Navidad en Reindeer Falls

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Capítulo 5

Nick ha pasado a buscarme para que vayamos juntos en coche al aeropuerto. Menos mal que solo estamos a una hora y media del Aeropuerto Metropolitano de Detroit. Lo malo es que tengo que pasar esa hora y media con Nick.

Y, al contrario que mis hermanas, no estoy tan loca como para pensar que vamos juntos porque, en secreto, albergue el deseo de pasar tiempo conmigo.

—Que ni se te pase por la cabeza perder el vuelo, señorita Winter. —Así es como me planteó el ir en su coche cuando salía del despacho el viernes. Entonces, se detuvo a un metro de mi mesa y se dio la vuelta—. Ahora que lo pienso, será mejor que vayamos juntos. Te recogeré de camino al aeropuerto.

Después, me sonrió y me deseó un buen fin de semana. Salió de la oficina antes de que pudiera protestar o preguntarle si tenía mi dirección.

Me ha recogido hace diez minutos.

Han sido los diez minutos más largos de mi vida. Y todavía nos quedan ciento cuarenta kilómetros de camino.

Hasta ahora, la conversación brilla por su ausencia. Nick parece cómodo y disfruta del silencio ensordecedor mientras yo hago una lista mental con todos los temas de conversación posibles.

Tiene una postura relajada en el asiento del conductor, con una mano en el volante y la otra en el reposabrazos que hay entre nosotros. De vez en cuando, tamborilea con los dedos sobre el volante o cambia de mano con total naturalidad.

Mientras tanto, estoy tan nerviosa como un elfo que se ha atiborrado con bastones de caramelo.

Más silencio.

Me pregunto si recuerda siquiera que estoy en el coche.

—¿Y si ponemos canciones navideñas? —sugiero. Lo que sea con tal de romper el silencio y no estar tan ociosa. Demasiado teniendo en cuenta que estoy en presencia de Nick y que los latidos de mi corazón se aceleran porque pienso en cosas que no debería. Cosas como qué sentiría Nick en el hostal Vagina—. Tengo una lista de reproducción en el móvil.

Nick me mira de reojo desde el asiento del conductor y veo un atisbo de sonrisa en su rostro justo antes de que niegue con la cabeza y exhale una risa.

—Paso.

Claro. Por supuesto que no. Nerviosa, tamborileo con los dedos sobre el muslo. Por suerte, tengo preparada una lista de temas del trabajo que podemos discutir esta semana. Me inclino para coger el bolso que tengo a mis pies cuando Nick habla de nuevo:

—Solo por curiosidad, ¿en qué mes empiezas a escuchar la lista de reproducción de Navidad? —Aparta los ojos de la interestatal durante un breve segundo. Le brillan con algo parecido a la diversión cuando me mira—. ¿El día después de Acción de Gracias? ¿El 1 de diciembre? ¿En julio?

—Ja, ja. —Dejo el cuaderno en el bolso. Me he dado cuenta de que no tengo a mano la lista que preparé. Tendré que racionarla.

—¿Quieres repasar la agenda del viaje?

—Vale.

Agarro el bolso. Recito el horario de memoria, pero, de todas formas, quiero tener el itinerario enfrente. Vamos a tomar el vuelo de la tarde-noche de Detroit a Frankfurt y, luego, tenemos el enlace a Núremberg al despuntar el alba. Además de las reuniones que ya hemos fijado en el Oso de Baviera, tenemos una visita a la fábrica de trenes de juguete con la que la compañía que quiere colaborar con nosotros y reuniones con algunos proveedores.

Nick no me interrumpe mientras recito el horario, pero tampoco parece prestarme demasiada atención. Cuando estoy segura de que he cubierto la agenda de la semana, cierro el cuaderno, lo dejo sobre mi regazo y acaricio los bordes de la tapa de cartón con la yema del pulgar. Luego, dejo escapar un pequeño resoplido de resignación similar al que hace la perrita de mis padres cuando le pongo un gorro de Papá Noel en la cabeza.

—¿Qué has hecho el fin de semana?

La pregunta me pilla por sorpresa. Sale de la nada cuando termino de recapitular la agenda. Parece sincero y que de verdad siente curiosidad. A lo mejor, también se ha aburrido de estar en silencio y le preocupa que sugiera otra vez lo de la lista de canciones navideñas.

—Lo he pasado con mis hermanas. Ginger quería compañía mientras hacía otra tanda de galletas de jengibre. He hecho la colada y la maleta para el viaje. He envuelto unos regalos de Navidad. Y, por supuesto, he ido a la coronación de la princesa del Bastón de Caramelo de este año en el parque Heritage a la luz de las velas.

La princesa del Bastón de Caramelo se corona a principios de diciembre para que cumpla con sus tareas durante el resto del mes, que básicamente consisten en salir en la carroza de la cabalgata anual de Navidad y ayudar al Papá Noel de Main Street con las colas de niños los sábados.

—Ah, la coronación de la princesa del Bastón de Caramelo —repite Nick despacio—. ¿Asistir es parte de tus tareas como antigua princesa?

¿Lo sabe? El calor me sube por el rostro de la vergüenza o de la timidez, no estoy segura. No parece que se esté burlando de mí, así que no sé cuál es su objetivo.

—No es un requisito, no —consigo decir—. Es divertido, solo eso.

—Mmm —musita Nick—. Parece que necesitas algo más de diversión en tu vida, Holly.

Vale.

¿Lo ha dicho en tono sugerente o han sido imaginaciones mías? Su voz suena a caramelo con azúcar y mantequilla y a besos bajo el muérdago. El calor me recorre el cuerpo. El hostal Vagina ha encendido un cartel de neón que dice «Disponible» y mi mente hiperactiva despliega un sinfín de maneras en las que llenarla. ¿Y si mis hermanas tienen razón? ¿Es posible que Nick tenga potencial de ser algo más que un miserable Scrooge? Quizá no sea tan malo fuera de la oficina. Quizá.

Entonces, lo arruina.

—Supongo que Santana estaba ocupado, ya que no lo mencionas. ¿Tenía una gira? Los músicos deben de estar ocupados en esta época del año.

Menudo mentecato.

Al menos, Ginger tenía razón sobre algo: es curioso lo satisfactorio que es llamar «mentecato» a alguien.

—Sí, sí, está en una gira. —Me inclino para guardar el cuaderno en el bolso y me acomodo en el asiento del copiloto con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada al frente. Observo los carteles, por si me dan una pista de cuánto falta para que lleguemos al aeropuerto—. Es increíble lo ocupado que está, pero hemos desayunado juntos —añado antes de procesarlo.

—¿Esta mañana?

Sip. —Pronuncio la «p» como si acabara de sacar un corcho, satisfecha por llevar de nuevo la delantera—. En El rincón de la miel.

La cafetería ha sido la esencia de Main Street desde que nací y su especialidad son los desayunos. Los gofres que hacen te cambian la vida. Crujientes por fuera y esponjosos y con sabor a mantequilla por dentro. La perfección en un plato. No has comido un gofre en tu vida si no es de El rincón de la miel, créeme.

Ahora mismo desearía que Santana existiese, porque me ruge el estómago al recordar que hace demasiado que no como esos gofres. Lo cierto es que hoy solo he comido dos huevos duros, y eso ha sido una hora antes de que Nick me recogiera.

—Qué raro. Yo también estaba allí y no te he visto.

—Era temprano. Estarías durmiendo. —Seguro que duerme en una cueva que ha excavado bajo su propia casa. Las cuevas son el escondrijo perfecto de los Grinch de todo el mundo.

—He ido temprano. No esperaba que mi invitada fuese tan madrugadora.

Puaj.

Me contengo para no decirlo en voz alta, pero mi pulso se acelera, inquieto. Muevo el cuello y me enderezo en el asiento mientras le dirijo una mirada a escondidas. Apuesto a que su amiga Taryn ha pasado la noche con él. Taryn, su amiga con derecho a roce.

—Pensaba que dejar que se quedara despierta hasta tarde me garantizaría dormir más, pero no ha sido así.

«Ay, por Papá Noel, ¡no digas más, por favor!». Ahora la cabeza se me ha llenado de imágenes de Taryn despertándolo desnuda para un revolcón matutino. Ha visto a Nick desnudo y ha desayunado los mejores gofres del mundo. Ya no me cae bien, que le den al espíritu navideño y al negocio de velas familiar.

—Ahora se pasará la mañana de mal humor y será culpa mía.

Vale, ya está bien. Ahora la describe como si fuera una niña malcriada. ¡Pedazo de cerdo misógino!

—Por suerte, estaremos sobrevolando el océano Atlántico cuando me llame mi hermana para regañarme por haberme saltado el horario.

Espera. ¿Su hermana? Rebobino la conversación y elimino mis suposiciones.

—¿Tu sobrina se ha quedado a dormir contigo?

Hago un esfuerzo mental titánico para combinar la idea que tengo del Nick que conozco del trabajo con el hecho de que pase la noche con su sobrina Abby. La he visto un par de veces: el año pasado en la fiesta de Navidad de la empresa y una vez en verano, cuando Sara la trajo a la oficina. Es una niña animada y revoltosa, como la mayoría de los niños de entre uno y dos años.

—¿Haces de canguro? —balbuceo y me giro en el asiento para mirarlo mejor.

—De mi sobrina, claro. Me paga veinte pavos la hora, así que por qué no —añade con un encogimiento de hombros y, entonces, se ríe al ver mi expresión—. Es broma. Mi hermana y su marido fueron a una fiesta anoche y su canguro habitual no estaba disponible. Iban a salir hasta tarde, así que les propuse que Abby se quedase conmigo a pasar la noche.

—Ah —digo, sin poder evitarlo.

—Mi hermana me advirtió que se despierta a horas intempestivas, pero no le hice caso. Como cualquier idiota que no tiene niños, pensaba que, si la acostaba tarde, no madrugaría al día siguiente. —Se encoge de hombros y me dedica una sonrisa fugaz que casi consigue que se me pare el corazón—. La pequeña embaucadora se quedó hasta tarde viendo una película navideña de perritos y aun así se ha despertado a las seis menos cuarto.

 

Madre mía. Se me pasa por la cabeza la imagen de Abby con un pijama de cuerpo entero acurrucada junto a Nick en el sofá mientras ven una película navideña y… es curioso lo mucho que me pone.

Y eso me perturba.

—¿Qué habéis hecho hasta que ha abierto la cafetería para desayunar? —pregunto. Todavía no asimilo ese lado desconocido de mi jefe. Es como descubrir que hay un spin-off de Cuento de Navidad en el que Ebenezer es el chico sexy y divertido.

—Hemos visto la misma película. Otra vez. De principio a fin. —Nick sacude la cabeza con arrepentimiento y una pequeña sonrisa se asoma a sus labios—. Está obsesionada con ella y parece que tiene la misión de difundir su palabra porque, en el segundo en que dejas de prestar atención, se da cuenta. Pensaba que podría ponerme al día con algunos correos en el móvil mientras ella la veía por segunda vez, pero, maldita sea, me gritaba «páusalo, páusalo» y agitaba la manita, como si fuera a perderme un momento crucial. Entonces, me miraba como si le ocultara galletas hasta que dejaba el móvil y dedicaba mi atención única y exclusivamente a la película.

Mierda.

Creo que mi corazón acaba de crecer dos tallas.

Por Nick.

¿Pero qué está pasando?

—Bueno —digo finalmente—, parece que ha sido una fiesta de pijamas estupenda.

—Lo ha sido —admite—. No es como quiero pasar todos los fines de semana todavía, pero ha estado bien.

¿Todavía? Entonces, ¿Nick piensa pasar los fines de semana así? ¿Ver una película en casa los sábados por la noche, los niños vestidos con pijamas de cuerpo entero, y desayunar en El rincón de la miel? Desde el día en que llegó para hacerse cargo de la empresa, he hecho suposiciones acerca de si está hecho para Reindeer Falls o no. Me da la impresión de que esto le queda pequeño, que es demasiado cosmopolita para que le parezca interesante. Reindeer Falls es la imagen de los valores de los estados del Medio Oeste, provinciano hasta la médula. Las coronaciones de la princesa del Bastón de Caramelo son el corazón de ciudades como la nuestra. Consideraba a Nick el típico chico que tiene un apartamento en una gran ciudad. Pensaba que estaba aquí a regañadientes porque tenía que dirigir la empresa. Nunca imaginé que de verdad quisiera volver a Míchigan.

—Te habríamos pedido que te sentaras con nosotros en el desayuno —añade y me mira de reojo, con una sonrisa taimada que se asomaba a su boca—. Si te hubiéramos visto.

Miro su perfil un momento. Pasa un kilómetro, luego otro. Me recuerdo que el Nick agradable es una trampa. Es como esperar a las rebajas de después de Acción de Gracias para empezar con las compras navideñas. Error de novatos.

Como sentir algo por tu jefe atractivo.

Repaso todas las razones de por qué lo odio. ¿Cuáles eran?

Es gruñón.

Exigente.

Perfeccionista.

Es taciturno, alto y más atractivo de lo que tiene derecho a ser ningún hombre.

Es. Mi. Jefe.

Todas son razones válidas.

Lo bastante como para que no piense en hacer cosas con él que me colocarían la primera en la lista de niñas malas de Papá Noel.

Aun así, lo hago. Pienso en esas cosas.

Me agobio en el coche. Me agobio por todas esas versiones de Nick que bailan en mi cabeza.

Capítulo 6

Cuando aterrizamos en Núremberg, estoy cansada, pero motivada por estar en un sitio nuevo. He dado algunas cabezadas durante el vuelo nocturno a Frankfurt tan bien como se puede dormir en un avión. Durante la escala, he tenido el tiempo justo para tomarme una taza del típico café mediocre de aeropuerto antes de la conexión con Núremberg.

Y odio admitirlo, pero, ahora que estoy en Alemania, me emociono. Sé que he venido a este viaje bajo coacción, pero me las he arreglado para bloquear el pensamiento de manera conveniente desde que me han sellado el pasaporte porque nunca había estado en Alemania. Caray, nunca había estado en Europa.

Antes de salir del aeropuerto, ya estoy maravillada.

Nick parece saber lo que hace, así que lo sigo y mantengo su ritmo lo mejor que puedo mientras nos conduce por el aeropuerto y yo contengo las ganas de entrar en las tiendas de regalos o fotografiar los carteles escritos en alemán.

Hasta que no estamos en el taxi, no me doy cuenta de que Nick habla alemán. Tiene sentido, pero aun así lo añado a la lista de cosas que me sorprenden de él. También lo incluyo a regañadientes a la lista de cosas que me parecen sexys.

Núremberg es… mágica. Y el taxi ni siquiera ha arrancado. Nieva ligeramente mientras el conductor guarda las maletas en el maletero y yo me deslizo en el asiento antes que Nick. Después de un día de viaje, me siento un poco sucia y hecha polvo. Nick, no. Tiene tan buen aspecto como siempre, como si hubiese disfrutado de un sueño reparador y acabase de entrar en el despacho, fresco y listo para pedir un informe o chincharme por una cosa u otra.

¿Habré leído demasiado entre líneas cuando me chinchaba? A lo mejor he exagerado.

A mi lado, Nick arrastra el pulgar por la pantalla y me ignora para comprobar el correo mientras el taxi arranca.

Desde luego, Núremberg es enorme en comparación con Reindeer Falls. Cerca de medio millón de personas viven en la ciudad y unos tres millones en los alrededores. Al verlo ante mí, me da la sensación de que Reindeer Falls es una réplica de la ciudad del tamaño de una casa de muñecas y eso me gusta muchísimo. He oído que a Núremberg se la considera la ciudad más alemana del país y, aunque esto es todo lo que he visto de Alemania, estoy de acuerdo. Casi tengo la nariz pegada contra la ventanilla del coche para ver lo máximo posible. Pasamos por unas gasolineras modernas embutidas en la arquitectura gótica y dejamos atrás varios carteles. Me imagino lo que ponen algunos, aunque otros no los entiendo. Cuando entramos en el casco antiguo, estoy encantada con las pintorescas calzadas medievales y con que el asfalto se fusione a la perfección con los adoquines.

Pasamos junto a tiendas que me gustaría explorar e iglesias que parecen haber estado en pie durante más de un siglo. Sé que buena parte del casco antiguo se destruyó durante la Segunda Guerra Mundial, pero la reconstrucción es asombrosa por su autenticidad.

Nos quedaremos en el casco antiguo. Cuando me enteré de que nos alojaríamos en una gran cadena hotelera estadounidense en lugar de en algún hotel local con encanto, me sentí algo decepcionada. Sin embargo, me recordé que no venía a Europa para tener un encuentro romántico con mi jefe. Cualquier decepción residual se desvanece en cuanto el taxi se detiene frente al Sheraton. Es precioso y ya es oficial: estoy emocionada.

Pagamos el taxi y entramos, maletas en mano. Nick hace el registro por los dos. Yo me quedo a un lado sin poder hacer nada útil mientras charla con el chico de recepción en alemán. Me entretengo mirando un puesto con folletos relucientes que ofrecen distintas actividades para hacer en Núremberg: museos, visitas a pie, excursiones de un día y mercados navideños. Rozo con los dedos la esquina del folleto del mercado navideño cuando siento la presencia de Nick a mi lado. Aparto la mano del folleto como si me hubiera pillado leyendo un correo personal en horario de trabajo. «Es casi lo mismo: hemos venido a trabajar», me recuerdo por tercera vez desde que el avión ha aterrizado.

Nick me tiende una de esas carpetas diminutas de cartulina con la llave de la habitación del hotel y, cuando la cojo, me roza los dedos. Sé que nos hospedamos en habitaciones separadas, pero, de repente, dormir en las mismas coordenadas geográficas que Nick me parece superior a mis fuerzas. Él es superior a mis fuerzas. Bajo la mirada a sus labios y trago saliva. Rápidamente, la desvío hacia el mango de mi maleta de ruedas. Por el amor de todos los troncos de Navidad, ¿por qué es tan guapo? Todo él es maravilloso y ya me estoy cansando.

—¿Has visto algo que te interese? —Habla en voz baja, pero su voz me seduce y me calienta tanto el corazón de muérdago como los mercados navideños. Es muy sensual. Como un polvo de los buenos.

Mi mirada vuela hacia él. Parpadeo con rapidez y me pregunto si mi expresión me delata. Si he sido demasiado obvia al apreciar su estúpido y perfecto rostro. Si sabe que se me ha puesto la carne de gallina cuando nuestros dedos se han rozado.

—No, nada interesante. —Consigo decir. Pasea la mirada entre mí, la pila de anuncios y de vuelta a mí.

—Pareces cansada —dice tras una larga pausa. Y, entonces, no estoy segura de lo que ocurre, pero juro por Papá Noel que casi me toca. Alza la mano, pero la detiene a unos centímetros de mi mejilla porque doy un respingo de la sorpresa—. Si no te apetece ir a la reunión de esta tarde, puedo ir sin ti.

—¡Estoy bien! —Protesto de inmediato. Si él puede asistir a la reunión, yo también. Además, no sé qué hacer con él cuando no se las da de Scrooge.

Sonríe con tristeza y sacude la cabeza.

—Por supuesto. —Gesticula hacia los ascensores para guiarme en esa dirección—. Nos vemos en el vestíbulo a las dos.

Vuelve al tono brusco y frío al que estoy acostumbrada y eso me relaja. Sé cómo lidiar con la versión Grinch de Nick.

Capítulo 7

El tercer día de viaje, Nick me da una sorpresa.

—Ponte algo cómodo y reúnete conmigo en el vestíbulo en media hora —dice cuando volvemos al hotel tras pasar el día en la empresa El Oso de Baviera.

Ha sido una experiencia increíble, y tengo que admitir que Nick estaba en lo cierto al insistir en que fuera. He conocido al equipo de producción y he afinado el diseño de un nuevo reno de peluche con el atuendo típico de Baviera que están desarrollando. Además, he visto de primera mano la cafetería con ositos de peluche y he aprendido los pormenores del servicio de comida para llevar. El gerente me dio bastante información e ideas y he aprendido que en Núremberg llaman «bretzels» a los pretzels. Eso me ha dado la idea de añadir una parte de bretzels en nuestro escaparate de comida para llevar porque sería un guiño encantador a nuestras raíces alemanas. Encantador y rentable. Sacaremos el máximo beneficio del tráfico peatonal de Main Street que busque un tentempié por la tarde o durante las primeras horas de la noche y utilizaremos los mismos hornos de la cafetería.

Estoy impaciente por actualizar la estimación de ingresos y enseñársela a Nick. Me he pasado todo el trayecto en taxi de vuelta al hotel poniéndolo al día de la idea, mientras disparaba las palabras a medida que el concepto tomaba forma en mi cabeza y se materializaba en mis labios. No lo he visto en casi todo el día, ya que ha tenido reuniones distintas a las mías y yo estaba más emocionada de lo que me gustaría admitir para pedirle el visto bueno.

Este viaje no es lo que había esperado y tal vez Nick tampoco es como pensaba. Lo cierto es que ayer me sentí culpable cuando me comí el bombón del calendario del rosco. Es decir, el bombón de Adviento. Bueno… Da igual. La cuestión es que Nick no se está comportando como un Grinch durante el viaje. No me ha incordiado ni ha mencionado a Santana. Fuera de la oficina, se muestra más relajado de lo que estoy acostumbrada o, a lo mejor, la que está relajada soy yo.

En cualquier caso, tengo la guardia baja.

Me cambio rápido de ropa y me pongo un par de vaqueros y un jersey cómodo; me recojo el pelo en una coleta baja y cojo la bufanda y el abrigo antes de bajar al vestíbulo. Me estoy subiendo la cremallera cuando Nick entra en el ascensor. También se ha puesto unos vaqueros con un chaquetón de plumas ligero y lleva una bufanda azul marino colocada a la perfección alrededor del cuello. Está al teléfono y, con un asentimiento de cabeza, señala la puerta principal. Le pregunta al jefe de almacén por el retraso de dos días en el procesamiento de un envío a los vendedores.

Nick permanece en silencio mientras escucha lo que quiera que le esté diciendo antes de interrumpir:

—Papá Noel no hace entregas el veintiséis de diciembre y nosotros tampoco. Soluciónalo. —Entonces, cuelga, se guarda el móvil en el bolsillo con una mano y, con la otra, llama a un taxi—. Hauptmarkt —le dice al conductor en cuanto nos sentamos en la parte trasera.

 

Pasamos varios minutos en silencio en los que Nick saca el móvil del bolsillo para escribir un correo electrónico con movimientos rápidos y agresivos. Yo me dedico a observar el paisaje, todavía sin saber muy bien a dónde nos dirigimos.

—¿Va todo bien? —pregunto cuando el flujo de escritura se detiene y deja escapar un suspiro breve e irritado.

Fuera está oscuro, pero la ciudad es mucho más que romántica con todas estas luces de Navidad. Ristras de luces centellean por toda la calle. En las puertas, cuelgan ramas de pino. La nieve se ha asentado en las juntas de los tejados picudos y la magia se respira en el ambiente.

—Irá bien. El almacén está sobrecargado y va con retraso. Tendremos que hacer algunos cambios.

Antes de que pregunte qué significa eso, el taxi se detiene y Nick le da al conductor unos billetes de euros tras abrir la puerta. Antes de salir del coche detrás de él, ya tengo los ojos como dos galletas glaseadas. Ante nosotros, se extiende el mercado navideño más mágico que he visto en la vida. En realidad, es el único que he visto porque en Reindeer Falls no tenemos un mercado navideño como tal.

Estamos en la plaza céntrica del casco antiguo de Núremberg; tiene una iglesia que data de siglos atrás situada en un extremo y filas y filas de puestos se despliegan ante nosotros, cubiertos con toldos a rayas blancas y rojas. Las guirnaldas envueltas con luces penden entre las ventanas de los edificios circundantes. Diminutas lucecitas parecen colgar de cada superficie libre, y en el aire flota el olor de un sinfín de cosas maravillosas: castañas asadas, salchichas ahumadas y alegría. Huele a Navidad.

No es posible que hayamos venido para esto. Mantengo los pies anclados con firmeza al pavimento mientras echo un vistazo a nuestro alrededor en busca del restaurante al que vamos. Seguro que tenemos una cena de negocios programada en la agenda de esta noche. Me muerdo el labio y aparto la mirada anhelante del mercado. Observo a Nick cuando toma mi mano.

—No puedo dejar que te vayas de Núremberg sin experimentar el mercado navideño.

—¡Sí! —Dejo escapar el aire, feliz. Nick se ríe y el sonido hace que una oleada de calor me recorra el cuerpo. Por un breve instante, creo que va a seguir cogiéndome de la mano, hasta que baja la vista. Sacude la cabeza con ligereza y me suelta.

—Vamos. —Señala el mercado con la cabeza, todavía con una sonrisa en los labios—. Cenaremos salchichas de Núremberg y beberemos vino especiado como los lugareños.

Contengo las ganas de dar vueltas como los niños y nos dirigimos a la primera hilera de puestos con luces brillantes. Una sonrisa enorme se me instala en el rostro y ni siquiera intento reprimirla. Hay tanto que ver que apenas me concentro. Vemos unos adornos para el árbol de Navidad y figuritas divertidas hechas con ciruelas pasas. Nick me cuenta que es una tradición del mercado y, al rebuscar entre ellas, descubro que hay una variedad infinita: espantapájaros, panaderos, parejas que se besan y médicos. Incluso hay un Papá Noel de ciruelas pasas.

—Dice la leyenda que, mientras tengas un hombrecillo de ciruelas pasas en casa, tendrás dinero y felicidad.

Nick se inclina hacia mí para susurrarme las palabras al oído y me hace reír, aunque un escalofrío me recorre la espalda y, bajo el abrigo, siento un cosquilleo en la piel. Es ridículo, ni siquiera son palabras seductoras. Te aseguro que utilizar «ciruelas pasas» y «hombrecito» en la misma frase no es una forma de seducción.

Doy un paso atrás. Aun así, compro un Papá Noel de ciruelas pasas. Ya le buscaré un lugar en mi colección; porque tengo una colección de figuritas de Papá Noel, por supuesto. No tiene nada que ver con querer un recuerdo de esta tarde.

—Supongo que querrás conocer a la Christkind —menciona Nick cuando deambulamos por una sección del mercado dedicada a los niños. Hay un carrusel que derretiría el corazón del mayor escéptico de la Navidad. Junto a él, hay un trenecito que pasea por unas vías con forma ovalada alrededor de un grupo de árboles navideños y una casa de galleta de jengibre de un metro de alto. Hago una foto para Ginger.

—¿Qué es eso?

—Es la princesa del Bastón de Caramelo original.

—Venga ya. —Le doy un codazo en las costillas. Estoy segura de que me toma el pelo, pero, por una vez, no me importa.

—Va en serio. —Esquiva mi codo con facilidad y señala hacia una adolescente rubia tras una cuerda roja y una fila de niños que esperan para hacerse fotos con ella. Tiene el pelo largo y rizado, una corona de treinta centímetros y un traje dorado a juego. Observo la escena unos segundos y comprendo que Nick ha dicho la verdad. Está claro que Reindeer Falls adaptó esta tradición de Núremberg.

—Vaya —consigo decir—. Su corona es mucho más grande que la mía.

Avanzamos y pasamos junto a un edificio gótico cuya estructura tiene forma de aguja. Debe de tener unos seis metros de alto. Nick me cuenta que es una fuente, la Schöner Brunnen, que data del siglo xiv. La fuente está adornada con figuras coloridas y, por la noche, se ilumina desde la base. Nick dice que representa las artes liberales y que los anillos de latón incrustados en la verja de hierro forjado que rodea la fuente traerán buena suerte a quien los haga girar.

Es un guía turístico consumado.

Y tiene mucha paciencia ante el hecho de que me paro a mirarlo todo. Nada es demasiado pequeño o extraño para que no llame mi atención. Hay mucho donde escoger en el mercado y la cabeza me da vueltas por el espíritu navideño. Nick me ayuda a escoger regalos tradicionales para mi familia: para Noel, un adorno hecho a mano por un artesano local; y, para mis padres, un ángel llamado Rauschgoldengel. Tiene las alas cubiertas de pan de oro y Nick me entretiene con su leyenda.

Me cuenta que Núremberg es famosa por sus galletas de jengibre a las que llaman Lebkuchen y que las preparan desde hace cientos de años. Las hay de todos los tamaños y formas imaginables y con todo tipo de coberturas. Compro un surtido para Ginger a sabiendas de que le encantará probarlas e intentará reproducir las recetas.

—Si pudieras pedir cualquier cosa por Navidad, ¿qué sería? —pregunto mientras esperamos a que la dependienta envuelva mi colección de galletas de jengibre. Se queda callado y no estoy segura de si me ha oído, así que me giro con expresión interrogante y una ceja arqueada.

—Nada que pueda tener —responde, y parece incómodo; evita mirarme a los ojos.

Mientras trato de descifrar lo que ha dicho, se adelanta para alcanzar la bolsa que le tiende la dependienta.

—Puedo llevarla yo —insisto e intento quitársela.

Nuestros dedos se rozan y ese pequeño contacto es suficiente para que el estómago me dé un vuelco y contenga el aliento.

Tiene que ser el mercado navideño.

Eso es todo.

Los mercados navideños me ponen cachonda. Tiene sentido, cualquiera lo estaría. Apuesto a que la tasa de nacimiento de Núremberg está por las nubes cada septiembre. Seguro que sueltan feromonas en el aire con el aroma a canela. Alteran a la gente y los emborrachan con vino especiado para asegurar el crecimiento de la población local.

—¿Echas de menos vivir en Europa? —pregunto con una curiosidad repentina. Siento curiosidad hacia él de una forma que no tiene nada que ver con que lo atropelle un trineo o que una tribu de elfos granujas lo maniate.

—Claro —responde—, pero no tanto como Reindeer Falls.

Casi se me para el corazón.

—¿Echabas de menos Reindeer Falls? ¿Tenías intención de volver?

—Pensaba volver. —Me mira con extrañeza—. ¿Cómo podría alguien no volver a Reindeer Falls?

—Cierto —admito, salvo que me falta el aliento porque el aire que hay entre nosotros está cargado. Porque sus ojos se han suavizado cuando lo ha dicho. Porque algunas personas se van a la mínima oportunidad y sin intención de volver.

Juraría que Nick me mira los labios, pero parpadeo y ya no estoy segura de si me lo he imaginado. Quizá los tengo agrietados. Busco el bálsamo labial en el bolso y me lo paso por los labios mientras Nick mira algo detrás de mí.