Espacio-tiempo y movilidad

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Modernidad temprana y conciencia nacional

Contra toda miopía y sin pretensión de hacer arqueología, el advenimiento antiquísimo de la agricultura y de la pesca permitieron a las colectividades instalarse de modo fijo en espacios protegidos de los que nacerían después aldeas y ciudades, aunque eso dependió y depende hasta hoy de la gestión de los ecosistemas. Ser explorador, cazador y recolector itinerante fue cuestión de lograr una organización social adecuada para la subsistencia y la reproducción, y si la práctica mayoritaria de la humanidad es hoy el hábitat sedentario, el nomadismo no deja de existir, estimándose que los pueblos nómadas suman unos cuarenta millones (Mapahumano, en línea). Por ejemplo, parte de los asháninka de la Amazonía peruana trabajan la tierra establemente asentados en las riberas de los ríos, mientras aquellos que pueblan las zonas altas deben rotar el territorio periódicamente, al necesitar tierras aptas para la caza (Calderón 2000: 238-240). Al no poseer asentamientos permanentes, el comportamiento nómada induce una concepción distinta del espacio. El sentimiento de pertenencia y comunalidad se ensancha a linderos más amplios. Por su insubstituible valor para la supervivencia, el territorio se sacraliza y la responsabilidad sobre su gestión se torna medular (Tovar 2007: 119-138). Algo equivalente puede ocurrirle a los jinetes mongoles esteparios, que todavía galopan caballos de cualidades míticas recorriendo extensas distancias, o a las tribus tuaregs o imuhagh del Sahara que por siglos conducen sus rebaños entre lo que ahora son el Níger, Libia, Argelia y Mali. Esta cultura del desierto con su estructuración en linajes y su residencia móvil en tiendas es ajena a los estados-nación que atraviesan sus caravanas y a sus ordenamientos administrativos y legales. El énfasis debe ser puesto menos en la débil gobernabilidad interna de la que algunos de esos países africanos adolecen que en su disonancia respecto a la forma misma de Estado-nación moderno, calcada sobre el modelo europeo de sus exmetrópolis coloniales, desajustado frente a las realidades socioculturales y ecológicas de las poblaciones que ahí viven. Estos y otros ejemplos muestran que la condición sedentaria no es una esencia, sino una construcción sociocultural sujeta a variaciones.

Ahora bien, la segunda interrogante no tiene una respuesta tan clara como la primera, lo cual obliga a una disertación más extensa. El alto volumen y la rapidez de los movimientos poblacionales contemporáneos son parte de las transformaciones de la modernidad tardía, pero al ser heterogéneas, irregulares y de pertinencia variable según donde acontecen, es difícil encasillarlas en ‘modelos’ de contornos estables, aunque simplificando quepa caracterizar los escenarios actuales por las lógicas de lo que Renato Ortiz (2005, 1994) denomina la modernidad-mundo, la cual en vez de anular o suceder a la modernidad nacional, la envuelve y atraviesa.

Vayamos antes más atrás. La desigualdad económica centro-periferia fue muy marcada a inicios del capitalismo industrial; trazó una línea divisoria entre la opulencia de las metrópolis decimonónicas occidentales y el atraso de sus colonias y enclaves exteriores, fundando con ello nuevas lógicas espaciales. Las primeras grandes ciudades, con sus abismales diferencias de productividad, magnetizaron a las localidades agrarias pequeñas, lo cual ocasionó flujos migratorios y concentración demográfica. Gente trabajadora apetecida de dinero y mejores condiciones de vida ocupó esas urbes, que por su mayor extensión debió enfrentar problemas de transporte y logística antes inexistentes, y lidiar con crecientes situaciones de anomia y salubridad, por ejemplo, la abundancia parisina de caballos,1 las ilustraciones literarias de Londres en las novelas de Dickens o las de Petersburgo en las de Dostoievski. Este capitalismo generó regiones geoeconómicas y no solo islotes urbanos. David Harvey pone en relieve que las repercusiones en cadena de la depresión británica de 1846-1847 llegaron más allá de las islas, a Francia y Austria, hasta generar sentimientos de incertidumbre económica, poniendo en jaque político a quienes defendían las bondades del capitalismo, y originando las grandes migraciones transatlánticas (1998: 288-290). Sin embargo, ese éxodo era parte de las reestructuraciones del espacio que acompañaban la consolidación de los Estados-nación modernos en Europa y al desarrollo de los Estados Unidos. Esto no conllevaba solamente amplificar el comercio de bienes agrícolas dentro de fronteras delimitadas y la consiguiente incorporación al mercado nacional de una mayor población campesina, inmersa más directamente en los mecanismos de formación de precios. El poderío del Estado sobre todo transformó las relaciones y las representaciones sociales, imponiendo, además de la misma moneda, un orden político interno, una lengua oficial y un repertorio simbólico con narrativas y emblemas de pertenencia colectiva impartidos mediante la educación y la normalización de la actividad cívica.

Debo destacar aquí la importancia de la naciente conciencia nacional, cualidad subjetiva surgida no solo de la prensa y del tren sino de una sinergia de factores. Los estados-nación decimonónicos estratificaron sus sociedades en clases según las relaciones de producción, al mismo tiempo que articularon el territorio mediante los vasos comunicantes de los ferrocarriles, lo cual, recalquémoslo, no se destinaba solo al transporte de mercaderías sino a ampliar el ámbito de las relaciones sociales haciendo circular gente entre una región y otra. Dicho de otra manera, los transportes tuvieron una función de ajuste laboral y del ciclo vital, al permitir mudarse a quienes el desempleo expulsaba, o bien a los atraídos por un futuro mejor en la gran ciudad. Razones de más para que los procesos migratorios a ultramar fuesen acompañados o precedidos de numerosos desplazamientos desde el campo o de localidades menores a otras más pobladas y con mejores oportunidades, estableciéndose un tejido social más dinámico y productivo. Con más integración territorial pero mayores desigualdades de ingreso, el aislamiento o la lentitud del contacto de las aldeas alejadas, así como la diseminación de los asentamientos semirrurales, disminuyeron. Solo viendo en su amplitud ese entramado de movilidades, que va del villorrio minúsculo a otro, vecino y más grande, de la ciudad provincial a la capital, o bien que llega hasta el muelle del puerto, punto de embarque hacia el otro lado del océano, es que se entiende la envergadura societal, de conjunto, de la migración. En suma, consideremos que el éxodo hacia las Américas fue parte de un fenómeno más general relacionado con cambios como el aumento poblacional en algunos países europeos debido a la disminución de la mortalidad infantil, salvo en Francia, cuya población empezaba tempranamente a declinar (Van de Walle 1986: 42), por lo cual fue la que menos emigró en el siglo XIX.2

Estas transformaciones socioculturales no han acontecido por una pura y fría determinación estructural del tipo ejemplificado en la sociología funcionalista o la vulgata marxista. De por medio está la agencia, la práctica de quienes actúan empoderados, y la disposición de quienes lo aceptan, que no es mera pasividad. Así, la creación de las instituciones del Estadonación, la gestión económica y tributaria, el trazo de las ciudades capitales con su significado centralizador y monumental, la dotación de infraestructuras territoriales, los esfuerzos educacionales y lingüísticos, la homogeneización de costumbres y símbolos, la valoración u ocultamiento de la memoria, etcétera, han sido y son todavía pilares que sostienen al Estadonación como una entidad. Todo eso para lo macro. Pero también se percibe la fragilidad de las pequeñas localidades alejadas, que dependieron siempre de voluntades y luchas políticas.

Hay cierta subalternidad en su modo de articulación con las poblaciones mayores de su región, si no con la comunidad nacional. Hoy vemos espacios locales remotos, poco poblados y atrasados; pudieron quizá en el pasado haber sido ciudades grandes y prósperas, o incluso quizá lo fueron. Otras en cambio emergen ahora y les espera un futuro esplendoroso. De ahí que el azar en la historia haga difícil generalizar sobre lo ‘local’ y lo ‘nacional’, pues no se sabe qué rumbo tomará esa relación en cada caso puntual. Mientras el consumo cosmopolita se acrecienta en las ciudades más opulentas del mundo y la inmigración siembra en ellas apariencias de multiculturalismo, algunas provincias viven todavía espacios y sentimientos afianzados: Nueva York y South Dakota.

En cambio, en algunos pueblos de la sierra sur peruana la pertenencia a la comunidad nacional es algo que aún hoy necesita ser exteriorizado y actuado para afirmar una igualdad ciudadana no siempre reconocida en los hechos. Blandir la bandera nacional en actos populares de protesta no es solo recurrir a un emblema que protege de la policía. Es afirmar que esa población de origen indígena ‘también’ pertenece al mismo país. Durante casi siglo y medio de República el aislamiento de miles de comunidades campesinas que padecían sequías y epidemias, además de sus luchas contra la opresión, fueron una negación práctica de la nacionalidad, pues para el gobierno criollo de Lima eran un sujeto colectivo ajeno y problemático, una ‘cuestión indígena’, vista desde una exterioridad cultural y política que se atribuía un rol civilizatorio y dominador.

La intercomunicación territorial de un Perú indígena y mestizo

Pero después de largos periodos caracterizados por la preponderancia del antiguo orden costeño señorial, junto con propósitos infructuosos de creación de una cultura nacional homogénea en base al calco de instituciones europeas (Larson 2002, Cotler 1978), el Perú y otras repúblicas de América Latina entraron a sendos procesos de construcción de una conciencia nacional. Vista desde el presente, la agencia del Estado terminó impulsando recursos de educación, vialidad y otros servicios, mientras los mercados se activaron propiciando la aparición de una sociedad no exenta de desigualdades, conflictos e insuficiencias, pero más moderna e interconectada. Es muy difícil pensar esta modernidad nacional fuera de políticas de manejo del espacio y de dinámicas del desplazamiento colectivo en las que el crecimiento del transporte desempeñó un rol simbólico además del instrumental.

 

Todo ocurrió a lo largo de un lento y accidentado proceso en el cual debo detenerme. El escaso nivel peruano de urbanización hacia 1900 —el más bajo entre los estados latinoamericanos que cuentan con esa información— con solo cinco ciudades de más de diez mil habitantes (Gootenberg 1995: 28) da cuenta de un país muy rural, de pesos poblacionales relativos por región invariables durante largos periodos3 y extensos espacios semivacíos. Las investigaciones más rigurosas señalan sin embargo un lento incremento demográfico a lo largo de 85 años, tangible en la duplicación habida de 1791 a 1876, con una tasa media anual de 0,92, de acuerdo con el mismo Gootenberg (1995: 25-33).4 Y por otro lado, las minuciosas investigaciones de George Kubler mostraban que la población indígena peruana aumentó en cifras absolutas y además relativas después de la Guerra de Independencia, aunque esa ‘indigenización’ datase de antes.5 Las correcciones estadísticas de Gootenberg atemperan algo esta afirmación (entre 1795 y 1876 la composición indígena baja mínimamente, de 61,3 % a 57,9 %, reduciéndose a 46,0 % en 1940) pero sin cambiar substancialmente.

Ello demostraría que, irónicamente, el nacimiento de la república peruana en vez de haber sentado las bases de integración imaginada por los criollos republicanos ocasionó una fragmentación cultural y económica de alrededor de medio siglo (de la segunda a la séptima década del XIX) de pesadas consecuencias posteriores, precisamente en épocas de construcción de otros estados modernos, como las gestas mexicana, colombiana y argentina, a cargo de clases dirigentes sólidas (Orrego 2005). Además de haber sido un valioso tiempo perdido, esa ‘indigenización’ corolario del aislamiento serrano, «[…] gran excepción a medio milenio de usurpación y asimilación europea de las comunidades indígenas […]» (Gootenberg 1995: 39), quebró la linealidad del tiempo histórico sin ser propiamente un retorno al pasado. Al haber poca presión por la tierra y casi sin exacciones de los hacendados, el estatus del indígena se modificó, con cerca de una mitad del campesinado en posesión de tierras que cultivaban hacia 1849. Incluso en algunas zonas de las sierras sur y norte hubo descendientes de españoles que adoptaron el modo de vida indígena y la lengua quechua, mientras en las punas algunas comunidades indígenas se reconstituyeron. Tardíamente, a partir de 1862, ese patrón empezó a modificarse, probablemente por efectos del auge guanero, que fue una gran oportunidad desperdiciada para afianzar un Estado-nación moderno, considerando que los ingresos públicos provenientes del fertilizante pasaron del 5 % del presupuesto al 80 % entre 1847 y 1870 (Orrego 2005: 230). Más de la mitad de ese cúmulo de dinero fue utilizado para pagos a clientelas burocráticas y militares, además de enriquecer a un selecto grupo de notables criollos con abultadas sumas otorgadas a título de consolidación de la deuda externa.6 El abismo costa-sierra se ahondó.

¿Existía alrededor de esa actitud rentista y de la codicia por el dinero fácil un proyecto de país, alguna orientación ideológica? Sin duda. Había surgido un voluntarismo liberal posterior al esencialismo conservador,7 que frente a los caudillismos militares de Castilla y Echenique recién se cristalizó en la Sociedad Independencia Electoral, germen del Partido Civil que hizo ganar en 1872 la elección presidencial a Manuel Pardo. Hombre educado en Europa y exalumno de Michel Chevalier, Pardo emprendió un programa integracionista y liberal dirigido a invertir los dineros remanentes del guano para comunicar la región andina con la costa. Era, sin embargo, una perspectiva de gobierno que expresaba abismos culturales irreconciliables, al inspirarse en una noción individualista de la ciudadanía, poco compatible con una comunal, que en todo caso sería la indígena. Valga señalar que al abolirse el tributo indígena en 1854 por decisión de Castilla, la exoneración de esa carga mermó ante el Estado su fundamento de vida comunitaria autónoma, con lamentables efectos materiales y simbólicos. Según el Código Civil promulgado en 1852, de estirpe napoleónica, los indígenas gozaban teóricamente de igualdad ciudadana ante la ley, sin diferencias respecto a cualquier costeño criollo, con idénticas libertades contractuales, incluyendo la de compraventa de sus tierras ancestrales. Naturalmente, esto favorecía a las autoridades, curas y notables serranos, acostumbrados a usufructuar del trabajo indígena servil de mil maneras, y en el nuevo contexto, a adueñarse de tierras comunitarias ‘con sus indios’. El esfuerzo pardista se asumió a sí mismo como el de una ‘misión civilizatoria’ que pretendía asimilar a los indígenas mediante la escolarización primaria a la occidental, para lograr una «hispanización forzada de los pueblos nativos» a semejanza del propósito abrigado por la corona española en el siglo XVIII de extirpar el quechua, según señala Brooke Larson (2002: 112).

El fondo paternalista de esa política fue indisociable de la penetración del capital comercial en la sierra central y la del sur, con sus secuelas de sometimiento a las redes de producción y compraventas agropecuarias destinadas a los mercados extranjeros. El eco ideológico de esa ‘misión civilizadora’ llegada de Lima con los ferrocarriles inaugurados poco antes de la guerra con Chile lo ilustran los notables de Jauja y Huancayo. En el valle del Mantaro —donde casi no existía gran latifundio y la servidumbre indígena era menor— la actitud de los blancos y mestizos urbanos era no obstante de rechazo hacia las culturas indígenas. Nelson Manrique destaca las prohibiciones impuestas por las autoridades locales en 1886 a ciertas fiestas indígenas (con referente simbólico mestizo además), ‘el baile de los capitanes’, el ‘de los negros’ y otros, pues el concejo huancaíno estimó «[…] indispensable abolir costumbres que no están a la altura de la civilización, y que dan una triste idea de la cultura y el adelanto de esta provincia» (1988: 47).8 En cambio, en la geografía del sur andino —Apurímac, Cusco, Puno, Arequipa— el poder latifundista se ejerció de modo más cruel y desnudo. Los gamonales, hacendados medianos y pequeños, empoderados mediante exacciones de tierras y de trabajo indígenas gracias a la legislación liberal, fueron un eslabón de la cadena mercantil de lanas que en las últimas décadas del siglo XIX operó ese negocio exportador desde las grandes firmas de Arequipa.9 Pero como plantea el mismo Manrique, esos gamonales estaban sumergidos, macerados, en la cultura quechua; en mi opinión, eran partícipes de complejos sentimientos regionalistas.10

Las deficiencias de los caminos de herradura y la ausencia total de caminos carreteros11 en la región andina hasta inicios del siglo XX hacían muy difícil salir de la agricultura de subsistencia y del encapsulamiento social, que contrastaba con el mayor intercambio comercial en la costa, facilitado por el cabotaje. Contreras Carranza anota que hacia 1880 la vialidad serrana prácticamente consistía en «[…] senderos para peatones adaptados a la cordillera. La amplitud del camino en las faldas de las montañas nunca era bastante como para que pudiesen cruzarse dos mulas cargadas» (2010: 63). Bajo esas condiciones solo valía la pena producir para consumo local. Este encierro serrano, mayor en el sur que en el centro y el norte, limitó los movimientos dentro de espacios regionales y locales, hasta que los grandes proyectos de transporte hicieron sentir sus efectos.

El Perú, especialmente la sierra, pasó casi directamente del sendero peatonal o a lo sumo de herradura al ferrocarril. La correlación de la cronología ferroviaria con la de los movimientos poblacionales y la economía es clara, qué duda cabe. Después de haberse inaugurado las primeras líneas, limeñas,12 se hizo presente el empresario estadounidense Henry Meiggs, gran gestor del negocio de tendido de ferrocarriles que estaba en la médula del proyecto civilista. Meiggs y los políticos liberales contemplaron la integración nacional en base a una serie de ejes transversales este-oeste que circularían entre el litoral y los Andes, trayendo minerales y otras materias primas, productos para la subsistencia y gente para el trabajo en las plantaciones algodoneras y azucareras. Resumiendo informaciones de Jorge Basadre (IV, 1961: 1768-1780) se estudió y discutió en los más altos niveles gubernativos a veces durante lapsos largos con idas y venidas la conveniencia de uno u otro proyecto. Las líneas Arequipa-Mollendo, Arequipa-Puno, y la ambiciosa transandina Callao-La Oroya (o Ferrocarril Central), fueron las más notables y estratégicas, aunque también se contempló otras, que quedaron inconclusas o no iniciadas: Chimbote-Huaraz-Recuay, Chala-Cusco, Cajamarca-Océano Pacífico. Este ciclo de ejecución de obras con la técnica más avanzada para la ingeniería de la época se inició en medio de celebraciones fastuosas en 1871 con la inauguración de la línea férrea Arequipa-Mollendo, tres años después extendida de la ciudad blanca a Puno, con lo cual el trayecto de la ciudad blanca hasta el borde del lago Titicaca disminuía de seis días a doce horas (Contreras 2010: 68). La ferrovía a La Oroya fue una obra de esfuerzos titánicos, literalmente sangrienta y mortal por los accidentes, enfermedades y conflictos ocasionados, además de costosa. Había, irónicamente falta de mano de obra, al extremo que Meiggs debió contratar unos diez mil peones de Bolivia y Chile para los trabajos en el sur (Contreras 2010: 67). Se empezaron los trabajos el primer día de 1870, pero la quiebra de la economía guanera obligó a interrumpirlos en 1875, para ser retomados y concluidos ya entrada la posguerra, en 1893. Se acortaba así notablemente el tiempo de viaje de Lima a Jauja, que había sido de seis días. El Ferrocarril del Sur también terminó su ramal al Cusco más tarde, en 1908, con el auge lanero en sus mejores años. Fueron estos los del cénit de la República Aristocrática (1895-1919), de recuperación de la economía bajo el predominio de un capitalismo dependiente de acentuado sesgo exportador primario. Admitiendo que a partir de ese periodo la gobernabilidad alcanzada por la oligarquía civilista asentó al Estado peruano, el ordenamiento social no cambió en lo esencial. La posterior ampliación de las capas medias y de los incipientes sectores obreros durante el oncenio de Augusto Leguía (1919-1930) y en el gobierno autoritario de Benavides (1933-1939) no impidió el mantenimiento del espíritu señorial y racista heredado. Pese a la progresiva incorporación de algunas regiones a la actividad productiva moderna y a los mercados más allá del modelo del enclave13 ya entrada la segunda mitad del siglo XX, la desigualdad costa-sierra y el aislamiento de las pequeñas aldeas ha sido solo mitigado.

Ferrocarril cruza las nieves de la sierra central (ca. 1912)


Skyscraper City.

Pero es mejor examinar esa construcción de lo nacional desde las políticas del espacio que desde la historia social misma. Al estar enfocado en la extracción y exportación de recursos naturales, el afán integrador de las élites estuvo en el pasado siempre más orientado hacia los flujos de mercancías que al transporte de personas, en especial tratándose de provincias marginadas. En esa medida, los ferrocarriles y luego las carreteras trajeron consigo desde épocas tempranas abundante migración no prevista y después un centralismo desbordante. Hubo entonces, a falta de lineamientos explícitos y efectivos de descentralización, una política implícita del espacio en el sentido opuesto. Ya en 1867 Manuel Atanasio Fuentes registró la residencia de casi 56 000 inmigrantes provincianos, más unos 39 000 extranjeros, lo cual reducía la población capitalina nativa a apenas el 21 % (1925 [1867]: 10) e insinuaba probablemente otros movimientos interregionales no registrados.14 No asombra en absoluto que treinta o más años después ese flujo siguiese su curso poniendo en evidencia el choque de mundos sociales desiguales y culturalmente ajenos. Esto ocurrió, recordémoslo, mientras una parte de los limeños vivía la ‘modernidad burguesa’. La capital había ido dejando atrás su provincialismo pacato y crecía imitando en su trazo y nuevas costumbres a las metrópolis europeas (Muñoz 2001: 42-58). Veleidades de cosmopolitismo que coexistían —en un desfase de temporalidades— con el mantenimiento del régimen servil de la hacienda y de la comunidad indígena, el tránsito alegre e iluminado de las avenidas con la soledad silenciosa de las punas. Una prueba de ello sería la Ley de Conscripción Vial promulgada en 1920 por Leguía, que instauraba una especie de mita que forzaba a todos los varones (mayormente indígenas) a trabajar a pico y pala construyendo carreteras. Pero los emprendimientos viales posteriores a los ferroviarios se desarrollaron más en la década de los treinta, al haberse alcanzado una masa crítica de vehículos motorizados (automóviles y camiones) que los ameritase. Aprovechando el restablecimiento económico posterior a la crisis económica de 1929, el presidente Óscar Benavides15 mandó concluir la Carretera Central, inaugurada en 1935, enlazando Lima, La Oroya y Tingo María, e hizo trazar y ejecutar las obras de la Carretera Panamericana, abierta al tráfico en 1939 de Tumbes a Arica (Palacios 18, 2005: 44). Pero sobre todo se modernizaron miles de kilómetros de caminos de herradura acondicionándolos para el transporte automotor, mucho más veloz. Con estos cambios se evitaba viajar por mar de Matarani al Callao, o incluso del Callao a Cañete, a Salaverry o a Paita, y los fatigosos trayectos a caballo de varios días de cruce del Ande se redujeron a uno solo o a horas. Las interconexiones regionales motorizadas disminuyeron si no reemplazaron las travesías de los arrieros, que fueron limitándose a los caseríos marginales que contaban solo con caminos de herradura. Y a la inversa, el locus de los peregrinajes, de las fiestas y de los acervos escenificados en estas se amplió. Eso lo veremos en una sección posterior. Al ensancharse a escala territorial el comercio, el intercambio cultural y el conflicto político, la conciencia de una modernidad nacional atravesaba un umbral más. Si esas obras realizadas «con la Nación, por la Nación y para la Nación» según el discurso conservador del presidente Benavides (Palacios 18, 2005: 45), las posibilidades de emigrar o simplemente de viajar gozaron de mucha acogida en la gente común y corriente. En palabras de José María Arguedas,

 

Ruta de arrieros de la sierra central paralela al tren (fines del siglo XX)


Skyscraper City.

[…] cuando las carreteras se abrieron, el camino de la costa y de la capital de la república a toda la gente de la sierra, los mestizos bajaron en multitud a las ciudades costeñas y llegaron a la antes casi legendaria e imposible Lima. Conscientes de lo que significaba el intercambio con la costa y con la capital, la gente de la sierra desde los indios para arriba, se entregaron con verdadera desesperación a construir carreteras hacia la costa. Comunicarse con Lima por vía directa fue el ideal ardiente de todos los pueblos andinos (1985 [1941]: 92).

Como se sabe y lo reseñé en otra publicación, la vialidad devino en el instrumento de un oleaje migratorio que se desplazaba de localidades menores a mayores, pero en especial hacia Lima. Las cantidades fueron crecientes desde los años cuarenta a los setenta para amenguarse hacia los noventa. En el 2011 se podía calcular que la población de Lima, superior a los nueve millones, se había multiplicado unas catorce veces desde 1940 gracias a los inmigrantes, principalmente andinos, y la superficie de la conurbación superaba las ochenta mil hectáreas, frente a la cuarta parte en 1961. El fenómeno de la barriada,16 vale decir la urbanización por invasión de terrenos eriazos seguida de autoconstrucción de viviendas inicialmente muy precarias, ha sido el corolario ineludible de esa rápida sobrepoblación. Interesa aquí subrayar lo integrador del proceso migratorio en su conjunto, en cual distinguimos tres aspectos.

Primero, la práctica creciente de la itinerancia, en base a lógicas de búsquedas colectivas de asentamiento, lo cual se hace casi sinónimo de incorporación a la sociedad nacional. Adelgaza la densidad étnica de las identidades, que se deslocalizan según el itinerario migratorio elegido, pero generalmente sin olvidar el lugar de origen, con lo cual se mantiene el vínculo, que constituye uno de los cabos del enlace reticular. Los estudios de Jürgen Golte y Norma Adams (1990) sobre doce comunidades muestran el valor instrumental y simbólico que la asociación tiene para el desempeño de los inmigrantes en su lugar de arribo nacional. Los autores identificaron más de siete mil clubes y asociaciones de provincianos en Lima (1990: 69) contra los trescientos que Arguedas menciona en 1940 (1985 [1941]: 92). También reseñan el rol del transporte de y hacia el exterior en la estratificación interna de las comunidades. En Huaros (sierra de Canta), Sanka (Acomayo, Cusco), y San Juan (Huari, Ancash) desde tiempos remotos y bajo muy diferentes modalidades, la función de intermediación favoreció a los arrieros, a menudo mistis (mestizos) que, por ejemplo, lograron hacerse de beneficios económicos en las rutas sureñas del comercio lanero. Se distanciaron de los indígenas y fueron los primeros en expandir su locus de desplazamientos, llegando hasta Arequipa o Lima. Los comuneros cusqueños de Sanka emigraron ya sea al Cusco o a Madre de Dios, ya sea a Arequipa o a Lima, pero además de mantener sus vínculos con el sitio de origen, reprodujeron en distintas asociaciones regionales limeñas su antigua separación entre mistis e indios, aunque esta se haya disipado en los años ochenta al resultar inviable (Golte y Adams 1990: 165-181). En San Juan de Pontó los descendientes de arrieros se han diversificado convirtiéndose en empresarios comerciales además de propietarios agropecuarios, mientras que los más pobres emigraron a los cocales de Huánuco.

Segundo, la adopción de un nuevo habitus intercultural que asimila conocimientos, costumbres y gustos citadinos, sin perder los nexos familiares y de paisanazgo ni dejar de celebrar las fiestas regionales con sus bailes y comidas. Y tercero, sus consecuencias políticas, puesto que los desplazamientos geográficos implicaron cuando menos una disminución de los lazos de sujeción al patrón de hacienda o al notable local, propio de los pueblos pequeños tradicionales. Es el caso de la comunidad puneña de Asillo, muchos de cuyos miembros fueron siervos de latifundio. El poder ejercido desde arriba descendía con fluidez hacia una población no organizada políticamente, dibujando la figura del ‘triángulo sin base’ delineada por Julio Cotler (1969) hace cuatro décadas. Sin menoscabar el rol de los movimientos campesinos, la subjetividad emancipada en la urbe y reorganizada por la lógica colectiva del progreso indujo un cambio substancial de actitudes.17

La modernización de la sociedad peruana ha sido un fenómeno eminentemente interno, nacional, en el cual, por un lado, se estructuraron espacios económicos a escala regional y del conjunto del territorio con flujos de inversión y comercio que afectan a la mayor parte de los peruanos, y por cierto en medio de una densa madeja migratoria ad intra. Casi el 75 % de las provincias peruanas tenían saldos migratorios negativos entre 1988 y 1993, comenzando por los más pobres. Después de haber sido de 35,8 %, 45,8 % y 37,8 % respectivamente en 1940, 1972 y 1993, el porcentaje de inmigrantes a Lima descendió a 32,5 % (INEI 2009: 93) significativamente en la primera década del nuevo siglo. Migración interna y modernidad confluyen entonces, debiéndosele considerar a esta última una condición reciente, por cuanto, por ejemplo, la primera generación de peruanos con un volumen crítico de nacidos de uniones interregionales e interclasistas data apenas de los años ochenta (Mendoza 1993). Ciertamente no ha sido un cambio abrupto.18 Arguedas decía que a inicios del siglo XX los mestizos ya dominaban en los pequeños pueblos andinos y empezaba a retroceder la condición de lengua familiar del quechua.