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Capítulo XL

—Bien, señorita Dashwood —dijo la señora Jennings con una sonrisa perspicaz apenas se hubo ido el caballero—, no le preguntaré lo que le ha estado diciendo el coronel, pues aunque, por mi honor, intenté no escuchar, no pude evitar oír bastante para entender lo que él pretendía. Le aseguro que nunca en mi vida he estado más feliz, y le deseo de todo corazón que ello la llene de júbilo.

—Gracias, señora —dijo Elinor—. Es motivo de gran alegría para mí, y siento que hay una gran sensibilidad en la generosidad del coronel Brandon. No muchos hombres actuarían como él lo ha hecho. ¡Pocos tienen un corazón tan dadivoso! En toda mi vida había estado tan asombrada.

—¡Buen Dios, querida, qué modesta es usted! A mí no me extraña nada, porque en los últimos días he pensado muchas veces que era muy probable que ocurriera.

—Usted juzgaba a partir de la benevolencia general del coronel; pero al menos no podía prever que la oportunidad se presentaría tan pronto.

—¡La oportunidad! —repitió la señora Jennings—. ¡Ah! En cuanto a eso, una vez que un hombre se ha decidido en estas cosas, se las arreglará de una u otra forma para encontrar una oportunidad. Bien, querida, la felicito de nuevo; y si alguna vez ha habido una pareja feliz en el mundo, creo que pronto sabré dónde buscarla.

—Piensa ir a Delaford tras ellos, supongo —dijo Elinor con una débil sonrisa.

—Claro, querida, por supuesto que lo haré. Y en cuanto a que la casa no sea buena, no sé a qué se referiría el coronel, porque es de las mejores que he visto.

—Decía que necesitaba algunos arreglos.

—Bien, ¿y de quién es la culpa? ¿Por qué no la arregla? ¿Quién sino él tendría que hacerlo?

Las interrumpió la entrada del criado, con el anuncio de que el carruaje ya estaba en la puerta; y la señora Jennings, preparándose de inmediato para salir, manifestó:

—Bien, querida, tengo que irme antes de haber dicho ni la mitad de lo que quería. Pero podremos conversarlo minuciosamente a la noche, porque estaremos solas. No le pido que venga conmigo, porque me imagino que tiene la mente demasiado llena para querer compañía; y, además, debe estar ansiosa de ir a contarle todo a su hermana.

Marianne había abandonado la habitación antes de que empezaran a conversar.

—Desde luego, señora, se lo contaré a Marianne; pero por el momento no se lo mencionaré a nadie más.

—¡Ah, está bien! —dijo la señora Jennings algo desencantada—. Entonces no querrá que se lo cuente a Lucy, porque pienso llegar hasta Holborn hoy.

—No, señora, ni siquiera a Lucy, si me hace el favor. Una tardanza de un día no significará mucho; y hasta que no le escriba al señor Ferrars, pienso que no hay que contarlo a nadie más. Lo haré pronto. Es importante no perder tiempo en lo que a él concierne, porque, por supuesto, tendrá mucho que hacer con su ordenación.

Este discurso al comienzo dejó totalmente perpleja a la señora Jennings. Al principio no entendió por qué había que escribirle a Edward sobre el asunto con tanto apuro. Unos momentos de reflexión, sin embargo, tuvieron como resultado una muy feliz idea, que le hizo exclamar:

—¡Ahá! Ya la entiendo. El señor Ferrars va a ser el hombre. Bien, mejor para él. Claro, por supuesto que tiene que darse prisa en tomar las órdenes; y me alegra mucho que las cosas estén tan adelantadas entre ustedes. Pero, querida, ¿no es algo inusitado? ¿No debiera ser el coronel quien le escriba? Seguro que él es la persona adecuada.

Elinor no entendió el significado de las primeras palabras de la señora Jennings, y tampoco le pareció que valía la pena aclararlo; y así, contestó solo a la parte final.

—El coronel Brandon es un hombre tan cortés, que preferiría que fuera cualquier otra persona la que le comunique sus intenciones al señor Ferrars.

—Y entonces usted tiene que hacerlo. Bueno, ¡esa sí que es una curiosa amabilidad! Pero —añadió al ver que se preparaba a escribir— no la molestaré más. Usted conoce mejor sus propios asuntos. Así que adiós, querida. Es la mejor noticia que he tenido desde que Charlotte dio a luz.

Y marchó, solo para volver de nuevo rápidamente.

—Acabo de acordarme de la hermana de Betty, querida. Estaría feliz de conseguirle un ama tan buena. Pero en verdad no sé si servirá para doncella de una dama. Es una excelente sirvienta, y maneja muy bien la aguja. Pero usted decidirá todo eso cuando lo necesite.

—Por supuesto, señora —replicó Elinor, sin escuchar mucho lo que le decían, y más deseosa de estar sola que de su cháchara.

Cómo comenzar, cómo explicarse en su nota a Edward, era todo lo que le preocupaba ahora. Las singulares circunstancias existentes entre ellos hacían difícil eso que a cualquier otra persona le habría resultado lo más fácil del mundo; pero ella temía por igual decir demasiado o demasiado poco, y se quedó pensando frente al papel, con la pluma en la mano, hasta que la interrumpió la entrada del propio Edward.

Había ido a dejar su tarjeta de despedida y se había encontrado en la puerta con la señora Jennings, cuando esta se dirigía al carruaje; y ella, tras excusarse por no regresar con él, lo había obligado a entrar diciéndole que la señorita Dashwood estaba arriba y quería hablar con él sobre un asunto muy especial.

Hacía poco Elinor había estado felicitándose en medio de sus vacilaciones, pensando que por difícil que pudiera ser expresarse adecuadamente por escrito, al menos era preferible dar información de palabra, cuando la repentina entrada de su visitante la sorprendió y turbó extraordinariamente, obligándola a un nuevo esfuerzo, quizás el mayor de todos. No lo había visto desde que se había hecho público su compromiso y, por tanto, desde que él se había enterado de que ella ya lo sabía; y esto, sumado a su conciencia de lo que había estado pensando, y a lo que tenía que decirle, la hizo sentirse especialmente incómoda durante algunos minutos. También Edward estaba confuso, y se sentaron uno frente al otro en una situación que prometía ser incómoda. Él no podía recordar si se había excusado por su entrada sin avisar en la habitación; pero, para mayor seguridad, lo hizo formalmente tan pronto pudo decir palabra, tras tomar asiento.

—La señora Jennings me informó —dijo— que usted deseaba hablarme; al menos, eso fue lo que entendí... o de ninguna manera le habría impuesto mi presencia en esta forma; aunque, al mismo tiempo, habría lamentado mucho abandonar Londres sin haberla visto a usted y a su hermana; en especial considerando que con toda seguridad transcurrirá un buen tiempo... no es probable que tenga luego el placer de verlas otra vez. Marcho a Oxford mañana.

—No se habría ido, sin embargo —dijo Elinor, recuperándose y decidida a terminar lo antes posible con aquello que tanto temía—, sin haber recibido nuestras mejores felicitaciones, aunque no hubiéramos podido ofrecérselas personalmente. La señora Jennings estaba muy en lo cierto en lo que dijo. Tengo algo importante que decirle, que estaba a punto de informarle por escrito. Me han encomendado la más grata tarea —se ahoga en la respiración—. El coronel Brandon, que estuvo aquí hace tan solo diez minutos, me ha encargado decirle que, sabiendo que usted piensa ordenarse, tiene el enorme placer de ofrecerle el beneficio de Delaford, que acaba de quedar vacante, y que tan solo desearía que fuera de mayor valor. Permítame mis parabienes por tener un amigo tan honorable y prudente, y unirme a su deseo de que el beneficio, que alcanza alrededor de doscientas libras al año, representara una suma más sustanciosa, una que le permitiera... dado que puede ser algo más que una plaza temporal para usted... en pocas palabras, una que le permitiera cumplir todos sus deseos de felicidad.

Como Edward no fue capaz de decir por sí mismo lo que sintió, difícilmente puede esperarse que otro lo diga por él. En apariencia, mostraba todo el asombro que una información tan inesperada, tan insospechada no podía dejar de producir; pero tan solo dijo estas tres palabras:

—¡El coronel Brandon!

—Sí —continuó Elinor, sintiéndose más decidida ahora que, al menos en parte, ya había pasado lo peor—; el coronel Brandon desea testimoniarle así su preocupación por los últimos sucesos, por la cruel situación en que lo ha puesto la injustificable conducta de su familia... una preocupación que le aseguro compartimos Marianne, yo y todos sus amigos; y también lo ofrece como prueba de la alta estima en que lo tiene a usted, y en especial como signo de su aprobación por la conducta que usted ha tenido en esta ocasión.

—¡El coronel Brandon me ofrece a mí un beneficio! ¿Puede ser verdad?

—La falta de generosidad de sus parientes lo lleva a pasmarse de encontrar amistad en otras partes.

—No —replicó él, formándose una repentina idea sobre lo que debía haber sucedido—, no de encontrarla en usted, porque no puedo ignorar que a usted, a su bondad, debo todo esto. Lo que siento... si pudiera, lo expresaría; pero, como usted bien sabe, no soy orador.

—Está muy equivocado. Le aseguro que lo debe por completo, o casi por completo, a su propio mérito, y a la percepción que de él tiene el coronel Brandon. No he tenido participación alguna en esto. Ni siquiera sabía, hasta que me comunicó sus planes, que el beneficio estaba vacante; y tampoco se me había ocurrido que él pudiera otorgar tal beneficio. En tanto amigo mío y de mi familia, puede que quizá... de hecho estoy segura de que su placer en otorgarlo es más grande; pero, le doy mi palabra, usted no debe nada a ninguna intervención mía.

En honor a la verdad, debía reconocer una participación, aunque fuera pequeña, en la acción; pero al mismo tiempo era tan poco lo que deseaba aparecer como la benefactora de Edward, que lo admitió con reservas, lo que probablemente contribuyó a que en la mente de él se fijara esa idea que hacía poco le había aparecido como sospecha. Durante algunos momentos después de que Elinor terminó de hablar, se mantuvo sumido en sus pensamientos; finalmente, como haciendo un esfuerzo, dijo:

 

—El coronel Brandon parece un hombre de gran valer y respetabilidad. Siempre he escuchado hablar de él en esos términos, y sé que el señor Dashwood, su hermano, lo estima mucho. Sin duda es un hombre de gran sensatez y un perfecto caballero en sus modales.

—Es cierto —replicó Elinor—, y estoy segura de que, al conocerlo mejor, descubrirá que es todo eso que usted ha escuchado sobre él; y como serán vecinos tan cercanos (porque entiendo que la rectoría es casi colindante con la casa principal), es especialmente importante que sí lo sea.

Edward no contestó; pero cuando ella volvió la cabeza hacia otro lado, la miró de manera tan seria, tan intensa, tan poco alegre, que con sus ojos parecía decir que, a partir de ese instante, él habría deseado que la distancia entre la rectoría y la mansión fuera mucho mayor.

—¿El coronel Brandon, según pienso, se aloja en St. James Street? —le dijo a continuación, levantándose de su asiento.

Elinor le dio el número de la casa.

—Debo darme prisa, entonces, para manifestarle la gratitud que a usted no he podido ofrecer; para asegurarle que me ha hecho muy... muy feliz.

Elinor no procuró retenerlo; y se separaron después de que ella le hubo asegurado muy formalmente sus más firmes deseos de felicidad en todos los cambios de circunstancias que debiera vivir; y que él hizo algunos esfuerzos por corresponder los mismos buenos deseos, aunque sin saber bien cómo expresarlos.

“Cuando lo vuelva a ver”, se dijo Elinor mientras la puerta se cerraba tras él, “lo que veré será el marido de Lucy”.

Y con esta agradable premonición se sentó a meditar sobre el pasado, recordar las palabras e intentar comprender los sentimientos de Edward; y, por supuesto, a reflexionar sobre su propio disgusto.

Cuando la señora Jennings volvió a casa, aunque venía de ver a gente que nunca había visto antes y sobre la que, por tanto, debía tener mucho que decir, tenía la mente tanto más llena del importante secreto en su poder que de cualquier otra cosa, que retomó el tema apenas apareció Elinor.

—Bien, querida —exclamó—, le envié al joven. Estuvo bien, ¿verdad? Y supongo que no se topó con mayores obstáculos. ¿No lo encontró demasiado reacio a aceptar su propuesta?

—No, señora; no era de esperar tal cosa.

—Bien, ¿y cuándo estará preparado? Pues parece que todo depende de eso.

—En realidad —dijo Elinor—, sé tan poco de esta clase de formalidades, que difícilmente puedo hacer conjeturas sobre el tiempo o la preparación que se requiera; pero supongo que en dos o tres meses podrá completar su ordenación.

—¿Dos o tres meses? —exclamó la señora Jennings—. ¡Dios mío, querida! ¡Y lo dice con tanto sosiego! ¡Y el coronel debiendo esperar dos o tres meses! ¡Que Dios me libre! Creo que yo no tendría aguante. Y aunque cualquiera estaría muy contento de hacerle un servicio al pobre señor Ferrars, ciertamente pienso que no vale la pena esperarlo dos o tres meses. Seguro que se podrá encontrar a alguien más que sirva igual... alguien que ya haya recibido las órdenes.

—Mi querida señora —dijo Elinor—, ¿de qué está hablando? Pero, si el único objetivo del coronel Brandon es prestarle un servicio al señor Ferrars.

—¡Que Dios la bendiga, querida mía! ¡No creo que esté intentando convencerme de que el coronel se casa con usted para darle diez guineas al señor Ferrars!

Tras esto el engaño no pudo continuar, y de inmediato dio paso a una explicación que en el momento divirtió enormemente a ambas, sin pérdida importante de felicidad para ninguna de las dos, porque la señora Jennings se limitó a cambiar una alegría por otra, y todavía sin abandonar sus expectativas respecto de la primera.

—Sí, sí, la rectoría no deja de ser pequeña —dijo, tras la primera fiebre de su sorpresa y satisfacción—, y probablemente necesite arreglos; ¡pero escuchar a un hombre disculpándose, tal como lo pensé, por una casa que, por lo que sé, tiene cinco salas de estar en el primer piso y, según creo haberle escuchado al ama de llaves, tiene cabida para quince camas...! ¡Y para usted también, acostumbrada a vivir en la casita de Barton! Parecía tan ridículo. Pero, querida, debemos sugerirle al coronel que modernice algo la rectoría, que la acomode para ellos antes de que llegue Lucy.

—Pero el coronel Brandon no parece creer que el beneficio sea bastante para permitirles casarse.

—El coronel es un papanatas, querida; como él tiene dos mil libras al año para vivir, cree que nadie puede casarse con menos. Le doy mi palabra de que, si estoy viva, haré una visita a la rectoría de Delaford antes de la fiesta de san Miguel; y créame que no pienso ir si Lucy no está allí.

Elinor era de la misma opinión en cuanto a que probablemente no iban a aguardar más.

Capítulo XLI

Tras haber ido a agradecer al coronel Brandon, Edward se dirigió a casa de Lucy con su felicidad a cuestas; y esta era tan grande cuando llegó a Bartlett’s Buildings, que al día siguiente la joven pudo asegurarle a la señora Jennings, que la había ido a visitar para felicitarla, que nunca antes en toda su vida lo había visto tan alegre.

Por lo menos la felicidad de Lucy y su estado de ánimo no dejaban lugar a dudas, y con gran entusiasmo se unió a la señora Jennings en sus expectativas de un grato encuentro en la rectoría de Delaford antes del día de san Miguel. Al mismo tiempo, estaba tan lejos de negar a Elinor el crédito que Edward le daría, que se refirió a su amistad por ambos con la más entusiasta gratitud, estaba pronta a reconocer cuánto le debían, y declaró abiertamente que ningún esfuerzo, presente o futuro, que realizara la señorita Dashwood en bien de ellos la sorprendería, puesto que la creía capaz de cualquier cosa por aquellos a quienes realmente apreciaba. En cuanto al coronel Brandon, no solo estaba dispuesta a adorarlo como a un santo, sino que, más aún, verdaderamente deseaba que en todas las cosas terrenales se lo tratara como tal; deseaba que las contribuciones que recibía aumentaran al máximo; y secretamente decidió que, una vez en Delaford, se valdría lo más posible de sus criados, su carruaje, sus vacas y sus gallinas.

Había pasado ya una semana desde la visita de John Dashwood a Berkeley Street, y como desde entonces no habían tenido ninguna noticia sobre la indisposición de su esposa más allá de una averiguación verbal, Elinor comenzó a pensar que era necesario hacerle una visita. Sin embargo, tal obligación no solo iba en contra de sus propios principios, sino que, además, no encontraba ningún ánimo en sus compañeras. Marianne, no satisfecha con negarse absolutamente a ir, intentó con todas sus fuerzas impedir que fuera su hermana; y en cuanto a la señora Jennings, aunque su carruaje estaba siempre al servicio de Elinor, era tanto lo que le disgustaba la señora de John Dashwood, que ni el cotilleo de averiguar cómo estaba tras el tardío descubrimiento, ni su intenso deseo de agraviarla tomando partido por Edward, pudieron vencer su inclinación a estar de nuevo en su compañía. Como resultado, Elinor partió sola a una visita que nadie podía tener menos deseos de hacer, y a correr el riesgo de un tête-à-tête con una mujer que a nadie podía repugnarle con más motivos que a ella.

Le dijeron que la señora Dashwood no estaba; pero antes de que el carruaje pudiera regresar, por casualidad salió su esposo. Manifestó gran placer en encontrarse con Elinor, le dijo que en ese momento iba a visitarlas a Berkeley Street, y asegurándole que Fanny estaría feliz de verla, la invitó a entrar.

Subieron hasta la sala. Estaba vacía.

—Supongo que Fanny está en su habitación —le dijo—; iré a buscarla de inmediato, porque estoy seguro de que no tendrá ningún inconveniente en verte a ti... lejos de ello, en realidad. Especialmente ahora... pero, de todos modos, tú y Marianne siempre fueron sus favoritas. ¿Por qué no vino Marianne?

Elinor la disculpó lo mejor que supo.

—No lamento verte a ti sola —replicó él—, porque tengo mucho que hablar contigo. Este beneficio del coronel Brandon, ¿es verdad? ¿Realmente se lo ha ofrecido a Edward? Lo escuché ayer por casualidad, e iba a verte con el propósito de averiguar más sobre ello.

—Es completamente cierto. El coronel Brandon le ha conferido el beneficio de Delaford a Edward.

—¿Es posible? ¡Qué inaudito! ¡No hay ninguna relación, ningún parentesco entre ellos! ¡Y ahora que los beneficios se negocian a un precio tan alto! ¿Cuánto da este?

—Cerca de doscientas libras al año.

—Muy bien, y para la siguiente postulación a un beneficio de ese valor, suponiendo que el último titular haya sido viejo y de mala salud, y lo fuera a dejar vacante luego, podría haber conseguido, digamos, mil cuatrocientas libras. ¿Y cómo es posible que no dejara listo ese asunto antes de que muriera esta persona? Por supuesto, ahora es muy tarde para venderlo, ¡pero alguien con la sensatez del coronel Brandon! ¡Me extraña que haya sido tan poco previsor en algo por lo que es tan usual, tan natural preocuparse! Bien, estoy convencido de que casi todos los seres humanos tienen enormes fallos.

Pensando en ello, sin embargo, creo que esto puede ser lo que ha ocurrido: Edward mantendrá el beneficio hasta que la persona a quien el coronel realmente ha vendido la postulación tenga la edad suficiente para hacerse cargo de él. Sí, sí, es lo que ha sucedido, puedes estar segura.

Elinor lo contradijo, sin embargo, por completo; y lo obligó a aceptar su autoridad en la materia contándole que el coronel Brandon le había encomendado a ella transmitir su ofrecimiento a Edward y, por tanto, tenía que entender bien los términos en que había sido realizado.

—¡Es en verdad impensable! —exclamó él, después de escuchar sus palabras—. ¿Y qué motivo habrá tenido el coronel para hacerlo?

—Uno muy sencillo: ayudar al señor Ferrars.

—Bien, bien; sea lo que fuere el coronel Brandon, ¡Edward Ferrars es un hombre con suerte! Sin embargo, no le menciones a Fanny este asunto; porque aunque lo ha sabido por mí y lo ha tomado bastante bien, no querrá oír referirse mucho a ello.

En este punto le costó algo a Elinor refrenarse de observar que, a su parecer, Fanny bien podría haber sobrellevado con sano equilibrio la adquisición de un capital por parte de su hermano a través de medios que no significaban un empobrecimiento ni para ella ni para su hijo.

—La señora Ferrars —añadió él, bajando la voz a un tono acorde con la importancia del tema— hasta ahora no sabe nada de esto, y creo que será mejor ocultárselo mientras podamos. Cuando se realice la boda, temo que deberá enterarse de todo.

—Pero, ¿por qué habría de tomarse tales precauciones? Aunque no se debiera suponer que la señora Ferrars pueda tener la menor satisfacción al saber que su hijo tiene el dinero suficiente para vivir... tal cosa sería impensable; pero, ¿por qué, después de lo que hizo, debe suponerse que a ella le importe algo? Ha terminado con su hijo, lo ha expulsado de su lado para siempre y ha hecho que todos aquellos sobre quienes tiene influencia se comporten igual. Con toda seguridad, después de haber hecho esto no es posible imaginarla capaz de sentir alguna pena o alegría relacionada con él..., no puede interesarle nada que le suceda. ¡No será tan inconsistente como para despreocuparse del bienestar de un hijo, y luego seguir preocupándose por él como lo haría una madre!

—¡Ay, Elinor! —dijo John—. Tu razonamiento es consistente, pero en su base hay ignorancia de lo que es la naturaleza humana. Cuando se lleve a cabo la infortunada unión de Edward, no te quepa duda de que su madre sufrirá tanto como si jamás lo hubiera arrojado de su lado; por ello, mientras sea posible, es necesario ocultarle todas las circunstancias que puedan adelantar ese espantoso momento. La señora Ferrars jamás podrá olvidar que Edward es su hijo.

—Me sorprendes; habría creído que a estas alturas ya casi se le había borrado de la memoria.

—Estás completamente equivocada. La señora Ferrars es una de las madres más afectuosas que existen.

Elinor guardó silencio.

—Ahora —dijo el señor Dashwood tras una breve pausa—, estamos pensando que Robert contraiga matrimonio con la señorita Morton.

 

Elinor, sonriendo ante el tono grave e importantísimo de la voz de su hermano, le contestó muy tranquila:

—La dama, me imagino, no tiene libertad en esto.

—¡Libertad! ¿Qué quieres decir?

—Todo lo que quiero decir es que supongo, por tu forma de hablar, que a la señorita Morton le debe dar lo mismo casarse con Edward o con Robert.

—Por supuesto que no hay diferencia alguna; porque ahora Robert, para todos los efectos y propósitos, será considerado el hijo mayor; y en lo demás, ambos son jóvenes muy agradables... no he sabido que uno sea superior al otro.

Elinor volvió a callar, y John también guardó silencio durante algunos instantes. Puso fin a sus reflexiones de la siguiente manera:

—De una cosa, mi querida hermana —le dijo cogiéndole una mano tiernamente y hablándole en un impresionante susurro—, puedes estar segura: y te la haré saber, porque sé que te gustará. Tengo buenas razones para creer... en verdad, lo sé de la mejor fuente o no lo repetiría, porque en caso contrario sería muy incorrecto contarlo... pero lo sé de la mejor fuente... no que se lo haya escuchado decir exactamente a la misma señora Ferrars, pero su hija sí lo hizo, y ella me lo mencionó a mí... que, en resumen, más allá de las objeciones que pudo haber contra cierta... cierta unión... ya me comprendes... la señora Ferrars la habría preferido mil veces, no la habría molestado ni la mitad que esta. Me sentí muy contento de saber que lo veía desde ese punto de vista... una circunstancia muy gratificante, te imaginarás, para todos nosotros. “No habría tenido punto de comparación”, dijo, “de dos males, el menor; y ahora estaría dispuesta a transigir para que no ocurriese nada peor”. Pero todo eso está fuera de debate: no hay que pensar en ello, ni mencionarlo; en lo referente a cualquier unión, ya lo sabes... no hay posibilidad alguna... todo eso ha concluido. Pero pensé contarte esto, porque sabía cuánto te complacería. No que tengas nada que lamentar, mi querida Elinor. No cabe duda de que lo estás haciendo muy bien... igual de bien o, si se toma en cuenta todo, quizá mejor... ¿Has estado con el coronel Brandon hace poco?

Elinor había escuchado bastante si no para gratificar su vanidad y elevar su autoestima, para agitar sus nervios y hacerla pensar; y le alegró, por tanto, que la entrada del señor Ferrars la salvara de tener que responder a tanta cosa y del peligro de escuchar más a su hermano. Tras charlar durante algunos momentos, John Dashwood, recordando que aún no había informado a Fanny sobre la presencia de su hermana, abandonó la habitación en su búsqueda. Y Elinor quedó allí con la tarea de mejorar su relación con Robert, el cual, con su alegre despreocupación, con la satisfecha autocomplacencia que le permitía disfrutar de un tan injusto reparto del amor y de la generosidad de su madre en perjuicio de su hermano excluido... amor y generosidad de los que se había hecho merecedor tan solo por su propia vida disipada y la integridad de ese hermano, confirmaba a Elinor en su más negativa opinión sobre su inteligencia y sentimientos.

Casi no habían estado dos minutos a solas cuando él empezó a hablar de Edward, pues también había sabido del beneficio e hizo muchas preguntas sobre ello. Elinor repitió los detalles que ya le había comunicado a John, y el efecto que tuvieron en Robert, aunque muy diferente, no fue menos fuerte. Se rio sin ninguna medida. La idea de Edward transformado en clérigo y viviendo en una pequeña casa parroquial lo divertía extraordinariamente; y cuando a ello agregó la fantástica visión de Edward leyendo plegarias vestido con una sobrepelliz blanca y haciendo las amonestaciones públicas del matrimonio de John Smith y Mary Brown, no pudo imaginarse nada más cómico.

Elinor, en tanto, aguardaba en silencio y con imperturbable gravedad, el fin de tales necedades, sin poder evitar que sus ojos se clavaran en él con una mirada que mostraba todo el desprecio que le infundía. Era una mirada, sin embargo, muy bien dirigida, porque alivió sus sentimientos sin darle a entender nada a él. Cuando él dejó de lado sus comentarios ingeniosos, no lo hizo llevado por ningún reproche de ella, sino por su propia sensibilidad.

—Podemos bromear al respecto —dijo por último, recuperándose de las risas afectadas que habían alargado demasiado la genuina alegría del instante—, pero, a fe mía, es algo muy serio. ¡Pobre Edward! Está arruinado para siempre. Lo lamento enormemente, porque sé que es una criatura de muy buen corazón, tan bien intencionado como el que más. No debe juzgarlo, señorita Dashwood, basándose en lo poco que lo conoce. ¡Pobre Edward! Es cierto que su conducta no es la más adecuada. Pero ya se sabe que no todos nacemos con las mismas capacidades, con el mismo empaque. ¡Pobre muchacho! ¡Imaginarlo entre extraños! ¡Qué cosa tan penosa! Pero a fe mía que es de tan gran corazón como el mejor del reino; y le digo y le aseguro que nada me ha sacudido nunca tanto como esto que ha ocurrido. No podía imaginarlo.

Mi madre fue la primera en decírmelo, y yo, sintiendo que debía actuar con firmeza, de inmediato le dije: “Mi querida señora, no sé qué se propone hacer en estas circunstancias, pero en cuanto a mí, debo decirle que si Edward se casa con esta joven, yo no lo volveré a mirar nunca más”. Eso fue lo que le dije de inmediato... ¡me sentía escandalizado más allá de todo lo imaginable! ¡Pobre Edward! ¡Se ha hundido por completo! ¡Se ha marginado para siempre de toda sociedad decente! Pero mientras se lo decía directamente a mi madre, no me extrañaba en absoluto; es lo que se podía esperar de la educación que recibió. Mi pobre madre casi se volvió loca.

—¿Ha visto alguna vez a la joven?

—Sí, una vez, cuando estaba alojada en esta casa. Me había dejado caer por unos diez minutos, y me bastó con lo que vi de ella. Una simple muchacha pueblerina, zafia, sin estilo ni elegancia, y casi sin ningún atractivo. La recuerdo a la perfección. Justo el tipo de muchacha que habría creído capaz de cautivar al pobre Edward. Apenas mi madre me contó todo el asunto, enseguida me ofrecí a hablarle, a disuadirlo del enlace; pero, según pude constatar, ya era demasiado tarde para hacer algo, pues por desgracia no estuve ahí en los primeros instantes y no supe nada de lo sucedido hasta después de la ruptura, cuando, ya sabe usted, no me correspondía interferir. Pero si se me hubiera informado unas pocas horas antes, quizás habría podido hacer algo. De todas maneras le habría hecho ver las cosas a Edward con toda claridad. “Mi querido amigo”, le habría dicho, “piensa en lo que haces. Estás comprometiéndote en la más desafortunada unión, que toda tu familia desaprueba de forma unánime”. En fin, no puedo evitar pensar que habría encontrado alguna manera de conseguirlo. Pero ahora es demasiado tarde. Debe estar muerto de hambre, sabe usted; con toda seguridad, totalmente muerto de hambre.

Acababa de plantear este punto con gran seriedad cuando la llegada de la señora de John Dashwood puso fin al tema. Pero aunque esta nunca lo mencionaba fuera de su propia familia, Elinor pudo ver cómo influía en su mente, visible en ese algo como expresión confundida que tenía al entrar y en un intento de cordialidad en su trato hacia ella. Incluso llegó tan lejos como mostrarse afectada por el hecho de que Elinor y su hermana dejarían tan pronto la ciudad, y había confiado en verlas más; un esfuerzo en el cual su marido, que la había acompañado a la habitación y seguía cada una de sus palabras con aire enamorado, parecía encontrar todo lo que hay de más tierno y agraciado.