Qué dirá el Santo Padre

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El clima era el mismo, pero todos habían cambiado, nadie del equipo era el mismo de aquellos trece días intensos, convulsionados y con la muerte rondándoles en silencio.

Fueron llegando de a poco a ese escenario donde se desarrolló el acto final de la Operación Crisálida y cada uno pudo revivir, a su manera, los intensos días en que se entremezclaban los sucesos dramáticos de terrorismo en París, de los atentados sucesivos de ISIS aquella noche de terror, incertidumbre y angustia. Sólo ellos, podrían entender lo que significaban aquellos recuerdos, llenos de complicidad, como son las anécdotas de los grupos, y que nadie más las comprende: revivieron las risotadas por la publicación ridícula sobre el incendio de la Rue Poinsot; la huida hacia el Sur hasta esa casa de campo cercana a Angoisse;, las tribulaciones del secuestrado; ese impactante encuentro del viejo Fellermann con su hijo Feller; la incisiva entrevista de Byorg, demasiados acontecimientos, todos fuertes e inolvidables, que en tan pocas horas había dejado cargado con una huella indeleble a aquel lugar que reunió a personas tan diferentes pero que tenían en común el haber encontrado el sentido para sus vidas. Sólo Finnley estaba ausente, aun cuidando y asesorando a Feller en los Estados Unidos, quien ya se había convertido en un referente de la nueva Economía Solidaria, autor del libro “Empresas Crisálida”, lanzado en París ese mismo fatídico día de la muerte de Alex, como si ello hubiera sido el cierre épico de toda una vida de lucha por los cambios en la sociedad. Para Alex, Feller era su creación, su hijo intelectual, el detonante del efecto Avalancha que tanto repetía: hay que provocar algún suceso que desencadene, como una avalancha imparable y creciente, los cambios que la sociedad necesita. Con esa frase, casi un slogan acuñado por Alex, Aum dio comienzo a la reunión, anunciando así la segunda fase del Plan Maestro: “El Experimento”. Sólo Aum y, por supuesto Romina, conocían este Plan y, en consecuencia, todos estaban ansiosos, no sólo por conocerlo sino por volver a la acción después de casi cinco meses en que todos habían vivido el duelo y, al mismo tiempo, la ausencia de esa adrenalina que alimentó el secuestro del empresario Brian Feller.

–Romina querida, –dijo Aum mirándola a los ojos con ternura– gracias por abrir Versalles a todos nosotros. Sabemos lo que este lugar significa para ti, tus recuerdos de los años convividos con tu gran amor, como le decías a Alex, sabemos que estos meses no han sido fáciles y que una mezcla de tristeza por la pérdida y de alegría por lo vivido desde ese diciembre del 2012, se han alternado en los momentos de soledad. – Las lágrimas de Romina se asomaron sin tapujos, lentamente, resbalando por un rostro que sonreía, con la felicidad de quienes han amado de verdad. Alex estaba allí, aunque todos sabían que también estaba con su hija Rocío, en una dimensión sin tiempo. Incluso el duro de Zelig, lloraba con la misma intensidad que Olga, la intensa Olga, y Aum, al sentir que el legado de Alex no sólo era por su audacia, su tenacidad o su perfeccionismo, sino que también había logrado inspirar a cada uno, generando un sincero cariño, más allá de la admiración, les pidió que todos se tomaran por los hombros para cerrar un círculo, que se habían construido silenciosamente, sin aspavientos, inspirado por una utopía.

–Gracias, gracias a cada uno. –dijo Romina mirando a cada uno a los ojos– Gracias Garret, gracias Eve, gracias Bert, gracias Bitman, gracias Olga, gracias Zelig, gracias Aum, y gracias a Finnley que hoy no ha podido venir…

–Un momento. –dijo Aum, y oprimió la tecla de su laptop y automáticamente apareció Finnley en pantalla. Atrás, se divisaba el logo de Empresas Crisálida:

–Hola, soy Finnley, el jardinero del señor Feller. –bromeó el detective del grupo, enmarcado por la típica oficina del millonario norteamericano que mira por sobre la ciudad. Aquel que todo lo investiga, el que rastrea lo invisible, sí, estaba allí, presente: – no me dejen fuera de la segunda fase del Plan. –rogaba con las manos juntas– Feller ya está encaminado, cuenten conmigo, ya extraño las comidas de Olga. Un abrazo para cada uno. –Finnley asomó una copa de champagne y la levantó hasta que todo el equipo lo secundara.

Hicieron un brindis por Alex, algunos fueron al baño a mojarse los ojos o a repasar el rimmel, y dejar la emoción en el espejo, para adoptar una expresión más profesional y escuchar atentamente la exposición del Plan. Incredulidad era la expresión del grupo ante un desafío aún mayor que el secuestro del empresario Feller. Se miraban entre ellos, corroborando si creían posible lo que estaban escuchando. Zelig hizo un gesto con su índice sobre su garganta indicando claramente que terminarían muertos. Ninguno se atrevió a interrumpir ni aparecer como un cobarde o un desertor.

En treinta minutos, Aum había explicado lo estructural del Plan y antes de abrir paso a las preguntas, hizo una pausa teatral y dijo:

–Como deben haber concluido, necesitamos “entrar” al Vaticano y no bastan las oraciones de nuestro querido Garret, el salvo, o la astucia de nuestro super hacker Bitman. Para ello, deberemos ampliar el equipo con un experto. Romina y yo, lo entrevistamos hace unos días y le encargamos una misión que cumplió a cabalidad, y se ganó el derecho a ser de los nuestros. Quiero presentarles a Gian.

Romina había conocido a Gian a principios del 2012, poco antes de que Aum le recomendara llamar a Alex que estaba sufriendo un desencanto total por la vida, a raíz de la muerte de su hija Rocío y su marido Gerard, en Bagdad, en el atentado terrorista del 31 de octubre del 2010. Con ocasión del Encuentro de Amnesty International, realizado en Bruselas, Romina buscó a ese famoso Wiesenthal del Abuso, un cazador de pedófilos, quien seguía estrategias similares a las del cazador de nazis, y de allí su apodo y prestigio. Un cazador que se movía sólo por la justicia, sin mediar juicio ético, sólo orientado por un deber ser humano en el cual no cabían ni el abuso de poder, ni el sexual, ni menos todo aquello encubierto por instituciones que se proclamaban defensoras de los desvalidos. Lo encontró sentado en la cafetería, solo, con su computador abierto en un Power Point que Romina no alcanzó a fisgonear. Austero, delgado, con un aire a Lee Van Cleef, el malo del western de Sergio Leone, una nariz aguileña de rapaz, frío, no le hacían parecer ni pertenecer al bando de los buenos, menos aún sentado allí, en un sillón negro y rojo, diseñado para personajes siniestros. Sin embargo, apenas hablaba, una sonrisa ablandaba sus rasgos y parecía un niño travieso que ha tenido una vida difícil. Su curriculum, prontuario bromeaba él, reunía numerosas denuncias de abuso que había cursado en diferentes Juzgados del mundo contra cualquier clérigo pederasta, denuncias que habían sido la piedra en el zapato, entre ellos uno de terciopelo rojo, de Benedicto XVI. Romina, sin afán de adulación, le hizo un sincero reconocimiento a su labor, pero él la interrumpió:

–Romina, –como alcanzó a leer en la piocha del Congreso que se balanceaba sobre su escote– de nada vale lo que yo haga si estos casos quedan impunes. – y su mirada se hizo más opaca aún– La Iglesia Católica está jugando a dos bandas: por una parte, se ha gastado US 8.000 millones en indemnizaciones a las víctimas para acallarlos, pero sin pronunciar una sola palabra de misericordia ni de empatía por ellas y, por otra parte, reubica a los pedófilos en diferentes diócesis, incluso los traslada de país y…– Romina completó la frase, mientras se sentaba para conversar.

–…Y luego declarar, con expresión compungida, que “estamos orando para que Dios Padre les oriente… –dijo Romina parafraseando al vocero habitual del Vaticano.

–Un asco, ¿no es cierto?

–¿Me equivoco, Gian, si le digo que lo siento desilusionado? –dijo en un vano intento de consolarlo o bien, de empatizar con su desencanto.

–Impotencia, más bien, impotencia. Ni el Vaticano, ni los Estados, ni la Comunidad Civil han sido suficientemente tajantes para condenar estas atrocidades. Abuso a chicos que inocentemente han creído en sus Pastores, chicos a los que les han matado la dignidad y la esperanza, convirtiéndolos en zombies para siempre.

–El abuso parece ser el gran tema de este siglo, aunque siempre lo hubo, pero hoy se hace imperdonable desde el momento que estas verdades se saben. –comentó Romina, intentando verle el lado bueno a tanta desgracia.

–Por mi parte, Romina, yo me ocupo sólo del abuso sexual, pero tampoco veo mucho interés o preocupación por defender a los abusados por los políticos o los empresarios. Las Corporaciones cada día engullen a los pequeños, las colusiones campean libremente y la brecha entre ricos y pobres llega a niveles escandalosos, sin embargo, a nadie parece importarle mucho. Los esclavos modernos viven en la ilusión de que practican la libertad, la libertad de consumir y el sueño de que algún día serán y tendrán como sus carceleros. Muy patético, ¿no le parece Romina?

–Evidentemente, usted está deprimido, usted es un justiciero deprimido, Gian. Usted necesita cómplices para una batalla más épica, una que pueda remecer a la sociedad. –le dijo, sabiendo que Gian no era de esas personas que se entregan tan fácilmente.

Romina, lo había dicho en tono de consuelo, sin saber que cinco años más tarde se reuniría en París, junto a Aum, para convocarlo a vivir un Plan Utópico, una invitación a producir una nueva Avalancha de acontecimientos que generaran tal impacto que todos los esfuerzos de años valieran la pena. Menos podía imaginar, ese 2012, que ella estaba a meses de enamorarse de Alex, el creador de la idea de las Avalanchas.

Atardecer

Domingo 13 de noviembre, 2016.

 

Tras la explicación del Plan, y a la espera de la llegada de Gian, el Equipo Crisálida retomó las bromas de siempre, volvieron a actuar algún episodio de una anécdota vivida y sufrida, y sintieron que los meses se acortaban, que convivían como si hubiera sido ayer aquella despedida en Versalles.

Se abrió la puerta de la sala donde todo el equipo Crisálida esperaba ansioso a su nuevo miembro recién anunciado por Aum, y apareció desde la penumbra, el justiciero, como le llamarían coloquialmente desde ese instante. Su nariz afilada como bayoneta y una mirada que no perdona, fueron los rasgos que impresionaron a todos, especialmente a Eve, quien se enamoró en segundos. Parece tan seguro, se dijo Eve, aunque quizás no lo sea y yo esté pasándome películas, si bien es cierto que no soy muy peliculera y eso no significa que no imagine cosas o que no sea creativa, aunque a veces soy bastante predecible, y su mente continuó deambulando por las contradicciones y los miedos que pululaban, desde siempre, en la mente desconfiada de esta recién enamorada.

Se respiraba la felicidad del reencuentro del Equipo y las bromas y recuerdos de la Operación Crisálida afloraban sin esfuerzo, con orgullo y también para honrar la memoria de Alex. De pronto y al unísono, todos comenzaron a aplaudir para dar la bienvenida a Gian. Sin haberlo ensayado, todos hicieron silencio en el mismo instante.

–Siempre son tan histriónicos para las presentaciones. –dijo Gian, mirando a Aum en clave de pregunta.

–Fue muy parecida a la presentación de Iván. –dijo Zelig haciéndose el gracioso.

–¿Quién es Iván? –preguntó Gian, que escuchaba ese nombre por primera vez.

–Está muerto. –dijo Zelig y lanzó una risa estrepitosa, sólo segundada por Bitman a quién la traición de Iván y la forma en que murió le parecía algo freak.

–Espero no terminar así. –dijo Gian, sacando una sonrisa forzada que aún enamoró más a Eve, y que la dispuso a preguntar de inmediato:

–Disculpa Gian, este Plan es muy arriesgado. ¿Imagino que has prevenido a tu mujer de los peligros? –Olga miro de reojo a Romina y, sin hablar, concordaron que Eve era una maestra para obtener información. Con una pequeña carraspera culposa, Gian respondió:

–Carol y yo nos separamos el 2012. Lo intentamos, –confesó en ese espacio de camaradería– pero no resultó, de modo que puedo morir sin molestar a nadie. – bromeó Gian mientras se fijaba en los ojos de Eve, y ella confirmaba que era soltero, como lo había intuido.

–A más de alguien le molestaría tu muerte, de modo que a cuidarse de morir – apostilló Eve, coqueteando sin escrúpulos.

Conociendo la timidez de Eve, todos rieron y algunos, como Olga, aplaudieron su jugada y la soltura de Gian para salir airoso. Habrá sintonía, se dijo Aum, y pasó a detallar la misión específica de Gian para “entrar” al Vaticano. Luego abrió espacio para consultas.

–¿Preguntas a Gian, nuestro nuevo Jefe de Operaciones? –Y Garret no se hizo esperar:

–¿Por qué eligió a ese y no a otro Cardenal? –inquirió, orgulloso de su pregunta incisiva.

–Por tres razones: –puntualizó Gian, como acostumbraba– Porque tiene influencia en el Papa Francisco I; porque no está involucrado en escándalos; y tercero, porque aspira a ser Papa. Todo ello, investigado y comprobado de acuerdo a la tarea que Romina y Aum me encargaron, por supuesto.

–Y ¿por qué un Cardenal y no el mismísimo Papa? –interrumpió desafiante, dando señales de omnipotencia y exceso de juventud, un Stan, o Bitman como le habían apodado, que ya nada le asustaba después de haber vulnerado los sistemas de seguridad de grandes consorcios.

–Secuestrar a un Papa, mi querido Stan, –intervino paternalmente Aum – no es un asunto menor: la infranqueable barrera de seguridad sería el primer desafío, quizás el más fácil si lo comparamos con la persecución implacable, no sólo del Comisario Scorza sino de toda la Interpol, la CIA, la KGB, MI6, el Mossad y cuanto aparataje de seguridad, que se movilizarían en franca competencia por rescatar al Pontífice. ¿Imagina, Stan, los titulares de los Medios y la reacción mundial, las especulaciones, y nosotros agobiados por la persecución, distraídos de nuestro objetivo?

–Hemos elegido a quien pueda tener una fuerte influencia en el Papa y que al mismo tiempo no sea una figura mediática. –agregó Gian.

–Y ¿qué ha pensado para ejecutar el Plan? – Preguntó Bert, haciendo gala de su espíritu práctico.

–Habrá trabajo para ti, Bert, con tus drones amaestrados y habrá trabajo para Stan, o Bitman como le dicen, hackeando a algunos Cardenales, burlando el férreo sistema de Seguridad del obseso Inspector Scorza, también habrá trabajo para Eve con los dineros Vaticanos y, para Olga y Zelig una sorpresa, en fin, hay mucho por hacer, tenemos 5 meses – y dando un gracias educado y tajante, Gian cerró la sesión con un buen desempeño de liderazgo. Así lo evaluó Aum

Lo que Gian no contó, y se había prometido no contar nunca a nadie, fue el hecho de haber sido compañero de Seminario del Cardenal elegido para el secuestro, el Cardenal Lucas Bullbridge o Bull, el Toro, como le apodaban en esos años.


Los cuatro años anteriores al Secuestro, desde el 2013 al 2017, se sucedieron, simultáneamente para todos aquellos que confluyeron en esos hechos, como una conjunción astral inesperada, un cúmulo de hechos que conducirían, no sólo el secuestro de un Cardenal sino que también a sorpresas, que ni Aum ni el equipo Crisálida podrían imaginar. El Padre Tomás, fiel a su investigación y aparentemente protegido por la placenta vaticana, también tendría sus sobresaltos, aunque genuinamente se ganaba la confianza del Papado. Ese 2013, y sin saber que su apacible vida escribiendo en la casa del acantilado se resquebrajaría, Aum insistía en su camino sobre la espiritualidad.

Llevaba unos 20 minutos mirando cómo reventaban las olas en unas rocas negras, volcánicas. Intentaba adivinar cuál sería la más espectacular, la que se pulverizara con más fuerza, aquella que alcanzara mayor altura o la que retumbaría moviendo el subsuelo del acantilado. Hipnotizado por el vaivén del mar se quedó dormido largo rato. Probablemente había roncado, a juzgar por la sequedad de su garganta, también había soñado, recordó. Sí, con Tomás.

Al atardecer, revisó sus correos. – ¡Vaya telepatía!!! –exclamó. El mail era de Tomás:

Informe 1, Año 2013

De: “Ver para Creer”

Para: Aum

Estimado Aum, He avanzado mucho en la investigación y como muestra, le envío este mail. Espero sus comentarios. Estoy preocupado por la fragilidad del Papa Benedicto XVI.

T.

Si la Inquisición fue terrible, si las Cruzadas fueron una despiadada matanza, no fueron los hechos más relevantes en la historia del Vaticano. Hay un oscuro período que compite en brutalidad, en represión, en intolerancia, pero que además es el nido donde se empolló el cristianismo, su acta de nacimiento. Conocer estos hechos históricos, obviamente olvidados y escondidos, sobre los orígenes del Cristianismo es francamente demoledor. Esos 65 años de crueldad y exterminio, entre el 314 al 380 DC, son para no creerlo.

¡Vaya, vaya con Tomás!!! –exclamó Aum. – ¿Qué habrá pasado? Algo trama, algo. –se dijo en voz baja y, dejando el café al resguardo para que no fuera a derramarse sobre el computador, continuó leyendo.

Como recordatorio, Aum, le envío 2 datos históricos e impactantes que complementan el estudio:

- La Cruzada Albigense del 1208 al 1249: 1.000.000 de muertos.

- Santa Inquisición: 32.000 muertos, sólo en España; y 309.000 torturados.

- Papa Pío XI: Firma el Tratado de Letrán con Mussolini.

Además, en un attach extenso va, respaldado por una investigación histórica confirmada por varias fuentes, lo que certifica perfectamente la idea sobre la tergiversación del mensaje de Jesús y que devela las pugnas de poder entre los seguidores de Pedro y de Pablo. Explica también, la conveniencia del Imperio Romano de instalar una religión monoteísta como la oficial, donde ese Dios único derramaba su poder en el Emperador, a la vez que unificaba al imperio que ya daba señales de resquebrajamiento en el año 395 DC.

A modo de ejemplo, paso a detallar algunos, los demás van en el attach:

Jerusalén conquistada en 7/15/1099.

Más de 60.000 víctimas.

• El Arzobispo de Tyre, testigo ocular relata: “Era imposible mirar al vasto número de muertos sin horrorizarse; por todos lados habían tirados fragmentos de cuerpos humanos, y hasta el mismo piso estaba cubierto de la sangre de los muertos. No era solamente el espectáculo de cuerpos sin cabeza y extremidades mutiladas tiradas por todas direcciones lo que inspiraba el terror a todos los que miraban ello; más horripilante aún era ver a los victoriosos chorreando de sangre de pie a cabeza, una omnipotente estampa que inspiraba el terror a todos los que los veían. Se reporta que dentro del Templo mismo murieron alrededor de 10.000 infieles.”

• Última Cruzada, hasta la caída de Akkon en 1291, probablemente alcanzaron los 20 millones de víctimas (en las áreas de Tierra Santa y áreas árabes/turcas solamente).

Nota: El número de víctimas fueron calculadas por historiadores cristianos contemporáneos.

Aum interrumpió la lectura del informe. Se levantó, algo tullido por la edad y por la tensión que le provocó la lectura, estaba agobiado por las cifras que, sin haberlas reunido aún en un total de víctimas, nada le envidiaría a Hitler, o a Mao o a Stalin. Qué duda podría caber que aquellas atrocidades eran el resultado de una política de Estado, diseñada e implementada fríamente para instalar la supremacía del catolicismo. Nauseas, era la sensación física más cercana a lo que Aum estaba sintiendo. La tentación de encender el televisor para evadirse de tan maloliente historia le ganó. Sintonizó NatGeo y de inmediato aparecieron los leones, hermosos, retozando en la hierba amarilla mientras los cachorros hacían lo suyo: molestar a los padres durante la siesta. El narrador, con una voz digna de la más épica historia, derivó en los peligros de extinción de varias especies y no tardó en mencionar los horrores y la devastación que la especie humana estaba infringiendo a los millones de años de paciente evolución. Como una invasión de langostas en Egipto, los humanos se habían apoderado del planeta, depredando, aniquilando, en nombre del progreso y la modernidad. – Necesito algo dulce – dijo en voz alta – algo muy dulce, y se abalanzó en dirección a la modernidad, abrió la nevera, sacó un frasco de dulce de leche y cuchareó sin recordar al médico: tres cucharadas soperas necesitó para recomponerse. Sólo dejó la imagen televisiva y silenció al narrador apocalíptico para retomar la lectura del informe de Tomás. Sin duda, un excelente investigador. Los hechos son más que elocuentes y, en caso de haber existido alguna organización de Derechos Humanos, tales barbaries habrían sido motivo de una condena mundial, siempre y cuando también hubiera existido la prensa y los satélites de comunicación. Quizá, se dijo Aum, ya sea demasiado tarde para que alguien se escandalice con esta información. Ya pasó, dirán, debemos poner foco en el futuro. ¿Para qué escarbar en el pasado? Debemos perdonar los errores, los excesos, Dios nos perdona siempre, alegarán otros, desde una teología hecha a la medida. Quizás, el archivero vaticano se esté excediendo en su investigación histórica y bien podría ser más efectivo el mostrar los horrores del presente, aunque a Tomás le interesaba más el demostrar los orígenes ajenos al mensaje de Jesús. Retomó la lectura, ahora con una calculadora en mano para sumar a las víctimas, algo morboso pero necesario.

–Sobre Herejes y Ateos víctimas del Cristianismo, estoy investigando en detalle. Mientras, le mando un punteo sobre hechos que, por su contundencia, pondrían en entredichos a la Iglesia.

Aum leyó con detención y de tanto en tanto tecleaba su calculadora. En la pantalla muda de NatGeo, ahora había una serpiente persiguiendo a un asustado ratón que insistía en seguir en este mundo, más allá de sus sorpresas. Iba a oprimir el signo más, pero el texto volvió a atraparlo… no sabía si por curiosidad intelectual o por el más bajo de los morbos propios de telediarios.

-Por orden del Papa Inocente III, en Beziérs, hoy Francia, en Julio del 1209, todos los habitantes fueron asesinados.

 

-Carcassonne, agosto del mismo año, miles de muertos. Otras ciudades siguieron la lista. La guerra continuó por 20 años.

-Se funda la Inquisición en 1232 para detectar y destruir a los herejes sobrevivientes o escondidos. Los últimos cátaros fueron quemados en la hoguera en el año 1324. Un millón de víctimas.

Demasiado, demasiado por digerir, balbuceó Aum. Cerró su computador como si ello acallara los horrores, bebió de un sorbo un café ya frio y salió a caminar, cuando anochecía con disimulo.

No sabía si agradecer la información de Tomás o insistirle que no se la enviara, que sólo la recopilara por si acaso fuere necesaria. Aum estaba agobiado con tanta información y a ratos perdía la perspectiva sobre lo que los datos representaban en la historia. Muertos, muchos muertos, en el nombre de Dios. Había apagado la calculadora sin fijarse en la suma total. Decidió concentrarse en el presente y evaluar los sucesivos desaires de los Cardenales alemanes en contra de Benedicto XVI, a fin de acorralarlo. Era la noticia del momento. ¿Hasta dónde llegarían?



A Benedicto XVI le gustaba hacer el mismo recorrido que antaño hiciera Pío XII. Antes de llegar a la Torre de San Juan que corona los Jardines Vaticanos, cuatro centenarios olivos ofrecen sombra, protección e intimidad. Allí acudió para conversar con Tomás en medio de la soledad a que lo había sometido toda la Curia.

Con absoluto desgano, el Padre Tomás acudió al llamado de Benedicto XVI. Ni su mente ni su corazón estaban disponibles para conversar con el Sumo Pontífice. El encuentro con el Cardenal Shaw lo tenía descompensado y, con una infinita sensación de impotencia, le había hecho recordar lo olvidado, activando una rabia que no estaba sabiendo manejar. Pero, debía cambiar el ánimo, la actitud, y la predisposición para escuchar a Joseph Ratzinger.

El Padre Tomás llegó unos minutos antes y le vio venir, lentamente, desde el otro extremo del jardín, impecablemente vestido de blanco. En su cuerpo encorvado, su cruz pectoral ya no descansaba sobre su pecho, colgaba, balanceándose con cada paso. Al acercarse, Benedicto XVI lo miró por debajo de sus cejas, con un dejo de tristeza y una tenue sonrisa por el encuentro.

–Buenos días, Su Santidad –dijo Tomás, mientras le ayudaba a sentarse en el banco de piedra, junto a un ciprés centenario.

–¿Buenos? –ironizó, mirando de reojo, desde sus famosas ojeras oscuras.

–Supe que su Asesor, el Cardenal Gänswein está de viaje y que…

–…Ahora Tomás, usted es mi asesor.

–Gracias Su Santidad por su confianza.

–¡Cómo no tenérsela! Siempre le he escuchado comentarios sensatos.

Tomás era capaz de comprender el trance por el que el Papa estaba pasando. Sabía de su aislamiento por parte de la Curia y sabía del creciente descrédito de la Iglesia. Está entre la espada y la pared, concluyó. Benedicto XVI evitó los preámbulos y preguntó sin rodeos.

–¿Qué haría, Tomás, si estuviera en mi lugar?

–Veo que va en serio eso de la confianza. –dijo, para no responder a la pregunta, o para ganar tiempo. El Papa no esperó y esbozó una alternativa, pero su voz era débil y lejana, obligando a Tomás a acercarse.

–O mano dura con la Curia o…

–…Muy tarde, ya es tarde Su Santidad. –dijo, lamentándose con culpa por tener que decir semejante cosa al Sumo Pontífice. Le estaba confirmando al Papa que ya no tenía autoridad, nada menos.

–O asegurar la unidad de la Iglesia. –dijo con su esmirriada voz.

–Cómo ha ocurrido siempre, salvo que hoy ya no se puede tapar el sol con un dedo. Hoy todo se sabe Su Santidad y discúlpeme por ser tan crítico.

–¿Me está insinuando Tomás, que no hay salida?

Mientras pensaba qué decir, Tomás miró al anciano Papa y se compadeció de su situación y tuvo la tentación de comentar el episodio con el Cardenal Shaw para empatizar, demostrando que era consciente de la podredumbre en la Curia, pero se arrepintió al recordar que fue, precisamente, el Cardinal Ratzinger quien lo había protegido en el Vaticano. Después de barajar algunas alternativas que resultaban ingenuas o inoperantes, Tomás habló:

–Usted, Su Santidad, no puede hacer nada. –dijo tajante.

–Me lo imaginaba Tomás. –y sonrió compungido, con el pecado de la acedia en ascenso.

–Usted no, pero otro sí. –puntualizó Tomás con un dejo de picardía.

–¿Gänswein?

–Él está demasiado ligado a usted. Lo verían como un títere suyo. Tiene que ser alguien con poder, que sepa lo que es eso, que además sea ambicioso. ¿Ya adivinó Su Santidad?

–¿No me diga que está pensando en el Cardenal Bullbridge?

–Precisamente. Lo conozco desde el Seminario y no le teme a nada. Y, aunque no sea mi amigo, me atrevo a recomendarlo. Es duro y a la vez diplomático.

–Cierto. –confirmó Joseph Ratzinger– No sabía que habían sido compañeros de Seminario.

–Si el Cardenal Bullbridge da la cara y sale bien parado de este entuerto, se le facilita su sueño de ser Papa. –Ratzinger se puso de pie con cierta dificultad y con ambas manos sostuvo una de Tomás, en señal de agradecimiento.

–Lo pensaré Tomás y, quizás haya otra alternativa tan audaz como la suya.

–Lo importante, Su Santidad, y usted bien lo sabe, es no jugar el juego al que lo quieren llevar.

–No le decía, siempre con comentarios sensatos. No descarte que esta cualidad, Tomás, podría sacarlo de los Archivos Vaticanos para volar más alto, no lo descarte. –repitió, con convicción, como si hubiera recuperado al menos algo de su investidura.

Tomás lo observó cómo se alejaba, encorvado y pequeño, sorteando la columnata de cipreses ondulantes y tiesos. Y, con ansiedad, se encaminó a sus Archivos Secretos para hacer lo que ya había decidido hacer.


Debo ser más inteligente que ellos, le había comentado a Tomás en la mañana, muy agobiado por el cerco que le habían tendido. Pero ya eran las 4:13 de la madrugada y Benedicto XVI aún no lograba dormir. Se paseaba en camisón por la amplia estancia y un pensamiento recurrente le golpeaba las sienes: El descrédito de la figura papal se incrementaría y la soledad del poder se haría aún más insoportable. Parecía un callejón sin salida y esa idea le provocó una ola de calor y sofoco que le recorrió el cuerpo, y sin dudarlo se sacó el camisón, encontrándose con un anciano desnudo que le miraba desde el espejo ovalado del armario. Con su índice algo artrítico apuntó al espejo y burlonamente le preguntó al anciano: ¿Qué debo hacer? Pero la sonrisa se congeló dándole protagonismo a una mirada vacía de esperanza. Observó con detención sus pechos colgantes y fláccidos, coronados por unos nórdicos pezones rosados, casi muertos, y sintió que ya no era ni humano y menos divino, todo un engendro a cargo de tan magnífico barco vaticano. Sus costillas ya presagiaban la visita inminente de los carroñeros y sus enjutas nalgas hundiéndose sólo evidenciaban el miedo oculto con el que había vivido, casi desde siempre. La piel translúcida, blanca, sólo parecía una envolvente de papel que cubría algo indescifrable y ya casi desconocido. ¡El hábito no hace al monje, pero por Dios que ayuda!!!, susurró para sí mismo. Un apéndice de carne, ya sin deseo ni memoria, colgaba inocente, sin agresión ni vanagloria, como espolón de una renuncia que nada épico había tenido, un voto sin esfuerzo, sólo olvido de la condición humana. Y allí, ante la evidencia de un cuerpo lánguido, cuyo único objetivo había sido el de sostener una cabeza obsesionada por preservar la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger tomó conciencia del tiempo, de su finitud, del ocaso y de la impotencia, tantas veces escamoteada, culpando y disculpando a los inescrutables caminos del Señor. El calor no aflojaba a pesar de la desnudez y de unos pies posados sobre el mármol blanco, que no alcanzaba a atenuarle esa desagradable sensación de hervir por dentro. Evidentemente, Joseph reconocía ese calor interno desde muy pequeño, cuando la impotencia, al intentar expresar sus sentimientos no lograban tocar la férrea intolerancia de una madre criada bajos la sombra de dos guerras, que le habían robado las emociones como a la mayoría de esos alemanes de la época. La impotencia, esa ira que no ve salida ni alternativa, que cae como una condena, estaba invadiendo el ya frágil cuerpo de un Papa sitiado en su dormitorio, prisionero de sus creencias, mientras tras la puerta, las alimañas hacían guardia a la espera de su rendición final. Las sentía allí, aunque sabía que eran más sutiles y escurridizas como para dar la cara, y que probablemente dormían arrullados por las expectativas de poder. Desde hacía un tiempo, le habían comenzado a molestar algunas nimiedades, detalles que siempre vio pero que nunca se tornaron desagradables: esas mejillas rosadas de algunos cardenales, mostrando la plena satisfacción de vivir en la placenta vaticana o esos abdómenes abultados apenas contenidos por la faja púrpura o esas manos regordetas sobándose mutuamente con la displicencia disimulada de quien se siente que tiene la verdad, ya comenzaban a irritarlo. La sensación de estar cercado crecía y crecía, anunciando un golpe final, sin saber desde donde vendría; si desde la enfermedad y la muerte o desde una sibilina maniobra cardenalicia. ¿Cómo podía haber perdido sentido tan loable cargo?

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