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El enemigo

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XII

El día anterior a la llegada de Tirso a Madrid, mientras don José, doña Manuela y Leocadia le esperaban con la satisfacción que consentía la larga separación sufrida, Pepe se entretuvo en arreglar para su hermano su propio cuarto, trasladando de la habitación que él ocupaba a otra más chica y de peores condiciones un armarito, dos perchas, el aguamanil y dos sillas, todo lo que componía su mobiliario, diciendo que él paraba poco en casa y, además, en cualquier parte estaría bien. Salió perdiendo en el cambio, pero sabía que aquello agradaría al padre. Leocadia barrió el suelo y fregó los cristales del cuarto cedido, y la madre preparó ropa para el lecho. Con destino a Tirso se compró un catre; pero Pepe lo tomó para sí y cedió también para su hermano la cama, que era de hierro. La víspera de que el viajero llegase, cuando todo estaba dispuesto para recibirle, don José, mientras le acostaban, decía a Pepe:

– Hijo mío, por más que discurro, no puedo adivinar cuál sea el motivo de su venida.

– Ya nos lo dirá él.

– ¿Y por qué no explicarlo antes? Te confieso que me preocupa esto mucho. ¿De donde habrá sacado el dinero del viaje? Lo que yo pienso no tiene vuelta de hoja. Si antes ha tenido cuartos, ¿cómo no se le ha ocurrido nunca enviar un céntimo ni venir a vernos? y si los tiene ahora, de repente, ¿cómo se los ha procurado?

– Lo mismo he pensado yo; pero no te devanes los sesos, que mañana sabremos a qué atenernos. Lo principal es que viene y que estás contento. Yo también me alegro más de lo que parece, y eso que la situación es rara ¿verdad? Porque lo cierto es que ni ésta (por Leocadia) ni yo le hemos visto desde que éramos chicos.

– No hablemos, no hablemos de eso, que se me amarga la alegría. Tú bajarás a la estación, ¿eh?

– Sí, pero… no sé como me las arreglaré… A quien se le contara el caso, se echaría a reír. ¿Cómo diablos le conoceré?

– Hombre, él vendrá con hábitos. Le llamas, y con darle una voz…

– El tren llega a las siete y veinticinco; de modo que, si no trae retraso, a las ocho y cuarto u ocho y media podemos estar aquí.

Nadie en la casa concilió el sueño aquella noche. Pepe se levantó a las seis, y poco después bajó a la estación del Norte.

Hacía fresco, y para entrar en calor comenzó a pasear por el andén, presa de una impaciencia en que acaso era curiosidad la mayor parte: cada dos minutos miraba al reloj, y constantemente tenía el oído atento, esperando escuchar un timbre eléctrico, una campanada, un silbido, cualquier señal que anunciase la llegada del tren.

La falta de movimiento hacía que los ruidos fueran escasos: sólo se oían el penetrante sonido de una banda de cornetas que aprendía a tocar llamada por bajo del cuartel de la Montaña y el cansado grito con que se animaban varios mozos que, arrimando el hombro a un furgón, iban empujándolo hacia el muelle de descarga. En el andén no había casi nadie. Veíanse a lo lejos los cobertizos que resguardan las mercancías, las largas filas de vagones polvorientos, la arena de las vías ennegrecida por las escorias del carbón, las líneas paralelas de los railes abrillantados por el roze, y el arbolado de la cuesta de Areneros, cuyo ramaje comenzaba a ponerse amarillo con los ardores del verano. Poco a poco fue llegando gente; empleados que venían desperezándose, mozos que sacaban de junto a las básculas los carretones de los equipajes, otros ocupados en recoger lamparillas de los coches, y algunos que traían grandes atados de cántaras vacías, devueltas por los lecheros a su punto le origen. Después aparecieron las autoridades de menor cuantía, dos parejas y un inspector que hacía molinetes con el bastón para que se viesen las borlas mugrientas. De pronto sonó un timbre, y luego una campana: el tren había salido de la estación inmediata. Trascurrieron veinte minutos, y de repente, en la curva de la Moncloa, asomó la locomotora arrastrando con sus últimos esfuerzos el tren, que produjo al pasar sobre las placas giratorias un ruido estrepitoso de hierro golpeado contra hierro. Cuando se detuvo la larga fila de vagones y comenzaron los viajeros a bajarse, Pepe fue registrando con la vista los departamentos uno por uno, mas no vio salir de ellos ningún cura. Miró a las gentes que ya se habían apeado, y tampoco. Entre los recién llegados que se agolpaban a la puerta de salida, no había clérigo alguno. Pasaron unos instantes y, disminuida ya la confusión, se fijó en un hombre que quedó en medio del andén, solo, mirando desorientado a todas partes, sin soltar una cesta y un saco de alfombra que llevaba en las manos, dudosamente limpias.

Vestía traje oscuro, cuyo chaquetón, muy abrochado, sólo dejaba ver el cuello de la camisa: la pechera desaparecía tras una corbata negra y ancha hecha dos nudos; toda su ropa era ordinaria, pero nueva; llevaba las botas blancuzcas por el poco betún o el mucho roze, y de uno de los bolsillos del chaquetón pendía la borlita de un gorrito de pana. Pepe clavó los ojos en aquél hombre, y luego, poniéndose a pocos pasos y a su espalda, le llamó en voz baja, casi con timidez:

– ¡Tirso!

Volviose de pronto el recién llegado, y entonces el muchacho le abrió los brazos, diciendo:

– Soy Pepe.

El abrazo que se dieron fue largo y apretado, sincero tal vez, pero de fijo nadie lo sabrá nunca.

De tan extraño modo se conocieron dos hombres a quienes la Naturaleza había hecho hermanos.

– ¿Y los padres? – preguntó Tirso con más interés en la entonación que calor en la mirada.

– Buenos… esperándote.

Parecía que ambos empleaban el tú con trabajo.

– Vamos allá.

Reclamaron juntos el equipaje, confiáronselo a un mozo, a quien dieron las señas de la casa donde lo había de llevar, y salieron de la estación.

– Vamos a tomar un coche: ¡hoy es día de gastar dinero! – dijo Pepe.

– ¿Para qué? ¿Está lejos la casa?

– Lejos, no; pero tienen mucha gana de verte. Todo está preparado… tu cuarto dispuesto… ¡Verás qué guapa es Leo y como te reciben todos!

– No, no: vamos a pie.

– Anda, no seas niño; un pesetero nos lleva en seguida.

– ¡No!: quiero ir a pie.

Y pronunció el no firme, rotundo, seco, como quien suele dar a la palabra la energía de una voluntad terca.

– Entonces, vamos deprisa, que estarán impacientes.

Echaron a andar. La mañana era fresca y agradable. Madrid recibía a su huésped con un cielo azul, limpio y hermoso. Subieron por la Cuesta de San Vicente, y poco antes de llegar a la puerta, Tirso, mirando frente a ella un edificio pequeño en cuyos muros exteriores había escritos dos versículos de la Biblia, preguntó, torciendo el gesto:

– ¿Es una capilla protestante?

– No: es un asilo que ha hecho la Reina María Victoria, la mujer de Amadeo, para que estén recogidos los hijos de las lavanderas mientras ellas trabajan.

Tirso desvió la vista sin contestar.

Siguiendo a buen paso su camino, continuaron por la calle de Bailén cambiando frases indiferentes, sin atinar con lo que mutuamente debían decirse, ambos cohibidos, como extraños a quienes la casualidad ha puesto en contacto. Lo familiar se les antojaba osado, y cada cual temía que el interés pareciese curiosidad. Querían dar a las palabras entonación cariñosa, y no acertaban a decirse sino cosas que les eran ajenas. Desembocaron en la plaza de Oriente.

– Mira, Tirso, estamos en Palacio.

El forastero contempló un instante el soberbio edificio sin poder contener una expresión de disgusto, cual si allí viviera alguien a quien personalmente aborreciese. En esto Pepe se arriesgó, por fin, a preguntar algo que satisficiera la espectativa que en sus padres y en él mismo había despertado el viaje.

– Vamos, hombre, ¿y cómo ha sido esto? ¿Qué te trae a Madrid?

– Ya te contaré, ya te contaré: ahora no… ¡Qué lástima que viva ahí dentro un extranjero! – añadió, mirando con saña hacia Palacio.

Más adelante, en la entrada de la calle Mayor, se detuvo para ver la fachada del convento del Sacramento.

– ¿Qué iglesia es esa? ¿Es parroquia?

– Hombre, la verdad… con certeza no te lo puedo decir; pero creo que ahora está ahí la parroquia de Santa María.

– Poco enterado estás. Anda, vamos a entrar un momento.

– Hombre, ¡si nos están aguardando!

– No importa, dos minutos.

Pepe no comprendía que su hermano dilatara ni tan corto espacio de tiempo el abrazar a sus padres. Por disculparle instintivamente, se dijo, sin embargo, que aquella era la primera iglesia de Madrid que Tirso había encontrado al paso y que, siendo cura, el hecho no tenía nada de sorprendente. Bajaron la escalinata que conduce a la fuente, y en la puerta del templo, Pepe, que iba fumando, dijo:

– Aquí te espero, no tardes; déjame los sacos.

– ¡Ah! ¿no entras?

Tirso penetró solo en la iglesia y Pepe se quedó mirando cómo los aguadores llenaban las cubas en la fuente. Pasó entretenido unos cuantos minutos, luego volvió los ojos hacia la portada, pareciéndole inexplicable que su hermano no saliera en seguida; pero trascurrió un buen rato, y nada, Tirso no volvía. Miró el reloj, dio dos o tres paseos por delante de la fachada, sin soltar los sacos, y volviendo a subir las escaleras, dirigió otra vez la vista hacia la iglesia. Salieron dos viejas y un señor muy gordo, encasquetándose un gorro negro antes de ponerse el sombrero; mas Tirso dentro permanecía. – «¡Qué calma! – pensaba Pepe – ¡Sabiendo cómo estarán en casa!» – De pronto sacó otra vez el reloj y, notando que había pasado casi un cuarto de hora, se le acabó la paciencia y bajó la escalerilla: aún se detuvo unos instantes en la puerta, mas en balde. Al fin entró por su hermano.

La nave del templo era toda sombras, en cuyo fondo ardían unas cuantas velas, sin que las llamas lograran disipar la oscuridad. A la izquierda, al pie de un altar, estaba Tirso hincado de rodillas, juntas las manos sobre el pecho y muy humillada la cabeza. Como Pepe no tenía costumbre de verle, le fue preciso adelantar bastante para cerciorarse de que era él. Cuando iba ya a tocarle en un hombro, Tirso se puso en pie, hizo ante el altar una lenta genuflexión, se persignó y salió despacito. Al verle llegar a la puerta, Pepe, que había vuelto a salir, le dijo, procurando no dar acritud a sus palabras:

 

– Pero, ¿tú sabes la impaciencia con que estarán en casa?

Tirso, imperturbable, se detuvo un momento a leer un cartel de fiestas religiosas, y luego contestó con severa y pausada entonación:

– Lo primero, es lo primero.

Desde allí anduvieron deprisa, pero yendo siempre Tirso con retraso de un par de pasos.

«Vaya – pensaba Pepe – este es cura hasta los tuétanos.»

En uno de los balcones del piso segundo de su casa de la calle de Botoneras estaban esperándoles doña Manuela, Leocadia, y tras ellas, hundido en una butaca sin poder incorporarse, por la debilidad de las piernas, don José, que a cada minuto preguntaba:

– ¿No vienen? ¿No les veis?

Al fin desembocaron los dos hermanos por el arco de la Plaza Mayor.

– ¡Allí están! – gritó Leocadia y, dirigiéndose hacia la puerta, bajó la escalera rápidamente hasta el portal, donde abrazó a Tirso, mientras Pepe decía:

– Ya le tenemos aquí: vamos, vamos arriba.

Doña Manuela les recibió con los brazos abiertos en el descansillo del principal; y como don José se hubiese quedado solo, con las puertas abiertas, se le oía gritar, alterada la voz:

– ¡Tirso, Tirso!

La madre se le estaba comiendo a besos.

Pepe y Leocadia, llevando cada uno un saco, entraron en el comedor: detrás venían Tirso y su madre.

En vano pretendió el pobre viejo levantarse: pudo incorporarse apoyando fuertemente las palmas en los brazos del sillón; mas, al intentar sostenerse sobre las piernas, tuvo que dejarse caer en el asiento. Tirso, entonces, llegó hasta la butaca y abrazó a su padre, quien, cogiéndole la cabeza entre las manos y oprimiéndosela contra su pecho, permaneció unos instantes sin proferir palabra, presa de una emoción honda y callada. Hubo un momento de profundo silencio. Tirso sintió caer una lágrima sobre su cuello; doña Manuela y Leocadia les miraban, sin atreverse a separarlos, ambas impacientes por acercarse; Pepe, temeroso de que aquella impresión dañara a su padre, se adelantó hasta la butaca y, apartando suavemente a Tirso, dijo:

– Que haya para todos; los demás, ¿no somos nadie?

– ¡Ya ves, hijo mío, cómo estoy!

– Paciencia, padre: la misericordia de Dios es infinita.

– Yoduro de potasio, cueste lo que cueste; mucho yoduro – añadió Pepe.

Durante la mañana toda la familia, menos Pepe, que tuvo que ir a casa del señor de Ágreda, permaneció reunida en el comedor entregada a la alegría del suceso; pero había en aquella situación algo anormal que ponía trabas al contento. El hijo que por primera vez pisaba el hogar de sus padres, a los treinta y cuatro años, revestido del carácter sacerdotal, parecía un extraño recibido con afectuosos extremos; la franqueza que con él empleaban resultaba tímida, como si a sus padres y su hermana les fuera difícil tratarle con verdadera intimidad. Especialmente doña Manuela, no sabía qué hacerse: las preguntas cariñosas, las frases regocijadas se le paraban en los labios, atajadas por un respeto vago; quería bromear, y le era imposible; las palabras no respondían a las ideas que ansiaba expresar. Diríase que su cariño hacia Tirso, privado por largos años de dar muestra de vida, surgía repentinamente, pero entorpecido por lo anómalo de las circunstancias. Había ratos en que ninguno sabía de qué conversar con él. Quien parecía más dueño de sí era don José, sin tener tampoco realmente con su hijo la libertad que debiera. Leocadia experimentaba una fuerte impresión de curiosidad. Se había sentado en uno de los brazos de la butaca de su padre y, como Tirso ocupaba una silla baja, ella le veía de alto a bajo, mirándole y remirándole la coronilla, muy sorprendida de que un hermano suyo tuviese aquello en la cabeza.

A las doce volvió Pepe y almorzaron, ocupando cada cual su puesto en torno de la mesa. Tirso, entonces, permaneció un momento en pie; tomó una libreta, marcó sobre ella ligeramente con el cuchillo una cruz antes de partirla y, al dejar los pedazos sobre el mantel, extendió las manos, murmurando con los ojos medio cerrados:

– Benedice Domine nos, et hec tua dona quæ de tua largitate sumus sumpturi…

Ninguno respondió a la oración. Todos, entre sorprendidos y contrariados, guardaron silencio unos instantes: doña Manuela fue la única que, no por hipocresía, sino por docilidad, movió los labios, como si rezara en voz baja. El primero que se atrevió a hablar, fue Pepe:

– A ver, chico, a qué te sabe el pan de tu casa.

– Lo que da el Señor, es bueno, donde quiera que lo dé.

Pepe añadió:

– Menos las enfermedades, escaseces, disgustos y otros obsequios…

– Con todo lo cual se prueba el temple del alma y se depura la virtud. La desgracia es el crisol de la fe.

– Y pasa uno la vida que es un gozo: aunque yo creo que eso de someternos a pruebas es calumnia que levantáis al Ser Supremo.

– ¡Ah! ¿Llamas a Dios el Ser Supremo? ¿Eres libre pensador?

– ¡Quién sabe lo que uno es? Pero como no me gusta la comedia que estamos representando aquí bajo, chicheo en algunas escenas.

– Ya te mostraré yo remedio a todo. Rezando, implorando el favor divino, no queda en el pensamiento espacio a la impiedad.

– ¡Cuántas oraciones resultarán impías a los ojos de Dios! ¡Con qué frecuencia se confundirán en la plegaria del devoto la esperanza del beneficio propio y la avidez del mal ajeno!

– Esa no será oración, sino blasfemia. El mal y la oración son incompatibles. Oración es aptisima arma, thesaurus prepotens, divitias inexhaustas pariens, fons et radix omnium bonorum. Virtud, misa, predicación, sacramentos, austeridad, limosna… todo puede subsistir con el pecado menos la oración, que es al espíritu del hombre como el aire al pulmón. Por eso dijo Orígenes: Horrendum est diem sine oratione transigere, y el Profeta: Desolatione, desolata est terra, quia nullus est qui recogitet corde.

– Mal se hermanan esa bondad divina, eternamente importunada por la súplica humana, y la existencia del mal sobre la tierra.

– ¿Qué te extraña? ¿No brotan en el mismo prado la flor que recrea, la fécula que nutre y la ponzoña que mata?

– ¿Y que falta hacía crear la ponzoña?

– El mal es en la tierra como piedra de toque para el alma. ¿Piensas que en prosperidad imperturbable sería mejor el hombre?

– Mira, Tirso, no me gusta probar ideas propias con testimonios ajenos; pero contesta a este raciocinio de Epicuro: ya ves si lo tomo de antiguo.

– A ver qué herejías paganas te han enseñado en la Universidad.

– O Dios quiere evitar el mal y no puede, o puede y no quiere, o ni quiere ni puede, o puede y quiere. Si quiere y no puede, es impotente; si puede y no quiere, es malo, y, por consiguiente, no es Dios; si no puede ni quiere, es impotente y malo; y, por último, si quiere y puede, ¿de dónde diablos procede el mal, que no lo evita?

– Discutir no es creer: la razón agobia al pensamiento, la fe lo dilata. Quédate con tus dudas y déjame con mis consuelos. Para tí, la soberbia humana: para mí, la gracia divina.

– ¿Y qué es eso? ¿Qué es la gracia?

– ¿Crees en el progreso moderno?

– Sí.

– ¿Sabes fijamente cómo, por qué y con arreglo a qué leyes late, palpita y vuela el fluido eléctrico? No, y, sin embargo, crees en el telegrama que te llena de gozo. Pues así es la gracia: maravilloso su origen, secreto su camino; su fin, dulcísimo. Créeme, hermano, el hombre sin la idea de Dios, es aspa de molino sin viento que lo mueva, fuego sin aire que lo sople. Inteligencia en que no haya fe, sea aniquilada: es como aquel árbol oriental de sombra dañina que, aun hecho leña y consumido por las llamas, envenena el ambiente con las cenizas aventadas.

– Con lo cual venimos nada menos que a justificar el Santo Oficio.

– ¡No vas descaminado! – exclamó Tirso trémula la voz.

Doña Manuela y Leocadia no entendían bien todo aquello: don José, ya inquieto, golpeaba una copa con el recazo del cuchillo, cual si quisiera que el timbre del cristal ahogara las frases de sus hijos.

Pepe no quiso contestar lo que se le ocurrió en respuesta a las últimas palabras de su hermano.

El diálogo recayó luego sobre el viaje y sus molestias; después hablaron de lo caro que cuesta todo en Madrid; de la agitación de la vida cortesana; de lo mucho que hay que andar para ir a cualquier parte, y de otras cosas, que asemejaron la conversación a la que pudieran haber sostenido con un amigo forastero.

– ¿Y qué iglesias hay por aquí cerca? – preguntó Tirso.

Tuvieron que hacer memoria para contestar: sólo doña Manuela quiso responder en seguida.

– San Justo… y la Concepción Jerónima… y…

– Más cerca está San Isidro – decía Leocadia.

– ¿En cuál de ellas oís misa?

Nadie repuso.

– Vais indistintamente a cualquiera, ¿eh? Pues eso no es bueno. La misa debe oírse siempre en el mismo templo, y si es posible en el mismo altar y dicha por el mismo sacerdote.

– Yo te diré lo que pasa, hijo mío – respondió don José. – En primer lugar, ya ves, yo no me puedo mover, y tu madre no se aparta de mí un momento. ¡Si vieses cuánto da que hacer en una casa un hombre como yo, imposibilitado! Pepe no tiene tiempo para nada… y esa pobre, ni siquiera pasea: no tiene quien la acompañe…

– La verdad es que vivimos muy sujetos, chico; ya lo irás viendo. Ésta y mamá no se mueven de aquí, casi nunca salen: yo, entre unas cosas y otras, trabajo de diez a doce horas diarias…

Tirso comprendió que todas eran disculpas: frunció el entrecejo, y su mirada tuvo un destello frío y duro como el brillo del acero. Le costó violentarse, pero se contuvo y calló.

Al caer la tarde se vistió de hábitos y esperó impaciente a que anocheciese por completo, sin cesar de mirar hacia el balcón, donde la luz iba faltando.

– Si te vas – le dijo su padre – espera. Pepe ha salido, pero vendrá pronto y te acompañará.

Tirso esquivó la respuesta cuanto pudo, y al fin, apremiado por la insistencia de don José repuso:

– No, no hace falta que nadie se moleste: no quiero sino dar una vuelta por cualquier parte, tomar el aire un rato.

Al cerrar la noche se fue sin preguntar nombre alguno de calle, como quien ya sabe dónde se propone ir y se obstina en ocultarlo. Doña Manuela y Leocadia se asomaron al balcón, y la última, al verle pasar bajo un farol y desaparecer por el arco hacia la Plaza Mayor, tuvo una frase, que era la abreviatura de la situación por que atravesaba la familia.

– ¡Qué raro se me hace esto! ¡Parece mentira que sea de casa!

Cuando volvió, al cabo de una hora, no contó dónde estuvo ni lo que hizo, limitándose a hablar del bullicio y la animación de la corte. Luego dijo:

– Mucho he andado por esas calles; y ¡cuanta estampa fea y obscena hay en algunas tiendas! Pero, aunque llevaba hábitos, nadie se ha metido conmigo.

– ¿Pues qué? – repuso Pepe – ¿creías que te iban a comer?

– No hubiese sido extraño que me insultaran. ¡Como ahora la impiedad anda libre y se nos persigue y nos maltrata quien quiere!…

– Ríete de eso: ya te convencerás de que es mentira. No hay tal impiedad ni tal persecución: en fin, tú lo verás a poco que andes por Madrid.

– Te advierto que me importaría poco. ¿Acaso no tengo buenos puños?