Espacio-tiempo y movilidad

Текст
Автор:
0
Отзывы
Читать фрагмент
Отметить прочитанной
Как читать книгу после покупки
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

Capítulo 3
Ciudades globales, mundo en movimiento

Retornar a la contemplación de la naturaleza huyendo del ruido y la contaminación de la gran urbe es una práctica extendida entre los habitantes de las regiones de mayor riqueza en el mundo, aunque diste de ser generalizada. Por el contrario, en los continentes pobres la gente busca concentrarse en localidades bien pobladas para trabajar sin límite, pues es en ellas y no en las comarcas alejadas que logran prosperar comerciantes, artesanos y cualquier tipo de intermediarios, sin contar la multitud de asalariados. Las largas avenidas de Saigón o de Madrás surcadas por ruidosos enjambres de motociclistas y ómnibus le evocan al observador latinoamericano su propia ciudad en versión variante. La indefensión del ciudadano de a pie frente al caos vehicular, la suciedad y la deficiente infraestructura vial son revestimientos comunes que acercan las fisonomías de esas ciudades asiáticas a las del lejano extremo opuesto del Océano Pacífico, pese a cualquier diferencia étnica o lingüística. No importa cuánto se especifiquen culturalmente, los trazos espaciales de un urbanismo originariamente occidental terminan imponiéndose en toda ciudad que adopta sobre su suelo al vehículo motorizado como medio de transporte de gente y mercaderías, con una intensidad tanto mayor en la medida del avance del capitalismo. Su ‘destrucción creativa’ —utilizando el término de Schumpeter— devasta no solo los vetustos volúmenes demarcadores de las vías estrechas del antiguo poblado al mismo tiempo que edifica moles de ladrillo y concreto ahí donde había descampados suburbanos. Sobre todo instaura los imperativos de la velocidad y de la racionalidad de los mercados, yuxtapuesta a la antigua. La multiplicación descomunal de los intercambios genera una lógica centrípeta del espacio económico, enlazando localidades y gentes anteriormente desconectadas, haciéndolas girar en un radio muy amplio en torno a un centro denso donde ocurren las transacciones más importantes y se aloja el poder.

No caben dudas acerca de ese empuje emergente indio, vietnamita o peruano, pero pocos probablemente se percaten de lo recientes que son sus historias urbanas comparadas con los países de industrialización más temprana. Es un hecho evidente en la heterogeneidad de hábitos mezclados. Usos de tecnología de última generación conviviendo con festividades religiosas seculares, ingredientes alimenticios exóticos y preferencias por modas musicales internacionales adaptadas al oído local, dialectos distintos comunicándose inicialmente mal entre sí por el aislamiento entre los hablantes, estandarizados posteriormente gracias a la escuela y los medios. Así se dejan ver muchas articulaciones regionales y nacionales, ocurriendo simultáneamente o en periodos cercanos, pues la activación de los mercados y de las fuerzas productivas sigue un curso expansivo abrupto debido a trabajos viales contiguos o sucesivos que se empalman ampliando un área geoeconómica antes dispersa o semivacía. Un ejemplo claro sería el limeño, que en la primera década de este siglo es una megalópolis que cubre hacia el sur prácticamente cien kilómetros de litoral, tocando lo que aun son formalmente comunidades campesinas como Chilca y Asia, antaño aisladas; y hacia el norte hace décadas que Ancón se unió a Lima, esperando que eso ocurra en algún momento con Chancay. No se conserva memoria de cuando esa topografía de los valles del Chillón, el Rímac y el Lurín, más verde y fértil, albergaba grupos indígenas locales muy distintos (Günther y Lohmann 1994: 15-43), ni cuando, mucho más adelante, los inmigrantes italianos hicieron prosperar las haciendas que ocuparon y compraron, devenidas hoy en zonas céntricas de la ciudad consolidada (Capelo 1973, Bonfiglio 1993).

Viendo otras latitudes latinoamericanas, Ciudad de México, sexta aglomeración más poblada del mundo (City Population 2011, en línea) desborda ya los límites del inmenso Distrito Federal y se acerca a otros Estados. Desde tiempos de Hernán Cortés, Mexico-Tenochtitlán era ya uno de los mayores asentamientos humanos del planeta, aunque su superficie fuese considerablemente menor y sus poblaciones étnicamente más homogéneas. Los flujos de circulación humana que atraviesan actualmente los 1400 kilómetros cuadrados y pico del Distrito Federal son los del complejo multiétnico nativo de todo el Estado-nación mezclado con el hispánico, el resto del europeo y el africano, disuelto este en los genes contemporáneos. La aglomeración de São Paulo tiene en cambio un pasado más corto1 y una expansión más reciente, pero con sus veintiún millones de pobladores articula una región inmensa. De Osasco y Embú al oeste y Guarulhos al norte, la megalópolis paulista abarca al sur São Bernardo do Campo y São Caetano, prolongándose hasta los contrafuertes de la serra do mar que bloquean su extensión al Atlántico.

Villas pequeñas, dos generaciones atrás separadas de la capital regional por un viaje de varias horas que pocas veces se emprendía, se convirtieron en suburbios conectados en solo decenas de minutos de trayecto sobre rieles o asfalto. En las ciudades, el encanto del paseo sin apuro contemplando panoramas monumentales se ha reducido a favor de trayectos apurados, desatentos y sin paisaje. En su tipo ideal, el locus de estas arterias, cuyo ancho y largo cubre porciones crecientes del espacio urbano, consiste en un diseño reticular para circulación rápida y masiva entre lugares privados o semipúblicos más que en el de lugares de encuentro propiamente públicos del diseño decimonónico. Señalamos en un capítulo anterior que las redes no son novedad; sí lo son el establecimiento de los nodos que estructuran funcionalmente el territorio y distribuyen los ámbitos de producción, comercio y consumo. Hay una racionalización del tiempo y el espacio, pues a mayor velocidad la colectividad trabajadora se ahorra cientos de miles de horas y los territorios se acercan unos a otros para el desempeño de economías de escala capaces de lograr los volúmenes críticos requeridos para ser rentables. Esto es acompañado de un disciplinamiento de la movilidad, tanto en el plano estrictamente logístico como en el simbólico, lo cual no se refiere al acatamiento de las normas de tránsito sino a la aceptación colectiva del desplazamiento cotidiano largo así como la de cierta convivencia y las minúsculas y tácitas interacciones que ello implica. El espíritu de esa interminable circulación está muy lejos del sonido y la furia de los grandes desplazamientos tradicionales, como aún lo son las peregrinaciones multitudinarias y los éxodos provocados por guerras y catástrofes naturales. Recorrer hoy grandes extensiones urbanizadas es surcar el mismo suelo que uno o dos siglos atrás asombraba a aventureros, vagabundos e invasores codiciosos.

Pero esa geología cultural dista de ser uniforme, pues detrás de la tendencia a la estandarización de los diseños urbanos, es obvia la jerarquización de las ciudades y su desigualdad. Al confluir en una globalización financiera y comercial, los largos procesos de articulación regional y nacional, con su intensa movilidad intra e interurbana, devinieron en un rasgo planetario de pesadas consecuencias antropológicas, que abordo en las páginas siguientes.

Dinámica de las global cities

La información empleada cotidianamente se centra en la actualidad, y al no exigírsenos una memoria más larga, somos poco conscientes de las altas tasas mundiales de urbanización, de su rápida evolución y de los cambios que nos aguardan a la vuelta de la esquina. Extrañará entonces a muchos que en el año 1900 apenas el 13 % de la humanidad viviese en ciudades y que esto se hubiese multiplicado en medio siglo, pues en 1950 era el 29 %. En el 2011 existe un aproximado de entre 52 % y 56 % de la población mundial asentado en áreas urbanas, del cual algo como la mitad ocupa localidades conviviendo con medio millón de personas o más.2 Antiguamente la condición de gran ciudad fue sinónimo del adelanto y poderío ostentado por aquellas que controlaban lo que el historiador Fernand Braudel ha llamado una economía-mundo, vale decir no todo el globo, sino «[…] una porción del planeta económicamente autónoma, por lo esencial capaz de bastarse a sí misma, y a la cual sus vínculos e intercambios interiores le confieren una unidad orgánica» (1979: 12, traducción nuestra). Aunque las grandes ciudades de tiempos remotos eran mucho menos pobladas que las del siglo XIX y XX, en ellas ya aparecían en ciernes señales del cosmopolitismo moderno, pues si uno quería ver «[…] hombres de todas partes del mundo, cada uno vestido a su propia manera, vaya a la Plaza de San Marcos o al Rialto», indica a propósito de Venecia un escritor renacentista citado por Braudel. Algo semejante ocurría un siglo después en la Bolsa de Ámsterdam escuchando hablar «todos los dialectos del mundo» o en Londres donde «todas las religiones bajo el sol se practicaban»; y no solo en Europa, sino en centros de poder orientales, Isafán, Malaca, Calcuta (1979: 14-15, traducción nuestra).

Si la centralidad de las plazas de intercambio intenso no ha dejado de estar asociada a la congregación de gentes venidas de lugares lejanos, y por lo tanto a la diversificación bajo un mismo suelo de prácticas culturales diversas, incluso desde épocas de fenicios y romanos, a partir del siglo XX la economía-mundo virtualmente traspasa toda frontera. Al respecto, debo recordar que si bien la historia económica registra una globalización del comercio y las finanzas bajo los imperios británico y alemán, y de Francia, a fines del siglo XIX —aunque interrumpida bajo el influjo de los nacionalismos (Bersch y Kaminsky 2008, en línea) y luego por la bipolaridad soviéticoestadounidense— los escenarios de fin de siglo comportan una perceptible novedad. El empalme de la revolución demográfica en el Tercer Mundo3 con los aumentos de productividad en los estados-nación industrializados incrementó las desigualdades de ingreso a escala mundial y, con transportes y telecomunicaciones en rápido perfeccionamiento y masiva accesibilidad, precipitó los conocidos procesos de migración transnacional, principalmente de sur a norte (las Américas, África a Europa) y de este a oeste (Asia y Medio Oriente a Europa, Asia del sur a los emporios petroleros árabes). Y el avance de las tecnologías de la información (TIC), orientado a acelerar la rotación del capital financiero permitió transacciones comerciales en tiempo real, trayendo consigo ese efecto benéfico de facilitarle contacto permanente a las diásporas tercermundistas con sus tierras natales y de surtirlas con remesas. Los tentáculos del globalismo económico atraviesan territorios antes ajenos a su influjo, induciendo, según la versión, un reciclamiento (Beck 1998: 166-168) o un declive del Estado-nación (Touraine 2005: 57-63). Sin embargo, ese declive no significa solo su penetrabilidad, sino, en los más avanzados, una grave modificación de sus lógicas económicas internas, pues las redes intercontinentales se superponen o eventualmente desplazan a las regionales. Las metrópolis tradicionales se desarrollaron en el pasado gracias a industrias con mano de obra abundante, proveniente a menudo del hinterland (o de inmigración transatlántica en los casos de Nueva York, São Paulo o Buenos Aires), a diferencia de aquellas que, al prosperar a fines del siglo XX, conocieron otro destino. La socióloga holandesa Saskia Sassen enfatiza que en las más grandes ciudades actuales hay una intersección de dos procesos. Por un lado, el crecimiento económico en sí, caracterizado por el alto volumen de transacciones (además de mayor complejidad), lo cual entraña servicios corporativos para más sedes empresariales multinacionales sobre todo del sector ‘fire’ —por finance, insurance, real estate — (finanzas, seguros, inmobiliario). Y por otro, la reconversión industrial inducida por las TIC y la producción flexible que intensifica las actividades de servicios por encima de las fabriles (Sassen 2002: 15). Y las denomina global cities.4 La explosión de nuevas demandas de servicios especializados va retroalimentándose y generando, según la autora, una nueva economía en las ciudades más avanzadas, pues la aglomeración de firmas que «[…] producen funciones centrales para la gerencia y coordinación de sistemas económicos globales está desproporcionadamente concentrada en los países de alto desarrollo» (2002: 14). Por ejemplo, el mercado cambiario mundial, el más ‘global’ de todos por tratarse de divisas, está concentrado a 58 % entre Londres, Nueva York y Tokio, las tres megalópolis líderes de las global cities. La jerarquización de las ciudades obedece al número y calidad de los servicios que puedan brindar para la instalación de sedes empresariales de alcance mundial, incluyendo los de abogacía, contaduría y auditoría, transportes, infraestructura de telecomunicaciones y procesamiento de datos, hub aéreo intercontinental, etcétera, así como barrios elegantes y una oferta abundante de consumo lujoso a precios exorbitantes.

 

Hong Kong de noche


Wikimedia Commons

La poca disponibilidad de espacio en el centro financiero del Asia ha impulsado la edificación de sus altísimos rascacielos, cuyos habitantes hacen aun más luminosas y bullentes sus calles, más cautivante el paisaje nocturno de la bahía.

Un equipo de investigadores británicos elaboró hace pocos años un listado de 55 global cities estratificado en tres niveles —alfa, beta y gama— establecidos mediante una compleja contabilidad de las sedes empresariales e institucionales de alcance mundial que comparten entre sí (Beaverstock, Smith y Taylor 2006: 98-99). Las diez ciudades del nivel alfa5 aparecían entrelazadas formando una madeja de centros de toma de decisión y provisión de servicios, con mayor interactividad entre áreas geográficas relativamente vecinas, predominando Nueva York, Londres y Tokio, seguidas de Hong Kong y París. No es casualidad que Londres y Nueva York en sus calidades de metrópolis de las potencias hegemónicas de los siglos antepasado y pasado ocupen esos lugares, como tampoco Tokio, al haber sido en el Extremo Oriente sede de una potencia industrial prácticamente sin rivales hasta los años ochenta en que surgieron Corea y poco después la China. Además del magnetismo ejercido regionalmente, el peso histórico de las grandes ciudades se asocia con su ubicación estratégica en el centro o a lo largo de vastas redes, independientemente de que su dominación territorial se haya plasmado o no en un Estado-nación extenso o un imperio, según como señala Janet Abu-Lughod (1999: 2-5). Fueron los casos de Ámsterdam en el siglo XVII, el de Lisboa en el XV, como lo son ahora Singapur y Hong Kong. No obstante, los recursos del poder territorial contemporáneo difieren mucho de los del pasado por la ampliación de su ámbito de ejercicio. El control del comercio (por ejemplo marítimo, ejercido por Venecia, Ámsterdam o Londres) fue típico de las antiguas economías mercantilistas, y posteriormente de los esfuerzos imperiales de la Inglaterra decimonónica, cuya presencia llegó a sitios tan lejanos y dispares como Shanghai y Lima, creando dependencia del capital financiero. Actualmente, la gerencia financiera de la producción de servicios y de las industrias a escala mundial es el mango de la sartén que sostiene firmemente la mano de la global city.

Comparando Los Ángeles y Ámsterdam, ciudades muy disímiles —situadas en el segundo nivel (beta)— el urbanista E. W. Soja subraya cómo el cúmulo de sedes empresariales que albergan recortó en cada una las posibilidades de planificación del territorio, ocasionando fuertes desequilibrios sociales (2006: 183-186). El 75 % de los inmuebles del viejo downtown ‘renacido’ de Los Ángeles es propiedad de empresas multinacionales, parte importante de cuyos empleados recibe ingresos muy elevados. Algo distinto ocurre en Ámsterdam, donde el centro antiguo ha sido adaptado a una variedad de servicios especializados de banca, universidades, organismos públicos, cultura y entretenimiento a los que acude una variopinta población de usuarios. Pero detrás de esas aparentes diferencias, hay semejanzas. Una geoeconómica, pues de ambos centros han dimanado conurbaciones regionales de millones de habitantes esparcidos en un radio de cien kilómetros.6 Pero sobre todo, sus grandes desigualdades de ingreso, ocasionadas por la reconversión económica neoliberal. El paso del industrialismo fordista a un sistema de acumulación flexible menos integrado pero más eficaz gracias a técnicas de gerencia sostenidas en TIC y manufacturas con menos mano de obra y más robótica, así como el desarrollo de un sinnúmero de pequeñas y medianas empresas de servicios ha aumentado las brechas de productividad e incluso ha expulsado a parte de la población al desempleo o a la informalidad. Siguiendo la tesis de Sassen (1991) sobre la desigualdad en las global cities, Susan Fainstein la confirma en un texto más reciente sobre cuatro de ellas. Reseña el vaciamiento de los sectores neoyorquinos de ingreso medio, de modo semejante a como ocurre con la disminución de los empleados de oficina y los operarios de manufacturas en Tokio. En París la desigualdad de los sueldos aumenta, sin que los más bajos varíen, mientras en Londres, el estrato poseedor de un nivel muy alto de vida se multiplicó quince veces a fin de siglo con respecto a veinticinco años antes (2006: 111-117). En casi todos los casos el último decil del ingreso se engrosó sin detener el deslizamiento hacia arriba de los profesionales y ejecutivos más calificados. Es obvio que esta tendencia a la desigualdad se ha acentuado desde el efecto en cadena mundial de la crisis de insolvencia de 2008, derivada de la acumulación de ‘carteras pesadas’ estadounidenses que no honraban sus financiamientos inmobiliarios subprime.

Si esto ocurrió cuando ya las corrientes migratorias laborales se mundializaban marcando cifras altísimas, los panoramas venideros son de sociedades con aun mayor movimiento. Además del incrementado transporte suburbano de casi un cuarto de la población del planeta, la ecología organizacional flexible exigirá más movilidad a ejecutivos, funcionarios y técnicos, sumados al tráfico de gente más modesta en pos de un empleo fuera de su país. A toda esta hipermovilidad ocupacional y el probable aumento de exiliados, se suman las prácticas simbólicas del desplazamiento, también en subida manifiesta. Un sinnúmero de peregrinajes tradicionales en regiones periféricas son ignoradas en las agendas más concurridas de los medios masivos cosmopolitas, aunque estos sí ilustran profusamente acerca de los lugares que atrae visitar por placer, en señal de distinción, o prácticamente en guisa de peregrinaje moderno, como son ahora las más prestigiosas global cities a las que el turista llega como a una meca secularizada.

Hacia una taxonomía contemporánea del viaje

¿Qué sentirán en pleno siglo XXI, esas comunidades amazónicas ‘no contactadas’, las pocas que quedan entre el Brasil y el Perú, cuando miran asombradas al helicóptero desde donde las filman? Apartadas de colectividades ajenas, cualquier encuentro con un Otro venido de más allá de los anchos ríos y los espesos bosques que las aíslan lo es con la alteridad radical, vivencia que la mayoría del planeta ha ido perdiendo rápidamente desde la primera mitad del siglo pasado. La infinidad de viajeros que surcan diariamente el mundo y la institucionalización del transporte masivo de larga distancia para mantener las economías andando han banalizado lo que en otros tiempos significó aventura, peligro, promesa. La experiencia del viaje, o más precisamente la del alejamiento, tiene un interés intrínseco porque en esta viene a darse una espacialización de la subjetividad, poco advertida intelectualmente. Los recorridos emprendidos durante una vida dejan sobre los suelos andados su trazo virtual, correspondiente, en lo tópico, al relato biográfico, que es diacrónico. En este el tiempo se articula secuencial y progresivamente al espacio y eventualmente se ‘marca’ en un texto (aunque en la ficción literaria este pueda ser descompuesto según la ubicación y punto de vista del sujeto narrador). El discurso biográfico es eminentemente temporal por ser esa la dimensión de los estados de conciencia en cuyo curso los acontecimientos son registrados, recordados y eventualmente predichos, o al contrario, olvidados. Lo cual no impide que la articulación de los acontecimientos, textualizada o no —o en todo caso ordenada en el flujo íntimo de la memoria personal— tenga un despliegue homólogo en el espacio. Este comentario es válido también para lo colectivo, pues cada acontecimiento individual, por único que se le sienta al ser vivido, no deja de estar estructurado, y su recuerdo en consecuencia es un ejemplar de la memoria colectiva. Más aún, si se teoriza un espacio de la memoria con Michel de Certeau (1987: 97-100) al comparar psicoanálisis e historiografía, puede también existir una memoria del espacio que en vez de limitarse a registros de lugar fijo contenga sus dinámicas del desplazamiento, pues por y en estos, suelen ocurrir y estructurarse los acontecimientos dramáticos y trascendentes del destino individual o colectivo, o bien instalarse penosas rutinas del tipo vivido en las grandes urbes actuales. La experiencia de la movilidad no deja de ser muy diferenciada, según el origen o la categoría sociocultural, y además por la época. Pero su variedad no impide poder remitírsele a un fondo antropológico de algunos rasgos comunes, a medida que la observación se acerca al presente. Al ser este un fenómeno tan disperso y necesitado de informaciones concretas, intento construir una matriz exploratoria simple, para orientarnos. Es necesario distinguir entonces dos ejes de análisis y definirlos.

 

El primero es aquel que contrasta en sus extremos una cultura hegemónica con otra que le es subalterna en la tradición gramsciana (Gramsci 1971: 158-159). Para el caso, la hegemónica es la del capitalismo tardío, pletórico de conexiones microelectrónicas, velocidad e hipermovilidad, tipificada por la búsqueda del goce mediante el consumo y el culto narcisista del cuerpo. La mundialización de ciertos repertorios publicitarios transnacionales da fe de su preeminencia aceptada y no de su imposición forzada, característica de la hegemonía cultural. Predominan lo originariamente occidental y lo megaurbano, irradiando hacia otros continentes luciendo sus grandes emblemas, Houses of Parliament, Torre Eiffel, Empire State y demás, verdaderos monumentos-símbolo de supremacía con el prestigio añadido de ser presuntamente reconocibles por una mayoría de la humanidad. Estas metonimias de Londres, París y Nueva York condensan una ilusión de centralidad e infunden en el viajante que esforzadamente llegó el efecto casi mágico del ‘estar ahí’ real y no en un sueño. Es la lógica del turismo masivo, sobre la cual volveré.

Sin embargo, no existen ni la dominación ni la sumisión absoluta. Siempre hay alguna dosis de resistencia en la subalternidad, compuesta de apropiaciones insólitas de la significación hegemónica, la cual no logra imponerse completamente, sino apenas escasa, oscilante y esporádicamente, para un uso particular, o simplemente dejando cabos sueltos que escaparon de su influjo. Por otro lado, hegemonía y subalternidad no pueden disociarse en la escena mundializada actual de lo que gruesamente denominaremos la ‘modernidad occidental’, en cuyo polo opuesto estaría la noción de ‘tradición’, dudosa, como sabemos. La oposición insuperable que contendría esa dicotomía es equivocada para efectos de esta matriz, pues tomando palabras de Renato Ortiz, su «[…] lógica excluyente percibe la historia de forma lineal. La situación de globalización se caracteriza por la emergencia de lo nuevo y por la redefinición de lo ‘viejo’, y encontrándose ambos insertos en el mismo contexto se entrecruzan distintas temporalidades» (2007: 11, traducción nuestra). Por ejemplo, el ‘equipamiento’ cultural que traen consigo los millones de migrantes transfronterizos forzosos de cualquier país, en especial los de zonas rurales, es incongruente respecto al de mucha de la gente que habita en sus ciudades de destino. Si bien el habitus se adaptará fácilmente a la satisfacción de necesidades básicas, la mirada y el comportamiento en el nuevo lugar de residencia estarán filtrados por creencias y costumbres del lugar de origen. Y si el volumen de esa población supera una masa crítica, la colonia logrará márgenes de autonomía simbólica que permiten reciclar su acervo propio, nutriéndolo además con sus redes transnacionales. Estas redes apoyan la convivencia en un mismo sujeto de distintas temporalidades y socialidades en las que la ‘tradición’ preserva su dinámica de cultura viva y moderna, máxime si cuentan con recursos digitales de información. En el capitalismo tardío, la condición subalterna tiende a ser parte del paisaje de las grandes ciudades del primer mundo dado el número creciente de inmigrantes y la disminución relativa de su asimilación, sobre todo por el contacto con el país de proveniencia brindado por las redes y los flujos de remesas. Nadie duda de que ese apego al terruño sea facilitado por el abaratamiento del transporte y las comunicaciones, aunque eso no termine de explicar el prejuicio estadounidense o europeo que equipara el atraso o lo premoderno al mantenimiento de cualquier ‘tradición’ no occidental y de sus marcadores étnicos. No asimilarse a un patrón occidental estándar sería, en esa óptica, ponerse al margen de la civilización. Ocurre que la formación de las naciones modernas de Occidente estuvo asociada estrechamente a la de sus ciudadanías, predominantemente urbanas, educadas y asalariadas, aunque eso no haya sido la regla en otras partes del mundo. El historiador hindú Dipesh Chakrabarty critica esa oposición eurocéntrica entre condición ciudadana y condición campesina (2009: 49-50), por quedar esta última subestimada al presumírsele analfabeta y afecta a prácticas mágico-religiosas irracionales. Implícitamente la ciudadanía sería lo secularizado, un mundo social en que lo político y lo religioso andan por caminos separados. Más aun, en la visión estándar occidental, el de las creencias religiosas se repliega en el fuero íntimo, mientras en el público campea la razón instrumental y la organización productiva se desvincula del ámbito familiar.

En otro texto, Ortiz (2011) comenta que el afán de Max Weber por demostrar que la racionalidad no se completó en la India y en China obedecía a su deseo de destacar mejor la excepcionalidad de un Occidente ‘más’ civilizado, de una modernidad ‘más depurada’, por así decirlo. Pero esos ‘tipos ideales’ weberianos corresponden poco a la realidad no solo por la ciencia, cálculo y organización que hubo en el corazón de la antigüedad china, india o precolombina. La refutación la da el presente, el aquí y ahora de las grandes ciudades hegemónicas donde se asienta una variedad de diásporas que, dejando regiones y naciones busca nuevos modos de vida atravesando el mundo de un extremo al otro. Buena parte de esas oleadas migratorias puebla esas metrópolis en condición de subalternidad, dedicadas a trabajos manuales poco calificados que los nativos rechazan asumir. El término underclass nombra bien el estatus semiclandestino de sus labores y el ser poco advertidos en los lugares de prestigio y mejor caracterizados salvo como sirvientes. Precisamente global cities occidentales de la magnitud de Nueva York y Londres son domicilio de voluminosas clases subalternas de origen extranjero. Como bien señala Anthony D. King (2006: 319-324), una global city no puede ser definida solo por la envergadura económica o los avances urbanísticos, sino por el aire poscolonial que adopta por los marcados tintes étnicos de sus sectores subalternos sin que por ello dejen de ser modernos y aun así prosigan en suelo extranjero sus prácticas tradicionales.

En el segundo eje distingo lo instrumental de lo simbólico, admitiendo que solo sea una diferencia analítica, pero de la cual salen dos ‘tipos ideales’ de movilidad: la del migrante transnacional subalterno y la muy variada del viajero de negocios. En la experiencia de la movilidad instrumental predomina el criterio utilitario, la finalidad específica, con prescindencia de la toma de contacto con la cultura ajena. Aunque viajar sea trasladarse a largas distancias hay una apreciación poco clara de las diferencias e interés escaso por estas en quien lo hace. O eventualmente tienden a ser sistemáticamente abolidas, como ocurre en aquellos sitios por los cuales se está siempre de paso, deliberadamente construidos sin trazas histórico-sociales características, y de los que se espera únicamente funcionalidad. O al revés, si hay un contexto preciso, este pasa inadvertido para el observador, no dispuesto a captar significaciones ajenas a su sentido común. Es usual que los inmigrantes adultos que ocupan posiciones subalternas tiendan a recrear aspectos de su hábitat originario en tierra ajena, a mantener su lengua, y, en lo posible, algunas costumbres. Lo inverso de estas apropiaciones simbólicas sería la ajenidad con respecto a las significaciones del lugar de asentamiento, salvo en lo cotidiano y práctico, conducente en el peor de los casos a una lógica de gueto, aunque en determinadas ocasiones procuren manifestar pública y amigablemente su condición de comunidad residente, o bien hacer performances de protesta. Lo instrumental alcanza también al otro extremo, a los viajantes hegemónicos, los hombres de negocios, ejecutivos, profesionales diversos y funcionarios que por infinidad de razones deben desplazarse a lugares remotos para estancias cortas. Desarrollan una socialidad singular que vive tangencialmente la alteridad del lugar de encuentro, a menos que la razón del viaje incluya lo contrario, pues es generalmente gente involucrada en ámbitos de trabajo muy específicos acompañados de un consumo que requiere estar muy estandarizado, precisamente por tratarse de vínculos formales generalmente ejercidos de modo desterritorializado. Ambientes cerrados de sedes empresariales y centros de convenciones ocupan parte considerable del medido tiempo de estos personajes, al que se añade el transcurrido en el anonimato de los hoteles, aeropuertos y aviones (Augé 1992), cuyas gramáticas de uso han aprendido de memoria. Este desempeño en ‘no lugares’ no excluye que se dé el turismo cultural, asistiendo a ver o comer algo ‘típico’ de la localidad, pero aun así, serán sitios adecuados para terminar la visita fugaz disfrutando de estereotipos. ¿Son por ello cosmopolitas? Para el sueco Ulf Hannerz, que desarrolló el tema, existe actualmente una extensa variedad de culturas transnacionales no migrantes operando mediante encuentros periódicos y pautas de comunicación en red. Incluyen desde una orientación meramente instrumental, quizá predominante por tratarse a menudo de profesionales y ejecutivos empresariales, hasta aquellas de quien por vocación sí tiene una «[…] apertura intelectual y estética hacia experiencias culturales divergentes» (2000: 103, traducción nuestra). Pienso que solo estas últimas serían propias de los ‘cosmopolitas’, que el autor intenta distinguir de los ‘locales’ por su disposición a descubrir al Otro cultural mientras que estos últimos aun así hayan dejado su propio país permanecen en lo suyo.

Бесплатный фрагмент закончился. Хотите читать дальше?