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El enemigo

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XIII

Aunque el sueño y la fatiga del viaje le rendían, no se recogió Tirso aquella noche sin escribir una larga carta, que acaso tuviera relación con la salida que hizo por la tarde. Mientras doña Manuela y Leocadia acostaban al padre, él se puso a escribir.

La luz de la lámpara iluminaba de lleno su rostro cetrino y anguloso: tenía los ojos grandes, pardos y tercos al mirar; la frente alta, afeada por cierta depresión hacia las sienes; los labios recios y las facciones salientes y toscas, como de talla mal labrada. Dábanle aspecto de dureza el pronunciado ceño, que fruncía involuntariamente, y un viso oscuro que le quedaba por lo fuerte de la barba, aún recién afeitada. Parecía hombre sujeto a sensaciones tardías, pero intensas y durables, pronto a convertir la firmeza en obstinación y la frialdad en violencia. Su dulzura, cuando la mostrara, debía ser forzada; su ira, sincera: todo acusaba en él un carácter antes propio de la energía del luchar que para la complacencia del querer. Su alma, poseída de devoción sombría, debía sentir mejor el vehemente proselitismo de Pedro Arbúes que el dulce amor a Dios de Santa Teresa. Su progenie sacerdotal no estaba entre los mansos de corazón, sino entre aquellos clérigos que imaginaron abrirse las puertas del cielo con el hacha de combatir moros. Su fervor religioso tenía asomos de entusiasmo bélico. San Pablo cortando la oreja al soldado romano por defender a Cristo, o Santiago batallando en Clavijo, eran a sus ojos mil veces más gloriosos que San Hilario proscribiendo la fuerza. Unos adoran al Señor, otros pelean por dilatar su reino en la tierra: Tirso era de éstos. Mientras tuviese la Iglesia incrédulos que amordazar, fueros que defender o privilegios que exigir, la vida contemplativa se le antojaba propia de espíritus mezquinos. A las lecturas místicas, que arroban la imaginación, prefería esas leyendas de audaces misioneros que son los caballeros andantes de la fe. Un versículo del Evangelio le agradaba sobre todos; aquél que dice: «No he venido a traer al mundo la paz, sino la espada.»

A la mañana siguiente se levantó temprano y no salió. Estuvo oyendo a Leocadia leer periódicos a su padre, y aunque permaneció largo rato con ellos, no pronunció palabra alguna acerca del objeto de su viaje. Cuando por la noche estaban doña Manuela y Leocadia acostando a don José, éste dijo a su hija:

– ¿Suele venir Pepe muy tarde?

– No: casi siempre antes de las doce.

– Pues espérale hoy y dile que entre a la alcoba: tengo que hablar con él.

Madre e hija adivinaron de lo que se trataba, mas ninguna dio a entender la sospecha. A todos sorprendía por igual el prolongado silencio de Tirso. Era realmente extraño que no diese la menor explicación acerca del viaje. Acaso vino sólo por ver a sus padres, pero no era esto creíble en quien dejó pasar tantos años sin hacerlo. Una sola conjetura había que fuese lógica: ¿habría venido a pretender? ¿querría ser canónigo? ¿tendría quien le apoyara?

Antes de media noche llegó Pepe, y Leocadia, que le estaba esperando, entró con él a la alcoba de sus padres, donde doña Manuela dormía profundamente y don José aguardaba desvelado. Leocadia oyó sin chistar el corto diálogo que sostuvieron padre e hijo.

– Pepito, ¿no te choca esto?

– Mucho, pero no atino con la causa.

– Es que ni una palabra… ¿a tí tampoco te ha dicho nada?

– Tampoco.

– Lleva aquí dos días… No entiendo lo que pueda ser. ¿Qué te parece que hagamos?

– Nada, papá. Si habla, oírle; si no, dejar que pase el tiempo. Ya lo sabremos. ¿Ha venido a casa de sus padres? Bien venido sea. ¿No tiene confianza con nosotros? Pues no se la arranquemos por fuerza.

– Está frío, indiferente…

– No: él debe ser así. No es momento de charlar ni quiero molestarte ahora. Además, ya sabes lo que pienso: no nos hemos tratado, no nos conocemos; ¿cómo diablos hemos de querernos como nos queremos ésta y yo? – Y Leocadia hizo un signo afirmativo con la cabeza.

– Tienes razón, hijo, pero me repugna que la tengas.

La luz de una vela que Pepe había dejado en la habitación contigua iluminaba temblorosamente el cuadro, y en el rostro del viejo aparecía impresa la curiosa intranquilidad que le preocupaba. Tenía la cama medio deshecha, porque estuvo moviéndose nerviosamente en ella hasta que vio entrar a su hijo, y de cuando en cuando dirigía los ojos a su mujer, como asombrado de que pudiera dormir libre de las mismas dudas y recelos que él experimentaba.

– Vaya, a descansar, papá.

Pepe y Leocadia besaron a su padre como dos niños, y salieron. Al pasar por delante de la alcoba de Tirso, notaron que roncaba.

– ¿Oyes? – preguntó ella.

– Sí; escucha, escucha cómo le quita el sueño la emoción de estar en su casa.

– Adiós, Pepito, hasta mañana.

– Abur, monigota, fea.

– Tonto, pareces un chiquillo.

– A los pies de Vd., señora; fea, espantosa.

Durante los días siguientes, Tirso guardó idéntica reserva: no salía, hablaba de cosas indiferentes, rehuyendo toda conversación sobre su pasado, esquivando rasgos de intimidad y haciendo como que no oía lo que le disgustaba. Al comer, se sentaba el último en la mesa, murmurando el benedicite entre dientes, porque sabía que no habían de rezarlo los demás, y al ir por la noche a recogerse sacaba del bolsillo el rosario, yéndose con él en la mano hacia su cuarto.

El primer domingo que pasó en la casa, madrugó más de lo ordinario y estuvo en oración largo rato, pero no salió ni a misa. Leocadia, aprovechando unos instantes en que le vio ir al comedor en busca de un breviario, llamó a Pepe:

– Ven, ven y verás lo que ha puesto ese en la alcoba. He entrado a hacerle la cama, y mira cómo me encuentro esto. Está bonito, ¿verdad?

Tirso había cubierto los cristales de la ventana que daba al patio con pedacitos de papeles de colores chillones, casados con muy mal gusto y formando caprichosas figuras geométricas. La luz del sol, teñida y desvirtuada por el improvisado trasparente, daba al cuarto una entonación abigarrada. Aquello parecía la caricatura de una vidriera gótica. Además, sobre la cabecera del lecho había pegado a la pared con pan mascado una estampa de un San José muy bonito, con el pelo rizado a fuego lento, las mejillas sonrosadas y sosteniendo sobre la palma de una mano un niño en pie, como si le enseñase a hacer títeres, mientras enarbolaba en la otra un palo con más flores que moño de sevillana. En la pared de enfrente había puesto un cromo: El último Concilio Ecuménico, reunión de viejos vestidos de rojo, sentados en semicírculo como los obispos en el primer acto de La Africana, entre los cuales resaltaba, por su blanco ropaje, un señor a quien venía a decir secretos al oído una paloma que entraba por una ventana, semejando estar envuelta en un rayo de luz. Pepe lo abarcó todo de una sola mirada e hizo un gesto, entre risa y desprecio, diciendo a su hermana:

– Pues estos mamarrachos ha debido comprarlos en la salida que hizo el día que llegó, porque luego no ha puesto los pies en la calle.

– Indudablemente.

Por la tarde, mientras don José estaba dormitando, la madre en la cocina y Pepe vistiéndose para ir a ver a Paz de lejos en paseo, Tirso habló a su hermana cariñosamente, pero violentándose por parecer sereno.

– Tampoco hoy habéis ido a misa…

– He hecho el chocolate para todos, me he peinado y he peinado a mamá, te he compuesto un descosido en un manteo que había en tu cuarto; ¡Jesús, qué paño tan duro! he barrido el comedor y he bajado por la compra…

– Es decir, que aquí todo, absolutamente todo, es antes que Dios.

De pronto, tomando un periódico que había encima de una silla, leyó el título: La Libertad Española.

– ¿Qué es esto? – y tocándolo sólo con las puntas de los dedos, como si temiera ensuciarse, lo dejó caer al suelo murmurando:

– ¡Papeluchos ateos!

– ¡No lo tires, que después lo pide Pepe y arma una marimorena!

Tirso se metió en su cuarto y Leocadia fue a ayudar a su madre; pero el cura salió en seguida otra vez al comedor con la faz demudada, y cogiendo el periódico, lo arrugó con fuerza y, hecho una bola, lo tiró a un rincón. Como el pasillo era muy corto, Leocadia oyó el crujido del papel estrujado y volvió corriendo, a tiempo que su hermano tornaba a encerrarse en su habitación. La muchacha adivinó lo que acababa de pasar. Tirso contuvo ante ella su enojo al ver el periódico, pero luego, al quedarse sólo, la ira se sobrepuso a la prudencia.

La perspectiva de una disputa entre los dos hermanos, que pudiera agriarse, asustó a Leocadia, pareciéndole lo sucedido una amenaza a la tranquilidad de la casa. Su buen juicio le decía que era forzoso ocultárselo a Pepe. Pero, ¿cómo?

Tras pensarlo mucho, después de haber intentado en vano desarrugar el periódico con las manos, se lo llevó a la cocina y lo alisó con una plancha caliente, dejándolo luego donde su hermano lo encontrara, sin que Tirso lo viese. Al caer la tarde volvió Pepe con Millán, que acostumbraba a comer allí los domingos, quedándose gran parte de la noche acompañando a don José, por estar cerca de Leocadia. Hízole el padre la presentación de su hijo mayor, comieron todos alegremente y de sobremesa hablaron de política, única conversación que tenía el privilegio de distraer al pobre viejo, quien a cada instante hallaba medio de relacionar los sucesos de entonces con los de su juventud, estableciendo comparaciones entre hombres y épocas distintas.

Pepe se había puesto a leer La Libertad Española, que pidió a Leocadia y que ella le trajo sin una sola arruga, con gran sorpresa de Tirso; mas este permaneció callado, deseoso de escuchar a Millán que, mirando de vez en cuando a la chica, sostenía el diálogo con don José. Decía el viejo:

– Aquí no se hacen más que torpezas; si el partido liberal se divide, vamos a ver cosas muy tristes.

 

– Ya las estamos viendo. ¿Le parece a usted poco el desarrollo que dejan tomar a la guerra?

– ¡Si hubieran hecho ahora lo que Prim el 69!… Por supuesto que, tarde o temprano, tendrán que hacerlo: con los convenios no se adelanta nada. Yo recuerdo que, cuando el de Vergara, en realidad quienes perdimos fuimos nosotros: luego que el partido liberal aseguró la corona a la Reina, le trataron como a un negro; a Espartero le arrinconaron en seguida; a los oficiales carlistas les favorecieron mucho; decían que todos éramos hermanos, y los nuestros, que se habían batido en invierno con pantalón de dril… iban a Filipinas o a Fernando Póo en cuanto parecían sospechosos.

– Por eso y por cosas análogas hay tantos republicanos en la generación nueva; porque nos hemos convencido de que no queda otro remedio.

– Eso es muy peligroso: el pueblo no está preparado.

– Y como nadie le enseña nada, tiene él que aprenderlo a su costa.

– Es que hoy no hay virtudes cívicas. Si hubierais conocido vosotros a Mendizábal, y luego a Olózaga, que ahora está tan caído…: él fue quien llamó progresistas a los que decían antes exaltados. Siempre ha habido más entusiasmo liberal que ahora. ¡Si vierais qué indignación se desencadenó el año 40 contra Toreno y Martínez de la Rosa, porque pidieron la prórroga del medio diezmo, y aun el diezmo entero y la primicia! Pues ¡y cuando Espartero no quiso aprobar la famosa Ley de Ayuntamientos!

– Entusiasmos estériles, y que muchas veces han sido ahogados en sangre.

– En eso tenéis razón. Se condenaba a muerte por cualquier cosa. Desde el fusilamiento de los sesenta compañeros de Manzanares y los veinticuatro de Alicante, el 8 de Mayo, hasta el de los sargentos del 22 de Junio, no ha pasado año sin alguna brutalidad semejante: exceptuando a los Zurbanos, y la muerte de Mariana de Pineda, para quien fue preciso hacer un garrote nuevo, porque tenía el cuello muy delgadito…

– A pesar de lo cual – interrumpió Pepe – hay quien mira con buenos ojos a la Restauración y quien se bate por don Carlos. Si en España quedan monárquicos, y sobre todo borbónicos, es porque nadie lee historia contemporánea.

– En fin, hijos míos, ya sabéis que yo tengo buena memoria: pues bien, desde Diciembre del 43 hasta la Noche Buena del 44, fueron fusiladas doscientas catorce personas, la mayor parte por liberales.

– Tiene Vd. razón, don José; así pagó la corona al partido liberal que, primero por el padre y luego por la hija, había hecho tantos sacrificios…

– Pues si llega a tener espíritu santo la familia – añadió Pepe – nos quedamos sin una gota de sangre.

Al oír este chiste impío, Tirso no pudo aguantar más. El elogio a Mendizábal, la alusión al diezmo y la primicia, el horror a los fusilamientos de revolucionarios, el espíritu liberal que palpitaba en la conversación, le hicieron daño; pero aquello de explotar para una gracia la tercera persona de la Santísima Trinidad, puso el colmo a su indignación. Entonces, levantándose de su asiento, se acercó al grupo que formaban Pepe y Millán junto a don José y, puesto delante del balcón, sobre cuyo hueco claro se destacó su figura negra y espigada, dijo severamente:

– ¡Parece mentira que hombres de juicio hablen así!

Millán calló por deferencia a su amigo, y don José porque se arrepintió de haber dicho tales cosas, dando margen al enojo de Tirso: Pepe, más fogoso, se encaró con éste y, aunque hablando moderadamente, le repuso:

– Es natural que tengas simpatías por los partidos reaccionarios; son los que os protegen; pero, ¿negarás que nosotros no podemos mirar bien a la Iglesia? Siempre, y renegando de su origen, ha sido enemiga de la libertad y de la democracia.

– ¡La libertad! ¡la libertad! ¿y para qué sirve? Y ¿qué es la democracia? el permitir que manden los pillos. ¡La democracia! ¿Cuántas libras de patatas se compran con eso?

– ¡No! la libertad es lo que os mandó Cristo que predicarais; la democracia es eso que os ha permitido a vosotros, clérigos y frailes, nacidos entre los más humildes, escalar los puestos más altos del mundo.

– Pues Mendizábal fue un ladrón.

– Esa es una majadería que no tiene nada que ver con lo que hablamos. Y, mira, no te irrites; pero por lo que me gusta Mendizábal, es por haber sido quien ha hecho más daño a la Iglesia.

– ¡Callad, hijos míos, callad! – gritó don José: – ¿Vais a reñir ahora? Yo no diré tanto; pero Mendizábal fue un gran hombre. ¡Cuidado si tuvo mérito sacar la quinta de los 100.000 hombres!

Tirso hacía inútiles esfuerzos por disimular su disgusto. En vano afectaba oír en calma aquellas cosas. Su desagrado no era pena, sino ira, viendo que no se había equivocado cuando, a poco de poner el pie en la casa, imaginó que allí no había devoción ni creencias.

Su padre era un progresista ridículo, que se entusiasmaba hablando de Espartero; su hermano un demagogo ateo, de los que hacen burla de Dios y la Divina Providencia; su madre una pobre señora, a quien se le figuraba ser santa porque era hacendosa, y Leocadia una chicuela presumida, que se pasaba la mañana embandolinándose el pelo. Allí nadie iba a misa, ni ayunaba, ni rezaba; no había bula, se comía carne los viernes y el padre toleraba los chistes impíos de Pepe. Estuvo a punto de descargar su indignación en apóstrofes violentos, de los que tantas veces oyó a los señores que frecuentaban la casa de don Tadeo; pero se limitó a mirar a su hermano con lástima, diciéndole:

– ¡Parecéis judíos!

No concebía mayor insulto.

Las mujeres se miraron al oír las últimas palabras del diálogo, dichas ásperamente, sorprendiéndoles la novedad de que allí se riñese por cosas de política; Millán fue a ponerse al lado de Leocadia; don José calló, tratando de hallar medio de variar la conversación, y Tirso permaneció de pie ante el balcón, como desafiándoles a todos y dispuesto a reanudar la disputa. Su figura resultaba arrogante: más parecía soldado pronto a pelear, que hombre ansioso de convencer Al cabo de un rato, como paladín que ha esperado en vano a su adversario, salió tranquilamente del comedor. Pepe y Millán se fueron a dar una vuelta por las calles. En el portal, aquél preguntó a éste, aludiendo a la escena pasada:

– ¿Has oído?

– Vais a tener muchos disgustos.

– ¿Creerás que esta es la hora en que no sabemos a qué ha venido?

– ¿Tenía él en el pueblo relaciones con gente carlista?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Mucho cuidado… no sea que haya venido con algún encargo. Ahora se revuelven mucho. A ver si os da un susto la policía. Para tu padre sería una impresión desastrosa.

A la tarde siguiente se presentó en la casa un caballero de aspecto muy respetable, preguntando por Tirso. Leocadia le acompañó hasta el comedor y avisó a su hermano; pero éste, apenas oyó el nombre del recién llegado, se le llevó a su cuarto, permaneciendo largo rato encerrado con él. La visita fue larga, y Tirso despidió al desconocido con grandes muestras de respeto.

A partir de aquella entrevista, el cura salió a la calle casi todas las noches, pero sin decir nunca dónde ni a qué iba.

XIV

Menudeaban tanto por aquel tiempo los presbíteros que, fugados de sus curatos, aparecían luego como cabecillas en el campo o eran sorprendidos en las ciudades sirviendo de auxiliares y emisarios cerca de las juntas del partido faccioso, que nada tenía de absurdo la sospecha de Millán: justificábala, además, el empeño de Tirso en callar el objeto de su viaje. ¿No podían haber convertido el fanatismo de aquel hombre en instrumento suyo las mismas gentes que le hicieron clérigo a espaldas de sus padres? La probabilidad de que en el momento menos pensado se presentara la policía en la casa buscando a su hermano, asustó a Pepe, temeroso de la impresión que tal lance pudiera causar en el ánimo del pobre viejo. Respecto a que Tirso diese margen a disgustos de otra índole, por proponerse la conversión de la familia o emprender campaña para despertar su fervor religioso, nada receló: antes era de temer, según el carácter que el cura demostraba, algún rasgo de intolerancia, exceso de celo o frase áspera que turbara la tranquilidad del hogar, porque la falsa circunspección que Tirso observaba oyendo comentar noticias de la guerra se parecía mucho al disimulo.

Desde el día de la disputa en que llamó ladrón a Mendizábal, hacía la vista gorda tocante al indiferentismo religioso que le rodeaba; pero claramente se notaba que en él no era todo prudencia, sino falta de arrojo. Pepe, deseoso de no dar pábulo a la irritabilidad de su hermano, se abstenía de chistes impíos y frases burlescas, aunque a veces se le venían a los labios, oyéndole desplegar ingenuamente la más arraigada superstición; de suerte que ambos comenzaron a fingir cierto comedimiento, a pesar del cual Pepe comprendía que la situación no era para prolongada y que la menor cosa que proporcionase a Tirso ocasión de mostrar su enojo bastaría a desencadenar una tormenta. Por su parte, el cura iba convenciéndose de que había venido a ser entre sus padres y hermanos como árbol trasplantado de pronto a distinta tierra de la en que nació. Difícil era que él arraigase allí ni pudiera vivir en paz con los suyos. Si fueran tibios en la devoción o sólo tardos en cumplir las prácticas religiosas, aún habría remedio; pero no se trataba de gente en cuyo pecho se hubiera amortiguado la fe, sino de individuos que, a juzgar por lo que Tirso veía, no la sintieron nunca. El padre carecía de creencias, tal vez a consecuencia de su simpatía hacia aquel partido progresista que siempre mintió respeto a la religión, sin ocultar mala voluntad al clero; Leocadia y doña Manuela eran mujeres mal dirigidas, o mejor dicho, descuidadas. En cuanto a Pepe, su incredulidad, su alejamiento de todo lo divino y sagrado resultaban más graves, por ser fruto, no del olvido de las santas verdades, sino de un profundo desprecio de ellas: le empujaban al descreimiento las corrientes de la época, los estudios modernos, la atmósfera cortesana y una indudable predisposición personal. En esto no se equivocó Tirso: los padres y la hermana se ofrecieron a su observación como realmente eran: indiferentes; Pepe, como un impenitente convencido con quien la lucha había de ser más trabajosa, porque la lucha era inevitable. No vino él al hogar con ánimo de provocarla, mas tampoco le parecía razonable ni conforme a su ministerio mirar en calma aquel estado de honda perturbación que le hizo prorrumpir en un momento de ira: «parecéis judíos.» Su entusiasmo religioso era sincero: la conciencia le dijo que, si los azares de la vida le hubiesen colocado junto a gentes extrañas, empecatadas como sus padres y hermanos, habría puesto tenaz empeño en convertirlas, y que mal podía contemplar fríamente la perdición de su propia viña. Cuando resolvió su viaje a la corte, no imaginó tener que consagrarse a esta obra: otros eran sus propósitos y él solo los sabía; mas ya que la Providencia le mostraba la mala yerba en su camino, debía arrancarla, aunque fuera al paso y sin distraerse de su objeto principal. ¡Deber juntamente grato y penoso el salvar a sus padres y hermanos de la condenación eterna! Algo análogo leyó en sus libros devotos, pero no tan en grande. Tal santo convirtió a su cónyuge, otro a su padre, alguno a su hermano: él tenía que habérselas con toda su familia, en la cual antes jamás pensó, de la que vivió apartado voluntariamente, pero que de pronto se le antojaba rebaño disperso al borde de un abismo, y al cual había de guiar hasta recogerlo en el redil bendito de la Iglesia. Trájole a la corte el servir a empresa más alta, por tratarse de la patria entera y no de unos cuantos individuos; mas ya que Dios ponía la llaga al alcance de sus manos y la herida estaba como en su mismo cuerpo, justo era que la sanara.

Comenzó en esto a agravarse la enfermedad del padre, fueron precisos mayores gastos, vinieron para la familia días tristes y afligiose sobremanera doña Manuela; por todo lo cual determinó Tirso empezar a cumplir su propósito, imaginando que en medio de la tribulación es cuando más fácilmente se avasallan los corazones. Su madre y su hermana fueron las primeras a quienes pensó atraerse. No alcanzó a más su sagacidad, y aun esto le repugnó sobremanera, pues toda tardanza se le antojaba complicidad en el mal y todo fingimiento le parecía indigno del noble fin a que enderezó la voluntad. Era fogoso, arriscado; mas adivinando en su hermano un terrible adversario, comprendió que las circunstancias ponían trabas a su celo. Hubiera preferido combatir cara a cara los obstáculos, congregar repentinamente la familia y convencerla de su error; pero no se aventuró a tanto y, mal de su grado, como no pudo ser violento, se hizo astuto: soñó con desempeñar papel de apóstol batallador, y hubo de limitarse a obrar como jesuita de novela, pero de buena fe, con limpia intención, seguro de poner el ánimo en una empresa honrada.

 

Resuelto a extirpar la impiedad que se había enseñoreado de su casa, no quiso demorarlo, y una mañana, como observase que doña Manuela estaba desdoblando el mantón para ir a comprar unos medicamentos, se anticipó a ella y la esperó en una esquina próxima: luego la fue siguiendo por la calle Imperial abajo, y cuando iba a entrar en una botica de la de Toledo, la llamó de cerca:

– ¡Madre, madre!

– Hijo, ¿cómo tú por aquí?

– Quiero hablar con Vd. ¿Tiene Vd. que esperar en la botica?

– Un ratito.

– Pues vamos primero por las drogas; luego aguardaremos juntos, y le diré a usted lo que deseo.

Tirso hablaba con acento severo: su madre le oía con una curiosidad mezclada de temor.

– Pero hombre, ¿qué es ello? ¿Pasa algo malo en casa?

– No: ¡si he salido yo casi al mismo tiempo que Vd.! Nada ocurre; pero quiero que hablemos.

Entró doña Manuela en la botica, esperola él a la puerta, y apenas la vio salir, continuó de este modo, mientras ella le seguía dócilmente:

– Vámonos ahí al lado, al pórtico de San Isidro. – Y subieron las escaleras de la iglesia.

– Mire Vd., madre, yo no quiero callarme: estoy disgustadísimo. Desde que llegué a Madrid tengo el alma llena de tristeza…

– Lo comprendo, hijo: nuestra situación no es para menos. ¡Si vieras la crujía que hemos pasado!… ¡Y lo que queda!…

– No es nada de eso.

– Pues no te entiendo.

– Ahora me comprenderá Vd. Mi obligación era decir a mi padre lo que voy a decirle a Vd., pero creo que con Vd. me entenderé mejor: además, su carácter y su estado… Más adelante veré lo que he de hacer.

– ¿Carácter, dices? ¡Si el pobre no molesta a nadie ni se enfada nunca!…

– Quizá por esa bondad tengamos mucho que llorar.

– ¡Explícate, por Dios, hijo mío!

– Sí, madre; mucho que llorar y que sentir. Vaya, clarito; en casa no hay religión, y donde falta la religión todo está perdido. Así les castiga a ustedes Dios.

– ¡Castigarnos Dios!

– ¡Le parecen a Vd. pocas penas esa enfermedad, esa escasez, esos sufrimientos!…

– ¿Y qué le hemos de hacer? Todos trabajamos. ¿No has visto la vida que llevan tus hermanos y lo que yo me afano?

– ¡Pregunta Vd. lo que pueden hacer! ¡Parece mentira! Es imposible que Dios ayude a ustedes.

En vano pretendía dar dulzura a sus frases: la extraordinaria viveza de los ojos acusaba una resolución enérgica.

– No, madre; no esperen ustedes alivio ni amparo. En casa no hay religión, no se reza, no se practica una sola devoción… Da grima pensarlo. Desde hace cerca de un mes que estoy en Madrid, ¡cuántas cosas tristes he visto! ¡Ni una oración, ni un acto de piedad! Comprendo que padre no vaya a misa, aunque bien pudiera sustituirla con algunos actos de recogimiento y penitencia; pero, ¿y Vd.? ¿y Leocadia? ¿y Pepe? ¡Vivís como herejes! Lo confieso, madre; he dudado mucho antes de dar este paso, pero mi deber es antes que todo. ¿No siente usted miedo… vergüenza por vivir así?

– Y ¿qué quieres que haga? Yo no mando… yo cuido de la casa… y nada más: la limpieza… trabajar y más trabajar… ¡qué sé yo!

– ¡Limpieza y trabajo! ¡Con eso piensa usted que ha cumplido! Cuando el Señor la lleve de este mundo, que la llevará… desgraciadamente, ¿se salvará Vd. con haber tenido aseada la casa? ¡La casa limpia y el alma negra por el pecado! ¡Toda la pulcritud para uno mismo, todo el trabajo para lo propio, y ni una visita a la casa de Dios, ni un pensamiento para su divina Madre! ¡Da ira el verlo!

Doña Manuela oía en silencio, sobrecogida con aquel inesperado disgusto, que aun para su escasa inteligencia era señal de otros mayores. La vehemencia de Tirso llegó a exacerbarse tanto, que la pobre vieja no pudo menos de decirle, casi con enojo:

– ¡Hijo, no manotees, que nos ve la gente!

Él estaba ya poseído de su papel, y no hacía caso.

– ¡Aquí no hay hijo! No hay sino un sacerdote que ha visto esa lepra asquerosa del ateismo y quiere curarla. ¿Lo oye Vd., madre? Si Vd. no me ayuda, lo haré yo solo… lo intentaré yo solo; y si no puedo lograrlo, se lo diré a todos ustedes, cara a cara, sacudiré en la puerta el polvo de mis zapatos, como los patriarcas de Israel cuando salían de la casa de los impíos, y no volverán ustedes a verme nunca.

– Y del escándalo y del disgusto se morirá tu padre.

– ¿Qué más muerte que la que tenemos encima? El corazón cerrado a la piedad… ¡Si basta entrar allí para convencerse!… Estampas de reos liberales en las paredes, periódicos perversos de los que venden por las calles, comedias o noveluchas que lleva ese Millán de la imprenta y que permitís leer a Leocadia, libros malos… y en toda la casa no hay una imagen de la Virgen ni una cruz de palo…

– Yo no mando…

– Pues es necesario que mande Vd. A falta de padre, y estamos como si faltara, usted es quien debe gobernar: yo la ayudaré… y elija Vd., madre: poner remedio al mal, o dejar que lo remedie yo solo, contra mi padre, contra Pepe, contra todos.

– ¡No, hijo de mi alma, por Dios, eso no, a Pepe no le hables de estas cosas!

– ¡Ah! ¿Tiene Vd. miedo? Pues yo no.

Hablaban en voz baja, solos en un rincón del atrio de la iglesia, mientras les miraba curiosamente una mujer que en la escalinata vendía estampas, caras de Dios con marco de estaño, chufas, majuelas y torraos. Tirso intimidaba a su madre accionando con ademanes descompuestos: ella, ya ansiosa de cortar el diálogo, miraba alternativamente hacia el suelo y hacia la acera opuesta, donde estaba la botica. Las acusaciones de impiedad no la hicieron en un principio gran efecto; pero cuando Tirso las presentó como causa de los males sufridos y promesa de castigos eternos, su debilidad mujeril cedió al empuje del creyente. Lo que peor la sentó, fue la amenaza de que hablaría con Pepe.

Guardaron silencio unos instantes: él, dudoso del éxito de su empresa; ella, turbada, deseosa de sustraerse al influjo violento de aquel hijo que, para sojuzgarla mejor, acababa de decirla: «no soy sino sacerdote.»

– ¿Vamos a la botica? – se atrevió por fin a preguntar la madre.

– Espere Vd.; no quiero que nos separemos así. Tiene Vd. que prometerme antes su auxilio. ¿Trabajará Vd. conmigo para que seamos todos cristianos, o me entiendo yo con Pepe y con mi padre? ¿Imagina usted vivir santamente no haciendo daño al prójimo? ¡Qué ceguedad! ¿Y Vd. misma? ¿Y su salvación? Rece Vd., madre, esto es lo primero, y Dios la iluminará y borrará de su alma esa apatía; venga Vd. a misa, y a poco que despierten los buenos sentimientos, cesará Vd. de reír las bufonadas sacrílegas de mi hermano, y arderá Vd. en deseo de auxiliarme. ¿Lo promete Vd.?

– Sí, hijo – contestó azorada – pero a Pepe no le cuentes nada de esto.

– ¡Ya comprendía yo que él es quien tiene la culpa de lo que ocurre! Quedamos en que Vd. es mía, es decir, de Dios; si no, me marcharé para siempre, después de declarar francamente ante todos que no quiero vivir entre judíos.

Bajaron lentamente las escaleras del atrio, esperó Tirso a la puerta de la botica y, al ver salir a su madre con un frasquito en la mano, dijo:

– ¡Tanto esmero, tanta solicitud para buscar remedio a los males del cuerpo, que no importan nada, y ni un pensamiento para la salud del alma! Acuérdese Vd. de lo que acabamos de hablar.

En seguida se separó de ella, dejándola confusa y asustada, como mujer a quien acaban de sorprender cometiendo un delito. El pecado, la condenación, la impiedad, habían sonado en sus oídos a modo de palabras vacías de sentido; las amonestaciones de un Bossuet no hubiesen ejercido en ella más imperio. Lo que la dejó amilanada fue la amenaza de hablar a su marido y a Pepe, segura de que la menor reconvención de Tirso provocaría una escena agria, quizá un rompimiento y un disgusto gravísimo. ¿Qué podía hacer ella para evitarlo? Nada. Sentía impulsos de contarlo todo al llegar a casa; pero, ¿y luego? Don José tal vez cediese en algo, por agradar al hijo de cuya presencia vivió privado tantos años; más, ¿qué haría Pepe viendo que sus mimos, sus cuidados, sus trabajos por evitar toda desazón a su padre quedaban esterilizados con la ingerencia de Tirso en la vida de la casa? No era doña Manuela capaz de analizar el conflicto, ni su voluntad fuerte para arrostrarlo. La poca energía de su alma la aplicó toda a entrar en casa con los ojos secos.