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Capítulo II

El señor Bennet fue uno de los primeros en presentar sus respetos al señor Bingley. Siempre tuvo el deseo de visitarlo, aunque, en última instancia, siempre le aseguraba a su esposa que no lo haría; y hasta la tarde después de su visita, su mujer no se enteró de nada. La cosa se llegó a saber por el siguiente camino: observando el señor Bennet cómo su hija se colocaba un sombrero, dijo:

—Espero que al señor Bingley le sea de su agrado, Lizzy.

—¿Cómo podemos averiguar qué le gusta al señor Bingley —manifestó su esposa resentida— si todavía no hemos ido a visitarlo?

—Olvidas, mamá —dijo Elizabeth— que lo veremos en las fiestas, y que la señora Long ha prometido presentárnoslo.

—No creo que la señora Long haga semejante cosa. Ella tiene dos sobrinas en quienes pensar; es egoísta e hipócrita y no es de fiar.

—Ni yo tampoco me fío —dijo el señor Bennet— y me alegro de saber que no dependes de sus servicios.

La señora Bennet no se dignó responder; pero incapaz de contenerse empezó a reprender a una de sus hijas.

—¡Por el amor de Dios, Kitty no sigas tosiendo así! Ten compasión de mis nervios. Me los estás haciendo polvo.

—Kitty no es nada discreta tosiendo —dijo su padre—. Siempre lo hace en momento inadecuado.

—A mí no me divierte toser —replicó Kitty lamentándose.

—¿Cuándo es tu próximo baile, Lizzy?

—De mañana en quince días.

—Sí, así es —exclamó la madre—. Y la señora Long no volverá hasta un día antes; así que le será imposible presentarnos al señor Bingley, porque todavía no le conocerá.

—Entonces, señora Bennet, puedes adelantarte a tu amiga y presentárselo tú a ella.

—Imposible, señor Bennet, imposible, cuando yo tampoco le conozco. ¿Por qué te burlas?

—Celebro tu discreción. Una amistad de quince días es ciertamente muy poco. En realidad, al cabo de solo dos semanas no se puede saber muy bien qué clase de hombre es. Pero si no nos aventuramos nosotros, lo harán otros. Al fin y al cabo, la señora Long y sus sobrinas pueden aguardar a que se les presente su oportunidad; pero, sin embargo, como creerá que es un acto de delicadeza por su parte el declinar la atención, seré yo el que os lo presente.

Las muchachas miraron a su padre con atención. La señora Bennet se limitó a decir:

—¡Sandeces, sandeces!

—¿Qué significa esa desorbitada protesta? —preguntó el señor Bennet—. ¿Consideras las fórmulas de presentación como necedades, con la importancia que guardan? No estoy de acuerdo contigo en eso. ¿Qué opinas tú, Mary? Que yo sé que eres una joven muy juiciosa, y que lees grandes libros y los resumes.

Mary quiso decir algo equilibrado, pero no supo hacerlo.

—Mientras Mary aclara sus ideas —siguió él—, volvamos al señor Bingley.

—¡Estoy hasta las narices del señor Bingley! —chilló su esposa.

—Siento mucho oír eso; ¿por qué no me lo contaste antes? Si lo hubiese sabido esta mañana, no habría ido a su casa. ¡Mala suerte! Pero como ya le he visitado, no podemos rechazar ahora su amistad.

La sorpresa de las señoras fue precisamente lo que él deseaba; quizás lo de la señora Bennet sobrepasara al resto; aunque una vez acabado el alboroto que produjo la alegría, declaró que en el fondo era lo que ella siempre había figurado.

—¡Mi querido señor Bennet, qué bueno eres! Pero sabía que al final te convencería. Estaba segura de que quieres suficientemente a tus hijas como para no descuidar este asunto. ¡Qué contenta estoy! ¡Y qué broma tan sugerente, que hayas ido esta mañana y no nos hayas dicho nada hasta ahora!

—Ahora, Kitty, ya puedes toser cuanto quieras —dijo el señor Bennet; y salió del cuarto fatigado por el entusiasmo de su mujer.

—¡Qué padre más magnífico tenéis, hijas! —dijo ella una vez cerrada la puerta—. No sé cómo podréis agradecerle alguna vez su cortesía, ni yo tampoco, en lo que a esto se refiere. A estas alturas, os aseguro que no es agradable hacer nuevas amistades todos los días. Pero por vosotras haríamos cualquier cosa. Lydia, cariño, aunque eres la más joven, apostaría a que el señor Bingley bailará contigo en el próximo baile.

—Estoy tranquila —dijo Lydia con seguridad—, porque aunque soy la más joven, soy la más alta.

El resto de la tarde se lo pasaron haciendo hipótesis sobre si el señor Bingley devolvería pronto su visita al señor Bennet, y fijaron cuándo podrían invitarle a cenar.

Capítulo III

Aunque la señora Bennet, con la ayuda de sus hijas, indagase sobre el tema, no conseguía sacarle a su marido ninguna descripción clara sobre el señor Bingley. Le presionaron de varias maneras: con preguntas clarísimas, suposiciones ingeniosas, y con indirectas; pero por muy sagaces que fueran, él las esquivaba todas. Y al final no tuvieron más remedio que aceptar la información de segunda mano de su vecina lady Lucas. Su impresión era muy favorable, sir William había quedado entusiasmado con él. Era joven, guapísimo, extremadamente simpático y para delicia pensaba asistir al próximo baile con un grupo de amigos. No podía haber nada mejor. El que fuese aficionado al baile era ciertamente una ventaja a la hora de enamorarse; y así se forjaron grandes esperanzas para conseguir el corazón del señor Bingley.

—Si pudiera contemplar a una de mis hijas viviendo felizmente en Netherfield, y a las otras igual de bien casadas, ya no anhelaría más en la vida —le manifestó la señora Bennet a su marido.

Pocos días después, el señor Bingley le devolvió la visita al señor Bennet y pasó con él diez minutos en su biblioteca. Él había abrigado la esperanza de que se le permitiese ver a las muchachas de cuya belleza había oído hablar mucho; pero no vio más que al padre. Las señoras tuvieron más suerte, porque gozaron de la ventaja de poder comprobar desde una ventana alta que el señor Bingley llevaba un abrigo azul y montaba un caballo negro.

Acto seguido le transmitieron una invitación para que fuese a cenar. Y cuando la señora Bennet tenía ya pensados los manjares que realzarían su saber hacer de ama de casa, recibieron una respuesta que echaba todo a perder. El señor Bingley se veía precisado a desplazarse a la ciudad al día siguiente, y por lo tanto no podía aceptar el honor de su invitación. La señora Bennet se quedó bastante turbada. No podía pensar qué negocios le reclamaban en la ciudad tan poco tiempo después de su llegada a Hertfordshire; y empezó a recelar que iba a andar siempre revoloteando de un lado para otro sin establecerse de fijo y como es debido en Netherfield. Lady Lucas sosegó un poco sus temores llegando a la conclusión de que solo iría a Londres para reunir a un grupo de amigos para la fiesta. Y pronto se difundió el rumor de que Bingley iba a traer a doce damas y a siete caballeros para el baile. Las muchachas se molestaron por semejante número de damas; pero el día antes del baile se consolaron al saber que en lugar de doce había traído solo a seis, cinco hermanas y una prima. Y cuando el día del baile aparecieron en el salón, solo eran cinco en total: el señor Bingley, sus dos hermanas, el marido de la mayor y otro joven.

El señor Bingley era gallardo, tenía aspecto de caballero, semblante simpático y modales sencillos y poco amenazados. Sus hermanas eran mujeres guapísimas y de indudable refinamiento. Su cuñado, el señor Hurst, casi no poseía parte de caballero; pero fue su amigo el señor Darcy el que pronto centró la atención del salón por su exquisita personalidad, era un hombre alto, de agradables facciones y de aspecto ennoblecido. Pocos minutos después de su entrada ya circulaba el rumor de que su renta era de diez mil libras al año. Los señores confesaban que era un hombre que tenía mucha clase; las señoras opinaban que era mucho más guapo que Bingley, siendo admirado durante casi la mitad de la velada, hasta que su conducta produjo tal disgusto que hicieron cambiar el curso de su buena reputación; se reveló que era un hombre orgulloso, que ambicionaba estar por encima del resto y demostraba su rechazo al ambiente que le rodeaba; ni siquiera sus extensas posesiones en Derbyshire podían salvarle ya de mostrarse odioso y antipático y de que se considerase que no valía nada comparado con su acompañante.

El señor Bingley pronto hizo amistad con las principales personas del salón; era vivo y cortés, no se perdió ni un solo baile, lamentó que la fiesta acabase tan pronto y habló de dar una él en Netherfield. Tan atractivas cualidades hablaban por sí solas. ¡Qué diferencia entre él y su amigo! El señor Darcy bailó solo una vez con la señora Hurst y otra con la señorita Bingley, no quiso que le presentasen a ninguna otra dama y se pasó el resto de la noche paseando por el salón y hablando ocasionalmente con alguno de sus acompañantes. Su carácter estaba definitivamente definido. Era el hombre más orgulloso y más insoportable del mundo y todos aguardaban que no volviese más por allí. Entre los más ofendidos con Darcy estaba la señora Bennet, cuyo disgusto por su conducta se había agravado convirtiéndose en una ofensa personal por haber despreciado a una de sus hijas.

Había tan pocos caballeros que Elizabeth Bennet se había visto obligada a sentarse durante dos bailes; en ese tiempo Darcy estuvo lo suficientemente cerca de ella para que la muchacha pudiese oír una conversación entre él y el señor Bingley, que dejó el baile unos momentos para convencer a su amigo de que se uniese a ellos.

—Ven, Darcy —le dijo—, tienes que bailar. No aguanto verte ahí de pie, solo y con esa actitud imbécil. Es mejor que bailes.

—No pienso hacerlo. Sabes cómo lo odio, a no ser que conozca personalmente a mi pareja. En una fiesta como esta no me sería posible. Tus hermanas están comprometidas, y bailar con cualquier otra mujer de las que hay en este salón sería como una afrenta para mí.

 

—No deberías ser tan exigente y cascarrabias —se lamentó Bingley—. ¡Por lo que más quieras! Palabra de honor, nunca había visto a tantas muchachas tan atractivas como esta noche; y hay algunas que son singularmente hermosas.

—Tú estás bailando con la única chica guapa del salón —dijo el señor Darcy mirando a la mayor de las Bennet.

—¡Oh! ¡Ella es la criatura más hermosa que he visto en mi vida! Pero justo detrás de ti está sentada una de sus hermanas que es muy guapa y apostaría que muy simpática. Deja que le ruegue a mi pareja que te la presente.

—¿Qué dices? —y, volviéndose, miró por un instante a Elizabeth, hasta que sus miradas se cruzaron, él apartó rápidamente la suya y dijo con grosería—: No está mal, aunque no es lo bastante guapa como para seducirme; y no estoy de humor para hacer caso a las jóvenes que han despreciado otros. Es mejor que regreses con tu pareja y disfrutes de sus sonrisas porque estás perdiendo el tiempo conmigo.

El señor Bingley siguió su consejo. El señor Darcy se alejó; y Elizabeth se quedó allí con sus no muy amistosos sentimientos hacia él. Sin embargo, confesó la historia a sus amigas con mucho desparpajo porque era graciosa y muy alegre, y tenía cierta gracia en hacer divertidas las cosas risibles.

En resumidas cuentas, la velada transcurrió felizmente para toda la familia. La señora Bennet vio cómo su hija mayor había sido ponderada por los de Netherfield. El señor Bingley había bailado con ella dos veces, y sus hermanas estuvieron pendientes de ella. Jane estaba tan contenta o más que su madre, pero se lo guardaba para ella. Elizabeth estaba contenta por Jane. Mary había oído cómo la señorita Bingley decía de ella que era la muchacha más culta del vecindario. Y Catherine y Lydia habían tenido la suerte de no quedarse en ningún momento sin pareja, que, como les habían enseñado, era lo único que debían pretender en los bailes. Así que regresaron alegres a Longbourn, el pueblo donde vivían y del que eran los habitantes más señalados. Encontraron al señor Bennet todavía levantado; con un libro delante perdía la noción del tiempo; y esta vez sentía gran curiosidad por lo que les había sucedido por aquella noche que había despertado tanta expectación. Llegó a pensar que la opinión de su esposa sobre el forastero pudiera ser negativa; pero pronto se apercibió de que lo que iba a oír era al revés.

—¡Oh!, mi querido señor Bennet —dijo su esposa al entrar en la habitación—. Hemos tenido una velada magnífica, el baile fue maravilloso. Me habría complacido que hubieses estado allí. Jane despertó tal admiración, nunca se había visto nada igual. Todos comentaban lo guapa que estaba, y el señor Bingley la encontró guapísima y bailó con ella dos veces. Fíjate, querido; bailó con ella dos veces. Fue a la única de todo el salón a la que sacó a bailar por segunda vez. La primera a quien sacó fue a la señorita Lucas. Me puso de bastante mal humor verlo bailar con ella, pero a él no le satisfizo nada. ¿A quién puede agradarle?, ¿no crees? Sin embargo pareció quedarse hechizado por Jane cuando la vio bailar. Así es que se interesó por ella, se la presentaron y le solicitó el siguiente baile. Entonces bailó el tercero con la señorita King, el cuarto con María Lucas, el quinto otra vez con Jane, el sexto con Lizzy y el boulanger...2

—¡Si hubiese tenido algún miramiento conmigo —gritó el marido impaciente— no habría gastado tanto! ¡Por el amor de Dios, no me hables más de sus parejas! ¡Tanto mejor se hubiese torcido un tobillo en el primer baile!

—¡Oh, querido mío! Me tiene fascinada, es increíblemente guapo, y sus hermanas son simpatiquísimas. Llevaban los vestidos más elegantes que he visto en mi vida. El encaje del de la señora Hurst...

Aquí fue atajada de nuevo. El señor Bennet no quiso saber nada de atuendos. Por lo tanto ella se vio obligada a pasar a otro capítulo del relato, y contó, con gran amargura y algo de prosopopeya, la escandalosa grosería del señor Darcy.

—Pero puedo darte por sentado —añadió— que Lizzy no pierde gran cosa con no ser su tipo, porque es el hombre más antipático y horrible que existe, y no merece el aprecio de nadie. Es tan estirado y tan orgulloso que no hay forma de soportarle. No hacía más que ir de un lado para otro como un pavo real. Ni siquiera es lo suficientemente guapo para que valga la pena bailar con él. Me habría gustado que hubieses estado allí y que le hubieses dado una buena lección. Le odio.

Panadero: Baile popular francés.

Capítulo IV

Cuando Jane y Elizabeth se quedaron solas, la primera, que había sido reservada a la hora de elogiar al señor Bingley, confesó a su hermana lo mucho que lo admiraba.

—Es todo lo que un hombre joven debería albergar en su interior —dijo ella—, sensato, alegre, con sentido del humor; jamás había conocido modales tan desenvueltos, tanta naturalidad con una educación tan completa.

—Y también es apuesto —replicó Elizabeth—, lo cual nunca está de más en un joven. De forma que es un hombre completo.

—Me sentí muy lisonjeada cuando me sacó a bailar por segunda vez. No esperaba semejante cumplido.

—¿No te lo esperabas? Yo sí. Esa es la gran diferencia entre nosotras. A ti los cumplidos siempre te cogen de improviso, a mí, jamás. Era lo más normal que te sacase a bailar por segunda vez. No pudo pasarle por alto que eras cinco veces más guapa que todas las demás mujeres que había en el salón. No agradezcas su galantería por eso. Bien, es cierto que es muy agradable, apruebo que te guste. Te han gustado muchas personas necias.

—¡Lizzy, querida!

—¡Oh! Sabes perfectamente que tienes cierta predisposición a que te guste toda la gente. Nunca ves un defecto en nadie. Todo el mundo es bueno y agradable a tus ojos. Nunca te he oído hablar mal de un ser humano.

—No quisiera ser injusta al censurar a alguien; pero siempre digo lo que pienso.

—Ya lo sé; y es eso lo que sorprende. Estar tan ciega para las locuras y tonterías de los demás, con el buen juicio que posees. Fingir inocencia es algo bastante normal, se ve en todas partes. Pero ser cándido sin alardes ni premeditación, quedarse con lo bueno de cada uno, mejorarlo más, y no decir nada de lo negativo, eso solo lo haces tú. Y también te complacen sus hermanas, ¿no es así? Sus modales no se parecen en nada a los de él.

—Al principio desde luego que no, pero cuando charlas con ellas son muy simpáticas. La señorita Bingley va a venir a vivir con su hermano y a ocuparse de su casa. Y, o mucho me equivoco, o estoy segura de que encontraremos en ella a una vecina agradabilísima.

Elizabeth escuchaba en silencio, pero no estaba convencida. El comportamiento de las hermanas de Bingley no había sido a propósito para gustar a nadie. Mejor observadora que su hermana, con un temperamento menos dúctil y un juicio menos propenso a dejarse influir por las lisonjas, Elizabeth estaba poco dispuesta a aprobar a las Bingley. Eran, ciertamente, unas señoras muy distinguidas, bastante alegres cuando no se las contrariaba y, cuando ellas querían, muy simpáticas; pero orgullosas y altaneras. Eran bastante atractivas; habían sido educadas en uno de los mejores colegios de la capital y poseían una fortuna de veinte mil libras; estaban acostumbradas a gastar más de la cuenta y a relacionarse con gente de rango, por lo que se creían con el derecho de poseer una buena opinión de sí mismas y una pobre opinión de los demás. Eran oriundas de una honorable familia del norte de Inglaterra, circunstancia que estaba más indeleblemente grabada en su memoria que la de que tanto su fortuna como la de su hermano había sido lograda en el comercio.3

El señor Bingley heredó casi cien mil libras de su padre, quien ya había tenido la intención de comprar una mansión pero no vivió para realizarlo. El señor Bingley opinaba de la misma manera y a veces parecía decidido a hacer la elección dentro de su condado; pero como ahora poseía una buena casa y la libertad de un propietario, los que conocían bien su carácter tranquilo dudaban el que no pasase el resto de sus días en Netherfield y dejase la compra para la próxima generación.

Sus hermanas tenían ganas de que él tuviera una mansión de su propiedad. Pero aunque entonces no fuese más que arrendatario, la señorita Bingley no dejaba por eso de estar deseosa de presidir su mesa; ni la señora Hurst, que se había casado con un hombre más distinguido que rico, estaba menos dispuesta a considerar la casa de su hermano como la suya propia siempre que le interesase.

A menos de dos años escasos de haber llegado el señor Bingley a su mayoría de edad4, una casual recomendación le indujo a visitar la posesión de Netherfield. La vio por dentro y por fuera durante media hora, y se dio por satisfecho con las ponderaciones del propietario, alquilándola acto seguido.

Entre él y Darcy existía una firme amistad a pesar de tener caracteres tan contrarios. Bingley había ganado la simpatía de Darcy por su temperamento franco y dócil y por su naturalidad, aunque no hubiese una forma de ser que ofreciese mayor contraste a la suya y aunque él parecía estar orgulloso de su carácter. Bingley sabía el respeto que Darcy le profesaba, por lo que confiaba totalmente en él, así como en su buen discernimiento. Entendía a Darcy como nadie. Bingley no era nada necio, pero Darcy era mucho más agudo. Era al mismo tiempo orgulloso, reservado y cascarrabias, y aunque era muy educado, sus modales no le hacían nada atractivo. En lo que a esto atañía su amigo poseía toda la ventaja, Bingley estaba seguro de caer bien dondequiera que fuese, sin embargo Darcy era siempre antipático.

El mejor ejemplo es la forma en la que hablaron de la fiesta de Meryton. Bingley nunca había conocido a gente más agradable ni a chicas más atractivas en su vida; todo el mundo había sido de lo más cortés y atento con él, no había habido formalidades ni envaramiento, y pronto se hizo amigo de todo el salón; y por lo que respecta a la señorita Bennet, no podía concebir un ángel que fuese más bello. Por el contrario, Darcy había contemplado una colección de gente en quienes había poca belleza y ninguna elegancia, por ninguno de ellos había sentido el más mínimo interés y de ninguno había recibido atención o gusto alguno. Reconoció que la señorita Bennet era guapa, pero sonreía demasiado. La señora Hurst y su hermana lo admitieron, pero incluso así les gustaba y la admiraban, dijeron de ella que era una muchacha muy cariñosa y que no pondrían inconveniente en conocerla mejor. Quedó establecido, pues, que la señorita Bennet era una muchacha muy cariñosa y por esto el hermano se sentía con autorización para pensar en ella cómo y cuándo quisiera.

Circunstancia denigrante entonces. Las buenas fortunas debían provenir de las rentas de las fincas rurales y tierras.

Los ingleses alcanzaban su mayoría de edad a los veintiún años.