Espacio-tiempo y movilidad

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La ampliación del locus de los desplazamientos colectivos significó simultáneamente aventura y desgarro. Liberándose «[…] del peso de las tradiciones regionales geográficamente enraizadas», en palabras de Renato Ortiz (1994: 45, traducción nuestra), el emigrante ganaba en posibilidades de progreso. Aunque sea cierto que esos nuevos horizontes aparecían por razones de supervivencia o de partida forzada (como en el caso de muchas jóvenes rurales enviadas a la ciudad a oficiar de sirvientas en los hogares de paisanos mistis) las oportunidades de prosperidad han sido la motivación predominante. En la costa se trató de empleo asalariado, vivienda moderna o educación; en ceja de selva, tierra cultivable, trabajo agrícola, incluyendo cocales; y en zonas diversas, la minería formal e informal. Pero tampoco han faltado las expectativas de goce en el lugar de destino, aumentadas al ser vividas in situ. La exposición a las mil ofertas de consumo con que la ciudad tienta al nuevo residente, aún así no tenga el poder adquisitivo, contrastan frente a la monotonía y pequeñez que tiene en su recuerdo de la localidad que dejó.

Redes migratorias y vertebración de un espacio nacional

Debo referirme a esa lógica cultural de lo local en la modernidad. No importa cuán equipado en recursos de comunicación esté un espacio local, su aislamiento territorial geográfico tiñe las relaciones a proximidad de un carácter distinto al veloz e impersonal de la gran ciudad. La escasez de gente y su concentración en un radio de encuentros reducido tiende a provocar vínculos más intensos de afecto o rechazo, pues el topos espacial, a diferencia del virtual, es de una realidad ineluctable. Por su secular confinamiento y la conservación de rasgos étnicos tradicionales, los caseríos peruanos han sido sistemáticamente identificados con el atraso, casi con un tiempo inmó vil. Hay entonces una jerarquización implícita entre los centros poblados según tamaño y número de habitantes, con Lima a la cabeza, y los villorrios escondidos al final, confluyendo en la misma ubicación semántica pobreza, indianidad, anacronismo y aislamiento. No obstante presentarse versiones equivalentes de esta construcción del sentido común en otras regiones del mundo, pienso que la peruana es extrema, dados el centralismo y la avasalladora primacía capitalina,19 la fuerte tradición racista del contraste costa-sierra y, por supuesto, la inmensa desigualdad.

Golte y Adams (1990: 33-37) analizaban la singularidad de esa subordinación a fines de los ochenta. Sostenían entonces que siendo Lima desde la Colonia el eslabón administrativo y logístico entre el interior del país y el extranjero, que vehiculaba materias primas, en especial minerales, los excedentes generados se consumían en Lima, prácticamente sin beneficiar a las regiones productoras. En contraste con el patrón europeo del crecimiento medieval en adelante, no se articuló una división territorial del trabajo productivo entre la capital y su hinterland. A eso se añade que la mayoría de los recursos destinados a la actividad extractiva venía del exterior (como sigue ocurriendo con las empresas mineras, petroleras y gasíferas). La condición parasitoide limeña de consumir lo que no produce tiene además el límite concreto de la subordinación de su capacidad importadora de bienes de capital e insumos foráneos a los ciclos de bonanza exportadora, o dicho simplemente de no contar con divisas suficientes. Lima, por lo tanto, señalan Golte y Adams, es incapaz de proveer empleo en grandes empresas, fabriles o de servicios, a su abultada población, pese a que con el auge exportador minero de principios de este siglo la acumulación de capital y la inversión en el interior del país hayan aumentado. En el 2011 la forma productiva capitalina de lejos más frecuente es la artesanal, en pequeñas empresas o informal. Esta óptica nos es útil para comprender el mantenimiento de prácticas itinerantes convergentes en Lima. El movimiento entre la capital y el interior no puede ser solo de mercaderías, sino también humano. El trasiego pendular de los negocios que funcionan en redes comerciales familiares o de paisanaje es estimulado por los costos diferenciales de producción entre la región, así sea lejana, y la gran ciudad, situación en la que ambas partes ganan pero en que el país como conjunto permanece dependiente.

La evidencia de esa subalternidad es reforzada desde la metrópoli mediante prejuicios deformantes. Como un lente desenfocado, la imagen de lo local se tuerce hacia un lado u otro. O bien se exalta la ‘autenticidad’ de un lugar, su reproducción viva de ciertos rasgos del pasado, o bien se le percibe como una prolongación defectuosa e incompleta de localidades mayores, como si el alejamiento espacial no hubiese efectivamente influido en retrasar el reloj del progreso. No es ni lo uno ni lo otro, pues cualquier observación etnográfica minuciosa detectará la permanencia de acervos regionales propios subyacentes a las apariencias de las costumbres y los equipamientos modernos venidos de lejos. Al contrastar con la movilidad de las sociedades, la inercia constitutiva del topos perdió su quietud y pasó a ser objeto de múltiples miradas comparativas. Pero notemos que cuando el sujeto peruano se ‘desancló’ de sus referentes simbólicos locales, lo hizo primordialmente a favor de referentes regionales y sobre todo nacionales. El progresivo consumo de cerveza en competencia con la chicha, la aparición de canchas de fútbol con sus dos arcos hasta en el último caserío, no ocurrió en función de Alemania e Inglaterra, sino de la irradiación de la modernización desde la capital, de modo semejante al acceso creciente a la educación y al dinero. La cholificación anunciada por Aníbal Quijano (1980 [1964]) en los años sesenta habría sido para entonces lo más característicamente peruano aunque esa condición, por él mismo llamada transicional, fue arrastrada por el tsunami migratorio. Quijano ha nombrado posteriormente con la noción de ‘heterogeneidad cultural’ al marco conflictual de funcionamiento actual de la sociedad peruana en lo simbólico, que marca a la modernización nacional con una impronta de ‘colonialidad’ (Quijano 2007).

Poniéndonos ante lo concreto, de la conjunción de un territorio tan diverso y agreste, a veces inaccesible, con una diversidad étnico-lingüística grande a la cual se suma su secular desigualdad, resulta una vertebración nacional incompleta, y en el mejor de los casos, una modernidad reciente. De ahí que el fenómeno de la movilidad sea heterogéneo y de flujos cualitativamente diferentes corriendo juntos. Los campesinos pobres siguen dejando el campo por la ciudad, pero también van a las minas o hacia la selva, a sembrar coca o en pos del oro; hay una diáspora peruana de casi tres millones en Estados Unidos, Chile, España y tantos sitios, compuesta por gente de muy diversa calificación. Además el país conserva la riqueza de los antiguos peregrinajes cuyas celebraciones multitudinarias ponen de manifiesto que la memoria heredada está viva, aunque en otros sitios vaya desapareciendo. Y a ello se suman el inédito fenómeno de millones de turistas que lo recorren y el cada vez mayor número de viajes de índole profesional y de negocios. Hay, por lo tanto, espacio-tiempos distintos y desconectados. Pese a la mejora de las carreteras desde los años noventa, los trayectos por transporte terrestre a recónditos lugares del interior son siempre incómodos, prolongados, de dos días y más. Por ejemplo, Churcampa, Huaytará o Pampas y otras localidades ubicadas en el departamento de Huancavelica, vecino al de Lima, estaban hasta hace pocos años separadas de la capital por dos días de pesado viaje terrestre.20 Y aventurados, por la cantidad de accidentes y asaltos, mientras los turistas que vienen de Madrid llegan al aeropuerto limeño en once horas, los de Miami en poco más de cinco. La calidad de los caminos y la duración de la travesía son directamente proporcionales a la jerarquía de los lugares, como si el trayecto en el espacio llevase de una época a otra. El paso de esos abismos peruanos (metáfora y realidad literal) hace palpable las afirmaciones teóricas de la modernidad inacabada y de la nación invertebrada; y la espesura de lo local, de su persistente lejanía, marcan una diferencia no superada con respecto a un Primer Mundo que con tanta comodidad conecta las nociones de ‘global’ y ‘local’ en una especie de continuum mundial de equivalencias, que debería ser visto, según sustentan algunos teóricos estadounidenses, como una «[…] interpenetración de civilizaciones geográficamente distintas […]» en cuya virtud la globalización ‘genera’ localidad y comunalidad (Robertson 1995: 29-30, traducción nuestra).

Afirmaciones como esta quizá evoquen algunas pequeñas y dispersas urbanizaciones cosmopolitas del norte posindustrial. Ciertas zonas de California o de Carolina del Norte, por ejemplo, cuyas redes de autopistas, salpicadas de malls instalados en entornos naturales cuidados, son velozmente recorridas por sus moradores, disolviendo distancias, diferencias de niveles de ingreso y estilos de vida que tradicionalmente demarcaban al campo frente a la ciudad, sin que esa intensa movilidad estadounidense esté compuesta solamente de inmigrantes poco educados o indocumentados.21

Pero pese al avance del nuevo siglo no es así en buena parte del interior del Perú, cuyo localismo sigue siendo sinónimo de atraso, del pesado silencio de los parajes aislados donde la gente que todavía no emigró siente la ausencia del Estado. Las mejoras en infraestructura observadas, tomando ejemplos sueltos, en poblados paucartambinos como Huancarani o la comunidad Inka Páucar del distrito de Colquepata, la de Cancahua en Canchis, denotan más movimiento y circulación de información que hace veinte años, pero siguen transmitiendo esa sensación de un localismo acentuado por la marginación. Frente a ello contrastan algunos pueblos que se benefician con el turismo pero que son excepciones debidas en cierto modo al azar. El valle del Colca, en la provincia de Caylloma, fue ‘descubierto’ para el Perú moderno en los años setenta gracias a los trabajos del Proyecto Majes, con lo cual se dotó a la zona de vialidad moderna y energía. El tiempo estancado en el que habían vivido los pueblos de las etnias collahua y cabana se puso en movimiento, para exponer su vida, costumbres y paisajes al visitante, aunque esa conjunción haya sido fortuita.22

 

Cañón del Colca, 2010


Javier Protzel.

¿Qué sentirían los viajeros al contemplar estas montañas bravías y sus temibles abismos al andar sus caminos de herradura? ¿Qué pensamientos les traería el silencio absoluto?

Por otro lado, los desplazamientos que caracterizan a la modernidad nacional han implicado cambios en la mirada hacia el entorno y en la capacidad de contemplación. Sin intención de generalizar, noto que en el Perú actual cuanto más poblada una ciudad, y mayores su contaminación visual y densidad vehicular, más ‘moderna’ se le juzga. El humo tóxico y los embotellamientos en su jungla de asfalto parecen ser un costo indeseado del progreso, y las horas diarias de movilidad dentro de la urbe uno de sus componentes aceptados. Esto ocurre precisamente en la época de mayor construcción civil en la historia peruana, y por lo tanto de cambios de residencia y edificación empresarial. Se vive bajo el signo del avance entusiasta de lo nacional y moderno de cuño centralista, al constatarse, entre otros elementos, la reproducción de los estilos arquitectónicos y de consumo limeños en varias ciudades. Baste con ver en casi todo el territorio la simplicidad de los volúmenes ortogonales y racionalistas del funcionalismo adoptado por algunos arquitectos peruanos de vanguardia desde fines de los años cincuenta (Günther y Lohmann 1994: 282-292), o encontrarle un aire a San Borja o Vista Alegre a algunas urbanizaciones de gente pudiente local en Piura como en Tacna, incluso en Huamanga y en el Cusco, sin olvidar las apropiaciones estilísticas de las viviendas ‘chicha’ híbridas de los suburbios de Lima y otras ciudades del interior. La materialización de lo social en el espacio es además manifiesta en las modalidades de transporte, corolario del crecimiento urbano, reproduciéndose así a menor escala el caos vehicular limeño en poblados medianos y pequeños. El abigarramiento de las camionetas combi en calles estrechas de Cajamarca, sus carreras suburbanas entre Pisco y San Andrés, o incluso sus servicios a lo largo de las trochas polvorientas que hace pocos años salen de Lircay —en Huancavelica— hacia comunidades antes incomunicadas como Huanca-Huanca,23 son muestras indudables de una modernización que simultáneamente señala a escala nacional un nuevo régimen de uso y percepción del espacio. Se estima que el tráfico interprovincial de pasajeros creció entre el 2000 y el 2010 de 56 a 72 millones, con incidencia superior en el sur de la república.24

La tolerancia de la población de origen inmigrante frente a las deficiencias de la vida urbana en asentamientos emergentes —incluyendo necesidades básicas insatisfechas y transporte incómodo— se explica por ser la alternativa respecto a la exclusión padecida en geografías periféricas. Haber pasado rapidísimo, en el lapso de una o dos generaciones, de regímenes socioeconómicos casi serviles, cuya regla era mayoritariamente la vivienda sin agua corriente ni luz eléctrica y un habitus cultural tradicional heredado y poca educación escolar, al acceso a los bienes simbólicos modernos gracias a la inserción en los mercados urbanos y a lo que estos irradian a través de los medios de comunicación convierte en razonables a las apropiaciones populares de la vida urbana moderna. Por azarosa que esta última sea, marca un giro notable que permite la aparición de ese ‘nosotros diverso’ de lo nacional (Degregori y Sandoval 2008).

Contemplación del paisaje y destiempo de lo nacional

No obstante la mejora evidente de las condiciones de vida (dieta, salubridad, electricidad, educación, vestido, etcétera) de una buena porción de la población,25 la modernidad nacional trae algunas contrapartidas de efecto intangible, poco mencionadas, pues corren el riesgo de ser tildadas de políticamente incorrectas. A la disminución de la lengua quechua en beneficio del castellano y al abandono de la vestimenta vernácula en el proceso de modernización para evitar la estigmatización racista en la costa, mencionados por Carlos Iván Degregori (1993: 124-125), es preciso añadir una mutación de la relación con el medio ambiente, vale decir con el paisaje y en general con el vínculo (literalmente) raigal con la naturaleza, su fauna y flora, incluso sus sonidos. Según la visión modélica de Weber (1966), el entorno artificial, racional y construido de la ciudad moderna facilitaría la interacción y el intercambio eficaces por la proximidad y la circulación vial, así como por el prorrateo de los recursos comunes —energía, agua y desagüe, seguridad, entre otros— con respecto al medio rural. Agreguemos incluso que el medio urbano provee una ‘domesticación’ (en el sentido foucaultiano) de la flora y la fauna. Desde el siglo XVIII el arreglo de parques, bosques y otros espacios de verdor ha sido materia de orgullo de cualquier ciudad que se respeta, en tanto sitio de encuentro y entretenimiento al mismo tiempo que reminiscencia de una naturaleza arcádica, pero en la que no se puede vivir ni subsistir. Pero sabemos perfectamente que eso no es así. Consecuencias de la desigualdad que huelga mencionar aquí privan a muchos de esas eventuales ventajas. Y el incremento demográfico y de suburbios cada vez más lejanos pone en un primer plano las problemáticas del transporte y la contaminación ambiental: visual, sonora, tóxica. Frente a ello, el uso del suelo urbano (sin generalizar) tiende a reducirse a la menor circulación posible entre dos puntos, dos espacios privados (o a lo sumo semipúblicos), salvo una minoría ubicable de casos, domingueros, cívicos, festivos o pandilleros. Esta lógica de recorridos reticulares y mayormente tediosos son señales de una deslocalización mental. No en su acepción económica o administrativa de dispersión de sedes o de separación de procesos productivos en varios sitios, sino respecto a la necesidad del viajero de ‘estar en otro lado’ distrayéndose leyendo, escuchando radio o hablando por el celular para reemplazar la rutina del viaje. Se ‘llena el tiempo’ cuando no hay una experiencia significativa en la ruta; el espacio se vacía, descompuesto en la sucesión de no-lugares recorridos por el vehículo. En otros términos, el tiempo se separa del espacio recorrido y se rearticula en uno distante.

Esta constante moderna conlleva un progresivo deterioro del paisaje y una pérdida de sentido de lo local. Los italianos, que se preocupan y trabajan el tema, cuestionan la degradación de los territorios locales merced a su planeamiento instrumental en base a criterios cuantitativos de rentabilidad. Se debe valorizar «[…] la irreductible singularidad, la fisonomía propia de un territorio, su especificidad diferencial […]» (Bonesio 2006: 13, traducción nuestra), lo cual no significa postular «[…] una fijeza defensiva y una clausura automonumentalizante» (18, traducción nuestra), sino el considerar que lo local contiene forzosamente una sedimentación de la temporalidad y de la particularidad simbólica. Por ello podría extenderse la idea de comunidad humana a ese ‘complejo viviente’ (2006: 20) que es la naturaleza de un lugar y su capacidad antropológica de ser depositaria de la memoria y de saberes colectivos, deviniendo así en ‘comunidad de paisaje’ (2006: 22).

Es difícil evitar que la expansión de las ciudades y las necesidades de transporte masivo empequeñezcan los lugares antiguos y les hagan perder su personalidad. De ser comunas independientes en el pasado se convirtieron en suburbios metropolitanos, pasando después a integrarse a las densas redes de la ciudad consolidada tras la demolición de sus antiguas edificaciones. Semejante será el comentario sobre la fisonomía rural (o desértica) extramuros, pues ambos lados de las carreteras mismas se tornan en extensiones de lo urbano, como lo muestran las hileras de construcciones sembradas, prolongando la ciudad hasta tocar el cabo vial de la ciudad vecina. Este es un fenómeno mundial, constatable en las rutas californianas de la conurbación de Los Ángeles a San Diego, a lo largo de la costa catalana de Barcelona hasta la frontera francesa, o en la casi ininterrumpida autopista limeña hacia los balnearios del sur. Millones de pasajeros avanzan velozmente viendo fugazmente cartelones, edificaciones y retazos de naturaleza hasta que ese panorama suburbano desaparece. Esta crisis del paisaje no es simplemente pérdida de una pátina estética que decora el territorio, sino la supresión de lenguajes comunitarios y de sentidos de pertenencia que fueron muy estables, a cambio de nuevas formas de residencialidad. Laura Bonesio sostiene que al tema del paisaje no se le debe enfocar conservadoramente con demandas de ‘congelamiento y museificación’ (2006: 15) sino en base a la «[…] reflexión más general sobre la polaridad global-local» (2006: 11, traducción nuestra), en el marco actual de alta movilidad, añadiré yo. Es cierto que existe en los países de mayor desarrollo una «[…] demanda de ‘horizontes’ de lugares concretos y reconocibles en los cuales el habitar reencuentra al menos la semblanza de una domesticidad perdida» (2006: 21, traducción nuestra), que lejos de significar un alejamiento del mundanal ruido muestra que la bi- o multirresidencialidad para eludir la gran ciudad congestionada es una realidad para sectores de mayor educación y alto ingreso de esos países, gracias precisamente a las grandes facilidades de transporte de las que disfrutan. En cambio, en los de menor desarrollo como el Perú, la perspectiva de la transición migratoria inconclusa es lo que destaca, cuando no la del estancamiento en el localismo de la exclusión. La mentalidad es entonces distinta, valorizándose el bullicio del tráfico de la amplia superficie poblada recientemente no por su desorden, falta de ornato o suciedad, sino por identificársele con el empleo y el progreso. En la construcción de la nación moderna las temporalidades se entrecruzan: un aire pueblerino cubre ciertos suburbios limeños entusiasmados, y los pueblos alejados a los que llega dinero y energía se dan un toque urbano ‘chicha’ que los afea, para ojos del observador externo. El deseo de ascenso social como rostro invertido del temor a la estigmatización racista entra en tensión con la nostalgia de la tierra y el paisaje abandonados. Así, «[…] el lugar se hace crecientemente fantasmagórico, es decir, los aspectos locales son penetrados en profundidad y configurados por influencias sociales que se generan a gran distancia», como señala Anthony Giddens (1994: 30) al definir la modernidad nacional. El pase de lo local a lo nacional efectivamente reformula la concepción del espacio al uniformizarla conforme a unas pautas que, como sugiere Renato Ortiz, no son eternas, pues:

Modernidad y nación son configuraciones sociales que históricamente aparecen juntas […] la nación no es tan solo una ‘novedad histórica’ […] en su interior surge y se desarrolla un nuevo tipo de organización social. Durante el siglo XIX y parte del XX nación y modernidad marcharon lado a lado. Como si la relación entre estos términos fuese algo imperativo, necesario. Sin embargo, […] el vínculo entre nación y modernidad se escindió. Un proceso nuevo […] que llamamos globalización atraviesa ahora la multiplicidad de las modernidades existentes. En otras palabras, la modernidad-mundo traspasa ahora las fronteras nacionales (2003: 292-293, traducción nuestra).

 

En suma, si las identidades nacionales son en general recientes (Ortiz 1994: 117), con mayor razón lo es aún más en el Perú. Si buena parte del siglo XX fue de construcción nacional e ingreso a la modernidad, este proceso se intensificó a partir de los años cincuenta con las oleadas migratorias, la cholificación andina y la expansión de las industrias culturales. Pero ese periodo ha sido relativamente corto, pues desde los ochenta operó la misma lógica de dislocación espacio-temporal que abrió y atravesó lo local poniendo de manifiesto un fenómeno mucho más amplio. Esos cambios, coexistentes con un persistente localismo eran signos precursores que afectaban solo indirectamente a las mayorías, percibidos apenas por las élites. Pero la globalidad de la movilidad se hizo manifiesta con la hemorragia emigratoria hacia el extranjero iniciada en los años ochenta durante el primer régimen de Alan García (Altamirano 1992: 66-84) mientras el proceso interno mantenía su curso solo para disminuir posteriormente. Como se sabe, este virtual éxodo prosiguió, y a inicios del 2011 aproximadamente la décima parte de los peruanos vive allende las fronteras, habiéndose recibido en el 2010 remesas de emigrantes por un total de 2534 millones de dólares (América Economía, en línea), una verdadera inyección en la vena para los familiares y paisanos de una diáspora peruana dispersa en todo el planeta, que conecta las economías más pobres a los mercados mundiales. Con las finanzas reinsertadas en el sistema mundial, varios acuerdos de libre comercio suscritos y un flujo de importaciones de cifras astronómicas (Andina-b, en línea), impensable durante las vacas flacas de los ochenta, no cabe duda de la dimensión global de las transacciones peruanas. Debe añadirse el auge turístico de origen interno y externo, cuyas cifras son igualmente inauditas. Envolviendo a lo nacional como este último lo hizo con lo local, se replica en el Perú la globalización, calificada por Renato Ortiz como «[…] un proceso social que atraviesa al Estado-nación redefiniéndolo enteramente» (2005: 75, traducción nuestra).

Sin que lo nacional tenga aún una fecha precisa de consolidación, ya empezaría a estar a destiempo. Al lado del ocio industrializado que promociona el turismo están las novedades de la exploración y el contacto intercultural. Estas hacen darse la mano a lo local y (recurriendo a un término de la Unesco) al culto por un ‘patrimonio común de la humanidad’. La revalorización de la tipicidad del lugar y del reencuentro con la naturaleza es parte de una sensibilidad que renueva radicalmente las narrativas de viaje y el apetito de asombro, pues nutre el culto al paisaje contemplado y registrado, y con ello trasciende lo estatal-nacional.