Sociales o salvajes

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1.

EL MIEDO SEGÚN HOBBES

1. EL ESTADO COMO ARTIFICIO

Thomas Hobbes (1588—1679) vivió a caballo entre Inglaterra y Francia. En 1608, tras sus estudios en Oxford, comenzó a trabajar como tutor de la familia Cavendish, condes de Devonshire. Con ellos permaneció hasta su muerte. Esa situación privilegiada le permitió dedicar su atención a pensar y a escribir. La obra por la que es conocido es su largo tratado Leviatán[1], publicada en 1651. Por ella ha entrado en la historia del pensamiento. Se trata de un escrito de madurez en el que la visión que ofrece de la naturaleza humana resulta oscura e inquietante. Lo que importa: ¿es también verdadera?

Ya desde la Introducción deja claro en qué consistirá su empeño. Presenta al hombre como un imitador de Dios. Dios ha creado y gobierna el mundo. De forma análoga, el hombre es capaz de fabricar artefactos. Los autómatas estuvieron de moda en esa época y durante el siglo siguiente: robots de ‘inteligencia artificial’ mecánica. Según la doctrina de Descartes (1596—1650), los cuerpos de los vivientes, res extensa, eran como máquinas, formados por engranajes y motores. En el caso de los hombres, al cuerpo lo gobernaba el espíritu, la res cogitans, desde un misterioso dentro. Esta se uniría al cuerpo en un punto sutil, apto para combinar materia y espíritu: la glándula pineal, algo así como el puente de mando donde el sujeto controlaría la nave. Los autómatas nacían como fruto de la acción e invención humanas. El sueño: que se parecieran tanto a los vivientes que llegaran a ser indistinguibles de estos. El ejemplo señero fue el pato de Vaucasson[2]. En realidad, nada demasiado diferente a muchas de las imágenes de la actual ciencia ficción, en la que se plantea si los androides sueñan con ovejas eléctricas, en el que los replicantes son incapaces de recordar si son cosas o sujetos a los que se les debe el reconocimiento de su dignidad[3].

La ‘vida artificial’ de los autómatas les hace parecer como vivientes. «¿Qué es el corazón sino un muelle? ¿Qué son los nervios sino cuerdas? ¿Qué son las articulaciones sino ruedas que dan movimiento a todo el cuerpo, tal y como fue concebido por el artífice?» (p. 45). La capacidad de imitar de las construcciones técnicas llega hasta la posibilidad de hacer algo cercano a la obra máxima de la naturaleza: el hombre. «Pues es mediante el arte como se crea ese gran LEVIATÁN que llamamos REPÚBLICA o ESTADO, en latín CIVITAS, y que no es otra cosa que un hombre artificial» (p. 45)[4]. El hombre es esencialmente un ser productivo, y «trabajando en sí mismo, se hace a sí mismo ciudadano. En la medida en que el hombre trabaja sobre sí, influenciando y cambiando su naturaleza de modo que se convierte en ciudadano, una parte de ese ser artificial llamado Estado, el hombre no es un ser natural»[5].

Evidentemente la idea no es nueva. Platón en la República también compara al Estado con el ser humano. Pero la propuesta hobbesiana tiene algo original: en el autor inglés el ‘artificio de lo social’ es mayor. Y la razón de esto es la referida identidad entre cuerpo y máquina. Saber montar un mecanismo desde cero es la solución a los problemas de funcionamiento. Hobbes no va a intentar llevar a los seres humanos hacia la perfección más alta. No se trata de redimirles. Le basta por ahora con conseguir que la convivencia funcione. Y por eso quiere tener bajo control todo el proceso de montaje[6].

¿Qué consecuencias tiene esta perspectiva? En el mecanicismo el principio de vida es algo exterior al cuerpo mecánico: no lo ‘empapa’, sino que lo acciona desde fuera. Las partes de un mecanismo son ‘externas’ entre sí. No tienen unidad orgánica, inmanencia. La relación entre las partes no es intrínseca sino accidental. Al automóvil se le pueden ir sustituyendo las piezas sin que se hable de ‘coche nuevo’. Se sustituye un espejo retrovisor, o el mismo motor, por otro. Para la máquina ‘ser’ significa ‘funcionar’. Es el fabricante, el ingeniero, el que dota de todo su significado al artefacto cuando consigue que cumpla su función. Hobbes propone que este sea el caso del Estado: no tiene ningún contenido propio o natural, todo lo que es lo es gracias al diseño de los hombres.

En el planteamiento de Aristóteles, los cuerpos vivos sí contaban con consistencia propia. El principio vital, que Aristóteles llama alma, daba el ser al compuesto, el cuerpo vivo. El alma le hace ser y ser lo que es (este gato, este perro, este hombre). La unidad interna del viviente es tal que es imposible crear con algo vivo un nuevo ser estric­tamente artificial. El caballo puede ser uncido al carro, pero no es uno con él. El carro queda como un vestido, como un bastón: se ata al caballo pero no forma parte de él. Caballo y carro son un agregado de cosas, no un ser en sí mismo, no una identidad.

Lo vivo es esencialmente incomponible. Puede relacionarse con otros, pero como quien se viste o se ata un reloj: ‘tiene’ esas cosas, pero no las es. La diferencia entre lo vivo y el artefacto en el planteamiento aristotélico es que mientras que lo primero es, por sí mismo, uno, lo segundo solo es uno en apariencia. Así lo explicaba el relato del barco de Teseo: conservado en la playa, se iban sustituyendo las piezas desgastadas por el agua y el salitre. Las piezas viejas se conservaron en un almacén de la ciudad. Al cabo de unos años, comenzaron con ellas la reconstrucción del barco de Teseo. En un momento dado tenían en la playa un barco antiguo hecho entero con piezas nuevas y en la plaza un barco nuevo hecho entero con piezas antiguas. En realidad, el barco de Teseo no era más que un nombre con el que se referían a un conjunto de maderas calafateadas. Aparte de eso, nunca había existido[7].

Volvamos a Hobbes. Inmediatamente después de introducir el carácter artificial del Estado, indica cómo ese artificio es «mayor de estatura y fuerza que el natural, para cuya protección y defensa fue concebido» (p. 45). De un modo todavía aproximativo, casi de rondó, se hace una afirmación de gran calado para la Modernidad: el artefacto está por encima del individuo. Dicho de otro modo: el individuo debe por subordinarse a la máquina. Esa máquina, el estado, la forman piezas menores, los ciudadanos. Y esos individuos están para servirla, como más tarde los obreros lo harán en las cadenas de montaje de las fábricas. El artificio, el artefacto, es superior a aquellos a los que controla, vigila, gobierna. Así, lo creado por el hombre, la idea, supera a lo real y concreto, el individuo singular. Hobbes, defensor de la figura del rey Absoluto, anuncia a aquellos que K. Popper calificó como «enemigos de la sociedad abierta»[8], a los que H. Arendt se refería en Los orígenes del Totalitarismo[9].

¿Por qué el Estado es mayor que el individuo? En parte porque el mecanismo se confunde con lo vivo y —realizando el sueño de los científicos del momento— ya no se logra distinguir al autómata de la persona. En un robot grande (un ‘robot formado por robots’) las piezas existen para el todo, se las valora respecto al todo, no por sí mismas.

Escribe Hobbes que «la soberanía actúa como alma artificial, como algo que da vida y movimiento a todo el cuerpo; los magistrados y otros oficiales de la judicatura y del ejecutivo son articulaciones artificiales; la recompensa y el castigo, por los cuales cada articulación y miembro que pertenece a la sede de la soberanía se mueve para desempeñar su misión, son los nervios que hacen lo mismo que el cuerpo natural; el dinero y las riquezas de cada miembro particular son la fuerza; la seguridad del pueblo es su finalidad; los consejeros, por quienes les son sugeridas a este cuerpo artificial todas las cosas que le son necesarias conocer, la memoria; la equidad y las leyes son una razón y una voluntad artificiales; la concordia es la salud; la sedición es la enfermedad y la guerra civil, la muerte» (p. 46).

Aparecen así los elementos (las piezas, los engranajes y cables) que forman el Estado. La suma de todos ellos da lugar a ese autómata grande, análogo a cualquier ser humano. El principal de estos elementos (y no por ello menos artificial) es la soberanía. Esta, como el alma, es el principio de vida, la fuente de unidad que perfecciona al conjunto dotándole de sentido. El resto de partes (magistrados, recompensas y castigos, dinero, etc.) están a su servicio (los individuos también). La excepción es la sedición y la guerra civil, que se presentan como enfermedades que disgregan ese cuerpo, y que por tanto siempre atentarán contra la ley y la justicia.

La necesidad del Estado se debe a la condición de los seres humanos. El hombre debe poner «la mirada en lo que le gustaría alcanzar (respice finem, busca el fin), como algo que centre todos tus pensamientos en el modo de lograrlo». Los animales, en cambio, no tienen «más pasiones que las sensuales, tales como el hambre, sed, apetito sexual y cólera» (p. 66). El pensamiento político de Hobbes depende, por tanto, de su visión de la naturaleza humana: la distinción que hay entre hombres y animales hace que solo los primeros necesiten de la invención del Estado. En el capítulo 17 subrayará cómo, aunque algunos animales (la abeja, la hormiga) parecen vivir en sociedad, en realidad no lo hacen en un Estado, pues no necesitan poder coercitivo. En estas especies no hay distinción entre el bien común y el bien privado de cada uno, el acuerdo que hay entre ellas es natural, y no son capaces de engañar a los otros pues carecen del arte de la palabra y de capacidad de disimulo (cf. p. 232 s.)[10].

La antropología es la clave de su pensamiento político. ¿Cuáles son los elementos que conforman la idea hobbesiana del hombre?

2. DE DESEO EN DESEO

En primer lugar, destaca nuestro autor la importancia del deseo. Lo hace con términos que se encuentran presentes en autores que se declararon admiradores del pensador inglés: Schopenhauer y Nietzsche[11]. El ser humano aparece como un animal de deseos que siempre se muestra insatisfecho pues en su horizonte aparece de forma constante la posibilidad de lograr más poder, riqueza, conocimiento, honores. Hobbes considera que «no tener deseos es estar muerto. Así, tener pasiones débiles es síntoma de embotamiento» (p. 121). Como consecuencia, «la felicidad en esta vida no consiste en el reposo de una mente completamente satisfecha. Un hombre cuyos deseos han sido colmados y cuyos sentidos e imaginación han quedado estáticos, no puede vivir. La felicidad es un continuo progreso en el deseo; un continuo pasar de un objeto a otro. Conseguir una cosa es solo un medio para lograr la siguiente» (p. 148). El apetito, deseo, humano resulta infinito; la persona vive en un hambre perpetua.

 

Muchos otros autores hablaron antes que Hobbes de esta insatisfacción nativa, radical, natural. Buena parte de ellos proponen explicaciones distintas. Para Platón, Aristóteles, san Agustín o santo Tomás, el hecho de que se dé la experiencia del carácter inagotable del anhelo humano señala que el objeto hacia el que apunta la búsqueda de una vida lograda trasciende la finitud, la condición efímera e imperfecta del mundo del movimiento. Y que el hombre alcanzará lo que anhela apuntando a las Ideas, a la contemplación del Primer Motor, al «corazón inquieto hasta que descanse en ti», a reconocer que en el enfrentamiento entre Marta y María es esta (la vida contemplativa) «la que ha tomado la mejor parte»[12].

Otros pensaron, como Hobbes, que lo propio del ser humano es «ir de deseo en deseo». El caso paradigmático, y quizá el más temprano, aparece en la acalorada conversación entre Sócrates y Calicles en el diálogo Gorgias de Platón. Allí el joven aristócrata, ya enfadado ante las sutilezas dialécticas del anciano filósofo, explicita la idea de que la felicidad solo se puede encontrar en el deseo todavía no cumplido: no nos hace felices la contemplación sino el movimiento. Sócrates se atreve a comparar esta propuesta con la figura de un tonel que nunca puede llenarse porque está roto. Calicles contesta que la felicidad trata precisamente de «derramar lo más posible». Sócrates pregunta qué ocurriría con un hombre que tuviera sarna. Esta le pica, y se alivia rascándose. Pero al rascarse la infección se extiende. De ese modo, cada vez le picará más. Y eso hará que el placer que produce rascarse sea cada vez mayor, aunque crecerá más aún la infección, y el placer, y la infección… ¿Es un modelo de felicidad, de vida plena? ¿No sucede más bien que si «conseguir una cosa es solo un medio para lograr la siguiente» la vida se convertirá en una fuente de perpetua insatisfacción y desencanto?[13].

¿A qué conduce el deseo incansable que toda la humanidad tiene por naturaleza? Hobbes dice que a la inclinación de «conseguir poder tras poder, que solo cesa con la muerte. (…) La competencia por alcanzar riquezas, honores, mando o cualquier otro poder, lleva al antagonismo, a la enemistad y a la guerra. Porque el modo en que un competidor consigue sus deseos es matando, sometiendo, suplantando o rechazando a quien compite con él» (p. 149). El deseo conduce a la competencia, a la lucha de todos contra todos. Y tal lucha acaece no como fruto de una libre decisión (no son pocos los momentos en los que Hobbes se burla de la idea de libre albedrío, de la posibilidad de la libertad humana)[14] sino por inclinación natural, por instinto, necesariamente.

En el caso de que la tendencia al deseo y a la lucha fuera necesaria y no libre ni sujeta a responsabilidad personal, ¿se podría seguir afirmando que el ser humano es realmente distinto al animal? ¿Se mueve solo por instintos, como las bestias? Hobbes cree que es diferente, aunque con una distinción de grado, no esencial. La complejidad del humano sería mayor que la del animal, pero vienen a ser casi lo mismo. De hecho, insiste el pensador inglés, lo que nos distingue del animal no es tanto la razón como nuestra condición insaciable: somos animales de deseos, como cualquier bestia, solo que en nuestro caso los deseos son fuente perpetua de inquietud y, en consecuencia, vivimos bajo una constante situación de temor. Hobbes se adelanta a Darwin al reducir al hombre a la condición zoológica.

Escribe Hobbes: «Mientras que las fieras no tienen otro tipo de felicidad que no sea la de comer su alimento diario, descansar y satisfacer sus instintos… es imposible que un hombre constantemente preocupado en protegerse contra los males que teme, y en procurarse los bienes que desea, no se encuentre en un estado de perpetua ansiedad frente al porvenir. De tal modo que los hombres, especialmente los previsores en exceso, se hallan en una situación como la de Prometeo… y tienen constantemente el corazón corrompido por el miedo a la muerte, a la pobreza, o a cualquier otra calamidad» (p. 160 s.)[15].

Prometeo fue encadenado a la roca en la que un buitre le devoraba las entrañas durante el día, entrañas que se rehacían en el gélido frío de la noche, haciendo eterno y cíclico su sufrimiento. Igual es el hombre, que no es capaz de no mirar con anticipación lo que le espera en un distante futuro. La inmediatez, el hecho de centrarse en el presente, salva al animal de la zozobra. El peso del pasado y, sobre todo, la apertura a lo futuro, hacen que los humanos vivamos en una situación de desasosiego. «¿Qué pasará si…?», es una pregunta que nos genera constante agobio. La inseguridad, el miedo, el provenir y la pretensión de conocerlo (leyendo las entrañas de un ave, los signos de los astros, los posos en la taza de té, las cenizas de la hoguera[16]), son señal cierta de la negatividad de la condición humana.

«Este miedo perpetuo que siempre acompaña al hombre en su ignorancia de las causas, como si estuviera en la oscuridad, necesita concretarse en algún objeto… Quizá fue en ese sentido en el que algunos poetas dijeron que los dioses habían sido creados originariamente por el miedo del hombre» (p. 161). ¿Sugiere Hobbes que la religiosidad y la religión nacen como intentos de solucionar ese miedo? Serían como cualquier superstición: gatos negros, sal derramada, pasar bajo una escalera, pedir favores a Dios o adorarle… En esto se adelanta siglos a las propuestas de Feuerbach, Nietzsche, Freud o Marvin Harris. El miedo, unido a la escasez de recursos y a la competencia contra los deseos de otros hombres, nos muestran nuestra vulnerabilidad. El miedo hace de la existencia algo miserable. Por eso el hombre inventa a Dios y a su corte, la Iglesia y los ritos. Con ellos oculta su debilidad y miseria: un poco de opio que, atontando, alivie el dolor. Dios, como el Estado, es un constructo humano que ponemos nosotros mismos a vigilarnos.

¿Qué se pretende con el artificio del Estado? Superar tal miedo perpetuo. Proyectar una organización que imponga el nivel de previsión y orden capaz de eliminar cualquier inquietud de la vida. Organizar aparatos de control (el soberano, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado) con el monopolio de la violencia para que despojen al nuevo hombre (el ciudadano) del temor a sufrir una muerte violenta y de la posibilidad de causarla. «Encumbrar la paz como máximo bien del hombre en sociedad exigía reducir al hombre a solo aquello que mirase la paz como bien supremo»[17]. Por eso el Leviatán.

Hobbes indica que toma este nombre del Libro de Job, cap. 41, «cuando Dios, habiendo presentado el gran poder del Leviatán, lo llama rey de los arrogantes. Nada hay en la tierra que pueda compararse con él. Está hecho para no tener miedo. A toda cosa altiva la ve bajo él, y es el rey de todos los hijos del orgullo» (p. 399 s.). El Estado somete el orgullo de cada ciudadano. Le quita su libertad, pero le alivia del temor. «Solamente el Estado es capaz de mantener humillado al orgullo en el largo plazo, y esa es su principal razón de ser porque el apetito natural de los hombres es el orgullo, la ambición y la vanidad»[18].

Los hombres controlan los procesos de los artificios que establecen. «La verdad es lo hecho»[19]. Solo en aquello que hemos construido nosotros sabemos a qué atenernos: no nos depara sorpresas, no tiene ni secretos ni misterios. La creación de artificios, como el Estado, nos independiza de la suerte. Del mismo modo en que una granja para la cría de animales evita que sea necesaria la caza para comer, o en que un campo cultivado facilita las tareas de recolección, así las redes del Estado encauzan los deseos de los hombres, los limita y los ordena. Los seres humanos renunciaron a buena parte de su libertad para dejarse encerrar en granjas (estados, ordenamientos jurídicos, países) que facilitaran su supervivencia al alejarles de la posibilidad de la muerte violenta.

3. LA CONDICIÓN NATURAL DEL HOMBRE

¿Cómo es la situación presocial, natural, del hombre? Sobre eso trata el capítulo 13 del Leviatán, el más conocido e impresionante del libro. Hobbes plantea en él a las claras su idea sobre la condición humana. Esta idea responde a lo que ha sido su experiencia. Hobbes era hijo de un pastor, con lo que eso pudo significar de educación puritana centrada en el temor al pecado. Él mismo insinuaba ser «hermano gemelo del miedo», ya que el terror a la cercanía de la Armada Española (burlonamente llamada en Gran Bretaña, tras su naufragio, ‘Invencible’) adelantó el parto a su madre. Desde su infancia le rodean las referencias a lo pavoroso.

La condición natural tenía que ser de igualdad entre los individuos. No debe el lector llevarse a engaño. Esta característica, igualdad, más que destacar algo de lo que se pueda estar orgulloso, como que todos los humanos tenemos la misma dignidad o somos iguales ante la ley sin importar la clase social o el sexo, se entiende como fuente de problemas. Y es que «la naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades de cuerpo y alma, que aunque puede encontrarse en ocasiones a hombres físicamente más fuertes o mentalmente más ágiles que otros, cuando consideramos todo junto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan apreciable como para justificar que un individuo reclame para sí cualquier beneficio que otro individuo no pueda reclamar con igual derecho. Pues, en lo que se refiere a la fuerza corporal, el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, ya mediante maquinaciones secretas o agrupados con otros que se ven en el mismo peligro que él» (p. 177). La igualdad, unida a la constante presencia del deseo, no genera armonía, sino discordia. En nombre de la igualdad cada cual reclama bienes para sí mismo, se sabe con fuerza para matar, urde maquinaciones, etc. Desde el principio la humanidad asiste a una lucha de intereses (de egos, de deseos) que permite vislumbrar que la violencia es la característica principal de la situación de naturaleza.

Los hombres son casi igual de fuertes. Son también casi igual de inteligentes. Todos están dominados por la vanidad, que constantemente juega malas pasadas, haciendo difícil el conocimiento propio. «Casi todos los hombres piensan que la poseen [la sabiduría, la inteligencia] en mayor grado que los vulgares, es decir, que todos los demás hombres excepto ellos mismos y unos pocos más que por su fama, o por estar de acuerdo con ellos, reciben su aprobación» (p. 178).

A causa de la proximidad, la igualdad y la competencia, la característica normal del ser humano en su estado de naturaleza es la desconfianza. A fin de cuentas, dice Hobbes de forma descriptiva, al ser todos iguales, también todos tienen una igual esperanza en conseguir esos fines. Por tanto, «si dos hombres desean una misma cosa que no puede ser disfrutada por ambos, se convierten en enemigos» (p. 178). Y eso es constante entre los humanos. La tarta tiene porciones limitadas; solo hay un premio en la rifa; únicamente uno de los contrincantes se llevará al chico o a la chica en la comedia romántica; el puesto directivo es de una sola plaza; la nota de corte y las actividades extraescolares convierten la infancia y adolescencia de muchos estudiantes en experiencias de angustiosos de competición; la excelencia del propio producto puede no valer nada frente a una campaña publicitaria más eficaz por parte de los competidores.

Por eso, «para lograr su fin, que es, principalmente, su propia conservación y, algunas veces, solo su deleite, se empeñan en destruirse y someterse mutuamente» (p. 179). Pero esa situación solo puede ser fuente de desgracias porque todos tratarán de desposeer al que tiene, y el que tiene siempre estará temeroso de verse desposeído. El motor de la historia andaría entre la amenaza, la sospecha y el miedo, y todas las personas vivirían o de la tiranía (cuando mandan) o del asesinato (cuando tratan de quitarle lo que tiene al que tiene). «Todo hombre es por esa razón el enemigo de todos los demás, porque cada uno desea sobrepasar a los demás y por lo tanto ofende a todos»[20].

 

¿Cómo superar esa situación de temor que parece lo contrario del poder, riqueza, conocimiento, honores que los hombres desean (cf. p. 121)? Por medio del control. «El modo más razonable de protegerse contra esa desconfianza que los hombres se inspiran mutuamente es la previsión, esto es, controlar, ya sea por la fuerza ya por engaños, a tantas personas como sea posible, hasta lograr que nadie tenga el poder suficiente para poner en peligro el poder propio. Esto no es más que procurar la autoconservación» (loc. cit.).

Pero se parte de una situación de igualdad. Esto dificulta la posibilidad de controlar, pues nadie contará con fuerza suficiente para estar encima de los otros. De ese modo aparece la necesidad de llegar al acuerdo de constituir el artificio, el artefacto, del Estado vigilante. A fin de cuentas, «los hombres no encuentran placer sino, muy a contrario, un gran sufrimiento, al convivir con otros allí donde no hay un poder superior capaz de atemorizarlos a todos» (loc. cit.).

El hombre vive entre tres ámbitos de violencia. Por un lado, aquella por la que unos se hacen dueños de otros hombres e invaden los terrenos de otros para conseguir ganancias: la competencia. Por otro, la que tiene un fin defensivo, por ejemplo contra aquellos que invaden, que provoca que nazcan las fronteras, las barreras, los barrotes, los cerrojos: la desconfianza. En tercer lugar, la causada por el afán de reparar las ofensas que provocan las palabras o sonrisas irónicas, o cualquier señal de desprecio hacia ‘lo nuestro’, que también se ejerce para adquirir reputación (compitiendo por likes, buscando aprobación): la gloria (cf. p. 179 s.).

Competitivos, desconfiados, vanidosos: así somos.

 En la lucha por la vida, casi siempre cargada de miedos e inseguridades que solo existen en nuestra imaginación al preguntamos qué dirán. Porque no logramos entender las reglas con las que funciona un nuevo contexto. Por la posibilidad de que lo que se esté haciendo resulte banal o equivocado…

 En la irrefrenable tendencia a la polarización social, política, de clase, que nos lleva a interpretar los datos de manera selectiva. De ese modo, siempre nos ofrecen un sesgo de confirmación de nuestras opiniones y prejuicios. Así alimentan la sospecha de que los otros, los que no piensan como nosotros, son malos y enemigos. Y desemboca en comentarios rabiosos con pseudónimo en la prensa o en Twitter, en los que parece que solo la anulación del otro, y su muerte, serían la respuesta proporcionada.

 En el deporte tomado como competición, para el que solo valen los nombres de los campeones. Y no importa que sea a nivel escolar, profesional u olímpico: los padres de los niños insultan al árbitro o se amenazan entre sí; los corredores se dopan porque solo quien gana hace rentable la inversión; en la olimpiada «You don’t win silver. You lose gold»[21].

 En la competencia empresarial que todo lo valora si se consiguen objetivos, y que reduce al otro a cliente o a enemigo…

 En los países que colocan concertinas en las fronteras, que someten a todos a registros previos al embarque en un avión como si fueran culpables, que siembran el desasosiego a los migrantes (de otro país, de otra provincia), a los extranjeros, los diferentes o los Otros. En la invitación a denunciar al sospechoso reducido a amenaza. En la posibilidad de hablar de ‘daño colateral’ cuando se trata de inocentes muertos.

 En las poses para Instagram. En la devoción ciega y esclava a las redes sociales. En el culto al selfie que quiere likes. En las medias mentiras que colocamos en LinkedIn. Cuando se experimenta la influencia negativa de los comentarios, a menudo perversos, que retroalimentan nuestras inseguridades y nos hacen sufrir y nos fuerzan a estar más delgada, más fuerte, más expresivo, o a que no se nos vean las orejas. Al miedo a no cumplir con lo estándar. Al asco que nos provocan nuestros propios comentarios cínicos que pronunciamos en el afán de ser admitidos dentro del grupo. A la necesidad constante de ser aprobado por los demás y de gustar aunque sea esta una dependencia que no nos guste.

Competitivos, desconfiados, vanidosos. Parece que en su situación natural, en la insatisfacción ante su deseo, el hombre hobbesiano desconociera la máxima de su contemporáneo Pascal (1623—1662): «He descubierto que toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: el no saber quedarse tranquilos en una habitación. Un hombre que tiene suficientes medios de vida, si supiera estar en casa a gusto, no se marcharía para ir al mar o sentarse en una plaza. No se compraría tan caro un puesto en el ejército si no fuera insoportable el no moverse de la ciudad; y no se buscan las conversaciones y los divertimentos de los juegos sino porque no se puede permanecer en casa a gusto».

Esta idea parece más un deseo que un hecho. El propio Pascal —en un alarde de pesimismo barroco— describe la condición humana como «inconstancia, aburrimiento, inquietud». Y concluye que «nada es tan insoportable para el hombre como estar en pleno reposo, sin pasiones, sin quehaceres, sin divertimento, sin aplicación. Siente entonces su nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Inmediatamente surgirán del fondo de su alma el aburrimiento, la melancolía, la tristeza, la pena, el despecho, la desesperación». Porque «nuestra naturaleza está en el movimiento; el reposo completo es la muerte»[22].

Vistas las tendencias a las que conducen nuestras pasiones, «queda de manifiesto que mientras los hombres viven sin ser controlados por un poder común que los mantenga atemorizados a todos, están en esa condición llamada guerra, guerra de cada hombre contra cada hombre» (T. Hobbes, p. 180).

Pero la guerra no conduce a nada bueno, no se puede permanecer en ella. Los de guerra son tiempos en los que las personas sobreviven en constante tensión y sospecha. Las consecuencias de la guerra son devastadoras y contrarias al deseo de felicidad. Lo expresa Hobbes en un párrafo especialmente brillante: «En una condición así [de guerra civil] no hay lugar para el trabajo, ya que el fruto del mismo se presenta como incierto, y en consecuencia no hay cultivo de la tierra; no hay navegación, y no hay uso de los productos que podrían importarse por mar; no hay construcción de viviendas, ni de instrumentos para mover y transportar objetos que requieren la ayuda de una fuerza grande; no hay conocimiento en toda la faz de la tierra, no hay cómputo del tiempo; no hay artes; no hay letras; no hay sociedad. Y, lo peor de todo, hay un constante miedo y un constante peligro de perecer con muerte violenta. Y la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve» (p. 181).

La guerra es el horror[23]. En ella no hay desarrollo, sino destrucción. No hay comercio, sino naufragios. Desde la aparición de la aviación y de las bombas por control remoto, los muertos de la guerra son los civiles, abundantes y anónimos. En la guerra no hay espacio para el arte, porque la existencia se reduce a durar, a resistir, a no ser la víctima o a embrutecerse al convertirte en verdugo. El miedo es constante, y con él las heridas psicológicas, los traumas. En la guerra, la vida (como muestran los niños soldados, los niños de la calle, los que no tienen la oportunidad de recibir una educación, a los que les roban la infancia) es «solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve». En estado de naturaleza, por la violencia estructural que esta situación conlleva, la guerra es inevitable. Y con ella el miedo. En el estado de naturaleza vivir es un constante ‘sin vivir’.