Sociales o salvajes

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Justicia, convenio, terror, coerción son, en consecuencia, términos del mismo universo de discurso. La vida en sociedad supone renunciar al derecho de cada individuo a todo, de modo que el ciudadano troca el miedo a los demás por el miedo al Estado. En esta teoría, la razón para respetar el propio país no es el amor a la patria, sino el miedo al castigo. Ya no aplica el dulce et decorum est pro patria mori[41]. La razón para respetar al vecino no será la solidaridad, el honor o el amor, sino las multas y la presencia de los tribunales. Ya que todo el mundo es por igual egoísta e interesado, es perentorio notar el aliento del Leviatán que obliga a los miembros de la ciudad a ser buenos. La bondad no viene del interior, ni de una decisión virtuosa, sino del terror. Este es el cemento (y el cimiento) de la sociedad. Si se consiguiera el control completo ya nadie se atrevería a hacer el mal. Muchas distopías barajan esta opción: un ojo que todo lo vea, sea el Gran Hermano o la dirección de IP en Internet. La época del Terror de la Revolución francesa respondía a este principio: consideraban la piedad traición, la denuncia virtud. Los totalitarismos del siglo XX siguieron el mismo derrotero. En todos ellos el Estado se convirtió en un lugar inhabitable, y cualquier ‘comité de salud pública’ o ‘sesión de autocrítica y reeducación’ producía heridas irreparables.

Que estas ideas responden a la descripción de Hobbes sobre la condición humana queda claro en su texto. En el capítulo 17 insiste (pp. 220-231): «Las leyes de la naturaleza, como la justicia, la equidad, la modestia, la misericordia y, en suma, el hacer con los demás lo que quisiéramos que se hiciese con nosotros, son, en sí mismas, y cuando no hay terror a algún poder que obligue a observarlas, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inclinan a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y demás».

No existe, según Hobbes, la posibilidad de ser señor de las propias pasiones. Santo Tomás de Aquino escribió que «cuando decimos que el hombre ha sido hecho a imagen de Dios, entendemos por imagen (…) un ser dotado de inteligencia, libre albedrío y dominio de sus propios actos»[42]. Esa visión antropológica es ahora negada. El autor inglés considera que la libertad es aparente. El hombre no puede superar su punto de vista interesado y manipulador.

Inevitablemente «si sus acciones están dirigidas por los juicios y apetitos particulares de cada uno, … se entorpecen el uno al otro y… terminan haciéndose la guerra entre ellos mismos por causa de sus respectivos intereses particulares». Concluye señalando que «si pudiéramos suponer una gran multitud de hombres capaces de regirse mediante la observancia de la justicia, sin necesidad de un poder común que los mantuviera a todos atemorizados, ni el gobierno civil ni el Estado serían necesarios en absoluto» (p. 231). No cabe solidaridad entre humanos.

En el modo real de ser del mundo no hay hombres capaces de regirse por amor a la justicia. Es digno observar cómo para Hobbes el Estado es un artificio no solo en sus modos de organizarse (democracia, oligarquía o monarquía), sino en sí mismo. No es natural en el hombre vivir socialmente. La vida social surge fruto del miedo a la muerte violenta, pero no del hecho de que para ser hombre se necesite de los demás. Los hombres solo se juntan a otros hombres por el miedo que se dan unos a otros, no en razón de la justicia o el perfeccionamiento propio. ¡Qué lejos queda del «animal político» de Aristóteles!

El «gran Leviatán, ese dios mortal al que debemos nuestra paz y seguridad», se genera desde la cesión de derechos y el miedo (p. 234). El Estado viene a ser como los ‘padres helicóptero’: ronda sobre sus ciudadanos imponiendo límites que se supone estos no sabrían darse directamente a sí mismos. Se infantiliza a los ciudadanos. Se les trata como a niños inmaduros. Son declarados incapaces de salir del estrecho círculo del propio yo, de los deseos, de los caprichos. Son considerados incompetentes para superar el egocentrismo y ponerse en los ojos o en los zapatos del otro. El Estado es un dios mortal (inventado, creado), como lo serían en general los dioses. Desarrolla una ‘moral de esclavos’ ante la que los ciudadanos someten, casi siempre de forma inconsciente, su voluntad.

Si la justicia no radica en las cosas sino en los convenios, se debe identificar justicia con ley. La justicia nace de lo que promulga el convenio, que se expresa por las leyes. Como las leyes cambian de un convenio a otro, de un contrato a otro, el contenido de lo justo también cambia. Y como justicia e injusticia surgen de la respuesta (o no) a las leyes del Estado, no pueden existir leyes injustas.

¿Pero es esto correcto? Veamos un ejemplo.

Battle Cry of Freedom es el título de la monumental obra de James McPherson, historiador en Princeton University[43]. El libro se centra en explicar la Guerra de Secesión americana: un ejemplo de guerra civil. Describe McPherson las estrategias, batallas, adelantos de un bando y retrocesos del otro. Pero lo que hace que sea una obra memorable para el lector filósofo es su investigación sobre las causas del conflicto. Pone estas —lo adelantó Tocqueville— en el problema de la esclavitud: «Si todos los hombres fueron creados iguales y el Creador les dotó de derechos inalienables que incluyen la libertad y la búsqueda de la felicidad, ¿qué podría justificar la esclavitud de varios millones de estos hombres (y mujeres)?» (Battle, p. 7).

Señala McPerson cómo este tema polarizó al país. En los Estados del Sur se convenció a los que no tenían esclavos (casi dos tercios de la población en esos territorios) de que erradicar dicha institución produciría la ruina económica, el caos social y la guerra racial. De 32 millones de estadounidenses, unos 4 eran esclavos. El 90 % de estos no sabía leer ni sumar y, por supuesto, la opinión de ninguno de ellos contaba en el debate (Battle, p. 8 y 10).

El argumentario sureño se organizaba a partir de teorías cercanas a las propuestas de Hobbes. Empezaban señalando que sus esclavos gozaban de más libertad que los trabajadores manuales de la industria de Chicago: «La esclavitud es una situación natural y normal de la sociedad. Es la situación del Norte la que es anómala. Conferir entre los hombres igualdad de derechos no es más que dar licencia a los más fuertes para oprimir a los débiles porque el capital ejerce una presión más fuerte sobre los obreros libres que la que ejercen los amos humanos sobre los esclavos. Los obreros libres deben trabajar en todo momento o morir de hambre, mientras que los esclavos son sostenidos por sus amos trabajen o no». En realidad, argumentan, estaban protegiendo la vida de los esclavos. Esto les llevaba a declarar que «cualquier hombre que no declare con firmeza que la esclavitud del africano es una bendición social, moral y política, debe ser tomado como un enemigo del Sur» (Battle, p. 196 y 212).

El Sur, además de esos motivos ‘humanitarios’, tenía otras razones que justificaban su legislación: la esclavitud se entendía como parte esencial de su contrato social, de su identidad. Y el acuerdo de los ciudadanos era mayoritario. Los esclavos formaban parte de la propiedad privada (como los bueyes o los caballos), y la propiedad es algo que el Estado debe respetar y defender (Battle p. 68). Pensaban, porque así lo dictaba su derecho, que «el Norte siempre había sido el agresor, y que debería dejar de criticar la esclavitud, devolver a los esclavos fugitivos, y dar al Sur los mismos derechos en todos los territorios» (Battle, p. 78). Si un hombre del Sur decidía trasladarse al Norte con sus propiedades, deberían dejarle conservar sus esclavos allí donde residiera, del mismo modo que conservaba sus muebles o su carromato. Análogamente, en cada nuevo estado que se anexionara a la Unión habría que definir si en él se dejaba o no tener esclavos, por ejemplo declarando un paralelo a partir del cual se admitiera ese derecho. Texas, California, Kansas o Nuevo México se debatían en esa tesitura. Además, los descendientes de los esclavos, aunque nacieran en los Estados Unidos, no podían ser otra cosa que esclavos: los derechos de nacimiento americanos no les incumbían (Battle, p. 80).

¿Qué estaba en juego? Para el Sur, que se reconociera su identidad, la validez del derecho, los principios de la ley, que en este tema y para ellos era clara. Para el Norte, un asunto de derechos fundamentales ante el que no podían transigir.

La situación podía dar lugar a episodios realmente complicados. 1850. William y Ellen Craft escaparon de Georgia, estado esclavista. Ella, con aspecto de mujer blanca, se cortó el pelo y se hizo pasar por enferma. William le acompañaba como si fuera su esclavo. Lograron llegar a Boston y allí, ya libres, trabajo. Su antiguo dueño (desde el punto de vista del Sur, su amo) se enteró de dónde se encontraban y mandó a unos cazadores de esclavos a buscar ‘su propiedad’. Estos, que representaban la ley vigente, fueron expulsados con amenazas y malos modos por la parroquia de los Craft. Los feligreses actuaron en contra de lo establecido por el derecho y la idea hobbesiana de justicia. El presidente Fillmore (el 13 presidente de EE. UU.) denunció la violencia de los bostonianos y aseguró al dueño de los Craft que el gobierno le ayudaría con todos los medios de la Constitución y el Congreso a recuperarlos. Para entonces la parroquia ya había enviado a los Craft a Inglaterra, donde en adelante vivieron en libertad. El pastor Parker, líder de la parroquia rebelde, escribió al presidente: «Preferiría pasarme el resto de mi vida en la cárcel, y morir allí, que dejar de proteger a uno solo de mis parroquianos. Debo reverenciar las leyes de Dios, pase lo que pase. No puede esperar que vea cómo se llevan a parte de mi iglesia hacia la esclavitud y que no haga nada» (Battle, p. 81 s.).

 

Leyes de Dios vs. leyes de los hombres; leyes naturales vs. artificios. Pero el problema, señalaba Hobbes, es que la ley natural justamente es la madre de la guerra, del caos y la violencia. ¿No sería mejor que cada estado decidiera soberanamente qué política tomar acerca de la cuestión de la esclavitud y aceptar su decisión? ¿No hacemos eso mismo con tantas otras leyes relacionadas también con derechos fundamentales? ¿No varía de un país a otro la doctrina sobre la pena de muerte, el aborto, la eutanasia, la manipulación de embriones, el papel de la mujer en sociedad o la guerra? ¿No habíamos quedado en que cada estado es soberano del derecho, y por lo tanto de la ley y la justicia?

«El derecho de propiedad está antes y es superior a cualquier autorización constitucional, y el derecho del dueño de un esclavo a ese esclavo es el mismo y tan inviolable como el del dueño a cualquier otra propiedad» (Battle, p. 164). Por eso «la Quinta Enmienda protege a cualquier persona de que le quiten la vida, la libertad o sus bienes sin un proceso adecuado: como la de esclavos no es distinta a cualquier otra posesión, una prohibición de la misma sería tan inconstitucional como la privación de cualquier otra propiedad» (Battle, p. 182).

Ante este nudo gordiano la única solución posible, desde un punto de vista hobbesiano, sería disolver la Unión. Ya que Norte y Sur son incompatibles porque tienen un contrato social radicalmente diferente en un asunto que ambos consideran fundamental, ¿por qué no escindirse y que cada uno siga su camino? Decía el candidato Douglas en un famoso debate que si Lincoln es tan degenerado como para pensar «que el negro es su hermano» no se ha dado cuenta de que «yo no pienso que el negro sea pariente mío de ninguna manera. Este gobierno fue hecho por hombres blancos, exclusivamente para el beneficio de los hombres blancos y de sus descendientes, y para que fuera ejercido y gobernado por hombres blancos» (Battle, p. 182).

El principio es claro. Si a alguien no le gustara, se situaría fuera de la ley y del pacto, lejos de la justicia, contrario a la civilización. O se separa el Norte del Sur, o la guerra civil resulta inevitable. Ya que no se separaron, sería necesario denunciar a Lincoln como causante de una guerra fratricida y como enemigo de la ley y de los pactos. En el Sur el yankee es el traidor, el que trata de imponer su punto de vista, el violento y el tirano.

¿Qué es lo que falla aquí? Claramente, la pregunta clave. Esta no puede ser «¿qué dice la ley?». Eso es claro para todos. La pregunta clave, más bien, sería: «¿Cuál es el estatuto ontológico de un esclavo?». Dicho con otros términos: «¿Es un esclavo ‘ser humano’ del mismo modo en que un blanco es ‘ser humano’?». Cualquier otra cuestión (si tiene dueño, si es un regalo o parte de una herencia, si en nuestra tradición siempre se ha hecho así, si ‘para mí’ no lo es, si está mejor aquí que en su país de origen, si le alimentan bien en la plantación, etc.) yerra el tiro.

Por ese motivo, modos de expresarse como los siguientes no tienen sentido:

 ‘El esclavo es mi propiedad, y por tanto es mío, y hago con él lo que quiero’.

 ‘Si tú no aceptas la esclavitud me parece bien, no tengas esclavos. Pero no me impongas tu moral. Que cada uno tenga la libertad de elegir. Yo soy pro choice’.

 ‘Votemos a ver qué decide la mayoría. Que vote cada estado, y que cada uno decida el contenido de su propia constitución. ¡Hay que respetar la decisión del pueblo!’.

Aunque votaran todos los estados de la Unión, y ganaran los antiesclavistas, la pregunta (y el referéndum) seguirían mal planteados. Un negro no deja de ser esclavo porque lo decida la ley. En todo caso, como es un ser humano, una ley por la que se le hace esclavo tiene que ser declarada injusta, contraria al derecho, contraria al ser de esa persona. Y no importa en absoluto el respaldo con el que cuente. No todas las respuestas tienen el mismo valor. Ni en todas las preguntas las respuestas son relativas a un contexto sociocultural. Hay muchos temas que se deciden por consenso o pacto. Por ejemplo, la altura de los edificios en determinado barrio, si se conduce por la derecha o por la izquierda, el horario de protección de la infancia en televisión, etc. Pero algunos asuntos son previos a todo pacto, independientes de estos. Más bien, respetarlos es la condición sine qua non de la existencia de cualquier pacto.

Que la prohibición de la esclavitud es previa e independiente del establecimiento de cualquier ley incluye otra afirmación: en algún sentido el ser humano logra conocer lo real, las cosas mismas. En consecuencia, las personas son capaces de trascender la perspectiva de su cultura y de su tradición para llegar a la realidad en sí, no solo ‘para nosotros’. Los seres humanos pueden superar su ensimismamiento, la centralidad instintiva, la perspectiva del interés, placer o utilidad en la que todo conocimiento gira en torno al ego. El hombre no solo es, como indica Hobbes, un animal instintivo atado a sus pasiones, sino que está capacitado para la benevolencia, para mirar a las cosas como son y no solo como desearíamos o nos interesaría que fueran. A los Estados del Sur se les podía exigir un cambio en su política no porque los del Norte así lo vieran y pudieran imponerlo por la fuerza. Se les podía exigir porque era lo justo, lo debido. Porque nadie debería ser tratado como medio, sino como fin.

Esta intuición aparece en Antígona, la obra de Sófocles. La joven doncella cita «las leyes no escritas, inmutables de los dioses. No son de hoy ni de ayer esas leyes; existen desde siempre y nadie sabe a qué tiempos se remontan»[44]. Es dicha intuición la que lleva a que la heroína trágica grite ‘¡Yo no!’ frente a los edictos de Tebas. Sin las leyes no sería posible vivir. Fuera de la polis el mundo se hace extraño y salvaje. Pero con una condición: que la polis se adecúe a la justicia presente en el corazón de todo hombre. El enfrentamiento de Antígona a los dictados del rey Creonte no es fruto del ardor de su juventud. Ni del orgullo o del capricho. Tanto ella como cualquiera, incluido el mismo rey, sabían que la obligación de la piedad hacia un cadáver es anterior y superior al derecho positivo de Tebas. Ante esa ley lo único que cabía era rebelarse. Si el precio iba a ser la vida, que recayera la responsabilidad sobre el gobernante irresponsable que no quiso seguir el bien divino.

¿Acaso puede el ser humano trascenderse, ‘saltar más allá de su propia sombra’, abrir la casa de la subjetividad y acceder al ser de las cosas? ¿Con sus miedos, prejuicios, tribalismo, polarización? Vamos conduciendo. Vemos una señal que indica ‘Niños jugando’. ¿Qué nos mueve a respetarla? ¿La pereza de meternos en un lío si atropellamos a un chico que aparece de pronto buscando una pelota? ¿O no herir, matar quizá, a ese pequeño ni causar dolor a la familia que le espera? Nos hemos puesto en la perspectiva del niño o de los padres, en su posible dolor, trascendiendo nuestra propia perspectiva. Eso es ‘salir de sí’. Entendemos que no merece la pena un poco más de velocidad al precio de ese sufrimiento tremendo. El ser humano es capaz de mirar con los ojos del otro. Ese es su modo más característico de ser, lo que le distingue del animal. La bestia no puede ir más allá de su propia mirada, no conoce (ni ama) al otro en cuanto otro. El hombre, a veces, sí. Lo suyo es el cuidado.

La cuestión de la ley justa muestra las limitaciones de la teoría de Hobbes. No es la legislación, ni el pacto, quien hace lo justo. En todo caso, la legislación, y el pacto, deben reconocer lo justo para, desde esa base, legislar o pactar con coherencia antropológica. La pregunta clave en la cuestión de la esclavitud era sobre el ser del esclavo. No qué sentían algunos sujetos ante él, sino quién era en sí: ¿un ser humano?, ¿un sujeto dotado de dignidad?, ¿alguien ante el que solo cabe reconocer un valor infinito? Se podría plantear de otra manera: ¿qué pensaría si fuera yo quien se encontrara en su situación? Y aplicar entonces el principio categórico kantiano: «Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad siempre pueda valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal»[45].

¿Cuál es el criterio para saber si un mandato, además de legal, es justo? Los juicios de Nuremberg a los jerarcas nazis en los años 40 no trataron de otro tema. El Tribunal Internacional de la Haya tampoco. El contenido del pacto social no justifica cualquier tipo de actuación. Hay comportamientos intrínsecamente malvados, hay ‘absolutos morales’, ‘leyes no escritas’, que todo ser humano adulto y en su sano juicio tiene la responsabilidad de reconocer, respetar y proteger.

8. CONCLUSIONES

Sabemos que no es fácil vivir así. Primero, porque esos valores o principios comprometen, y con frecuencia el entorno no es favorable. Los grandes ideales pueden producir miedo a quienes los buscan y, especialmente, a quienes rodean a quienes los buscan. La voz de la ‘prudencia’ hace que muchos, antes que la lucha por la igualdad o la justicia, prefieran que no les toquen de cerca grandes retos. Les atrae mucho más tener asegurado un buen plan de pensiones.

El planteamiento hobbesiano sostiene un pesimismo antropológico. Niega que haya nada positivo en los fundamentos de la sociedad y afirma el carácter radicalmente egoísta y violento del hombre. A la vez Hobbes incita a la sumisión a la ley, potestad del Leviatán, a la que entregamos nuestra voluntad. La mezcla de pesimismo y sumisión conduce a un punto de comodidad. Nos invita a conformarnos con el estado de cosas, con el modo dominante de interpretar el mundo en cada tradición, en cada contrato social o perspectiva. Y como es la ley la que hace lo justo, nos pide que nos desentendamos de pretender cambiar nada. Invita a que nos dejemos de incomodidades, que nos hagamos a lo sumo ‘turistas del ideal’ (Vidal-Folch), nunca revolucionarios a tiempo completo.

Hobbes pone los fundamentos para que se produzca un efecto ‘péndulo’. La moral nace del miedo y no tiene relación con las cosas mismas. En consecuencia, se debe respetar lo que dice la ley, pero no el ser de las cosas. ‘No matarás’ obliga porque si matas te detienen, no por el valor intrínseco de una vida. La esclavitud es válida o no dependiendo de si se está en el Norte o el Sur. El aborto es derecho o crimen según en qué país se habite: el estatuto antropológico del embrión o del feto no entra en consideración. La ley no tiene referencias ontológicas, sino circunstanciales. Obliga porque hay Leviatán, vigilantes. Eso, a la postre, supone que nada impide a los hombres valiosos y valientes saltarse la moral a la torera y darle completamente la vuelta («Llamar bien al mal y mal al bien», realizar «la transposición de todos los valores») si se ven con las ganas y la oportunidad de hacerlo. Lo que les frena, por ahora, es solo una cuestión de cuotas de poder: el ser, la verdad y el bien no existen más allá de lo que determinan los que mandan. Luego…, ¿si mandáramos nosotros?

Eso lo descubrió Niezsche: tal y como la entienden las sociedades cristianas y burguesas, la moral es una ‘moral de esclavos’. Se le adelantó en el diagnóstico Platón por medio de dos de sus personajes: Trasímaco y Calicles. Para los impetuosos jóvenes atenienses, la moral y el derecho no serían más que cadenas impuestas por los débiles. Los fuertes, los que reúnan el coraje necesario, estarían llamados a romperlas, a dominar a la masa átona y anónima, a dirigirla y someterla.

En el fondo, Hobbes era un nihilista: sin referencia a la realidad o al ser, la ley y la justicia no tienen otro fundamento que el pacto. Pero el pacto responde a intereses. Estos intereses pueden ser individuales o propios de una determinada época. Los pactos se obedecen, por tanto, no porque sean buenos o porque sean lo mejor, sino en razón de puro cálculo. En todo caso puede darse la pretensión voluntarista (que responde a un deseo que no puede ser justificado racionalmente) de que quienes los han preparado tengan buena intención o buen corazón. Pero, en la medida en que lo que les mueve siempre es el interés egoísta de que no les maten, eso no parece muy posible.

La vida social queda así entendida como un mal necesario, una carga. El Estado es el único modo humano de sobrevivir. Lo otro, el estado de naturaleza, se daría necesariamente en guerra civil. Pero que el Estado sea lo único posible no lo hace bueno. Existe porque lo necesitamos, no por excelencia. Es un salvavidas, pero no un buen barco para navegar. Sin el Estado nos ahogaríamos, pero con él no abandonamos nuestra condición miserable. El Estado nos trata como a niños, no nos permite crecer, nos llena de trabas e impuestos a cambio de una protección que si pudiéramos no querríamos porque nos impide usar nuestra amada fuerza bruta. El Leviatán evita la violencia al precio de robarnos el alma.

 

En la sociedad cada uno paga por servicios. El Estado proporciona protección, vigilancia, organización, custodia. La vida real, aquella en la que no es necesario vivir como un actor, en la que no es preciso ocultarse tras maquillaje, peluca, leyes o buenas maneras, se da en la vida privada. La sociedad es un coste a cambio de seguridad. Nada más. «Yo ya pago mis impuestos. ¡Que no me molesten!». No hay un proyecto común. Lo público y lo privado son campos antagónicos, no complementarios. La ley limita y coarta. La norma se vive según la letra, no tiene que ver con el propio corazón. La idea de polis griega, o la de comunidad cristiana, son radicalmente distintas.

[1] Seguimos la edición y traducción de Carlos Mellizo, Alianza Editorial, Madrid 2018. Sobre T. Hobbes, cf. L. Strauss, The Political Philosophy of Hobbes. It Basis and Its Genesis, The University of Chicago Press, 1996; L. Berns, «Thomas Hobbes», en L. Strauss y J. Cropsey, Historia de la Filosofía Política, Fondo de Cultura Económica 2017, pp. 377-399; A. Cruz-Prados, La sociedad como artificio. El pensamiento político de Hobbes, Eunsa, Pamplona 1992; A. Cruz-Prados, «Estado final y redención histórica en Thomas Hobbes», en Anuario Filosófico, 1985 (18), 137-144.

[2] Sobre el sueño de la invención de autómatas perfectos, cf. J. De Vaucasson, Le Mécanisme du flûteur automate, Hatchette 2019. G. Wood, Living Dolls: A Magical History Of The Quest For Mechanical Life, Faber & Faber 2003

[3] Cf. P. K. Dick, Sueñan los androides con ovejas eléctricas, Minotauro, Barcelona 2020. Es el relato en el que se basa la película Blade Runner.

[4] Las palabras en mayúsculas aparecen así en la obra de Hobbes. El autor entendía que una de las tareas clave de la filosofía era la de definir. De ese modo, buena parte de Leviatán es un elenco de definiciones.

[5] L. Strauss, The Political Philosophy of Hobbes, o. c., p. 8.

[6] Cf. A. Cruz-Prados, «Estado final y redención histórica en Thomas Hobbes», o. c., pp. 141 s.

[7] Cf. J. Nubiola, «Hablando de Artefactos», en Anuario Filosófico, XVII/2 (1989), pp. 113-119.

[8] K. R. Popper, La Sociedad Abierta y sus Enemigos, Paidós Básica, Barcelona 2018.

[9] H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Alianza Editorial, Madrid 2006.

[10] Aristóteles usó en su Política (1253a 10) el ejemplo de la abeja, animal gregario pero no social.

[11] Cf. R. Safranski, Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía, Tusquets, Barcelona 2011; Nietzsche. Biografía de su pensamiento, Tusquets, Barcelona 2019.

[12] Cf. J. Aranguren, «Marisa Madieri y la paciente espera (Vida activa, vida contemplativa)», en Los paraísos encontrados, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2004, pp. 191—210.

[13] Sobre el ‘deseo insaciable’, cf. J. Hernández-Pacheco, «El cielo. Una reflexión contemporánea», en J. Choza, W. P. Wolny, coord., Infierno y paraíso: el más allá en las tres culturas, Biblioteca Nueva, 2004 p. 145.

[14] Pone como ejemplos de «palabras absurdas, sin significado y sin sentido» expresiones como sustancia inmaterial (¿niega así la espiritualidad del alma?), o «sujeto libre, una voluntad libre, o de cualquier otro libre que no sea un estar libre de ser impedido por algo opuesto» (cf. pp. 87 s.).

[15] La cursiva es mía. «El hombre no se contenta con un poder moderado porque si no adquiere más no puede asegurar que tiene los medios y el poder para vivir bien», English Works, vol. VII, p. 73.

[16] Son ejemplos del texto de Hobbes, quien se burla del afán humano de desentrañar el futuro.

[17] A. Cruz-Prados, o. c., p. 140.

[18] L. Strauss, o. c., p. 13.

[19] G. B. Vico, La Scienza Nuova e opere scelte, a cura di N. Abbagnano. Turín, Utet, 1952. Sobre el paralelismo entre Vico y Hobbes, cf. F. Focher, Vico e Hobbes, Giannini, Napoles 1977.

[20] L. Strauss, o. c., p. 12.

[21] «No ganas la plata, pierdes el oro»: campaña de Nike en la Olimpiada de Atlanta, 1996. R. Klara, How Nike Brilliantly Ruined Olympic Marketing Forever, Adweek, agosto de 2016.

[22] Cf. respectivamente, B. Pascal, Pensamientos, Cátedra, Madrid 1998, n. 139, 127, 131 y 129.

[23] Es la expresión de Kurtz en J. Conrad, El corazón de las tinieblas, Cátedra, Madrid 2005.

[24] Cf. A. Maslow, Hierarchy of Needs: A Theory of Human Motivation, Wilder Publications 2018; Motivation and Personality, Pearson Longman 1987.

[25] Cf. L. Strauss, o. c., p. 16.

[26] Cf. J. Fest, Yo no. El rechazo del nazismo como actitud moral, Taurus, Barcelona 2007.

[27] H. Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal, DeBolsillo, Barcelona 2006, cap. 10.

[28] Es parte de un texto de R. W. Emerson: «What is success?». Se puede encontrar en R. W. Emerson, The Essential Writings of Ralph Waldo Emerson, Modern Library, 2000.

[29] Francisco, Fratelli tutti, 2020, n.º 223.

[30] Idem., n.º ٢٢٤.

[31] N. de Maquiavelo, El Príncipe, Cátedra, Madrid 2006, cap. 15.

[32] Comienza así el capítulo 14 que, junto con el 15, se dedica a exponer las leyes de la naturaleza. Cf. T. Hobbes, Leviatan, o. c., pp. 184-219.

[33] E. Levinas, Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 1977, p. 47.

[34] El miedo es, según Hobbes, «lo primero en lo que cada hombre constituye su propia religión» y por lo que la religión es uno de los mejores medios de control. Cf. p. 198. Del mismo modo, será lógico afirmar que toda moral es una superestructura, un invento con pretensiones de control.

[35] Consultado 26.11.2020.

[36] M. Foucault, Vigilar y castigar, Siglo XXI, Madrid 2009.

[37] Tomo el ejemplo de R. Spaemann.

[38] Santo Tomás de Aquino distingue entre el ‘temor servil’ (el que siente un esclavo ante su amo que le podría castigar por una falta), y el ‘temor filial’ (el que tiene un hijo de fallar a su padre por el dolor que pueda causar a esa persona que quiere y respeta, por defraudarle). Cf. Suma Teológica II-II, q. 19.

[39] S. González Iglesias, & A. Sastre Jiménez, «Una mirada a la empresa desde la lógica del encuentro», Relectiones. Revista Interdisciplinar de Filosofía y Humanidades, (3), 2016, pp. 65-84. p. 77. Cf. L. Bruni, El precio de la gratuidad. Madrid: Ciudad Nueva, 2008, pp. 111-138.

[40] Cf. J. A. Pérez—López, Las motivaciones humanas, IESE, Barcelona 1985. Del mismo autor, Teoría de la acción humana en las organizaciones. La acción personal, Rialp, Madrid 1991.

[41] Horacio, Odas III, 2, 13: «Resulta dulce y bello morir por la patria».

[42] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica I-II, Prólogo.

[43] J. McPerson, Battle Cry of Freedom, Oxford 1988.

[44] Sófocles, Antígona, Gredos, Madrid 2014. G. Steiner, Antígonas, Gedisa 1996.

[45] I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Austral, Madrid 1991, cap. 2, 4:421.

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