Frida en París, 1939

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A Frida y Diego les sorprendería la evocación tan aguda que hacían André y Jacqueline del extraño sujeto. El reencuentro con Artaud debió ser turbador para Breton. Después de un muy largo distanciamiento, su antiguo amigo adoptaba en la conversación un tono exaltado de víctima sacrificial, dolida y desesperada, que en su deterioro mental iba más allá de la vocación del poeta vidente que ambos habían compartido como sendero surrealista en otro tiempo. Ahora Artaud en verdad veía visiones y su discurso revelaba el fin del mundo. Ambos habían previsto el fin de una época, pero desde perspectivas muy divergentes. A Breton, las instalaciones del fascismo europeo y del comunismo soviético le urgían a hallar una vía socialista que ya no estaba en Occidente –Trotski era el faro en un puerto distante pero accesible–, mientras que Artaud se erigía en el profeta del fin de la humanidad pervertida, culpando a la razón occidental que todo lo contamina, conforme él se desfondaba en la demencia. Aceptaba que su viaje a México en busca de las fuentes del culto solar primigenio había fracasado. No obstante, halló ahí un mundo sobrenatural de magia y brujería que lo había hecho su emisario. Breton glosaría así ante Diego y Frida el despertar pesadillesco del viaje de Artaud a México, mientras que Jacqueline debió encomiar su mente, genial y opaca por igual. A Frida siempre le pasmó la profunda amistad y piedad que unía a Jacqueline con el poeta. Por ella conoció además el pavor creciente de Breton ante la locura y su aprensión ante la manía endiosadora con que Artaud lo veía y en cierto modo lo atraía. “Pronto llegará tu hora, mi querido Breton, que supiste mostrarme semejante afecto comprensivo y decidido –le había escrito poco antes, en 1937–. […] Pudiste encontrar tu lugar en la política porque la política es lo propio de los hombres y tú eres un inspirado y los Hombres jamás han querido a los inspirados. / Tu lugar estará en hacer la guerra a la política y te convertirás en el líder de un movimiento guerrero contra todos los cuadros Humanos”. Breton le había manifestado, casi sin querer, su deseo de hacer fluir al surrealismo lejos del comunismo, hacia otra solución política, y por ello Artaud lo vio como líder guerrero. “Lo Maravilloso y los prodigios van a volver a la fuerza, mediante la fuerza”. Es conmovedora la frase con la que Artaud termina su ristra de anuncios proféticos: “Esto es lo que te quería decir desde hace más de 10 años”.22 Artaud sería declarado en Francia “peligroso para el orden público y la seguridad de la gente” poco antes de la salida de los Breton a México. Se le recluyó en un manicomio, aislado con camisa de fuerza.

Jacqueline hablaba con Frida de él siempre conmovida y con un respeto casi sobrehumano, atesorando en lo más recóndito y con desa­sosiego la carta que Artaud le dirigió en noviembre de 1937, ya desde el encierro:

Tú serás vengada, querida Jacqueline, y también el ser superior de quien eres la esposa predestinada.

Eres un corazón noble, un espíritu valiente y un alma generosa. Te crees malvada, y te equivocas, es tu imaginación que crea en ti una falsa maldad puramente exterior, mas no es tu naturaleza.

Yo revelaré Misterios a tu Esposo, y le revelaré cuál es el Sublime Rango que ocupa en el orden de los Espíritus creadores de Mundo.

Él es la inteligencia activa de Brahma, el Padre, representado en la simbología de la Edad Media por el Ángel Gabriel. Es la manifestación del Espíritu puro, la Naturaleza visible y los 4 Elementos.23

La fraternidad entre Jacqueline y Artaud era tan empática como riesgosa. Ella se mantuvo solidaria a pesar de múltiples roces al visitarlo en los hospitales psiquiátricos donde se hallaba. André nunca se atrevió a acompañarla. Él, que había estudiado medicina y trabajó en hospitales psiquiátricos durante la Primera Guerra Mundial, donde conoció de cerca la locura, sería siempre reacio a ocuparse en la práctica de los enfermos mentales. Y a propósito, ¿qué era de aquella Nadja, la amante desquiciada de Breton, de la que Jacqueline le dio pormenores a Frida en México? Esa mujer también había ido a dar al manicomio. Su reclusión pareció ser un alivio para André, pues no la amaba –contaba Jacqueline–, pero se sentía culpable de haberle vuelto la espalda, nunca fue a visitarla al sanatorio y lo peor es que él vivía con la tribulación de haber contribuido a desatar su demencia. Según Jacqueline, André había escrito Nadja, en parte, para conjurar esa mortificación.

Con revelaciones semejantes, a Frida Kahlo el surrealismo se le presentó muy ajeno a un proyecto vital, al sondearlo más bien en experiencias de compañerismo, vida doméstica y conflicto. Aún así, no hay que menospreciar la importancia que tuvo en su desarrollo artístico, y conviene atender de qué manera, en su momento, ella se convirtió en uno de los personajes de la urdimbre surrealista. Si en algunas circunstancias quiso mantenerse al margen, es innegable que en otras se situó, por lo menos, en el margen interior del movimiento. Y ahí está, en su habitación, ese librerito que corona el secreter para establecerlo así. El mueble cumplió la doble función –como quiere la etimología de secreter– de separar a buen recaudo y de guardar el secreto. Al alcance de su mano, Frida mantuvo como algo importante, junto a su cama de postrada, aquel recoveco de su historia.

Hoy, las publicaciones ahí reunidas nutren de información. Entre otros impresos en el librero, se cuenta el raro y vistoso programa del estreno de la cinta de Luis Buñuel La edad de oro, de 1930, en el Studio 28, la sala cinematográfica de Montmartre donde un tropel derechista irrumpió en una proyección, poco antes de que el filme fuera prohibido duraderamente en Francia, nada menos que por cuarenta años. En su viaje a París, Frida volvería sobre los pasos de esa historia al asistir a una recepción en el hôtel particulier de los vizcondes de Noailles, que habían costeado aquel filme. El programa tiene una elegante cubierta puramente tipográfica e impresa en hoja de oro. Breton cargó con él a México porque se proponía proyectar las películas Un perro andaluz y La edad de oro como parte de sus disquisiciones sobre el surrealismo. Al cabo, sólo se exhibió la primera, ya que no hubo modo de conseguir copia de La edad de oro, reducida casi a la inexistencia por la censura. Un perro andaluz, de 1929, de Buñuel y Dalí, fue la primera película surrealista proyectada en México, y Frida asistió a su estreno en el Palacio de Bellas Artes. Al tomar la palabra en la presentación, Breton aseguró: “la cinta que ustedes presenciarán burla toda interpretación racional, lo que me lleva –dado el error que se ha cometido reiteradamente– a ponerlos particularmente en guardia en contra de una interpretación simbólica”.24 Con estas palabras, ofrecía una clave esencial para entender los vínculos entre el surrealismo y la teoría del inconsciente. Si como punto de partida los surrealistas se abrieron en sus exploraciones al freudismo, que les proporcionó amplitud de panoramas, nunca se ofrecieron en cambio como materia de análisis; su actividad no era ni un arte de los sueños ni una elaboración de diván. En aquella primera proyección cinematográfica, al apagarse las luces de la sala, el espectador mexicano pudo sumirse en el desconcierto. ¿Qué podía sacar en claro de esos clérigos (uno de ellos Salvador Dalí, en su primer cameo) arrastrados por el piso, que van jalando un piano de cola con la tapa y el teclado abiertos, sobre los que yace la cabeza sangrante de un asno? Con sus traslapes de cronología, con los desdoblamientos en que un actor podía ser sustituido por otro que representaba al mismo personaje o aparecer duplicado en pantalla actuando al mismo tiempo el asesino y su víctima, con esos fundidos en serie analógica donde el hormiguero que brota de la palma de una mano se convierte en el vello de una axila femenina, que se transforma en erizo de agudas espinas antes de resolverse en una mano cercenada y tirada en la vía pública, donde una chica de sexo ambiguo la remueve con su bastoncito, el filme debió escandalizar a más de un espectador, acaso aliviado por el escaso cuarto de hora que dura. ¿Reparó alguien en una simbolización del deseo o de las pulsiones de la vida y la muerte en esas imágenes? No era un tiempo en que Freud fuera lectura sabida, y el sentido común solía más bien descartar al surrealismo como una especie de arte onírico. Aunque no lo fuera, en esos términos Frida lo rechazaba, mientras que la vigorosa iconografía que le aportó, la impresionante condensación de sus imágenes, despertaba su interés, que al cabo ella acopió en el rinconcito. Acaso la proyección de Un perro andaluz le resultó útil para desmarcarse del surrealismo. Cuando luego insistió: “Pensaban que era surrealista, pero no estaban en lo cierto. Nunca pinté sueños. Pinté mi propia realidad”,25 redujo de nuevo, como tantos, el surrealismo al onirismo.

Saltan a la vista otros impresos en el secreter. El número 7 de la revista Cahiers GLM, de marzo de 1938, dedicado al sueño, reúne textos e imágenes recopilados por André Breton y ofrece, por su condición, una clave ineludible: sólo la segunda sección está tonsurada. Se trata de la parte iconográfica, mientras que la correspondiente a los textos nunca fue abierta. Siguiendo esta clave se comprueba que, casi por atavismo, a la pintora le atrajeron sobre todo las imágenes surrealistas y no tanto las ideas. ¿Y qué hay de los demás libros? He aquí algunos de los títulos que acompañaban a Frida: William Blake, La boda del cielo y del infierno; Bronislaw Malinowski, Una teoría científica de la cultura y otros ensayos; Arthur H. Church, The Chemistry of Paints and Painting; Salvador Díaz Mirón, Lascas; José Stalin, Problemas económicos del socialismo en la URSS; Marcel Schwob, Vidas imaginarias; Alfonso Toro, La familia Carvajal; Charles Baudelaire, Pequeños poemas en prosa; Carlos Merino Fernández, Retablos de Huehuetlán; Samuel Ramos, Diego Rivera; Manuel Maples Arce, Andamios interiores. Poemas radiográficos; y entre las publicaciones médicas, Luis Ángel Rodríguez, La ciencia médica de los aztecas; Joseph A. Hyams, Prefibrosis at the Vesical Neck; así como ejemplares de las revistas Notas terapéuticas y Actas CIBA; el folleto ilustrado La pelvis femenina en transparencias anatómicas…

 

Los libros que pertenecieron a Frida y Diego –sobre todo los que tienen huellas del paso por sus manos– se convierten, a la vista y al tacto de quien los examina, casi en reliquias. Se espiga uno entre tantos.

En septiembre de 1937 vio la luz el informe preparado por la Comisión Dewey en que se consignó el veredicto de inocencia de los cargos de sabotaje y traición a la Revolución soviética promovidos contra León Trotski en los procesos de Moscú. Parte de los trabajos de dicha comisión se había llevado a cabo en la Casa Azul en abril del mismo año, donde se recabaron los testimonios para la defensa del señalado. Los resultados absolutorios se publicaron en el grueso volumen The Case of Leon Trotsky, uno de cuyos ejemplares él mismo obsequió a sus anfitriones con la siguiente dedicatoria:

To my Friends

Frida and Diego Rivera

With thanks and best wishes,

Leon Trotski

2/X/1937

Diego conservó el volumen en su biblioteca. Aunque la dedicatoria es de lo más convencional, está desplegada con plenitud: ocupa gran parte de la portadilla, acaso expresando así satisfacción, además de agradecimiento. Si alguien pudiera resentir que es parca la dedicatoria o poco entusiasta la gratitud, la holgura gráfica puede, en cambio, ser signo e invitación para ponderar otras circunstancias, y el dato patente de que este libro estuvo en las manos de Trotski, de Diego y de Frida, desata un vigor imaginario, un vigor que puede estremecer la escritura al reconstruir los hechos.

Amontonados en su rincón, ¿fueron al cabo los impresos surrealistas memoriabilia de la que haría uso Frida Kahlo en ratos de postración y soledad?, ¿al examinarlos volvía a evocar los pasos perdidos de su viaje a París?, ¿depositó en ellos –con un dibujo, con una marca, con una frase– claves confidenciales? Luego de encerrar en su páginas, durante décadas, algunas huellas de uso, esos libros, catálogos y revistas fueron las vidrieras, abiertas unas, opacas otras, que animaron la exploración contenida en este libro. Si es seguro que en sus rodeos quiso Frida al fin situarse al margen del surrealismo, es del mayor interés indagar su tránsito por la tangente. Estas páginas lo hacen como una reconstrucción ampliamente basada en documentos y rastreo de datos, pero también a través de la interpretación de los acertijos que la artista dejó tanto en sus libros como en sus papeles personales, su correspondencia postal y telegráfica, y en su diario. Ciertamente, la imaginación ha auxiliado el trenzado de los copiosos datos. Poco conocida, su estancia en París, entre enero y marzo de 1939, fundió en crisol su vida personal con acontecimientos históricos considerables. Eran apremiantes los signos que anunciaban la Segunda Guerra Mundial. A su llegada a Francia, sobrevino la derrota de la República española, desenlace de la Guerra Civil que arrojó enormes oleadas de refugiados a través de los Pirineos. Solidaria, Frida intentó conseguir asilo para trotskistas y anarquistas en México. Entretanto, Diego Rivera rompía con León Trotski y la Cuarta Internacional, poniendo en vilo la acción conjunta que había pactado con André Breton. Frida, que lograba el auge en su actividad como pintora luego del éxito en Nueva York, llegaba a París para descubrir que la exposición prometida carecía de la mínima organización. Prolongaba de facto una separación de Diego Rivera que meses más tarde los llevaría al divorcio. Con afectos duraderos o compensatorios, en esos meses mantuvo relaciones amorosas con seis o siete personas al mismo tiempo entre Nueva York y París. Para empezar la azarosa empresa de su viaje a Francia, el buque que la transportaba hacia el puerto de El Havre se internó en una tempestad marina… Ella, que se resistía, dudosa, a cruzar el Atlántico, hubiera preferido poner a flotar un barquito y sus pensamientos sobre el agua de la bañera. Pero el mar se la llevaba.

1 Qu’est-ce que le surréalisme?, Bruselas, René Henriquez Éditeur, 1934.

2 Para una crónica detallada de las dificultades que enfrentó Breton para dictar sus conferencias, véase Fabienne Bradu, Breton en México, Ciudad de México, Vuelta, 1996.

3 Toda la correspondencia secreta relativa al traslado de Lev Davídovich, “Trotski”, a territorio mexicano, alude a él como “el Viejo”, apelativo que empleaban sus leales, y que Diego y Frida, y luego André Breton y Jacqueline, utilizaron.

4 Henri Goiran, embajador de Francia en México de 1935 a 1939.

5 Nota manuscrita de Diego Rivera, s. f. Archivo Diego Rivera y Frida Kahlo, Banco de México, fiduciario en el fideicomiso relativo a los museos Diego Rivera y Frida Kahlo. [En adelante: ADRFK].

6 Arturo Schwartz, “Entretien avec Jacqueline Lamba”, André Breton, Trotsky et l’anarchie, París, UGC/Christian Bourgois, 1977, p. 204.

7 André Breton, “Visite à Léon Trotsky”, ibíd., p. 135.

8 Archivo André Breton, Biblioteca literaria Jacques Doucet, París. [En adelante: BLJD].

9 Misiva de Diego Rivera a André y Jacqueline Breton, 5 de mayo de 1938, BLJD.

10 Ambas agrupaciones surgieron como apéndices de la Unión Internacional de Escritores Revolucionarios (UIER) del Partido Comunista de la Unión Soviética, 1927.

11 André Breton, Mexique, cat. exp., París, Renou et Colle, 1939 [reproducción y traducción en André Bretón, Un listón alrededor de una bomba. Una mirada sobre el arte mexicano, cat. exp., Ciudad de México, Museo Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo, 1997, p. 206].

12 Ibíd., p. 207.

13 Letras de México. Gaceta literaria y artística, n.º 27, 1.º de mayo de 1938.

14 Frida le ajustó al cuadro fecha de 1929, aunque se ha considerado que es de 1931-1932. Véase Olga Campos, “Entretien avec Frida Kahlo”, en Salomon Grimberg, Frida Kahlo. Confidences, París, Chêne, 2008, pp. 74 y 110.

15 La poesía surrealista [1938], suplemento de la revista Poesía, dirigida por Neftalí Beltrán.

16 Alba Romano Pace, Jacqueline Lamba. Peintre rebelle, muse de l’amour fou, París, Gallimard, 2010, pp. 87-91. Mark Polizzotti afirma que Breton conoció algunos escritos de Artaud sobre México antes de emprender su viaje, en Revolución de la mente. La vida de André Breton, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica-Turner, 2009, p. 427.

17 Antonin Artaud, Héliogabale ou l’anarchiste couronné, 1.ª ed., con cinco viñetas de André Derain, París, Denoël et Steele, 1934.

18 “Surréalisme et révolution”, conferencia dictada el 26 de febrero de 1936 en el Anfiteatro Simón Bolívar de la Escuela Nacional Preparatoria. Reproducida en Antonin Artaud, Messages révolutionnaires, París, Gallimard, 1972, p. 17.

19 François Gaudry, “Luis Cardoza y Aragón. Un témoin du voyage au Mexique d’Antonin Artaud”, La Quinzaine littéraire, n.º 465, 16 de junio de 1986.

20 Es el ejemplar de un primer tiraje de 1,500, con cubierta blanca. La edición no se agotó en diez años. En 1946, cuando Artaud salió del sanatorio psiquiátrico de Rodez, los ejemplares sobrantes fueron subastados para apoyarlo económicamente. (Noticia extraída de la edición de Gallimard, col. l’Imaginaire, 1979, p. 135).

21 Véase la carta de Frida Kahlo a Carlos Chávez, 29 de abril de 1936, en Raquel Tibol, Escrituras de Frida Kahlo, Ciudad de México, Lumen, 2007, pp. 207-208.

22 Carta de Antonin Artaud a André Breton desde Irlanda, con sello del 5 de septiembre de 1937, BLJD.

23 Carta de Antonin Artaud a Jacqueline Lamba, con sello del 22 de noviembre de 1937, BLJD.

24 André Breton, “Presentación de Un perro andaluz”, Las conferencias de México, 1938, Ciudad de México, Auieo/Museo Frida Kahlo/Museo Anahuacalli, 2015, p. 36.

25 Véase Hayden Herrera, Frida. Una biografía de Frida Kahlo, Ciudad de México, Diana, 1985, p. 225.

ii

Frida en París

Tomaron el tren al puerto de El Havre un día antes para pasar juntas la noche. Frida iba a abordar el S. S. Normandie con destino a Nueva York y Jacqueline, que ya no quería volver a París, iría a pasar luego unas semanas con una amiga en la provincia, acompañada de su hija Aube y lejos de André Breton. Al partir esa mañana, atravesando los suburbios de París en el vagón de primera clase, una nota de anhelo se depositaba en Frida, quien, un poco triste por separarse de Jacqueline, se sentía deseosa de rencontrar a Nick Muray y volver al cabo a México con Diego. Sentadas en tensión nerviosa frente a frente, sus ojos coincidían por instantes en los reflejos de la ventana. Jacqueline mencionó la calamitosa navegación que, hacía cosa de dos meses, había padecido Frida en el buque que la trajo a Francia. Por un pelito y no lo cuento. Hoy era una evocación que las movía a risa, pero había sido horrible. Frida aún no se fiaba del pronóstico del tiempo, por más que esta vez, al hacer su reservación en la Compagnie Générale Transatlantique, le garantizaron que el cielo estaría semidespejado, y que el Normandie era un buque en óptimas condiciones, no como aquel tristísimo S. S. Paris que la trajo de ida y de bajada. Al cruzar por Ruan, donde el tren se detuvo unos minutos, Jacqueline mencionó que ésa era la ciudad natal de Duchamp y que valdría la pena visitarla la próxima vez. Claro, la ciudad de Duchamp. Con esa advertencia la estación le pareció un déjà vu. Con un tris de ironía, Frida le aseguró que la próxima vez volaría por Pan Am, pero ambas sabían –lo habían comentado con franqueza– que no deseaba volver a Francia, ni mucho menos cruzar el Atlántico en avión. Al llegar a El Havre, ocuparon una habitación en el Grand Hôtel de Bordeaux, con vistas a la place Gambetta, amplia y ajardinada, surcada por tranvías al borde de un fondeadero marítimo que parecía una inmensa piscina. Entrada la noche, hicieron el amor con las cortinas descorridas. La tenue luz de las farolas y el puerto iluminaba su piel. Al frote de las mejillas, advirtieron que ambas estaban lagrimeando. No sabían de qué manera habrían de encontrarse de nuevo, pero se lo prometieron fijamente antes de enlazarse por última vez. Al día siguiente, Jacqueline no se desprendió del muelle al zarpar el Normandie, tratando de prolongar un último atisbo de Frida, quien detrás de una claraboya la miró largamente hasta que el buque dobló la rada. Era el sábado 25 de marzo de 1939. La última tarde en París, luego de beber el último coñac en la rue Fontaine, Frida le había obsequiado uno de sus huipiles favoritos, el de listones solferinos, y Jacqueline le había correspondido con unas faldas de olanes de encaje y una blusa antigua que le entallaba perfectamente. “Reste avec nous! Nous pourrions aller tous ensemble à Mexico, parfois”, le había dicho llorosa la pequeña Aube Breton.

Desde el barco, Frida no quiso mirar cómo se desvanecía el litoral francés, se refugió en su camarote. Estaba preocupada porque sus cuadros, que había querido llevar consigo junto con sus valijas, habían sido colocados en la bodega. Le inquietaba pensar que pudieran estropearse en caso de tormenta. Le habían garantizado que esta vez la travesía iba a ser normal, que haría el viaje en cinco días. ¡Qué ganas de divisar las alturas de Manhattan! Comenzaba la primavera y Frida acunaba el convencimiento de que triunfaría por su cuenta, sin el añadido de ser la señora de Rivera. Esa primera noche a bordo, Frida se encontró en el comedor con André Dezarrois, quien se dijo encantado de coincidir con ella y la felicitó nuevamente por el éxito de su exposición. En un inglés muy correcto, se dirigió a ella atolondradamente: “Usted no lo sabe, pero fui tres veces a la galería, desde antes de la inauguración hasta que nos decidimos por cuál de sus cuadros comprar”. Él viajaba ahora a Nueva York a entrevistarse con el director del MoMA, para ajustar los pormenores de una magna exposición de arte moderno francés en esa sede. Consultó con Frida: “¿Cómo podría yo entrevistarme con Diego Rivera, ya sea en Estados Unidos o en la Ciudad de México? No quito el dedo del renglón: Rivera debe realizar un mural en Francia, y ya es momento de hacer una gran muestra de arte mexicano en París”. Frida le informó que Diego estaba en México, le dio señas y teléfono y le renovó su agradecimiento por la compra de su “cuadrito”. “Nos encanta”, respondió Dezarrois. ¿De veras?, se quedó pensando Frida, pus yo no entiendo nada o soy una pendeja, pinche cuadro horrendo, cómo carajos se le ocurrió comprarlo… Por entonces Frida creía que él era el director del Louvre, cuando en verdad era el curador en jefe del Jeu de Paume, el centro de arte estatal dependiente del Louvre que presentaba exposiciones de arte extranjero. Dezarrois acudió a la exposición Mexique porque llevaba ya tiempo dándole vueltas a la idea de realizar una exposición de arte mexicano en ese recinto, para la cual varios “amigos de México” –entre ellos el escritor y crítico de arte Jean Cassou, el director del Musée de l’Homme, Paul Rivet, y Henri Laugier, el jefe de gabinete del Ministerio de Asuntos Exteriores, quien había apoyado el viaje de Breton a México–, estaban en tratos con el Gobierno mexicano.1 No por casualidad, Dezarrois trabajaba, de tiempo atrás, con Julien Levy, el galerista de Frida en Nueva York, y conocía desde luego la pintura de Rivera: su proyecto de hacer una gran exposición mexicana apuntaba a trazar una línea que desembocara en el muralismo. La compra del autorretrato de Frida para la colección del Jeu de Paume era un estratégico primer acercamiento que a ella le pareció absurdo. Si de que los hay, los hay, el trabajo es dar con ellos.

 

Tal como se pronosticó, la travesía transcurrió sin calamidades. Hacía rico frío en cubierta y hubo un par de mañanas soleadas. Tomó café con Dezarrois, quien, asegurándole que sería un honor que se les uniera, la invitó a una cena de gala en el restaurante principal del Normandie con empresarios, gente de museos y otros tales muy otoñales. Frida acudió, pero no la pasó bien, pues nadie sabía quién era y cuando Dezarrois la presentó como la artista esposa de Diego Rivera, cuando mucho pronunciaron un “ajá”. Su mentado éxito en París quedaba confinado a la quincena anterior y hasta ahí llegamos. ¿Qué habrían de significarle Francia y el surrealismo a partir de ahora? No hubo siquiera fotos del gran suceso de la exposición Mexique en la prensa, mientras que hasta en los mugrientos paquebotes de pasajeros, como en esta méndiga chalupa, nunca faltaba el fotógrafo oficial. Y por supuesto que se hizo una foto de los concurrentes a la mesa del Normandie, catorce personas de quienes Frida nunca supo los nombres. Al día siguiente le entregaron en su camarote copia de la foto junto con cablegramas de Jacqueline y de Michel Petitjean, el joven amante con el que tuvo buen vacilón en París: “Estás cerca, te extraño, te beso”. Al guardarlos con los demás telegramas, cartas y fotos del viaje en su neceser, Frida se puso a ordenar papeles y recuerdos. En una foto aparecía con un grupo de viajeros en el vapor Orizaba, en que viajó de Veracruz a Nueva York para presentar su exposición en la galería de Julien Levy. Un pasito atrás y recordó la fiesta de despedida organizada en México por Diego, que le dio tanta muina. “Creo que la separación les va a hacer bien a los dos”, le había escrito Frances Toor.2 En esa foto del Orizaba Frida se miraba ausente junto a vete a saber quién, unos gringos arracimados sobre las tumbonas de cubierta bajo gruesos edredones. Ojeó otras fotos como mazo de naipes: un retrato de la guapota mujer de Wolfgang Paalen, dedicado la última velada en que estuvieron juntas, “A Frida, con la ternura profunda y el amor de Alice Paalen”, el sobre con retratos de Michel Petitjean, con su aspecto de viril muchachote, el de Mary Reynolds y el de Duchamp que la propia Mary le obsequió la mañana en que hacía sus maletas. “¿Qué te recuerda este retrato?”, le había preguntado Mary. Era un Marcel Duchamp visto de tres cuartos frente a un tapiz de círculos que se elevaban como discos de humo. “Algo me recuerda, sí, ¡los rotorrelieves y la perspective cavalière!”, respondió Frida, que ahora se evocó mirando un libro de mapas antiguos trazados en perspectiva, inmóvil en la cama de hospital donde había pasado casi dos semanas, siempre hundida en el petate, en México igual que en Nueva York o en San Francisco… y en París no se había salvado. En Nueva York, había pasado los días previos a su embarco encamada en el Barbizon-Plaza Hotel. Ese hotel, en el que siempre se hospedaban ella y Diego, había fungido ya otras dos veces como su sala de recuperación particular.

Sacó la libretita de direcciones de sus conocencias. Le divirtió comprobar que, antes de las señas de André Breton y Marcel Duchamp, en la letra A estaba inscrita a solas la dirección de Agustín Lara, 23 rue du Laos, teléfono Suffren 17-64. ¡La peste!, ¿toparme con el pinche Flaco? El compositor se había establecido hacía unos meses en París para abrirse paso componiendo canciones en francés e interpretando al piano su música en cabarets. Lara era un antiguo conocido de la familia Kahlo Calderón, pues había vivido su infancia y adolescencia en Coyoacán, donde se hizo novio de Matilde, la hermana mayor de Frida, “Matina” –como Agustín la llamaba afectuosamente–, primera en la larguísima lista de idilios del compositor. Con impecable traje a la medida y corbatín, el pelo engominado y partido en dos con raya que hacía de rectificado complemento de la gran cicatriz que le cuarteaba la mejilla izquierda, Lara se había amistado años atrás con Diego Rivera y, como si se mantuviera en la gracia de la familia Kahlo, manifestaba gran admiración por la pintura del muralista y un afecto inextinguible por Fridita. Fue Diego quien le hizo llegar noticia a Frida de la presencia del Flaco en París, junto con el dato de su dirección: “Chicuita, me lo saludas, al bribón”, le dijo, recordándole que Lara se había escabullido de México con una crecida fama de plagiario de canciones. Agustín había partido un poco antes y Frida, al anotar sus señas en la libretita, pudo preguntarse qué destino los reuniría en pareja aventura. Contar con la presencia del Flaco en París le resultaba una extravagante suma cero, ya que había previsto ponerse desde su llegada en manos de André y Jacqueline Breton, quienes habían insistido en alojarla en su departamento.

Recordó la primera llamada que hizo, apenas instalada con los Breton, a Renato Leduc –en su libreta, al teléfono Dan 3688–. Leduc y Frida se estimaban, pero nunca habían sido verdaderos contlapaches. Diez años mayor que ella, Renato la recordaba como la escuincla novia de Alejandro Gómez Arias, mocosos a quienes conoció en la Escuela Nacional Preparatoria en donde él había ingresado tardíamente por haber dejado los estudios para hacerse telegrafista durante la Revolución. Renato, que era de ascendencia francesa por parte de abuelo, trabajaba desde hacía cinco años en la oficina de la Secretaría de Hacienda en París. En sabrosa plática, le dio a Frida novedades de Agustín. Hete aquí que cuando Frida arribó, ya hacía algunas semanas que Lara había desaparecido dejando atrás a una tiple colombiana que lo acompañaba, y enfilando rumbo a Venezuela donde había conseguido un contrato como cabeza de elenco en un nuevo centro nocturno.3 ¡Cómo!, ¿dejó a la vieja? Pues sí, porque se le habían acabado los ahorros y le ofrecieron chamba. Frida –quien alguna vez dijo que siempre prefería oírlo de lejos–, se enteró por Leduc de que el Flaco había vivido con su compañera colombiana cerca de la torre Eiffel. Con desparpajo, Renato añadió que, de haberlo ido a visitar ahí, Frida se habría hallado a cuadra y media de la última morada de Diego Rivera con la pintora rusa Angelina Beloff, en la rue Desaix. Vaya, eso sí que era una cuchillada. ¿Cómo es que sabe tanto este hocicón?, se preguntó. Le disgustaba el cotilleo de los mexicanos que en el extranjero lo averiguan todo ávidamente y lo desembuchan a la menor provocación, como Miguel y Rosa Covarrubias. ¿Y cómo le fue al Flaco Agustín en París? “Pues bien no –contó Renato–. Hay quien lo apreció como compositor, pero ya sabes que canta de la chingada y aquí lo que les gusta es el trinar exquisito”. Renato la puso al tanto de la primera canción que Agustín había compuesto en francés y que, según presumía el Flaco, le había granjeado el aprecio de Maurice Chevalier. Renato tradujo libremente: “Partir sin dejar un pesar atrás, / el destino te pertenece. / Partir sin pensar en el porvenir, / la felicidad habrá de volver. / Partir sin decirse adiós…”. Y la letra resonó fuertemente en Frida, quien había partido pensando seriamente en divorciarse de su Panzón, aunque no se sentía capaz de hacerlo. Ahora, recostada en su camarote del Normandie, cerrando en la mano la libretita de direcciones que en ese preciso instante pasaba a pertenecer al pasado, Frida inscribió velozmente a lápiz la frase en francés: “Je t’aime”, con la letra cursiva de sus innumerables invocaciones a Diego, y al releer la letra de la canción de Lara, que Renato le había escrito en un papelito, se preguntó si después de todo no había compartido con el Flaco una aventura de fatalidad y se le ocurrió sellarla con un epitafio: “Agustín Lara y Frida Kahlo vinieron a París, obtuvieron caluroso aplauso y salieron pitando. Hoy nadie se acuerda”. Así culminó la historia de la letra A en su directorio, mientras que en la B sólo aparecía inscrito el teléfono de André Breton, Trinité 2723. Esas dos habían sido sus seguras referencias, con las que se lanzó a cruzar el mar, aunque ni Lara ni Breton le simpatizaban mucho mucho, que digamos.