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Capítulo XXI

Los Palmer regresaron a Cleveland al día siguiente, y en Barton solo quedaron las dos familias para invitarse mutuamente. Pero esto no duró mucho; Elinor todavía no se había sacado de la cabeza a sus últimos visitantes —no terminaba de asombrarse de ver a Charlotte tan feliz sin mayor motivo; al señor Palmer actuando de manera tan ingenua, siendo un hombre capaz; y la extraña discordancia que a menudo existía entre marido y mujer—, antes de que el activo celo de sir John y de la señora Jennings en pro de la vida social le ofrecieran un nuevo grupo de conocidos de ellos a quienes ver y analizar.

Durante un paseo matutino a Exeter se habían encontrado con dos jovencitas a quienes la señora Jennings tuvo la alegría de reconocer como parientes, y esto fue suficiente para que sir John las invitara enseguida a ir a Barton Park tan pronto como hubieran cumplido con sus compromisos del momento en Exeter. Sus compromisos en Exeter fueron cancelados pronto ante tal invitación, y cuando sir John volvió a la casa indujo una no despreciable alarma en lady Middleton al decirle que pronto iba a recibir la visita de dos muchachas a las que no había visto en su vida, y de cuya elegancia… incluso de que su trato fuera aceptable, no tenía prueba alguna; porque las garantías que su esposo y su madre podían ofrecerle al respecto no eran útiles. Que fueran parientes empeoraba la situación; y los intentos de la señora Jennings de consolar a su hija con el argumento de que no se preocupara de si eran elegantes, porque eran primas y debían tolerarse mutuamente, no fueron entonces muy afortunados.

Como ya era imposible frenar su venida, lady Middleton se resignó a la idea de la visita con toda la filosofía de una mujer bien educada, que se contenta simplemente con una amable reconvención al esposo cinco o seis veces al día sobre el mismo tema.

Llegaron las jovencitas, y su apariencia no resultó ser ni mucho menos poco distinguida o sin estilo. Su vestimenta era muy elegante, sus modales eran educados, se mostraron encantadas con la casa y extasiadas ante el mobiliario, y como ocurrió que los niños les gustaban hasta la saciedad, antes de una hora de su llegada a la finca ya contaban con la aprobación de lady Middleton. Afirmó que ciertamente eran unas muchachas muy simpáticas, lo que para su señoría implicaba una entusiasta admiración. Ante tan vivos elogios creció la confianza de sir John en su propio juicio, y partió enseguida a informar a las señoritas Dashwood sobre la llegada de las señoritas Steele y asegurarles que eran las muchachas más dulces del mundo. De opiniones de esta clase, sin embargo, no era mucho lo que se podía inferir; Elinor sabía que en todas partes de Inglaterra se podía encontrar a las chicas más dulces del mundo, bajo todos los diferentes aspectos, rostros, temperamentos e inteligencias posibles. Sir John quería que toda la familia se dirigiera de inmediato a la finca y echara una mirada a sus invitadas. ¡Qué hombre benévolo y filantrópico! Hasta una prima tercera le costaba guardarla solo para él.

—Vengan ahora —les decía—, se lo suplico; deben venir... no aceptaré una negativa: ustedes sí vendrán. No se imaginan cuánto les gustarán. Lucy es extraordinariamente guapa, ¡y tan alegre y de buen carácter! Los niños ya están apegados a ella como si fuera una antigua conocida. Y las dos se mueren de deseos de verlas a ustedes, porque en Exeter escucharon que eran las criaturas más hermosas del mundo; les he dicho que era totalmente cierto, y mucho más. Estoy seguro de que a ustedes les encantarán ellas. Han traído el coche lleno de juguetes para los niños. ¡Cómo pueden ser tan esquivas y pensar en no venir! Si de alguna manera son primas suyas, ¿verdad? Porque ustedes son primas mías y ellas lo son de mi esposa, así es que tienen que estar emparentadas.

Pero sir John no consiguió su objetivo. Tan solo pudo arrancarles la promesa de ir a la finca dentro de uno o dos días, y después marchó asombradísimo ante su indiferencia, para dirigirse a su casa y jactarse nuevamente de las cualidades de las Dashwood ante las señoritas Steele, tal como se había jactado de las señoritas Steele ante las Dashwood.

Cuando cumplieron con la prometida visita a la finca y les fueron presentadas las jovencitas, no encontraron en la apariencia de la mayor, que casi rozaba los treinta y tenía un rostro poco atractivo y para nada despierto, nada que admirar; pero en la otra, que no tenía más de veintidós o veintitrés años, encontraron sobrada belleza; sus facciones eran bonitas, tenía una mirada aguda y despierta y una cierta airosidad en su talante que, aunque no le daba auténtica elegancia, sí la hacía distinguirse. Los modales de ambas eran especialmente amables, y pronto Elinor tuvo que reconocer algo de buen juicio en ellas, al ver las constantes y oportunas atenciones con que se hacían agradables a lady Middleton. Con los niños se mostraban en continuo éxtasis, ensalzando su belleza, atrayendo su atención y complaciéndolos en todos sus caprichos; y el poco tiempo que podían quitarle a las inoportunas demandas a que su gentileza las exponía, lo dedicaban a admirar lo que fuera que estuviera haciendo su señoría, en caso de que estuviera haciendo algo, o a copiar el modelo de algún nuevo vestido elegante que, al verle usar el día antes, las había hecho caer en interminable arrobamiento. Por suerte para quienes buscan halagar tocando este tipo de puntos débiles, una madre cariñosa, aunque es el más voraz de los seres humanos cuando se trata de ir a la caza de halagos para sus hijos, también es el más crédulo; sus demandas son exorbitantes, pero se traga cualquier cosa; y así, lady Middleton aceptaba sin la menor sorpresa o desconfianza las exageradas muestras de cariño y la paciencia de las señoritas Steele hacia sus hijos. Veía con materna complacencia todas las tropelías e impertinentes travesuras a las que se sometían sus primas. Observaba cómo les desataban sus cintos, les tiraban el cabello que llevaban suelto alrededor de las orejas, les registraban sus costureros y les sacaban sus cortaplumas y tijeras, y no le cabía ninguna duda acerca de que el gusto era mutuo. Parecía indicar que lo único que la sorprendía era que Elinor y Marianne estuvieran allí sentadas, tan compuestas, sin pedir que las dejaran formar parte de lo que sucedía.

—¡John está tan contento hoy! —decía, al ver cómo cogía el pañuelo de la señorita Steele y lo arrojaba por la ventana—. No deja de hacer diabluras.

Y poco después, cuando el segundo de sus hijos pellizcó con fuerza a la misma señorita en un dedo, comentó llena de cariño:

—¡Qué juguetón es William! ¡Y aquí está mi dulce Annamaría —agregó, acariciando tiernamente a una niñita de tres años que se había mantenido sin hacer ni un ruido durante los últimos dos minutos—. Siempre es tan gentil y sosegada; ¡nunca ha existido una chiquita tan sosegada!

Pero por desgracia, al llenarla de abrazos, un alfiler del tocado de su señoría rasguñó levemente a la niña en el cuello, provocando en este modelo de gentileza tan violentos chillidos que a duras penas podrían haber sido superados por ninguna criatura reconocidamente ruidosa. La consternación de su madre fue extraordinaria, pero no pudo superar la alarma de las señoritas Steele, y entre las tres hicieron todo lo que en una emergencia tan crítica el afecto indicaba que debía hacerse para mitigar los sufrimientos de la pequeña doliente. La sentaron en la falda de su madre, la llenaron de besos; una de las señoritas Steele, arrodillada para atenderla, enjugó su herida con agua de lavanda, y la otra le llenó la boca con ciruelas confitadas. Con tales premios a sus lágrimas, la niña tuvo la sabiduría suficiente para no dejar de llorar. Continuó chillando y sollozando fuertemente, dio patadas a sus dos hermanos cuando intentaron tocarla. Y nada de lo que hacían para calmarla tuvo el menor resultado, hasta que felizmente lady Middleton recordó que en una escena de similar llanto, la semana anterior, le habían puesto un poco de mermelada de damasco en una sien que se había magullado; se propuso insistentemente el mismo remedio para este desdichado rasguño, y el ligero intermedio en los gritos de la jovencita al escucharlo les dio motivos para esperar que no sería rechazado.

Salió entonces de la sala en brazos de su madre a la búsqueda de esta medicina, y como los dos chicos quisieron seguirlas, aunque su madre les rogó encarecidamente que se quedaran, las cuatro jóvenes se encontraron a solas en una tranquilidad que la habitación no había conocido en muchas horas.

—¡Pobre criaturita! —dijo la señorita Steele apenas marcharon—. Pudo haber sido un accidente de incalculables consecuencias.

—Aunque difícilmente puedo imaginármelo —exclamó Marianne—, a no ser que hubiera ocurrido en circunstancias muy distintas. Pero esta es la manera habitual de incrementar la alarma, cuando en realidad no hay nada de qué alarmarse.

—Qué mujer tan tierna es lady Middleton —dijo Lucy Steele.

Marianne se quedó silenciosa. Le era imposible decir algo que no sentía, por trivial que fuera la ocasión; y de esta forma siempre caía sobre Elinor toda la tarea de decir mentiras cuando la cortesía así lo demandaba. Hizo lo mejor posible, cuando el deber la llamó a ello, por hablar de lady Middleton con más entusiasmo del que sentía, aunque fue mucho menor que el de la señorita Lucy.

—Y sir John también —exclamó la hermana mayor—. ¡Qué hombre tan encantador!

También en este caso, como la buena opinión que de él tenía la señorita Dashwood no era más que sencilla y justa, se hizo presente sin grandes alardes. Tan solo observó que era de muy buen talante y amistoso.

—¡Y qué encantadora familia tienen! En toda mi vida había visto tan excelentes niños. Créanme que ya los adoro, y eso que en verdad me gustan los niños con locura.

 

—Me lo habría imaginado —dijo Elinor con una sonrisa—, por lo que he visto esta mañana.

—Tengo la idea —dijo Lucy— de que usted cree a los pequeños Middleton demasiado mimados; quizás estén al borde de serlo, pero es tan natural en lady Middleton; y por mi parte, me encanta ver niños llenos de vida y energía; no los soporto si son dóciles y tranquilos.

—Confieso —replicó Elinor—, que cuando estoy en Barton Park nunca pienso con temor en niños dóciles y tranquilos.

A estas palabras siguió una pequeña pausa, rota primero por la señorita Steele, que parecía muy inclinada a la conversación y que ahora dijo, de manera algo súbita:

—Y, ¿le gusta Devonshire, señorita Dashwood? Supongo que lamentó mucho dejar Sussex.

Algo sorprendida ante la familiaridad de esta pregunta, o al menos ante la forma en que fue hecha, Elinor respondió que sí le había costado.

—Norland es un sitio increíblemente maravilloso, ¿verdad? —agregó la señorita Steele.

—Hemos sabido que sir John tiene una extraordinaria admiración por él —dijo Lucy, que parecía creer que se necesitaba alguna excusa por la libertad con que había hablado su hermana.

—Creo que todos lo que han estado allí tienen que admirarlo —respondió Elinor—, aunque es de suponer que nadie aprecia sus bellezas tanto como nosotras.

—¿Y tenían allá muchos admiradores con porte? Me imagino que en esta parte del mundo no tienen tantos; en cuanto a mí, pienso que siempre son un gran aporte.

—Pero, ¿por qué —dijo Lucy, con aire de sentirse avergonzada de su hermana— piensas que en Devonshire no hay tantos jóvenes guapos como en Sussex?

—No, querida, desde luego no es mi propósito decir que no los hay. Estoy segura de que hay una gran cantidad de galanes muy gentiles en Exeter; pero, ¿cómo crees que podría saber si hay jóvenes agradables en Norland? Y yo solo temía que las señoritas Dashwood encontraran aburrido Barton si no encuentran aquí tantos como los que acostumbraban tener. Pero quizás a ustedes, jovencitas, no les importen los galanes, y estén tan a gusto sin ellos como con ellos. Por mi parte, pienso que son extraordinariamente agradables, siempre que se vistan de manera elegante y se comporten con cortesía. Pero no soporto verlos cuando van sucios o son maleducados. Vean, por ejemplo, al señor Rose, de Exeter, un joven fantásticamente elegante, bastante guapo, que trabaja para el señor Simpson, como ustedes saben; y, sin embargo, si uno lo encuentra en la mañana, no se lo puede ni mirar. Me imagino, señorita Dashwood, que su hermano era un gran galán antes de casarse, considerando que era tan rico, ¿no es cierto?

—Le prometo —replicó Elinor— que no sabría decírselo, porque no entiendo bien el significado de la palabra. Pero esto sí puedo asegurarle: que si alguna vez él fue un galán antes de casarse, lo es todavía, porque no ha experimentado el menor cambio en él.

—¡Ay, querida! Una nunca se figura a los hombres casados como galanes... Tienen otras cosas que hacer.

—¡Por Dios, Anne! —exclamó su hermana—. Solo hablas de galanes. Harás que la señorita Dashwood crea que solo piensas en eso.

Luego, para variar de tema, comenzó a manifestar su admiración por la casa y el mobiliario.

Esta muestra de lo que eran las señoritas Steele fue suficiente. Las vulgares libertades que se tomaba la mayor y sus bobadas la dejaban sin nada a favor, y como a Elinor ni la belleza ni la perspicaz apariencia de la menor le habían hecho perder de vista su falta de real prestancia y naturalidad, se marchó de la casa sin ningún deseo de conocerlas más.

No sucedió lo mismo con las señoritas Steele. Venían de Exeter, bien dotadas de admiración por sir John, su familia y todos sus parientes, y ninguna parte de ella le negaron de manera ruin a las hermosas primas del dueño de casa, de quienes afirmaron ser las muchachas más hermosas, elegantes, completas y perfectas que habían tratado, y a las cuales estaban muy especialmente ansiosas de conocer mejor. Y en consecuencia, pronto Elinor descubrió que conocerlas mejor era su inevitable destino; como sir John estaba por completo de parte de las señoritas Steele, su lado iba a ser demasiado potente para presentarle alguna oposición e iban a tener que someterse a ese tipo de intimidad que consiste en sentarse todos juntos en la misma habitación durante una o dos horas casi día a día. No era más lo que podía hacer sir John, pero no sabía que se necesitara algo más; en su opinión, estar juntos era gozar de intimidad, y mientras sus continuos planes para que todos se reunieran y cumplieran su objetivo, no le cabía duda alguna de que fueran verdaderos amigos.

Para hacerle justicia, hizo todo lo que estaba en su mano para animar una relación sin reservas entre ellas, y con tal fin dio a conocer a las señoritas Steele todo lo que sabía o suponía respecto de la situación de sus primas en los aspectos más íntimos; y así Elinor no las había visto más de un par de veces antes de que la mayor de ellas la felicitara por la suerte de su hermana al haber conquistado a un galán muy distinguido tras su llegada a Barton.

—Seguro será una gran cosa haberla casado tan joven —dijo—, y me han dicho que es un gran galán, y muy gallardo. Y espero que también usted tenga pronto la misma buena suerte... aunque quizá ya tiene a alguien listo por ahí.

Elinor no podía suponer que sir John fuera más prudente en proclamar sus sospechas acerca de su afecto por Edward, de lo que había sido respecto de Marianne; de hecho, entre las dos situaciones, la suya era la que prefería para sus burlas, por su mayor novedad y porque se prestaba a mayor pábulo de conjeturas: desde la visita de Edward, jamás habían cenado juntos sin que él brindara a la salud de las personas queridas de ella, con una voz tan cargada de significados, tantas cabezadas y guiños, que no podía menos de alertar a todo el mundo. Invariablemente se sacaba a colación la letra F, y con ella se habían nutrido tan incontables chanzas, que hacía ya tiempo se le había impuesto a Elinor su calidad de ser la letra más ingeniosa del alfabeto.

Las señoritas Steele, tal como había imaginado que ocurriría, eran las destinatarias de todas estas chanzas, y en la mayor despertaron una gran curiosidad por saber el nombre del caballero al que aludían, curiosidad que, aunque con frecuencia expresada con imprudencia, era perfectamente consistente con sus constantes indagaciones en los asuntos de la familia Dashwood. Pero sir John no jugó demasiado tiempo con el interés que había gozado en despertar, porque decir el nombre le era tan agradable como escucharlo era para la señorita Steele.

—Su nombre es Ferrars —dijo, en un murmullo casi inteligible—, pero por favor, le ruego no decirlo, porque es un gran secreto.

—¡Ferrars! —repitió la señorita Steele—. El señor Ferrars es el afortunado personaje, ¿verdad? ¡Vaya! ¿El hermano de su cuñada, señorita Dashwood? Un joven muy simpático, con toda seguridad. Lo conozco muy bien.

—¿Cómo puedes decir tal cosa, Anne? —exclamó Lucy, que por lo corriente corregía todas las declaraciones de su hermana—. Aunque lo hemos visto una o dos veces en la casa de mi tío, es excesivo pretender conocerlo bien.

Elinor escuchó con atención y sorpresa todo lo anterior. “¿Y quién era este tío? ¿Dónde vivía? ¿Cómo fue que se conocieron?”. Tenía grandes deseos de que continuaran con el tema, aunque prefirió no unirse a la conversación; pero nada más se dijo sobre ello y, por primera vez en su vida, pensó que a la señora Jennings le faltaba o curiosidad tras tan pobre información, o deseo de manifestar su interés. La forma en que la señorita Steele había hablado de Edward aumentó su curiosidad, porque sintió que lo hacía con algo de perfidia y plantaba la sospecha de que ella sabía, o se imaginaba saber, algo en detrimento del joven. Pero su curiosidad fue inútil, porque la señorita Steele no prestó más atención al nombre del señor Ferrars cuando sir John aludía a él o lo mencionaba sin tapujos.

Capítulo XXII

Marianne, que nunca había sido demasiado tolerante de cosas como la impertinencia, la vulgaridad, la inferioridad de índole o incluso las diferencias de gusto respecto de los suyos, en esta ocasión estaba particularmente reacia, dado su estado de ánimo, a encontrar agradables a las señoritas Steele o fomentar sus avances; y a esta invariable frialdad en su conducta, que frustraba todos los intentos que hacían por establecer una relación de intimidad, atribuía Elinor en primer lugar la preferencia por ella que se hizo evidente en el trato de ambas hermanas, especialmente de Lucy, que no perdía ocasión de entablar conversación o de intentar una mayor aproximación mediante una fácil y franca comunicación de sus sentimientos.

Lucy era naturalmente lista; con frecuencia sus observaciones eran justas y amenas, y como compañía durante una media hora, a menudo Elinor la encontraba agradable. Pero sus capacidades innatas en nada habían sido complementadas por la educación; era ignorante e inculta, y la falta de todo refinamiento intelectual en ella, su deficiencia de información en los asuntos más corrientes, no podían pasar inadvertidas a la señorita Dashwood, a pesar de todos los esfuerzos que hacía la joven por parecer superior. Elinor percibía la falta de capacidades que la educación habría hecho tan respetables, y la compadecía por ello; pero veía con sentimientos mucho menos delicados la total falta de finura, de rectitud y de integridad de espíritu que traicionaban sus trabajosas y permanentes atenciones y lisonjas a los Middleton; y no podía encontrar satisfacción duradera en la compañía de una persona que a la ignorancia unía la insinceridad, cuya falta de instrucción impedía una conversación entre ellas en condiciones de igualdad, y cuya conducta hacia el resto quitaba todo valor a cualquier muestra de atención o deferencia hacia ella.

—Temo que mi pregunta le pueda parecer fuera de lugar —le dijo Lucy un día mientras caminaban juntas desde la finca a la cabaña—, pero, si me disculpa, ¿conoce personalmente a la madre de su cuñada, la señora Ferrars?

A Elinor la pregunta sí le pareció bastante fuera de lugar, y así lo reveló su semblante al contestar que nunca había visto a la señora Ferrars.

—¡Vaya! —replicó Lucy—. Qué extraño, pensaba que la debía haber visto alguna vez en Norland. Entonces quizá no pueda informarme sobre qué clase de mujer es.

—No —contestó Elinor, guardándose de dar su verdadera opinión de la madre de Edward, y sin grandes deseos de satisfacer lo que parecía una curiosidad impertinente—, no sé nada de ella.

—Con toda seguridad pensará que soy muy rara, por preguntar así por ella —dijo Lucy, observando atentamente a Elinor mientras hablaba—; pero quizá haya motivos... Ojalá me atreviera; pero, así y todo, confío en que me hará la justicia de creer que no es mi intención ser inoportuna.

Elinor le dio una respuesta amable, y caminaron durante algunos minutos en silencio. Lo rompió Lucy, que retomó el tema diciendo de modo algo vacilante:

—No soporto que me crea empecinadamente curiosa; daría cualquier cosa en el mundo antes que parecerle así a una persona como usted, cuya opinión me es tan valiosa. Y por cierto no tendría el menor temor de confiar en usted; en verdad apreciaría mucho su consejo en una situación tan incómoda como esta en que me encuentro; no se trata, sin embargo, de preocuparla a usted. Lamento que no conozca a la señora Ferrars.

—También yo lo lamentaría —dijo Elinor, perpleja—, si hubiera sido de alguna utilidad para usted conocer mi opinión sobre ella. Pero, en verdad, nunca pensé que tuviera usted relación alguna con esa familia y, por tanto, confieso que me sorprende algo que quiera saber tanto sobre el carácter de la señora Ferrars.

—Supongo que sí le extraña, y debo decir que no me admira que así sea. Pero si osara explicarle, no estaría tan perpleja. La señora Ferrars no es en realidad nada para mí en la actualidad..., pero puede que llegue el momento..., cuán pronto llegue, por fuerza depende de ella..., en que nuestra relación sea muy estrecha.

Bajó los ojos al decir esto, tiernamente miedosa, con solo una mirada de reojo a su compañera para observar el efecto que tenía sobre ella.

—¡Dios mío! —exclamó Elinor—, ¿qué es lo que insinúa? ¿Conoce usted al señor Robert Ferrars? ¿Lo conoce? —y no se sintió demasiado complacida con la idea de tal cuñada.

—No —replicó Lucy—, no al señor Robert Ferrars..., no lo he visto en mi vida; pero sí agregó fijando su mirada en Elinor— a su hermano mayor.

 

¿Qué sintió Elinor en ese momento? Asombro, que habría sido tan doloroso como agudo era, si no hubiese estado acompañado de una inmediata duda respecto de la declaración que lo originaba. Se volvió hacia Lucy en un silencioso estupor, incapaz de adivinar el motivo o finalidad de tal afirmación; y aunque cambió el color de su rostro, se mantuvo firme en la incredulidad, fuera de todo peligro de un ataque histérico o un desmayo.

—Es natural que se sienta perpleja —continuó Lucy—, pues con toda seguridad no podría haberlo sabido antes; apostaría a que él nunca les dio la menor prueba de ello, ni a usted ni a su familia, ya que se suponía era un gran secreto, y puedo asegurar que de mí no ha salido ni una sola palabra hasta este instante. Ni una sola persona de mi familia lo sabe, salvo Anne, y jamás se lo habría mencionado a usted si no tuviera la mayor confianza del mundo en su reserva; pensaba que mi conducta al hacer tantas preguntas sobre la señora Ferrars debe haber parecido tan extraña que necesitaba una explicación. Y no creo que el señor Ferrars se sienta tan molesto cuando sepa que he confiado en usted, porque me consta que tiene la mejor opinión del mundo respecto de toda su familia, y las considera a usted y a la otra señorita Dashwood como si fueran auténticas hermanas —hizo un descanso.

Elinor estuvo en silencio durante algunos instantes. Su perplejidad ante lo que oía fue en principio demasiado extraordinaria para ser puesto en palabras; pero después de un rato, obligándose a hablar, y a hablar con cautela, dijo con un modo sosegado que ocultaba de manera casi normal su sorpresa y ansiedad:

—¿Puedo preguntarle si hace mucho de su compromiso?

—Hemos estado comprometidos desde hace cuatro años.

—¡Cuatro años!

—Sí.

Aunque tales palabras la golpearon fortísimamente, Elinor seguía sin poder creerlas.

—Hasta el otro día —dijo— ni siquiera tenía idea de que se conocieran.

—Sin embargo, nos conocemos desde antiguo. Él estuvo bajo la tutela de mi tío, sabe usted, bastante tiempo.

—¡Su tío!

—Sí, el señor Pratt. ¿Nunca le habló del señor Pratt?

—Creo que sí —respondió Elinor, haciendo un esfuerzo cuya intensidad aumentaba a la par de la intensidad de su agitación.

—Estuvo cuatro años con mi tío, que vive en Longstaple, cerca de Plymouth. Fue allí donde nos conocimos, porque mi hermana y yo frecuentemente nos quedábamos con mi tío, y fue allí que nos comprometimos, aunque no hasta un año después de que él había dejado de ser pupilo; pero después estaba casi siempre con nosotros. Como podrá imaginar, yo era bastante renuente a iniciar tal relación sin que lo supiera y aprobara su madre; pero también era demasiado joven y lo amaba demasiado para haber actuado con la prudencia que debí hacerlo... Aunque usted no lo conoce tan bien como yo, señorita Dashwood, debe haberlo visto bastante para darse cuenta de que es muy capaz de despertar en una mujer un muy firme cariño.

—Por cierto —respondió Elinor, sin saber lo que decía; pero tras un instante de reflexión, agregó con una renovada seguridad en el honor y amor de Edward, y en la falsedad de su compañera—: ¡Comprometida con el señor Ferrars! Me confieso tan totalmente pasmada frente a lo que dice, que en verdad... le ruego me disculpe; pero con toda seguridad debe haber algún equívoco en cuanto a la persona o el nombre. No podemos referirnos al mismo señor Ferrars.

—No podemos referirnos a ningún otro —exclamó Lucy sonriendo—. El señor Edward Ferrars, el hijo mayor de la señora Ferrars de Park Street, y hermano de su cuñada, la señora de John Dashwood, es la persona de la cual hablo; debe concederme que es bastante poco probable que yo me equivoque respecto del nombre del hombre de quien depende toda mi felicidad.

—Es extraño —replicó Elinor, sumida en un terrible asombro— que nunca le haya escuchado ni siquiera mencionar su nombre.

—No; teniendo en cuenta nuestra situación, no es extraño. Nuestro principal cuidado ha sido mantener este sentimiento en secreto... Usted no sabía nada de mí o de mi familia, y por ello en ningún instante podía darse la ocasión de mencionarle mi nombre; y como siempre él estaba tan temeroso de que su hermana sospechara algo, tenía bastantes motivos para no hacerlo.

Guardó silencio. Zozobró el espíritu de Elinor, pero el dominio sobre sí misma no se fue a pique con ella.

—Cuatro años han estado comprometidos —dijo con voz serena.

—Sí; y sabe Dios cuánto tiempo más deberemos esperar. ¡Pobre Edward! Se siente bastante apesadumbrado —y sacando una pequeña miniatura de su bolsillo, agrega—: Para evitar la posibilidad de error, tenga la bondad de mirar este retrato. Por cierto no es buena pintura, pero aun así pienso que no puede equivocarse respecto de la persona allí representada. Estos tres años lo he llevado conmigo.

Mientras decía lo anterior, puso la miniatura en manos de Elinor; y cuando esta vio la pintura, si había podido seguir aferrándose a cualesquiera otras dudas por temor a una decisión demasiado rápida o su deseo de detectar una falsedad, ahora no podía tener ninguna respecto de que era el rostro de Edward. Devolvió la miniatura casi enseguida, reconociendo el parecido.

—Nunca he podido —continuó Lucy— darle a cambio mi retrato, lo que me apena extraordinariamente; ¡él siempre ha querido tanto tenerlo! Pero estoy decidida a que me lo hagan en la primera ocasión que pueda.

—Tiene usted toda la razón —respondió Elinor con sosiego. Avanzaron algunos pasos en silencio. Lucy habló primero.

—Estoy segura —dijo—, no me cabe ninguna duda en absoluto, de que guardará fielmente ese secreto, porque se imaginará cuán fundamental es para nosotros que no llegue a oídos de su madre, pues, debo decirlo, ella jamás lo aprobaría. Yo no recibiré fortuna alguna, y creo saber que es una mujer notablemente orgullosa.

—En ningún instante he buscado ser su confidente —dijo Elinor—, pero usted no me hace sino justicia al imaginar que soy de confiar. Su secreto está a salvo conmigo; pero excúseme si manifiesto alguna perplejidad ante tan innecesaria revelación. Al menos debe haber sentido que el enterarme a mí de ese secreto no lo hacía estar más protegido.

Mientras decía esto, miraba a Lucy con gran intensidad, con la esperanza de descubrir algo en su semblante... quizá la falsedad de la mayor parte de lo que venía diciendo; pero el rostro de Lucy se mantuvo sin pestañear.

—Sentía temor de haberla hecho pensar que me estaba tomando grandes libertades con usted —le dijo— al confesarle todo esto. Es cierto que la conozco desde hace poco, personalmente al menos, pero durante bastante tiempo he sabido de usted y de toda su familia por lo que me han contado; y tan pronto como la conocí, sentí casi como si fuera una antigua amiga. Además, en el caso presente, en verdad pensé que le debía alguna explicación tras haberla interrogado de forma tan pormenorizada sobre la madre de Edward; y por desgracia no tengo a nadie a quien pedir consejo. Anne es la única persona que está enterada de ello, y no posee ningún criterio; en verdad, me hace mucho más mal que bien, porque vivo en la constante zozobra de que traicione mi secreto. No sabe mantener la boca cerrada, como se habrá dado cuenta; y no creo haber sentido jamás tanto miedo como el otro día, cuando sir John mencionó el nombre de Edward, de que fuera a contarlo todo. No puede imaginar cómo sufro con todo esto. Ya me sorprende seguir viva después de lo que he pasado a causa de Edward estos cuatro años. Tanto misterio e incertidumbre, y viéndolo tan poco... a duras penas nos podemos encontrar más de dos veces al año. No sé cómo no tengo totalmente roto el corazón.