en dos sitios a la vez: atendiendo a su enfermo, ¿cómo ganar el jornal? yendo a la imprenta, ¿cómo asistir al padre?

La madre, rendida por los largos paseos que se daba para ir casi diariamente a la Limosna, hacía de mala gana la cena en las primeras horas de la noche y se acostaba, ansiosa de madrugar y oír misa tempranito; de modo que, obligada Leocadia a soportar el trajín y los quehaceres de la casa, todo lo descuidaba. La estrechez de recursos impuso economías, y entonces se resistió a sufrir ciertas privaciones y molestias. La cosa más insignificante era allí ocasión de disputa, y el último altercado era el de palabras más ágrias. Una tarde, al querer Pepe acostar a don José antes de lo acostumbrado, vio que no le habían hecho la cama, y como increpase a su hermana, repuso ella:

– ¿Soy yo criada? Ya que te llenas la boca de que eres el amo, trae a casa quien te sirva. Haré la cama de papá; pero la tuya la haces tú… o tráete de doncella a la novia.

La falta de dinero dio margen a escenas repugnantes. Millán llevaba adelantados a Pepe dos meses de jornales; fue preciso deshacerse de cuanto tenía algún valor; el reloj de don José, el de Pepe y varios cubiertos de plata se malvendieron a un platero de portal; el dueño de la lonja de ultramarinos amenazó con no seguir fiando si no le entregaban algo a cuenta, y llegadas a tal extremo las cosas, aun se resistió Leocadia a empeñar una sortija de poco precio, que Pepe la regaló en tiempos más felices.

Un hecho de desgarradora elocuencia vino, por fin, a demostrar la imposibilidad de que continuara aquel desconcierto, fundado en la profunda variación sufrida por la madre y la hija. Una noche Leocadia volvió sola de La limosna.

– ¿Y mamá? – la preguntó su hermano.

– Mamá no viene.

El muchacho, fuera de sí, resistiéndose a entender lo que oía, cogió a la chica por un brazo, oprimiéndoselo duramente:

– ¿Cómo que no viene?

– ¡No seas bruto! ¡Esto te faltaba, pegarnos!

– ¿Por qué no viene mamá? ¡Responde!

– Porque ahora tienen guardia las vigilantas cada ocho días.

– ¿Qué dices de vigilantas? ¿Qué tiene mamá que ver con eso?

– Si hubiéramos hecho lo que dije, no pasaría esto. Ella no te lo ha querido decir… y ahora aguanto yo el chubasco… Pues, nada, que la han hecho vigilanta y tiene una guardia por semana, y hoy le toca.

– ¿Pero vigilanta de qué?

– De la hermandad. Las muchachas del taller van a las ocho, y a esa hora tiene que estar allí para que no alboroten y para distribuir o recoger labor.

Pepe la escuchó asombrado.

– ¡Mi madre convertida en criada de monjas! – gritó con rabia. Los ojos se le arrasaron de lágrimas, y al cubrirse el rostro con las manos, por no entristecer más a su padre, vio que su precaución era inútil: el viejo lloraba también.

– ¡Padre, padre de mi alma, nos vamos a quedar solos! – dijo, arrojándose en sus brazos.

– Tú no me dejarás, ¿verdad, hijo?

¡Qué larga se les hizo aquella noche! ¡Cuántos proyectos, qué de remedios imaginó Pepe, y con qué crueldad le dijo la razón fría que eran todos irrealizables! Don José, desvelado por la emoción sufrida, pasó en continua queja las horas, y aun así sufrió menos que su hijo: Leocadia se acostó desagradablemente impresionada, pero al poco rato se durmió: Pepe, sentado junto a la cama de su padre y apoyada en su misma almohada la cabeza, oyó sonar en el reloj todas las horas de la noche. Al amanecer abrió el postiguillo del balcón, y entonces la luz triste del alba, iluminando débilmente la alcoba, mostró vacío, junto al viejo, el sitio de la madre. La muerte y no la ausencia, parecía haberla arrancado de allí. Pepe miró hacia la cama y, al no hallar sus ojos la cabeza tantas veces besada, los cerró, como si fuera preferible cegar a ver lo que veía. Entrada la mañana, salió al comedor, llamando a Leocadia para que preparase el desayuno del padre, y la encontró en la cocina sentada en una silla, puesto ante otra el espejo, llena la falda de horquillas y concluyendo de hacerse un peinado complicadísimo.

A las nueve llegó doña Manuela, y Pepe, oyendo sus pasos en la escalera, la abrió la puerta antes de que llamase.

– Mamá – la dijo – no tengo autoridad sobre tí; pero reflexiona lo que estás haciendo y, si aún nos quieres…

No supo seguir y, arrojándose de rodillas à sus pies, la cogió una mano, que cubrió de lágrimas y besos.

– ¡Hijo, por la Virgen del Carmen! ¡No es para tanto! ¡Ni que me hubiera muerto!

En seguida, viendo desde el pasillo que Leocadia estaba en la cocina, gritó:

– ¡Mira, Leo, hazme a mí también chocolate, que vengo desfallecida!

Pepe se apartó para dejarla pasar, y sin poder ni querer contenerse, exclamó con ira:

– ¡Maldito sea el fanatismo, que engendra tales cosas!

Millán permaneció en Ávila durante algunas semanas, hasta dejar establecida y en actividad la imprenta cuya fundación le fue confiada. Cuando regresó a Madrid, le dijo Engracia que Pepe había ido a verla casi todos los días, y que estaba agradecida a sus atenciones, especialmente a lo cariñoso que se manifestó con el niño; de suerte que Millán, apenas vio a su amigo, le dio gracias por el buen cumplimiento del encargo, y como estuvieran solos en el cuarto donde Pepe trabajaba, sin temor de que nadie viniese a molestarles, hablaron así:

– Sí, chico – decía Millán, aludiendo a sus relaciones con Engracia – la verdad es que me he encariñado con ella porque es muy buena. El muerto era un perdido, la trataba mal; ahora la pobre muchacha compara… y no sabe qué hacer para tenerme contento. Ya habrás visto lo hacendosa y lo limpia que es.

– Sí, tiene su casa como antes estaba la mía.

– De modo que siguen aburriéndote a fuerza de disgustos.

Contó Pepe a su compañero cuanto había ocurrido durante su ausencia, las consecuencias del sermón, el fanatismo de la madre, sus disgustos con Tirso, el modo que tuvo de echarle, y, por último, el deplorable extremo a que se veía reducido, refiriéndole, entre lloroso e irascible, cómo había faltado doña Manuela a dormir una noche a su casa, por ser vigilanta en la Limosna de la luz.

– Eso no tiene arreglo.

– He pensado en un remedio enérgico, brutal acaso, pero fuera de él no hallo otro, y para ponerlo en práctica necesito tu ayuda… y la de Engracia.

– No adivino.

– Dada la situación de mi padre, es insostenible el estado de mi casa: de continuar así, ni ellas le cuidan ni yo trabajo. El día que menos lo espere, mi madre se queda en ese convento de los demonios, sin que haya fuerzas humanas que la arranquen de allí. No puedes figurarte su actitud: no disputa ni contesta a mis reflexiones; calla y hace lo que quiere. Con Leocadia, la cosa varía: a cuanto digo, responde que lo que debo hacer es buscar dinero… y, en el fondo, no le falta razón.

 

– Pero, ¿cuál es el remedio que has imaginado?

– ¿Cuánto supones tú que pueden darme por ser sustituto de uno que no quiera ser soldado?

– Muy duro me parece el sacrificio.

– A mí también; pero no veo otro camino de salvación. ¿Cuánto crees que me darían?

– Agenciándolo bien, ¿qué sé yo? a lo sumo, cuatro o cinco mil reales.

– Con eso tendría bastante para pagar lo que debemos y hacer frente a la situación; pero luego necesitaría tu apoyo.

– Cuenta con él.

– Mi proyecto es el siguiente: primero, buscar esa cantidad por el medio indicado: y luego, tener una entrevista seria con mi madre, ver si sé hablarla al corazón, aunque no espero nada. Si se hace cargo de la realidad, atiende a razones y promete enmienda, aún podemos vivir en paz: yo me mataré a trabajar.

– No te hagas ilusiones.

– En ese caso, tomar el dinero de la sustitución, pagar las pocas deudas y…

Vaciló, sin atreverse a continuar.

– Habla, hombre, ¿qué más?

– Entregarte todo lo que me reste, y rogarte que te lleves a mi padre a casa de Engracia. Durante tu ausencia he visto lo limpia, dulce y trabajadora que es. Estoy seguro de que le cuidaría bien. Por de pronto, ya digo, de esa cantidad te daría todo lo que pudiera, y en adelante, lo que conviniéramos con arreglo a lo que yo tuviese.

Millán guardó silencio.

Pepe, casi temeroso de una nueva decepción, añadió:

– Chico, no sabes lo harto que estoy de sufrir: hasta he pensado en llevarle a los incurables; pero me harían falta recomendaciones que no tengo, y no podría ver a mi padre cuando quisiera… mientras que en casa de Engracia…

– ¿Querrá ella? – dijo el impresor.

– La he hablado, y dice que sí; pero que nada resolverá sin tu consentimiento.

– Pues por mí… hecho – repuso Millán, sin valor para negar.

La expresión con que Pepe le miró, fue señal de su agradecimiento.

– Un gran inconveniente veo, – continuó Millán: – advierte cómo está todo; la guerra arrecia por momentos, dicen que hay partidas hasta por Andalucía. ¿Has pensado que estás expuesto a tener que salir a que te rompan el alma por esos campos en cuanto te agreguen a un regimiento? Reflexiónalo despacio.

– Todo lo he pensado.

– ¿Y qué dirá tu novia?

– ¿No tengo que renunciar a mi madre? Después de esto, ¿qué desengaño he de temer? A pesar de todo, tengo confianza en ella.

– ¿Estás resuelto?

– Si vosotros me hacéis el favor que os pido, sí.

– Cuenta con nosotros y, sin embargo, créeme: antes trata de ablandar a tu madre.

– No tengo esperanza de lograr nada, pero lo intentaré.

– Falta un cabo por atar. Supones, y desgraciadamente no te equivocas, que tu hermana y tu madre irán a parar a la maldita cofradía: pero, ¿vas tú a quedarte en medio de la calle?

– He pensado en todo. Cuando el buñolero con quien vivía Pateta supo que tenía amores con su hija, no se opuso a las relaciones, pero dijo al chico que no le parecía bien que siendo novios siguieran bajo el mismo techo, y el muchacho está hoy en una casa de huéspedes que le cuesta muy poco: con él pienso irme.

– Poco te durará la compañía, porque Pateta entra en quinta estos días.

– ¡Quién sabe si la suerte nos juntará por esos mundos!

– Pues no hay más que hablar: ya lo sabes; y si desgraciadamente llega el caso…

– Me llevo a mi padre a tu casa… quiero decir, a la de ella.

– Es lo mismo – añadió Millán sonriendo.

No quiso Pepe que su padre se enterase del triste proyecto que fraguaba hasta tener que llevarlo a cabo, y para evitar que le oyese hablar con la madre, al otro día de la conversación con Millán se fue a buscarla al convento de las Hijas de la Salve, donde tenía su centro la hermandad llamada Limosna de la luz.

Hallábase situado el tal convento entre los cementerios viejos y el depósito de aguas del Lozoya, destacando su oscura mole de ladrillo rojizo sobre la terrosa campiña a que ponían término las cumbres del Guadarrama. Cuando Pepe divisó el sombrío edificio, que con sus muros llenos de ventanas chatas y con rejas, antes parecía cárcel moderna que asilo religioso, las lágrimas se le vinieron a los ojos. Era un caserón enorme, ancho y bajo, como ávido de extenderse sobre el suelo que lo soportaba, sin torrecilla esbelta que realzase su construcción, sin huerto que lo sombreara ni campanario que elevase al cielo la cruz de su veleta: la puerta, claveteada de hierro, parecía de castillo, y a muy larga distancia no había en torno de los recios paredones árbol, planta, ni enramada alguna, cual si los jugos de la tierra se negaran a hermosear con su verdor la obra del egoísmo humano… Era la hora de salir las educandas externas: cerca de las tapias se veían parados varios carruajes, y otros, a cuyas ventanillas se asomaban cabezas de muchachas ávidas de aire libre, corrían en dirección a Madrid, donde, según lo lejano de aquel sitio, llegarían al cerrar la noche. Pepe pensó con rabia en el fanatismo que hacía a su madre volver desde allí sola y a pie cuando en la casa gruñía por no ir a la botica, que distaba cincuenta pasos… Aguardó impaciente a que se fueran los últimos coches, esperando que doña Manuela saliera presto; mas trascurrido un buen rato, se resolvió a llamar y adelantó hacia la puerta. Aún se detuvo unos segundos: sentía repugnancia de entrar. Por fin llamó, oyose dentro el sonido de la campana y abrió una mujer vestida de suerte que, sin ser el traje religioso, quería parecerlo.

– ¿Hace Vd. el favor de decirme si es aquí donde está establecida la Limosna de la luz? – preguntó – y como le respondiesen afirmativamente, añadió:

– ¿Se ha marchado ya doña Manuela Resmilla, una señora que es vigilanta?

– ¿Qué deseaba Vd?

– Vengo a buscarla. Tenga Vd. la bondad de decirla que está aquí su hijo.

– ¡Ah! ¿es Vd. hermano del padre Tirso? Pase, pase Vd.

Hiciéronle atravesar un ancho corredor dado de cal, con alto zócalo de azulejos, y entró en un cuarto espacioso, donde todo el mueblaje consistía en un par de docenas de sillas de Vitoria, y en uno de cuyos muros se veía una estatuilla de la Virgen de Lourdes con las manos cruzadas sobre el pecho, túnica blanca y faja azul. Al tiempo de llegar Pepe, se marchaban dos señoras con una niña: era la última educanda que salía. Allí permaneció solo unos minutos, nervioso, contrariado, sin poder estarse quieto y mirando hacia las ventanas, donde los barrotes de hierro cortaban con cruces negras la claridad del espacio, en que la luz iba faltando. Como oyera de pronto a su espalda ruido de pasos, se volvió; mas no era su madre la que llegaba, sino una monja. Traía la cabeza metida en una cofia blanca, bajo la cual resaltaba un rostro brillante, hasta parecer erisipeloso, de facciones menudas y redondas. El hábito era de un gris ratonesco, y pendiente de la cintura llevaba un enorme rosario con cuentas como nueces, gran cruz de cobre y medallas de santos. Su voz era falsamente suave; el acento y giros que empleaba, muy franceses.

– ¿Está Vd. – dijo – quien pregunta por la mamán del padre Tirso?

– Sí, señora; soy su hijo y vengo a buscarla.

– El caso es que… es lastima que haya usted dado un paseo tan largo; pero ya hoy doña Manuela no saldrá… hase su guardia… es su día… que le toca hoy.

– No importa, señora. Suplico a Vd. que la pase recado: ya he dicho a Vd. que soy su hijo.

– Como Vd. guste, señor; pero estará inútil. Una ves que ya se ha entrado en la guardia, non se puede salir.

– Dígala Vd. que he venido yo mismo, que está aquí su hijo.

No le sugería el pensamiento frase más poderosa.

La monja afectaba tranquilidad; pero la entonación que Pepe daba a sus palabras, no era para inspirar confianza. Tornó ella a salir, quedose él otra vez esperando más desazonado que antes, y en un abrir y cerrar de ojos apareció de nuevo la del hábito ratonesco diciendo de mal talante: