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El enemigo

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El cariño de la enamorada pareja y la angustiosa situación de Pepe crecieron a la par. El importe de la jubilación de don José, el fruto del trabajo de su hijo, lo poco que Leocadia ganaba bordando y lo que procuraba ahorrar doña Manuela, todo se invertía en médico y botica. Así llegó el invierno de 1872 y aquella triste cena de Noche Buena, en que se habló de la próxima venida de Tirso y en que, después de irse Millán, ya acostado el pobre viejo, trataron los hijos y la madre de lo que convenía hacer, sin llegar a resolver nada, porque la común abnegación no producía una miserable moneda de cobre.

A la semana siguiente la situación se agravó con la noticia de que llegaba Tirso: la carta en que éste lo anunció no debía precederle sino dos días. Pepe escribió a su novia de esta suerte, mezclando con las frases de amor el recelo que le inspiraba aquel hermano desconocido:

«Adorada Paz:

Tienes razón: Aunque nos vemos casi diariamente, son tan pocas las ocasiones en que podemos hablar con libertad, que por fuerza han de ser nuestras cartas largas y frecuentes. Las cosas que te escribo quisiera decírtelas: lo que no te conmoverá leído, mis palabras te lo llevarían al alma en fuerza de sinceridad. Pero comprendo que no hay remedio, y aun temo que estas dificultades de ahora no sean sino anuncio de otras mayores: créeme, nuestro cariño ha de costarnos muchas lágrimas. Será todo lo romántico que quieras, y es opuesto a mi modo de pensar hablar en tono amargo de ciertas cosas; pero yo, que de todas las preocupaciones me río, he venido a estrellarme contra una de las más poderosas. La distancia que nos separa no sería mayor si tú fueses reina y yo lacayo, como los personajes de aquel drama francés que estabas leyendo la otra tarde. La situación de mi familia, nuestra pobreza, todo lo que me estorba para abrirme camino en la vida, me separa de tí. Tu padre ocupa una posición envidiable: ¿cómo quieres que dé su hija a un hombre que ha tenido que abandonar la carrera por falta de unos cuantos duros al año para libros y matrículas?

Pero un día de vida, es vida. Yo no renunciaré jamás a tí, no te diré nunca que me dejes, y cuando seas tú quien me diga que no debemos volver a vernos, callaré, porque tendrás razón. Parece que yo, burlón y descreído, sin preocupaciones, vengo a estrellarme contra el obstáculo más risible, pero más fuerte: contra las conveniencias sociales. Desengáñate, nuestro amor tiene que ser una novela muy corta, ridícula para contada, triste para nosotros, únicos que hemos de tomarla en serio. ¿Hasta cuándo durará esto? ¿Quién se cansará antes? ¿Tú de esperarme? ¿Yo de amarte? Quien no se fatigará jamás será el tiempo, que pasará haciéndote cada día más buena y más hermosa, quizá más rica, y a mí más desgraciado y pobre. No imagines que deseo romper nuestras relaciones: saber que me quieres, recibir una carta en que me hablas de tu cariño, oírte alguna vez que me recuerdas cuando sufres y que te falta algo en los goces por no tenerme al lado, son cosas que me llegan al alma y me dejan orgulloso de mi mismo. ¡Si supieras de qué modo te las paga mi corazón! ¡Si pudieses leerme los pensamientos, adivinarme las ideas, esconderte entre los caprichos de mis sueños!… Pero quiero que, al mismo tiempo que de mi amor, estés persuadida de mi lealtad. Antes que se lo oigas a tu padre, quiero ser yo quien te lo diga. ¿Qué porvenir puedo ofrecerte? No, yo no te dejaré nunca; y si llegas a ser algún día más juiciosa o más interesada, no te echaré maldiciones de comedia, sino que me separaré de tí resignado, queriéndote como te quiero ahora y guardando en lo mejor de la memoria el recuerdo del amor que me hayas tenido. Jamás te arrojaré en cara falta de energía, ni desfallecimiento de constancia. ¡Es tan natural que me olvides! Harto has hecho con empezar a quererme, aunque luego te pese.

¿Cuántas veces te habré dicho todo esto? No te sorprenda, porque obedece a mi idea fija, a mi cavilación constante. Vamos, no concibo el fundamento de tu amor. Yo te amo por lo buena, por lo hermosísima que eres. Pero tú, ¿por qué me quieres? Soy extraño a cuanto te rodea, vives en una atmósfera de lujo que casi desconozco, como yo vivo entre privaciones que tú no puedes calcular, y ojalá te sean siempre ajenas; el menor de tus caprichos no podría yo satisfacerlo con muchas semanas de trabajo; las gentes que te hablan han de usar un lenguaje hasta despreciativo para las que están en situación análoga a la mía; si entraras en casa de mis padres y vieses estas paredes, estos muebles, dudarías si ofrecer dinero por lástima o disimular lo que notares, por imaginar que podías ofendernos señalando tanta escasez: y, a pesar de todo, dices que el mejor sitio de tu corazón es para mi cariño, y me has enseñado cartas mías con mi nombre borrado con tus besos. ¡Bendita seas! No, no me dejes, ni tengas nunca juicio, si el tenerlo ha de consistir en olvidarme; ni pienses en el porvenir, que yo tampoco pienso, sino que te adoro con toda mi alma.

Ahora, como nada te oculto, quiero que sepas lo que ocurre en casa. Mi hermano Tirso, el cura, el que se ha educado y ha vivido siempre alejado de nosotros, debe llegar pasado mañana. Ignoramos el motivo de su venida; ni palabra sabemos de sus propósitos, nada nos ha dicho. Hace poco tiempo escribió que tal vez tuviera que hacer un viaje a Madrid: luego lo dio por cosa segura, ahora anuncia que llega. Mis padres, como es natural, se alegran; en Leocadia y tu Pepe, si he de ser franco, el sentimiento que domina es el de la curiosidad. Sólo hemos visto a Tirso una o dos veces, siendo muy pequeños, y dentro de pocas horas vamos a tenerle aquí. Iré a buscarle a la estación y le conoceré por los hábitos; si no, tendrían que decirme: «ese es.» ¡Estaría gracioso que bajaran al mismo tiempo del vagón dos curas jóvenes! Con esto, comprenderás que tengo motivos para estar preocupado. ¿Cuál será la situación de mi hermano? ¿Qué le habrá pasado? Si su posición es desahogada, menos mal; y no lo digo porque me ahorre trabajo; pero, ¿y si viene tan pobre como nosotros? Seremos cinco en lugar de cuatro los que hayamos de vivir mal. ¿Por qué habrá dejado su curato?

Quizá venga a pretender algo; mas de ser así, ¿por qué no consultarlo antes con nuestro padre? Tú, que conoces mi modo de pensar, aunque no por completo, comprenderás que abrigue ciertos temores. Tirso es cura, y en esta casa hay muy poca devoción. Mi padre nunca habla de eso; mamá, con cuidarnos, tiene bastante; a Leocadia le gusta ir a la iglesia cuando hay grandes fiestas, a falta de otras más divertidas pero más costosas que le están vedadas; y en cuanto a mí… callo: no quiero que me llames herejote. En fin, no estoy tranquilo.

Basta por hoy: no te quejarás de que escribo poco.

Está con cuidado, porque mañana, si puedo, iré a ver si tiene tu padre algo que mandarme.

Tuyo siempre,

Pepe.»

La carta que, en contestación a ésta, halló Pateta al día siguiente bajo las baldosas inseguras del horno de la estufa, decía:

«Querido Pepe mío:

Por Dios te pido que no me atormentes así. Te lo he dicho mil y mil veces. Te quiero porque sí, porque creo que eres el mejor de los hombres, y no me preguntes más. ¿No sueles decir que mi padre no me ha educado como a las otras mujeres? Pues eso será. Si tuvieses una gran fortuna, acaso habría mayor facilidad para que fuéramos uno de otro; pero te querría igual que ahora, no podría darte ni una hilacha más de cariño. Conque no me vengas con tristezas ni tontunas, ni vuelvas a decir que te deje, ni que si te dejo yo te aguantarás. Si lo piensas, es porque no me quieres. ¿Soy rica? Pues mejor. Ya saldrás de pobre, y si no, yo lo mismo te he de querer, con tal de que tú no mires a ninguna otra mujer. ¿Lo entiendes? Es lo único que no te perdonaría nunca. Quedamos en que no volverás a las andadas ni me escribirás majaderías: no merecen otro nombre las cosas que dices. Mi padre podrá no dejarme casar contigo; pero, ¿casarme con otro? ¡Eso si que no! Lo que es de esto te responde tu Paz. Vamos, yo no entiendo esas sublimidades tuyas de sacrificios y tonterías. No he pensado, ni pienso, ni pensaré jamás en dejarte por nada de este mundo. ¿Lo sabes? Yo, que tantos libros he leído de los que tiene mi padre, me acuerdo de que don Quijote dice que todos los caballeros andantes llevaban en el escudo un letrero. Bueno, pues tú y yo somos dos caballeros andantes con este letrero: cariño y paciencia. ¿Te gusta? Pues a callar y no perdamos el tiempo en augurios tristes. Aseguran las gentes que quien espera desespera: no importa. Yo me conformo con que me ames mucho. Me parece que esto no tiene nada que ver con las conveniencias sociales, con la humildad de tu casa, ni con tu amargura. Si me quisieses igual que yo a tí, no exigirías más. ¿Crees que me van a meter monja o a casar por fuerza con algún príncipe de cuento de hadas? ¿Soy yo tonta? ¡Ya verás, ya verás, cuando te conozca mi padre como te conozco yo!

Respecto a la venida de tu hermano, nada puedo decirte, pero se me figura que todo lo ves negro. Hasta que no sepas cuál es su situación, no hay por qué apurarse. Si viniera a pretender, debías atreverte a pedir a papá que le recomendase a alguien. ¿Te enfadarás si te digo que tus temores me parecen tontos? ¿Ha de ser malo porque es cura? Indudablemente, esto es lo que se te ha ocurrido. En verdad, la cosa es rara, ser tan grandes los hermanos y no conocerse, pero ya verás cómo no tenéis por eso disgustos. Y si los sufres, yo te querré un poquito más, para que nada pierdas.

Adiós, tristón mío. No te olvida nunca tu

Paz.»

XI

El seguir Tirso la carrera eclesiástica, fue una de esas cosas graves que en la vida del hombre se resuelven rápidamente y con escasa intervención del interesado.

 

Aquél don Tadeo, amigo de su padre, que por pagar una deuda de gratitud se hizo primero cargo de la educación y luego del porvenir del chico, era honrado y bueno, pero fanático en opiniones políticas y creencias religiosas. Su exceso de fe y de realismo era sincero, e indiscutible su influencia y prestigio entre los partidarios de la legitimidad y la gente de iglesia en la región que habitaba. Durante largos períodos, en los que mandó el partido moderado, conservó don Tadeo su destino en la Hacienda de la provincia y fue uno de tantos carlistas protegidos por los polacos, quienes consideraban menor peligro atraerse partidarios del Pretendiente que transigir con liberales. Pasados algunos años, y gobernando un ministerio progresista, sus compañeros y subordinados le prepararon la terrible asechanza cuyo funesto desenlace atajaron las declaraciones de don José. El expediente o causa formado contra él no dio más resultado que su destitución; pero este hecho, que pasó inadvertido para el resto de la nación, fue en la localidad suceso importantísimo. De allí en adelante, don Tadeo quedó para sus enemigos convertido en un pobre hombre, y a los ojos de sus partidarios como un mártir: él, imaginando convertir en provecho su caída, se dedicó por entero a ser instrumento de las ideas a que siempre tuvo inclinación. La clerecía de la capital de la provincia, que en un principio le consideró como víctima, después, por su entereza, le tuvo como varón enérgico, y viendo en él un carácter dispuesto a la lucha con mayor libertad que los eclesiásticos, le adjudicó tácita e insensiblemente la jefatura. Llegó a ser lo que hoy se llama un obispo de levita, al par que jefe local de un partido. A su casa iban continuamente los canónigos de la catedral, los misioneros que con frecuencia hacían excursiones a la ciudad, los periodistas católicos y hasta el prelado de la diócesis. A juicio de esta gente, el encargarse don Tadeo de la educación y porvenir de Tirso fue un acto meritorio: pensaron que pagaba su deuda de gratitud del mejor modo que jamás lo hiciera nadie y, sobre todo, aquello de arrancar un hijo a las garras de un padre progresistón y acaso hereje, les pareció cosa admirable. Por su parte, don Tadeo no se recató de decir de don José que era una lástima que tuviera tendencias liberalescas.

Crió a Tirso un ama en una aldea, como pudiera hacerlo una cabra; un sacristán, protegido por don Tadeo, le enseñó de pequeño a leer, escribir, contar y rezar; a los ocho años sabía ayudar a misa, y a los catorce ya pudo su padrino utilizarle para escribir cartas y hacer recados de los que no se confían a sirvientes. En cambio a sus padres les escribía muy poco y, cuando lo hacía, antes era por instigación de don Tadeo que por impulso propio. Los amigos de aquél, viéndole educado en el santo temor de Dios, le trataban con singular afecto y, en reciprocidad, Tirso se volvía todo respeto para con aquellos señores, que a él se le figuraban magnates. Los curas, especialmente, le merecían extraordinaria consideración. El hablar y tratar de cerca a los que pocas horas antes había visto oficiando en el templo con lujosos trajes y teniendo al pueblo prosternado en torno, era a sus ojos lo que hubiera sido para chico crecido entre soldados codearse con jefes. Sin poder darse cuenta de la grandeza de las ideas representadas por aquellos hombres, le seducía la posición que ocupaban en la ciudad. Andar bajo palio, hablar desde el púlpito y dar la mano a besar, le parecían mayores signos de prestigio que ir a caballo con música delante, espada en mano y batallones detrás; así que, cuando su padrino le dijo que estudiara para cura, su infantil imaginación acogió la noticia con una emoción muy semejante a la alegría. ¿Qué otra carrera había de darle un hombre entregado a servir medio de guía, medio de agente a los intereses y la parcialidad del clero? Un canónigo fue quien decidió la suerte del muchacho, contestando así a don Tadeo, que le consultaba sobre el particular: – «No podía Vd. pensar cosa mejor. Si el chico es de los elegidos y sale una lumbrera de la Iglesia, ¡qué gloria para Vd.! Si no es así… pues tendrá una profesión tan buena como otra cualquiera. Y, por lo que toca a sus padres – añadió – comprendería que se quejasen si Vd. marcase al chico otra senda; pero, ¿quién puede llevar a mal propósito tan noble?» – Poco tiempo después entraba Tirso en el Seminario, donde, dicho sea de paso, por influencia de los que le llevaron no sufrió la novatada que padecían los demás.

Entonces comenzaron a dar sus frutos el alejamiento de la familia y el desconocimiento de sus padres en que pasó Tirso los primeros años de su vida. La voz del egoísmo sonó poderosa y convincente, diciéndole que don Tadeo podía hacerle hombre; que su familia, en cambio, carecía de medios para ello. Le habían hablado tanto del temor de Dios y tan poco de su propia madre, que le halagó la idea de ser ministro del Señor.

El primer efecto de la enseñanza religiosa fue hacerle comprender que su porvenir correspondería a las esperanzas que abrigó viendo y envidiando a los que frecuentaban la casa de su protector. Las lecciones de sus maestros y los libros que le pusieron en las manos, le dijeron que la misión del sacerdote era superior a cuanto podía imaginar su ambición.

El más ilustre de los profetas, el precursor San Juan, tuvo la dicha de poner una vez las manos sobre la cabeza de Cristo: él, como sacerdote, le tendría todos los días en las suyas, y le consagraría con sus palabras. Los ángeles están continuamente cerca de Dios; pero ¿qué ángel posee, como él había de gozarlo, el poder de perdonar los pecados? En las entrañas de la Virgen encarnó el Verbo, pero una sola vez: en sus manos de sacerdote, por virtud de frases salidas de sus labios, encarnaría el Verbo todos los días, y no en forma mortal, como le concibió María de Nazareth, sino impasible, inmortal, glorioso, como está en los cielos. ¿Qué poder ni dignidad había igual al suyo?

Dos rasgos distintos de su personalidad comenzaron a desarrollarse en él durante esta época de su vida, mientras fue estudiante en el Seminario. Su inteligencia, tardía en comprender, se acostumbró a admitir lo que le daban pensado, como preferible al trabajo de pensar por cuenta propia; y la facilidad con que pudo seguir la carrera por aquella protección que se le dispensaba, le hizo poco humilde.

No fue cura de los de carrera breve, que sólo estudian rudimentos de latín, filosofía mermada y algo de moral jesuítica, sino que siguió la carrera lata, empapándose de Teodicea, Patrología, Hermenéutica, Derecho Canónico y Disciplina Eclesiástica, hasta el doctorado en Teología, en todo lo cual trascurrieron ocho años, al cabo de los que se ordenó de menores.

¡Día feliz aquél en que la simple tonsura le hizo soldado de la milicia de Cristo! Mas esta dicha no brotó en su alma al calor de la fe, ni se esperanzó su buen deseo con lo que podría hacer manejando las divinas armas que le serían concedidas, sino que nació del contacto producido por la docilidad con que acogió las palabras que tantas veces había escuchado prometiéndole, en cuanto fuese sacerdote, la supremacía sobre los otros hombres. El sacerdote es embajador que habla en nombre de Dios, y despreciarle es injuriar a quien le envía, le dijeron, tomándolo de San Juan Crisóstomo, repitiéndole esta y otras frases análogas hasta la saciedad, para empaparle de la alteza de su misión, como hacían los oráculos paganos con aquellos a quienes aspiraban someter a su servicio. Las órdenes menores de portero, lector, exorcista y acólito le parecieron llenas de encanto, por la suma de dignidades que indicaban y por las que anunciaban. ¡Ser portero de la casa de Dios! ¡Leer al pueblo la divina palabra! ¡Lanzar al enemigo malo fuera del cuerpo en que hace presa! ¡Poder acercarse al Sancta Sanctorum! ¡Qué grandiosos y envidiables privilegios!

Llegó por fin el día de recibir las órdenes mayores. La Iglesia, dirigiéndose a los que le presentaban y aludiendo a él y sus compañeros, preguntó si eran dignos (¿scis illos dignos esse?): luego le impuso varios días de retiro y ejercicios, y después ungió y santificó sus manos, poniendo en ellas la patena y el cáliz al par que, con asombro de los ángeles, pronunciaba el Prelado solemnemente estas palabras: Accipe potestatem offerre sacrificium Deo, Misasque celebrare, tam pro vivis quam pro defunctis, in nomine Domini, Amén: y en seguida colocó las manos sobre su cabeza diciendo: Accipe Spiritum Sanctum, quorum remiseris peccata, remittuntur eis; et quorum retinueris, retenta sunt.

El gusano nacido de la fiebre pecadora, el fruto del amor profano, el hijo de la pasión carnal, fue súbitamente redimido de impureza y elevado a una dignidad mayor que la de los reyes, revestido con poder análogo al de Dios, como decían los libros en que le hicieron estudiar. Ya era sacerdote; ya podía intervenir en la parte más noble del gobierno de los hombres, en el cuidado del alma. Mas buscar en el fecundo seno de la Naturaleza las causas de las cosas, le dijeron que era revolver impurezas de la materia; bucear en la conciencia para iluminar su razón con la Verdad, lo tacharon de impío; leer la vida de los pueblos, lo motejaron de trabajo estéril, porque el dedo de la Providencia traza los destinos del hombre; escuchar los latidos de su corazón, le advirtieron que era rendirse al deleite, y contra el amor pusieron en sus labios, pervertidas y desvirtuadas, las palabras de Cristo a su madre: ¿Qué tengo yo contigo, mujer?

Don Tadeo, lejos de dejarle abandonado a sus propias fuerzas, le proporcionó curato; y Tirso, después de su primera misa en la capital de la provincia, que dio ocasión a una fiesta que fue un recuento de fuerzas realistas, marchó a vivir a un pueblo, mejor dicho, valle, entre cuyas ásperas desigualdades estaba esparcido el caserío de miserables viviendas y pobres gentes, sobre quienes debía comenzar a ejercer su santo ministerio. Entonces se consagró por entero a las necesidades de su estado: las misas, bautizos, bodas, confesiones y entierros; la predicación, y el tomar parte a veces en los juegos de sus feligreses, fueron sus principales ocupaciones. Los pocos libros que llevó a su retiro acabaron por servir de peana a una imagen encerrada en una urna: el estudio se le hizo enojoso. A los cuatro meses, su única lectura era la de un periódico católico absolutista recomendado por el obispo de la diócesis: la Teología, las Sagradas Escrituras, los Santos Padres, cuanto representaba labor intelectual, quedó olvidado, surgiendo en su lugar otro género de motivos de actividad para el pensamiento, y sustituyendo distinto linaje de devoción a la contemplación seria de los misterios y los dogmas.

Antes, aunque poco, se preocupó algo de si la religión natural, que excluye toda revelación, basta al hombre para salvarse; de si por la experiencia de los sentidos o por medio de la conciencia puede llegarse, como por la fe, al conocimiento de Dios; de si el método demostrativo es mejor que el hipotético y analítico: pero muy luego tales impulsos se aquietaron, y como si aquella vida campestre influyera en él, sobreponiendo lo material a lo ideal, cayó en una devoción ramplona, y su pensamiento, sin tender a espaciarse, quedó encerrado en infranqueables lindes. Los primeros sermones que pronunció fueron de hombre que ha comenzado a estudiar: al cabo de un año, la santificación de las fiestas, la Inmaculada Concepción, los carceleros del Papa, los milagros modernos, las impiedades del matrimonio civil, la infamia llamada libertad de cultos, fueron sus temas favoritos; y los campesinos, que al principio no le entendían, empezaron a entusiasmarse con su palabra, de la que no fue avaro, sino que la prodigó, experimentando algo semejante al orgullo de la misión cumplida. Cuando desde lo alto del púlpito miraba congregado el rebaño de fieles que le oía con devoto silencio, imaginaba estar realizando el más alto y noble de los destinos humanos.

En su conducta nada había censurable. Llenaba con tanto celo su deber, que apenas, muy de tarde en tarde, escribía una carta, sobria y breve, a sus padres, ya habituados a aquel alejamiento, como padres de hijo marino que navega al otro lado del mundo. Su vida era reposada, monótona, sin emociones que le agitaran ni cavilaciones que le desvelasen; existencia plácida, quizá egoísta, de una tranquilidad análoga al silencio del campo.

Desde las ventanas de su cuarto abarcaba con la vista ancho espacio, extensos plantíos de nabos, frondosos maizales, hondonadas de donde subía rumor de agua corriente, casas pequeñas y dispersas, medio ocultas entre la frondosidad de enormes castaños acopados, y allá, en lo alto de algún cerro, una ermita con la cruz del tejadillo tronchada por el viento. En las laderas de los montes, la tierra parecía a trechos ingrata a todo esfuerzo humano, las cumbres estaban coronadas de peñas calvas con los ángulos roídos por los siglos, y los picachos de granito se erguían enhiestos en desprecio del tiempo. El cielo de aquella región casi nunca estaba sereno: a la mañana y a la tarde, en toda época del año, el suelo se cubría de neblinas que, lamiendo las vertientes y los altos, se alzaban poco a poco hasta formar nubes que, apoyándose en las crestas de la sierra, tendían el vuelo por los aires, confundiéndose, hacia el confín del horizonte, con otras nubes que venían de montes más lejanos. Lo diseminado del caserío contribuía a la soledad de Tirso; así que tenía poco roce con sus feligreses, casi las precisas relaciones, dada su posición; de suerte que, ni el respeto se mermaba con la confianza, ni la frecuencia del trato podía engendrar intimidad. Hacía muchos años que en aquellos contornos no se recordaba un cura tan reservado y poco comunicativo.

 

Tirso era de carácter rudo; su aspereza parecía fruto de cierto orgullo íntimo por el cumplimiento del deber, y con los campesinos guardaba siempre una reserva calculada, cual si pensase que convenía a su prestigio de sacerdote el apartamiento de las miserias humanas. Lo que más contribuyó a su buena fama, fue la indiferencia que manifestó hacia las mujeres desde que tomó posesión del curato. Hablando con los hombres era frío, de pocas y secas palabras; pero esta frialdad y aspereza subían de punto al tratar con las mujeres: para ellas sólo tenía en los labios acritud y en el pensamiento recelo. Su juventud y la vida libre del clero en aquellas tierras, hacían resaltar más esta antipatía a la mujer. Los familiares que en las oficinas del obispado manejaban el registro secreto de la conducta de los clérigos de la diócesis, tardaron muchos meses en convencerse de que no era mujeriego, y el espionaje, de que no se vio exento por ser ahijado de don Tadeo, sólo logró averiguar que, valiéndose de lo cercano que estaba su curato a la ciudad, Tirso solía irse a la población un par de veces al mes, permaneciendo en ella algunas horas, sin que nadie supiera dónde ni a qué iba. Sobre esto hizo mil conjeturas la malicia; pero nada se llegó a saber con certeza.

Tal fue la vida de Tirso durante los primeros años de su estancia en aquellos campos, donde seguramente no era fácil que se realizasen todas las promesas de dignidades y grandezas que le hicieron su propia imaginación y los que le consagraron al sacerdocio. Luego, de pronto, y en muy pocas semanas, su vida mudó por completo de rumbo.

En pueblos y aldeas comenzó a notarse extraña inquietud y desusado movimiento, sustituyendo, a las conversaciones sobre el estado del campo o el cuidado de las haciendas, diálogos que expresaban, no temor, sino esperanza de próximos trastornos.

Se sabían con indignación cosas irritantes, y se comentaban con ira. La Revolución, que había hecho jurar a los sacerdotes una Constitución sacrílega, y que ciñó la corona de San Fernando a un hijo del carcelero del Papa, parecía lanzada a nuevos y execrables excesos; los gobiernos que se sucedían en Madrid estaban compuestos de enemigos de la Iglesia; de algunos de los ministros se dijo que eran protestantes, y se añadía que en la corte se fraguaba una conspiración para suprimir el sueldo a los párrocos y arrojar de sus conventos a las pobres monjitas que escaparon a la persecución del año 68. A estas noticias, esparcidas primero cautelosamente, y luego en violentos impresos, respondió la comarca con intenso desasosiego. Las gentes se hablaban ávidas de recibir y comunicarse nuevas que justificaran la exaltación de los ánimos; los que no sabían leer, es decir, el mayor número, se reunían en corros a oír las relaciones que en cartas o periódicos se hacían del estado de España, que semejaba haber caído en poder de moros; comenzaron a pronunciarse con respeto nombres de cabecillas olvidados; y personas que jamás hicieron alarde de su opinión, manifestaron sin rebozo que, si en aquellos valles volvía a resonar el grito de Dios, Patria y Rey, contestarían a él con entusiasmo. En los pueblos, cada púlpito era una tribuna; cada sacerdote, un orador que, poseído de santa indignación, se olvidaba de alabar a Dios por señalar a sus enemigos con el dedo; recordábanse en las tertulias hazañas de la otra guerra, narradas con carácter de leyenda, y de continuo atravesaban el país viajeros que, deteniéndose a guisa de emisarios en los caseríos, repetían palabras que eran consignas, o frases de esperanza en el alzamiento, ya cercano. Hasta las mujeres atizaban el fuego, como si anhelasen la lucha, teniendo en poco la vida de sus hijos.

Una tarde, ya puesto el sol, llegó a casa de Tirso un hombre, y tras conferenciar con él breve rato, partió en dirección a otro pueblo cercano. Al día siguiente, Tirso metió en una balija y un baúl pequeño parte de sus ropas, y cuando cerró la noche, acompañado de un labriego de su confianza, se encaminó a la ciudad, en cuyas afueras le esperaba un criado, que cargó con el equipaje. Pocas horas más tarde, don Tadeo y dos caballeros amigos suyos celebraron ante él una entrevista, le dieron algún dinero, instrucciones y orden de marchar a Madrid. El curato quedó abandonado; mas ¿qué importaba descuidar la salud de unos cuantos por el servicio de todos? Era necesario un agente discreto, seguro, desconocido por ser nuevo, y de quien nadie pudiese sospechar: don Tadeo designó a Tirso, y éste tomó el tren para la corte.

Por eso no escribió ni dijo nunca a sus padres cuál era el objeto de su viaje.