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El enemigo

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– Señor, era equivocasión; esa señora ha salido ya; era error que cometíamos; no estaba, hoy que hasía su guardia. Elle est partie.

Era indudable el engaño: doña Manuela allí debía estar y se negaba, o aquellas gentes, de acuerdo con ella, evitaban que saliera, lo cual indicaba claramente su propósito de pasar la noche sin volver a casa, como había hecho ya una vez.

La resistencia hubiera sido inútil. Por fortuna, Pepe lo comprendió así, y, aunque acibarada el alma, rebosando hiel el pensamiento, resolvió aguantarse. ¿Qué podía hacer? ¿Dejarse llevar por la cólera, promover un escándalo, y tras no conseguir nada ser llevado a la cárcel, si aquellas mujeres requerían el auxilio de las autoridades? ¿Con qué derecho iba a turbar la paz del santo asilo? ¿Por sacar de allí a su madre? Años tenía la buena señora para obrar por su propia cuenta. Sus reflexiones fueron tan amargas como exactas. – «Todo es en balde: armo un alboroto, grito, insulto a estas mujeres, llamo a mi madre… cierran la puerta, mandan venir una pareja… y mi padre se queda solo, sabe Dios hasta cuándo.»

– Está bien, señora – dijo; – pero no es fácil engañarme. ¡Mi madre está ahí dentro! Dígala Vd., de parte de su hijo, que, si quiere, pronto podrá quedarse aquí para siempre.

– Adiós, señor – repuso secamente la del hábito.

Salió Pepe al corredor que comunicaba con el zaguán, y al atravesar el cruce de dos pasillos vio claridad de luz artificial en una puerta entornada: atraídos sus ojos por el resplandor, miró, y tras aquella puerta vio a su madre, que estaba espiando su salida. Sin poderse contener, avanzó para entrar; mas cerraron por dentro, y al cerrar, la falda de doña Manuela quedó presa entre las hojas de la puerta: ella entonces tiró con violencia del vestido, y en seguida se oyeron pasos como de cuerpo viejo que huía trabajosamente.

– ¡Mamá! ¡Mamá!

Su voz robusta pareció grito de niño abandonado.

Oyose un violento portazo, dado ya en habitación lejana, y aquella horrible respuesta resonó en sus oídos más triste que caer de tierra sobre féretro.

Un instante después estaba fuera: el portón de las Hijas de la Salve giró sin ruido sobre sus goznes; Pepe permaneció unos instantes junto a la misma entrada del convento, inmóvil, vencido del dolor, queriendo y sin poder llorar… Anduvo unos cuantos pasos… Miraba y no veía lo que tenía delante… El eco del portazo no se apagaba nunca en sus oídos. De pronto, acordándose de su padre, apretó el paso, y de allí a poco se internó en las calles de Madrid.

XXIX

En veinte días quedó realizado el proyecto de Pepe. Un agente de los llamados corredores de quintos tomó a su cargo el asunto, y como el interesado se hallaba dentro de todas las condiciones exigidas por la legislación de aquel tiempo, no hubo entorpecimientos; que a veces la suerte facilita los intentos tristes tanto como suele estorbar los halagüeños. Gracias a la escasez de sustitutos, los que por entonces se prestaban a serlo eran relativamente bien retribuidos. Quedó pactado que, aparte la ganancia del mediador, recibiría Pepe cerca de cinco mil reales. Un caballero, amigo de Millán, prometió después interesarse para que fuese destinado al batallón de escribientes o a la imprenta del Ministerio de la Guerra, pues lo principal era evitar que saliera de Madrid, propósito difícil de conseguir durante aquellos días, en que los poderes públicos se veían obligados a echar mano de todos los cuerpos e institutos militares para combatir la insurrección carlista, que ya merecía el maldito nombre de guerra civil. Pepe entró en caja, siendo destinado a un regimiento; pero las recomendaciones buscadas por Millán fueron tan eficaces que, merced a ellas, pudo hacerse a favor de su amigo una de esas combinaciones en que la interpretación de las leyes se amolda a los antojos de la influencia. Primero ingresó en una de las oficinas de la Dirección de Infantería, con permiso para dormir en su casa, y a las pocas semanas, como era bachiller, previo cierto examen que exigía la legislación vigente, fue ascendido a alférez y destinado a prestar servicio en el mismo centro militar. Con esto y los cinco mil reales, la situación de la familia mejoró bastante. En don José, que con los años y el dolor iba haciéndose egoísta, pudo más el orgullo de tener hijo de tales arranques que el miedo a las consecuencias de su hermoso rasgo. Por otra parte, el temor de que le destinaran al ejército de operaciones le parecía amenaza de un mal lejano y demasiado horrible para ser fácilmente admitido como inmediato.

Lo que no corrigieron los 5.000 reales, ni era remediable con todos los tesoros de la tierra, fue la conducta de doña Manuela, que desde la tarde en que Pepe estuvo en el convento acentuó su actitud, fundada en el silencio y el alejamiento del hogar. A semejanza de estudiante calavera que está en su casa lo menos que puede, ella iba a la suya a las horas en que Pepe trabajaba, temerosa de tropezar con él, y cada cuatro o seis días se quedaba una noche a dormir en la hermandad. Leocadia se hizo cargo de la asistencia del padre, pero de mala gana, sin renunciar a las visitas a la sala de ventas ni dejar de frecuentar la capilla. Desde por la mañana conocía Pepe cuándo tenía intención de salir, viéndola dar cien vueltas a los pocos trapos que tenía y peinarse como dama que va de baile: algunos días lo evitaba, otros transigía, recelando que una disputa lo empeorase todo. Ya imaginaba que iba haciéndose llevadero su infortunio, y tal vez no fuese necesario recurrir al extremo de trasladar a don José a casa de Engracia, cuando simultáneamente se le echaron encima dos contrariedades de tal magnitud, que cada una por sí sola era bastante a precipitar aquella resolución. Ambos golpes se anunciaron con amagos.

Una tarde, la encajera del portal, destinada a darle malas nuevas, le detuvo y le habló así:

– Tengo que icirle a Vd. una cosa, señorito… pero no se va Vd. a enfurruñar conmigo.

Hizo él al oírla un gesto, que equivalía a un ¿por qué?, y prosiguió la vieja:

– Misté, don Pepito, la verdá, me han dao intenciones de callarme, porque… Vd. ya lo sabe, en deciocho años que yevo aquí, mayormente nunca me he metió en ná. Pero… en fin, que me da lástima de Vd.

– ¿Qué ocurre? ¡Hable Vd!

– Permita Dios que me equivoque; pero me se figura que el día menos pensao le van a dejar a Vd. plantao, sin tener quien haga tan siquiera la cama al papá.

– ¿Mi hermana…

– Dio Vd. con ello: la señorita me paece que se va a torcer. Unas veces viene un mozo de cordel a traerle cartas; otros días baja ella y, ahí arriba, en los soportales de la calle Imperial, enonde está la cubería, se ponen a hablar: él no es mu jovencito; es un cabayero ya formal, ¿entiende Vd.? pá una joven lo peor.

– ¿Está Vd. segura?

– Como de que estos pelos fueron negros – repuso, mostrándole el moño encanecido. – Yo, la verdad… si hubiá sido otra cosa, vamos al decir… novio toas las chicas lo tienen; pero que se hable con un cabayero… ma parecío mu feo, porque los señores, cuando buscan mocitas… ya sabusté pa lo que las quieren…

Pepe, avergonzado y mohíno, esquivó la mirada: la ira y el rubor le sellaron los labios.

– ¡Me está Vd. dando lástima! Vamos, don Pepito, que no sé como tié Vd. pacencia. La señá Manuela, con los años, es más vieja que yo, no sabe ya lo que se pesca; pero esa chica, si no la ata Vd. corto, se va a hacer una estrozona… de esas que andan por ahí.

– Descuide Vd., que yo pondré remedio. A ella no le diga Vd. nada, y muchas gracias por el aviso.

El segundo disgusto fue adquirir el convencimiento de que, tal vez muy pronto, le agregarían a un cuerpo y que, en cuanto esto sucediera, tendría que salir de Madrid el día menos pensado.

La guerra, extendiéndose y encarnizándose, obligaba al Gobierno a emplear recursos extraordinarios: a cada noticia del levantamiento de partidas o del engrosamiento de las que ya existían, era necesario enviar nuevos refuerzos a las Provincias Vascas, a Cataluña, a Navarra y al Maestrazgo. El Ministerio de la Guerra, las Direcciones de las Armas y otros centros militares, estaban llenos de soldados y oficiales que, protegidos por recomendaciones, habían encontrado medio de burlar su mala suerte, librándose de incorporarse a sus batallones; y el abuso adquirió tales proporciones, que fue preciso evitarlo.

Cuando más tranquilos estaban los interesados, se dio la orden de que, en el plazo de tres días, todos los individuos colocados en las dependencias del Ministerio en los seis últimos meses ingresaran en sus respectivos cuerpos, cualquiera que fuese su procedencia; y como esto significaba la ineludible precisión de salir a operaciones de la noche a la mañana, Pepe decidió llevar a término su propósito. Respecto a su padre, todo lo tenía previsto: lo que había de hacerse era tan sencillo como triste; trasladarle en una camilla a casa de Engracia, y llevar luego su cama, sus ropas y algunos muebles, más útiles para conservados que para vendidos. La dificultad estaba en la determinación que tomaran doña Manuela y Leocadia. ¿Qué harían? De obstinarse en seguir viviendo en la calle de Botoneras, ¿con qué recursos? Y para buscar otra habitación, ¿de qué medios dispondrían? No se ocultaba al claro entendimiento de Pepe que, aun estando harto de razón, no debía arrojar a la calle a su madre y su hermana; mas también veía que el fanatismo de doña Manuela y la ulterior conducta de Leocadia podían dar por resultado durante su ausencia el total abandono del pobre viejo.

– Habla tú con ellas – dijo Pepe a Millán, tratando de esto. A mí me falta valor, y puede también que me falte calma.

– Veré a tu madre… Con Leo no hablo.

– Como quieras.

– ¿Cuándo te parece que dispongamos el trasladar a tu padre?

– Eso se hace en una mañana. Lo principal es que las hables. ¡Si las tocara Dios en el corazón! ¿Y qué hago yo si no quieren irse de la casa?… y aunque se presten a ello, ¿dónde se van a meter y cómo van a vivir? ¡Parece mentira que hayamos llegado a tener que pensar en esto!

 

No quiso Millán buscar a doña Manuela en su casa, por no ver a Leocadia; mas deseoso de cumplir el difícil encargo de Pepe, fue a la Limosna de la luz. El primer viaje lo hizo en balde: doña Manuela se negó a recibirle. A la segunda tentativa, le dijeron que no podía salir porque estaba en adoración, pero que rogaba dijera al capellán, su hijo, lo que tuviese por conveniente.

Entró Millán en el mismo cuarto de visitas donde días antes fue recibido Pepe, cuando pretendió ver a su madre, y a los pocos minutos se presentó Tirso. A pesar de lo muerto que, por obra del cariño de Engracia, estaba el amor de Millán a Leocadia, la presencia del cura le impresionó desagradablemente, recrudeciéndose en su corazón el enojo hacia aquel hombre, que dio al traste con sus primeros amores. No se resistió por ello a habérselas con el cura: la ocasión venía rodada para tratarle sin miramientos y, además, siempre era mejor entenderse con él que con su madre, cuya bondad pasada no existía, y cuya cortedad de entendimiento no se habría, de fijo, corregido. Prefirió el riesgo de tener una escena violenta con el hombre, a la perspectiva de luchar con la debilidad o la resistencia pasiva de la anciana.

– ¿En qué puedo servirle? – le preguntó Tirso.

– Vengo de parte de Pepe. (Sentándose).

– ¿Qué quiere ese desdichado?

No era necesario tanto para acibarar el diálogo.

– Pues ese desdichado ha tenido un rasgo, para salvar a su padre de la miseria, que no sé si Vd. sabrá apreciar, ocupado, como aquí está, en cosas más serias…

– Supongo que no habrá Vd. venido a ofenderme ni a profanar esta santa casa – repuso el cura, poniéndose en pie.

Millán continuó imperturbable, hablando sin levantarse de su asiento.

– En pocas palabras pondré a Vd.. al corriente de lo que ocurre. Pepe no podía ver con indiferencia que la miseria se le iba entrando por las puertas de la casa y que sus esfuerzos eran inútiles para evitarlo. El aseo, el orden, el arreglo y la economía de doña Manuela y de Leocadia, ayudaban antes a que la familia viviera en paz y desahogadamente; él, con su trabajo, buscaba lo que hacía falta, y ellas, con sus habilidades y cuidados, suplían lo que el dinero no lograba.

– Vivían desdichadamente sin Religión…

– Vivían felices sin reñir nunca por nada, sin que hubiese entre ellos la menor desavenencia, hasta que Vd. llegó a Madrid. A los quince días varió la decoración.

– Repito que no toleraré…

– Un poco de paciencia y acabaremos pronto. Traigo propósito de que me oiga usted. En unos cuantos meses, no sólo han llegado a escasear todos los recursos, sino que la actitud de doña Manuela y de Leocadia esteriliza los pocos de que se puede echar mano. Un hecho hay que refleja lo que sucede: esa pobre señora ha llegado al extremo de faltar a su casa por la noche. En cuanto a Leocadia, ¡sabe Dios como acabará! pero se me figura que no se inclina al amor místico. La jubilación de don José está empeñada no sé por cuántas mensualidades, y lo mismo sucede con todo lo que a esa familia le quedaba de algún valor. Pepe no podía sostener la casa sin ayuda de su madre y su hermana; el jornal que gana en mi establecimiento era insuficiente… No ignora Vd. los gastos que ocasiona la enfermedad de su padre. Para terminar, Pepe ha adoptado una resolución propia de su carácter: ha entrado en el ejército como sustituto, para poder disponer de una cantidad de alguna consideración que le permita hacer frente al conflicto; y en vista de que ya no tiene, o como si no tuviera, madre ni hermana, ha resuelto que don José viva en compañía de quien le cuide y atienda. Hemos procurado que Pepe no saliera de Madrid; pero las circunstancias pueden más que nosotros, y ha sido destinado a un cuerpo que quizá de un momento a otro reciba orden de marchar…

– Y ¿qué tengo yo que ver con todo eso?

– En una palabra, Pepe se hace cargo de su padre, porque comprende que dejarle con doña Manuela sería peor que dejarle solo. En cuanto a esa señora y su hija, mi amigo no puede tomar igual determinación, y, aunque la adoptase, sería en balde. ¿Ella no quiere recibirme? Pues Vd. verá lo que deciden.

– Yo, ¿qué he de decidir? Nada.

– ¿No entiende Vd., o no quiere entender? Don José va a ser trasladado en breve a la casa elegida por su hijo. Esas señoras resolverán lo que estimen oportuno.

– En plata; que su amigo de Vd. arroja a la calle a su madre y a su hermana.

– Quien se hace cargo de don José, para que al menos muera tranquilo y entre sábanas limpias, soy yo; ¿se entera Vd.? y a mí no me acomoda cargar con más gente.

– ¿Sabe Vd. la responsabilidad que contrae?

– No he venido a pedirle a Vd. consejo, sino a decirle que, tan pronto como sea necesario, sacaremos a don José de la casa de la calle de Botoneras, y que, a partir de ese momento, Pepe renunciará a cuanto hay allí, excepto la cama de su padre y algunos otros trastos. De todo lo demás, que disponga doña Manuela.

Calló Millán, esperanzado con que el cura, viéndose en la obligación de amparar a las dos mujeres, se brindase a darlas consejos de prudencia; pero lejos de esto, sonrió, fingiendo calma, para exasperar a su interlocutor, y dijo:

– De modo que Vd. ha venido a notificarme la expulsión de mi madre y de Leocadia. ¡Cómo ha de ser! ¡No imaginé que ese infeliz se atreviese a tanto! ¡Dios le perdone! Yo me hago cargo de ellas. Es decir, a mi madre, que ya es vigilanta de los talleres de esta hermandad, haremos que se le disponga aquí el cuarto a que tiene derecho. La Religión acoge a los maltratados por la impiedad. En cuanto a Leocadia, veré si consigo la protección de estas santas mujeres… El Señor no nos abandonará… Diga Vd. a mi hermano que lo que hace no tiene perdón de Dios. ¡Este es el resultado de sus ideas y de su falta de creencias!

– Dejémonos de recriminaciones, y vamos a ver si la buena voluntad de todos enmienda los yerros pasados. ¿Cree Vd. que pueda ponerse aún remedio al mal?

– ¿No viene Vd. a decirme que mi hermano se desentiende de mi madre y de Leocadia?

– Ya que ha sido Vd. autor del daño, intente Vd. algo para aminorarlo. ¿Quiere usted aconsejar seriamente a doña Manuela que no olvide los deberes de su situación, que cuide de su casa y su marido, en fin, que vuelva a ser la buenísima mujer que fue siempre? Reflexiónelo Vd… y evitará grandes desgracias.

– Sí, y de paso evitaré que tenga Vd. que cargar con el enfermo.

Enfadado Millán con tal grosería, sólo atendió a mortificar al cura.

– No hablemos más – le dijo – es Vd. incapaz de comprender el rasgo de su hermano, ni el deseo que me ha traído aquí. Ha hecho Vd. en su familia el papel de la zizaña en el sembrado.

– ¡Parece mentira que se atreva Vd. a hablar así trayendo el mensaje que acabo de oír! ¡Y aún tienen ustedes valor para acusarme! Este es el fruto que han dado el infame ateismo de mi hermano y la punible tolerancia de mi padre. Vea Vd. cuán fundados eran mis temores. Ni siquiera ha tenido valor para venir él mismo.

– Dé Vd. gracias a Dios de que no lo haya hecho, que no hubiese Vd. salido bien librado. Pepe está seguro, y con razón, de que usted es el responsable de cuanto está ocurriendo. La irritación de su ánimo es tal que, la verdad, más vale que no se vean ustedes.

– Obré como me aconsejaba mi conciencia. No tengo la culpa de que, por haber comprendido mi madre y mi hermana que debían variar de conducta, hayan llegado las cosas a este punto. En fin, esto se acabó; mas tenga Vd. presente que yo no he sido quien ha causado la ruina de la casa: yo no hice sino recomendar la observancia de los deberes religiosos. En cuanto a lo de que mi hermano pudiera propasarse conmigo, – añadió sonriendo como guapo amenazado – mire Vd., tampoco a mí me faltan bríos.

La descarada sonrisa del cura y su ademán de amenaza, sacaron de quicio a Millán.

– No necesita Vd. insistir en ello: conozco esa mansedumbre perfectamente sacerdotal.

– ¡Caballero!

– Hombre, casi me alegro de que me haya usted dado ocasión de desahogarme. Con los santos, mucha humildad; con los hombres, todo soberbia. Por dar lustre al altar, sería usted capaz de lavarlo con sangre, y robar para adornarlo. Aquí concluyó nuestra entrevista. Ahora, recomiende Vd. a su madre que haga penitencia, o que bese alguna reliquia, para que Dios la perdone el mal causado.

Tirso tuvo miedo, no al hombre, al escándalo, y sin desplegar los labios siguió a Millán con la vista, hasta que se cerró tras él la puerta.

XXX

Pepe aguardó el resultado de la entrevista en un cafetín de las afueras cercano al convento. Allí esperó largo rato de codos sobre el mármol de la mesa, con la garganta seca por el mucho fumar, mortificada la imaginación por la impaciencia y mirando sin cesar a un reloj colocado en la parte alta del mostrador y cuyas lentas manecillas le parecían pegadas a la esfera.

El local estaba casi desierto: los parroquianos de por la tarde se habían ido, y para los de la noche era temprano. Sólo quedaban, junto a una ventana, un corredor del matute paladeando medias copas en compañía de un tendero de ultramarinos, y al extremo opuesto, en lo más oscuro del local, una chula y su novio, que en voz baja se decían ternezas envueltas en desvergüenzas.

Iba faltando la claridad del día: muros, banquetas, espejos, baquetones dorados, todo se borraba, sorbido por las sombras, percibiéndose sólo, entre la oscuridad creciente, las superficies brillantes y rectangulares del mármol de las mesas. El matutero y el ultramarino se despidieron amistosamente, tal vez pensando cada cual haber engañado al otro. Después, un mozo que dormitaba sentado en un diván, se levantó a encender las lámparas de petróleo sobrepuestas a los aparatos de gas, y entonces, la pareja chula, disgustada con la iluminación, pagó y se fue.

Pepe, poseído de una tristeza rayana en la desesperación, carecía de calma para coordinar las ideas: esforzábase por adivinar lo que hubiera ocurrido; pero sus suposiciones y conjeturas quedaban suspensas, como truncadas por la inacción del pensamiento, que no podía fijarse ni insistir en nada. En vano quería, ahondando con la memoria en lo pasado, recordar algún rasgo, alguna acción de su madre que permitiera suponerla capaz de ocasionar fríamente la dispersión de la familia: todo esfuerzo era inútil, nada podía recordar que arguyese en contra de la que siempre fue buena y cariñosa. La doña Manuela posterior a la llegada de Tirso, parecía borrada de la imaginación de Pepe, surgiendo en su lugar la madre amantísima, la de antes, como si le repugnase considerar nada que aminorase la grandeza del bien que iba a perder. Los errores, las culpas y faltas de aquellos últimos meses, se desvanecían ante el recuerdo de los mimos de la infancia, las caricias de la juventud y los cuidados de siempre.

De pronto se abrió la puerta de cristales, que daba a la ronda, y entró Millán, yendo a sentarse junto a su amigo. Venía mal encarado, con los ojos aún abrillantados por la ira.

– ¿Qué ha sucedido? ¿La has visto?

– No me han dejado verla. La batalla ha sido con tu hermano.

– ¿Y qué?

– Lo peor… Es necesario que tengas valor y sangre fría. ¡Me han dado ganas de pegarle! Tu madre se queda de vigilanta, no hay poder humano que la arranque de allí; pero lo más irritante es que adoptan el papel de víctimas, y dice Tirso que, abandonadas por tí, él procurará que las recojan… en fin, un secuestro en regla, sin que podamos hacer nada para evitarlo. Además, sería imposible encontrar juez que se atreviera a meterse con la hermandad o lo que sea.

Pepe, sin contestar, dejó caer tristemente la cabeza sobre el pecho. El mozo que se había acercado a preguntar a Millán lo que quería tomar, se alejó, sin atreverse a pronunciar palabra.

Tras unos segundos de silencio, esforzándose por parecer sereno, Pepe se limpió el rostro con el pañuelo, diciendo:

– ¡Sea lo que Dios quiera! ya no me importa nada lo demás. Confío en que Engracia y tú cuidaréis de papá: me iré tranquilo.

– ¿Pero es seguro que te obliguen a salir de Madrid?

– Inevitable: el regimiento ha recibido ya la orden. Hoy es jueves: mañana o pasado nos darán no sé qué cosas por administración militar, para completar los equipos, y al otro por la tarde nos vamos.

– ¿El domingo?

– Sí.

– Siendo así, de hoy al sábado tenemos que llevar a don José a casa de Engracia.

– No hay otra solución. ¿Cómo he de dejarle expuesto a que mi madre y Leo se desentiendan de él en absoluto? Mientras ellas alumbran al Santísimo, se muere mi padre el día menos pensado, sin tener quien le ampare. Mañana te daré también el dinero que me queda: con llevarme quince o veinte duros, tengo de sobra. No habrá muchos que lleven más.

 

– ¿A qué hora lo hacemos?

– El sábado por la mañana iré yo a despedirme de Paz. ¡Me cuesta un trabajo!..... Casi me dan ganas de escribirla, y nada más. Luego, por la tarde, a la hora que quieras. ¿No me dijiste el otro día que conocías un médico de la casa de socorro? Como papá no puede ir por su pie, y el encajonarle en un simón sería incómodo porque no podría llevar las piernas extendidas… si lograses que nos dejaran una camilla…

– Cuenta con ella. ¿Tienes seguridad de estar libre a la hora que convengamos?

– Sí: la recomendación que me procuraste para el coronel lo allana todo: me ha dicho esta tarde que basta con que esté desde temprano a su lado el día de la marcha, es decir, el domingo.

– Pues, chico, no hay más que hablar, y paciencia.

– ¿Crees que no debo intentar ver a mi madre? ¿No piensas que se ablandaría si yo la hablase?

– No te dejarían; y además, te conozco. Vas allí, armas una marimorena horrorosa, y nos echamos encima otra complicación.

– Quizá tengas razón.

– Respecto a don José, puedes estar tranquilo: aquella le cuidará bien, y yo… vamos, me parece una tontería hacer promesas.

– Vámonos; quiero pasar las noches que faltan con mi padre.

– Convengamos antes la hora. ¿Te parece bien a las tres?

– Como quieras. Yo lo tendré todo dispuesto.

– ¿Qué muebles piensas enviar a casa de Engracia?

– Entre mañana y pasado mandaré una cómoda, un armarito, una lámpara y dos banastas con ropa: la cama y la butaca, el potro, como papá la llama, no podrán llevarse hasta el último momento.

– Bueno; pues ya lo sabes, por si antes no nos vemos: el sábado a las tres, sin falta, voy con la camilla.

– Asunto terminado.

Ya anochecido, salieron juntos del café y Millán dejó a su amigo cerca de la calle de Botoneras.

Pepe pasó toda la noche junto a su padre. Hasta las nueve conservó esperanza de ver llegar a la madre; pero, poco más tarde, vino sola Leocadia, diciendo que doña Manuela se quedaba de guardia. En aquel momento sufrió el pobre muchacho el verdadero desengaño y, perdida toda esperanza, acostó al padre. Apenas hablaron. El viejo, en quien el egoísmo y el temor a la falta de asistencia hacían gran mella, preguntó a su hijo:

– ¿Tienes seguridad de que esa chica me tratará bien?

– Sí. Engracia está perdidamente enamorada de Millán y, por tenerle contento, se esmerará en cuidarte. En realidad no has de serles gravoso, porque yo les dejo dinero para cuanto necesites.

– Y ¿crees que tu madre no vendrá?

– No lo espero, papá; no hablemos más de eso. Me parece mentira lo que está pasando.

– A mí también.

– Vaya, a descansar.

– No podré, hijo mío; no podré.

Media hora después, estaba profundamente dormido.

Con arreglo a lo convenido entre Pepe y Millán, el viernes llevó un mozo a casa de Engracia varios muebles, en diversos viajes, y dos banastas de ropa, quedando en la calle de Botoneras la cama y la butaca de don José, que no podrían sacarse de allí hasta ser trasladado el enfermo. El sábado, Pepe se vistió temprano para ir a despedirse de Paz; y su hermana, sospechando, por el traje que se ponía, cuál era el objeto de su salida, corrió a avisar a Tirso.

Pepe, entre tanto, se avió pronto, con propósito de llegar al hôtel antes de que don Luis concluyera de vestirse y saliera al despacho, seguro, por este medio, de poder hablar un rato con su novia. En el camino estuvo dos veces a punto de volver pies atrás: por fin, el deseo de verla pudo más que el temor de la separación. Al entrar en el cuartito de la biblioteca, donde había nacido aquel amor que era la única alegría de su vida, casi le faltaron fuerzas. Creía que, con el tormento de pensar en su madre durante la pasada noche, había agotado todos los sufrimientos imaginables; y, al ver cercano el momento de alejarse de Paz, sintió que aún le cabía en el alma más dolor. ¡Qué grande y hermoso apareció, en cambio, a sus ojos, el cariño de su amante! ¡Qué contraste formaba aquella pasión desinteresada con la conducta de su madre! Ésta debió consagrarle la vida, y huía de él, trastornada por una aberración, sin que con el amor maternal supiera vencer al fanatismo, mientras la señorita, colocada en esfera propicia a despertar ambición y orgullo, le ofrecía su porvenir, sin que lo lejano del bien a que aspiraba enfriase el fervor de sus promesas, sin que le arredrasen la desigualdad social ni la pobreza del hombre a quien quería.

Apenas oyó Paz el ruido de los pasos de Pepe, fue al despacho.

– No nos van a dejar solos más que unos minutos: Papá está concluyendo de vestirse: dime lo que hay, pronto.

– Me voy mañana.

– ¿No hay esperanza de evitarlo?

– Ninguna: mañana, sin falta.

– ¿Y tu madre?

– Todo ha sido inútil: se queda en el convento.

– ¿Y tu padre?

– Esta tarde le llevo a casa de mi amigo Millán.

– ¿Es cosa resuelta?

– Sí.

– ¿Tienes confianza en mí? ¿Crees que yo puedo ofenderte, sea cual fuere lo que te diga?

– No, alma mía. Habla sin miedo.

– Mira, Pepe: yo tengo ahorritos de lo que papá me da todos los meses para alfileres: muy poco… ¿lo quieres? No para tí, no; para tu padre.

– No, vida mía, gracias: no quiero nada.

– Pues dime que no te ofendes porque te lo haya dicho.

– Tú no puedes ofenderme, aunque quieras.

Paz cogió a su novio la mano, y viendo que llevaba en ella el anillo que le había dado, se la acercó a su pecho, oprimiéndosela fuertemente, mientras, mirándole con fijeza, le dijo:

– Te llevas mi alma, Pepe, y la promesa de que no seré de nadie más que tuya.

– Yo te juro que ni he querido, ni querré nunca más que a tí.

Ella entonces, en un arranque de impudor admirable, sin sombra de torpeza en el pensamiento, le echó al cuello los brazos, murmurando suplicante en su oído:

– ¡Bésame!

Y él, estrechándola contra su corazón, la besó en la boca y en los ojos.

Pocos instantes después entró don Luis, y oyendo las causas de la determinación de Pepe, le prometió interesarse en favor suyo para facilitarle pronto regreso a Madrid con destino a cualquier oficina militar: diole él gracias y se despidieron. Paz, al verle marchar, se entró a su gabinete, y desde allí, apoyada la frente en la vidriera del balcón, le vio perderse entre los árboles del paseo, como el primer día que se hablaron.

En seguida se echó en una butaca y lloró, sin que el dejo dulcísimo de aquel beso, que aún creía sentir sobre la boca, bastase a mitigar la amargura que la inundaba el alma.