Procesos interculturales

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3. Profundizando en el pasado y mirando al futuro: Modernidad y movimiento social

Lo inverso, pero no por ello menos exterior, sucedió veintitantos años después, durante el gobierno militar de Velasco Alvarado. Devine contrapone la interpelación del “indígena” de Valcárcel a la del “campesino” consagrada por ese régimen73. Es innegable que el rótulo “campesino” designaba al sujeto por su labor real, ubicándolo en una perspectiva más moderna, liberándolo de connotaciones racistas; la abstracción de asignarle un lugar en el sistema productivo lo “nivelaba”. Pero al mismo tiempo soslayaba su etnicidad. Por más que los atributos propios transcurran en una sucesión de hibridaciones en que se reciclan selectivamente, el eje de esa dinámica es el mantenimiento del colectivo de pertenencia o de aquello que lo representa. La etnicidad, por lo tanto, no es algo fenotípico, sino algo simbólico que asegura la continuidad del sujeto, su “mismidad” frente al Otro para dialogar o, eventualmente, luchar contra él74. Las orientaciones del gobierno militar fueron a contrapelo del elitismo republicano tradicional, y de hecho desde 1968 se cerró el ciclo agro-exportador de la oligarquía. La mayor parte de su programa (reforma agraria, fortalecimiento del rol empresarial del Estado, participación laboral, reforma educativa) se proponía cerrar brechas económicas y culturales. Tenía, en consecuencia, un fuerte contenido clasista y modernizador, formulado en su mayor parte con miras a la integración nacional. Cabe especular que el énfasis en el cooperativismo y formas diversas de participación en las áreas rurales, así como la obtención de réditos políticos (la “conscientización”), hayan acelerado un proceso de secularización e integración económica que diluía aun más los componentes étnicos de la identidad en poblaciones que ya habían empezado el camino de la emigración. Las grandes movilizaciones campesinas opuestas desde la izquierda a la política agraria de Velasco —como las de Andahuaylas en 1974— se valieron de discursos claramente clasistas, aunque ¿hasta qué punto lo que pesó no fue más bien el combate contra el autoritarismo y la arraigada tradición corporativista de las fuerzas armadas “tutelares”? ¿Qué peso tenían las buenas intenciones, y, en ciertos casos, medidas de fomento y rescate cultural frente al control de los medios de comunicación, al encuadramiento de la movilización social a través del Sinamos y al silenciamiento sistemático de las oposiciones?

El reforzamiento de la etnicidad en los años cuarenta o su reducción a inicios de los setenta tienen por común denominador ser inducidos desde afuera, como si el sujeto tradicional no contase con recursos para elaborar su propia identidad. Se trataría, entonces, de una función reservada a las élites, del privilegio de estas. Sin embargo, el mismo movimiento que cuestiona la visión de una cultura nacional, con dominante criolla y señorial, aparecida en la Generación del Centenario, se va a renovar varias décadas después con el desarrollo de las ciencias sociales. Entre muchas otras contribuciones que estas han hecho para una mejor comprensión de los nudos culturales del país, merece mención especial el hallazgo de una visión cultural “desde abajo”.

En 1967, José María Arguedas publicó un texto sobre mitos quechuas posthispánicos. Estos relatos orales en quechua contaban los orígenes y dest ino del hombre desde una visión indígena, mezclando creencias vernáculas y cristianas75. Mitos vivos, vigentes y en permanente variación, que narraban una edad de esplendor y justicia, y otra de caída y desgracia, prometiendo el advenimiento de una tercera edad de reconstitución y retorno a la primera. Los elementos mesiánicos de estos mitos fueron la base de hipótesis sobre la continuidad histórico-cultural de un mundo andino que, para los etnohistoriadores, parecía ser menos localista de lo que se hubo creído. Así, el tiempo cíclico ataba cabos entre el pasado y un futuro que se tornaba en expectativa. Consecuentemente, la “utopía andina” apareció en los años setenta como visión alternativa de lo nacional y proyecto revolucionario76. No era precisamente un programa político, sino la metáfora a través de la cual se expresaba una respuesta radical de un sector del pensamiento de izquierda con respecto a la cultura nacional, pues, según la interpretación de Flores Galindo,

De esta manera, socialismo no sería necesariamente sinónimo de occidentalización. Una vía propia, acorde con un país de antigua historia, con una importante población campesina y en cuyo pasado (comunidades, tecnología andina) podrán encontrarse nuevos derroteros para construir el socialismo en un país pobre y atrasado77.

La utopía andina correspondería a una “comunidad imaginada” nacional inspirada en orígenes étnico-culturales muy distintos, que remiten a la cultura y a la etnia, no establecidos por una élite dominante, sino por su amplia difusión “desde abajo”.

Pero es necesario hacer salvedades. Estudiando las raíces históricas de los nacionalismos europeos, Michel Wieviorka distingue entre dos “modelos”: uno basado en la ciudadanía y el territorio, y otro en la cultura y la “sangre”, asociables a Alemania y Francia, respectivamente78, y similares a las ideas de “nación cultural” y “nación contractual” mencionadas más arriba. Para el segundo modelo, la nación y la cultura determinan una personalidad, un “carácter” típico, un lazo, en suma, “esencial” con la colectividad a la que se pertenece, mientras en el primero la nacionalidad es algo que se construye mediante una relación permanente con el entorno territorial y por las reglas que rigen la convivencia en sociedad, es decir, la ciudadanía. Y ciudadanía remite necesariamente a dos elementos substantivos de la modernidad: la democracia y el pluralismo. Por ello, y al margen de la vigencia que puedan tener mitos como los referidos más arriba, la utopía andina es útil solo como referencia metafórica originaria de la memoria popular de un país más justo y reconciliado, aunque es ajena al proceso de construcción de una cultura nacional moderna, que supone una memoria nacional, reconocimiento y fomento de la diversidad, instituciones educativas y encuentros interculturales, etcétera. En tal sentido, debe recordarse el nexo teórico que Anderson establece para la constitución de las naciones modernas en varios sitios del mundo: la lengua “impresa” y su uso como soporte semántico para difundir las narrativas nacionales79. Por cierto, la lengua no fue un componente diferencial para fundar las repúblicas iberoamericanas (habiéndolo sido para la sobrevivencia de otras, aun cuando carecían de Estado, como por ejemplo, el polaco, el coreano o el hebreo), ya que los gestores de la Emancipación no tenían una reivindicación lingüística frente a España. Incluso ese rol pudo haberlo tenido el quechua como lengua diferenciadora y sometida. Pero hoy eso es una ucronía. El hecho de la Emancipación fue un asunto de la minoría occidental que convalidaba una dominación cultural muy anterior, aunque modificando su estatuto por la forma jurídico-administrativa emergente de una república independiente. Su razón de ser se inspiraba declarativamente en los ideales de la Ilustración, que precisamente son de libertad, pluralidad y progreso. Al inspirarse en el “modelo” de nación prevaleciente basado en la ciudadanía, y aunque esos ideales estuviesen lejos de cumplirse, primaba un criterio inclusivo, el del jus soli, que asigna ciudadanía e igualdad a todos por el hecho de habitar un territorio. En la ocurrencia, los confines territoriales heredados del Virreinato eran el ámbito de la nación. Las inmensas distancias, la afinidad de los recorridos, la común administración y los mismos problemas por enfrentar habrían de proveer teóricamente las diferencias específicas para establecer nexos identitarios. Esto quizá suene falso y banal, pero la soberanía siempre requiere de un principio en el cual basarse para existir; de otro modo, o bien habría un ejercicio desnudo de la tiranía, o bien un poder tradicional aceptado, pero arbitrario, como la monarquía absoluta, en donde el rey es el soberano y la legitimidad no tiene nada que ver con la cultura local, como ocurrió en el Virreinato del Perú80. Cuando la soberanía viene del pueblo, la voluntad de este es la que nominalmente debe imponerse. Pero en todos los casos, todo Estado-nación, naciente o no, tiene dos “frentes” de problemas que en la Independencia peruana estaban disociados, el interno y el externo. Cara a este último, el sistema internacional, el Perú ya era materia de disputa entre las grandes potencias aun antes de existir formalmente. La presión liberal británica era decisoria, de modo que el curso emancipador sanmartiniano, que adoptó una parte de la élite criolla en 1821, como vimos, fue un acontecimiento encaminado principalmente hacia el exterior y ajeno al interés inmediato de la mayoría subalterna81.

El incumplimiento de los ideales de la Ilustración en el Perú no impide que también haya sido o sea un problema que venía implícito en muchos proyectos de modernidad nacional. No afirmo un “mal de muchos consuelo de tontos”; simplemente constato que un rasgo importante del Estado-nación moderno es su heterogeneidad constitutiva, su edificación sobre una serie de particularidades culturales y/o geográficas que lo torna en un proyecto abierto y conflictual82. Un costo alto del Estado-nación moderno (para algunos una ventaja) es el borrado de algunas particularidades regionales tendiente a la homogeneización. El sociólogo Anthony Giddens sostiene la teoría del “desanclaje” de las sociedades locales respecto a los referentes simbólicos que secularmente las habían caracterizado como principio articulador de la modernidad con los procesos de construcción nacional, dada la ampliación y diferenciación del horizonte de experiencia. Los clásicos ejemplos decimonónicos del transporte por energía de vapor, que permitían surcar océanos y continentes en tiempos hasta entonces imaginados y con carga de gran tonelaje, muestran cambios de costumbres y gustos, pero sobre todo una expansión del lazo social por la migración, la interacción con gente que no está en la proximidad física y la llegada de bienes económicos y simbólicos de lugares remotos, hechos todos que contribuyen a cierto acercamiento económico y cultural que favorece los rasgos del fuerte y borra los del débil83. La relación entre nación, modernidad y mercado es clara, pero las hibridaciones de una “comunidad imaginada” son complejas, irreductibles a una sola imagen y están siempre sujetas a confrontación. Es algo que se conquista, se propugna o eventualmente se inventa. Los nacionalismos húngaro, checo y finlandés fueron creación de clases medias educadas que “redescubrieron” las lenguas campesinas y las enarbolaron contra los reinos dinásticos de los que formaban parte, lo que ocurrió después de la Independencia del Perú84. Al margen del sustento simbólico de un nacionalismo (lengua, religión, etnicidad, territorio, acontecimientos históricos, etcétera), hay siempre por medio sectores sociales que articulan un discurso de la pertenencia nacional y lo transmiten al resto de la colectividad bajo determinadas condiciones económicas dadas. Del mismo modo que en lo económico, la modernización “temprana” de los países del norte supuso una industrialización que integraba áreas geoeconómicas previamente poco conectadas y engrosaba las ciudades, las distancias se acortaban y las particularidades perdían nitidez, homogeneizando y “nacionalizando” los repertorios simbóticos que se hacían accesibles a una mayor cantidad de usuarios85. La cultura y la memoria nacionales se establecían inventando tradiciones y “sellándolas” a través de la educación, los medios de comunicación y diversos rituales colectivos. En tal sentido, el incremento del gasto público en los países más desarrollados hasta la segunda mitad del siglo XX siguió una línea ascendente que no se explica solo por razones de redistribución económica, subsidio o defensa86. También se ha tratado de consolidar símbolos valiéndose de dispositivos modernos, de lo que pueden ser ejemplos la consolidación de la lengua italiana, originada en el toscano, en todo el territorio de la península con la extensión de la escolarización y posteriormente con la televisión; y de la francesa que, después de la Segunda Guerra Mundial, ha hecho retroceder a lenguas regionales como el occitano y el bretón.

 

En el Perú, las clases dominantes casi no se han comportado como élite nacional ni en los tiempos de esplendor de la República Aristocrática, y algunas de sus antiguas deficiencias se lastran hasta la actualidad, sin insistir acerca de su escasa capacidad de ahorro, gerencia y espíritu de riesgo87, y debe subrayarse su miopía frente a los discursos críticos, así como la negligencia de los sucesivos sistemas políticos para descubrir los conflictos interculturales y proponer un Estado con designios de largo plazo.

4. Élites ausentes, industria cultural y sentido común

Ahora bien, habría que preguntarse hasta qué punto podemos hablar de élites en el Perú. Una élite no es necesariamente un grupo de poder económico o político; pueden también ser intelectuales, empresariales u otras, como señala Fernando Eguren, con quien debe coincidirse en que efectivamente no había élites dirigentes al terminar el siglo XX88. ¿Las hubo en el pasado? Durante y después de la República Aristocrática hubo pensadores brillantes, defensores como detractores de un orden hispanista. Los hubo muy conscientes de la fragmentación del país y, aunque algunos plantearon tesis inaceptables (Riva Agüero, Deustua), no dejaron de ejercer críticas acerbas a la ausencia de una verdadera dirigencia nacional. No basta con la calidad del pensamiento; la élite es un grupo minoritario influyente y no aislado, con ideas que se traducen en acción transformadora, lo cual sí ocurrió en la ribera opuesta de la Generación del Centenario, que incluía a Basadre, Mariátegui, Haya de la Torre, Sánchez, Valcárcel, Ciro Alegría, Vallejo, entre otros. Elaboraron diversas visiones del país bajo forma de relatos integradores, críticos y propositivos. Integradores en el doble sentido de abordar la fragmentación étnico-cultural y de situar al Perú en el tiempo, proyectándolo al futuro y explicando el pasado a partir del presente.

Quizá el gobierno de Velasco haya sido el que más decididamente abordó la problemática cultural del país, aunque la autonomía relativa de la que entonces gozó lo político fuera conseguida a costa de transgredir el Estado de Derecho y de su comportamiento dictatorial. Sin embargo, los años setenta fueron capitales para este tema, pues la caída del poder económico agroexportador e intermediario significó también la emergencia de otro empresariado, protegido por los kepís: el industrial89. Además, el “descubrimiento” del mundo popular como sujeto de consumo permitió desarrollar un mercado interno sobre la base del cual emergió el universo de la economía informal, aunque ni el Estado ni los grandes grupos empresariales privados pudieran responder al reto de un crecimiento sostenido y una efectiva generación de empleo moderno90. En otros términos, no hubo élites políticas ni económicas capaces de emprender un proyecto de Estado-nación que estuviese a la altura de las circunstancias de mutación que experimenta la economía mundial desde la década de los ochenta. Esto hace que las visiones del país sean enfocadas más hacia lo inmediatamente urgente y a soslayar los conflictos interculturales que precisamente aparecen en esta época.

En medio de este vacío de liderazgo, las ciencias sociales y humanidades peruanas han pasado, sin embargo, por un periodo de eclosión. Pese a la calidad, difusión e incluso efecto de muchos trabajos, sería quizá impropio hablar de una élite intelectual nacional, en la medida en que su vocación crítica las vincula escasamente con los ámbitos de toma de decisión, y los intereses de estos, a su vez, no los hacen receptivos, salvo excepción. Por otro lado, la naturaleza misma de una sociedad moderna, masiva y secularizada marca por sí impedimentos para el funcionamiento de las élites como tales. Al respecto, María Isabel Remy ha formulado críticas a las ciencias sociales, planteando que los resultados de las investigaciones a menudo no corresponden a la imagen del país existente en el sentido común, como si hubiese una gran brecha entre intelectuales y sociedad, una distancia que separa la autodefinición del sujeto y la “verdadera” identidad que se le atribuye (a condición de que esta exista)91, desfase acaso atribuible a un sociologismo hipertaxonómico y confrontacional, o bien, por otro lado a cierta desactualización de los programas educativos y al reduccionismo del lugar común. No es este el lugar para comprobar la certeza de esta afirmación, pero sí de señalar que la autodefinición del sujeto moderno no pasa solo por su ubicación estadística u ocupacional, sino por una negociación en lo simbólico de lo que toma y deja de sí y de lo nuevo que le conviene adquirir o rechazar. Un marco en que las ofertas culturales del mercado y la socialización en localidades urbanas nuevas es lo predominante resulta, además, muy diferente de aquel en que mediante la acción del Estado se reproducen y difunden una cultura y una memoria nacionales, como ocurrió hace más de un siglo con educación escolarizada y generalizada en los procesos de consolidación de la consciencia nacional de los países occidentales hoy industrializados92. En el Perú, pese a que el sistema educativo exhibe avances substanciales para los últimos sesenta años —el analfabetismo ha retrocedido de 57,8 por ciento en 1940 a 27,5 por ciento en 1972, y a 7,2 por ciento en el 2000—93 sus insuficiencias impiden que exista una “reproducción” cultural que vaya más allá de unos rasgos gruesos. Pero las diferencias no radican solo en las deficiencias institucionales, sino en la sociedad. Más de medio siglo de migración ininterrumpida le da más peso a mentalidades que buscan resolver su desarraigo que a conservar las marcas del pasado. Lo cual por sí está disolviendo las bases estructurales que llevaron a discursos intelectuales binarios, como los del indigenismo y el hispanismo, y posteriormente a los del criollismo y el “mundo andino”.

El propósito de crear una cultura nacional equivalente a las europeas del siglo XIX y XX fue una quimera de los grupos dominantes del pasado que nunca logró curso. Sostenido en la idea de un mestizaje negligente hacia la diversidad étnico-cultural del país, fue para Fidel Tubino

… un discurso que fracasó, porque no pudo abarcar a los otros relatos ni constituirse en un relato en que nos reconozcamos los diferentes. El relato identitario del mestizaje como esencia de lo nacional no es un relato integrador, es un relato ideológico94.

La idea de “destiempo entre Estado y nación” es útil para una comparación al respecto95. Las unidades italiana o alemana, por ejemplo, contaron con clases dirigentes (burguesías) lo suficientemente vigorosas para reunir en un Estado capitalista un conjunto relativamente heterogéneo de identidades regionales, aunque con parentescos lingüísticos y étnicos. En cambio, el Estado peruano del siglo XIX fue casi insignificante jurídica y administrativamente, y en el siguiente, débil y centralista, mientras la nación era una entelequia que no borraba las inmensas distancias y desigualdades. El “adelanto” peruano del Estado con respecto a la nación dejó pasar su momento histórico para fundarla, a diferencia digamos, del México del porfiriato y el de Lázaro Cárdenas. La particularidad de la modernidad peruana ha sido, entonces, más el resultado de una serie de errores cometidos desde el Estado, que se resumen en el de identificarla con una perniciosa homogeneización cultural inclinada hacia lo criollo —desde Leguía hasta Fujimori, pasando por Odría y Velasco—, y de numerosas omisiones, que de un proyecto nacional.

Así, muchas prácticas culturales locales y regionales reposan principalmente en los esfuerzos de las colectividades mismas o en todo caso de los gobiernos locales. La celebración de fiestas populares y cultos religiosos se convierte hoy en una manera autónoma de afirmar la identidad y de conservar la memoria heredada. Relatos, personajes y símbolos desplegados en la escena pública son expresiones sincréticas que escenifican los conflictos fundantes de la colectividad y que, cuando menos en lo imaginario, son un modo efectivo de resistencia. Este decurso intercultural en reelaboración permanente es mucho más auténtico que aquel mostrado en la emblemática oficial no solo por sus actores, sino por su supervivencia, pese a las diásporas migratorias96.

Por ello, a diferencia de modernizaciones que, al ofrecer una experiencia urbano-industrial nueva, han incorporado como elemento inherente los acervos anteriores a través de políticas de Estado (España, Corea), el Perú oficial se limita a mitigar el olvido colectivo por oportunismo político o electoral. La falta de políticas interculturales consistentes ha dejado muchos cabos sueltos y un vacío de dirección, llenado por el mercado mediante las industrias culturales. De esta suerte, los medios se convierten en recolectores y diseminadores de los distintos sentidos comunes del país que, si bien tienen la virtud de inyectar nuevos discursos en el espacio público y desjerarquizar las artes, por otro lado cumplen el rol de difundir prejuicios y promover la inferiorización étnica. En esa medida, y a falta del logro efectivo de una cultura nacional oficial y ante el adelgazamiento de la memoria nacional, los medios de comunicación relevaron al Estado de su misión constructora de hegemonía primando, por lo tanto, la visión de esos sentidos comunes97.

El ablandamiento de la jerarquización étnica y la emergencia de nuevas formas culturales, yuxtapuestas, pero ajenas a las precedentes, es señal de un avance efectivo en materia de integración, gracias a tres generaciones de migración, al mercado y, en parte, a la acción política. Hay dos rasgos de esas formas culturales que merecen ser mencionados. Por un lado, son hibridaciones cuyos componentes provienen menos de matrices tradicionales. La falta de referencias suficientes de modernidad provistas por un proyecto nacional generó un vacío que llenan selectivamente los bienes simbólicos modernos ofrecidos por el mercado. De modo muy general, ahí en donde no ha habido condiciones para la reproducción, prima la apropiación. No es una lógica nueva, sino una constante del cambio cultural, combatida por el indigenismo, pero cuya aceleración en décadas de urbanización y de oferta cultural transnacional le dio más visibilidad. Hay apropiación cuando la gramática de lectura de los bienes simbólicos no se logra reproducir entre dos grupos culturalmente diversos y asimétricos98. En tal situación, los préstamos, las lecturas aberrantes o de doble código dejan de ser excepción, y el diálogo intercultural se va haciendo una realidad. Pero la reciprocidad hace de las apropiaciones un juego de espejos. Jorge Thieroldt ha señalado acertadamente que el auge musical de Chabuca Granda fue una apropiación aristocrática del vals criollo —que hace medio siglo no era muy admitido en los salones de la buena sociedad—, como la “tecnocumbia” de Rossy War, versión sofisticada de la “chicha” lo fue de los sectores alto-medios de los años noventa. Al mismo tiempo, debería añadirse que previamente hubo otro movimiento de vector opuesto, de apropiación desde lo subalterno. El vals antiguo (de “la guardia vieja”) fue originalmente una apropiación popular de los valses europeos bailados en las clases altas99, del mismo modo que los orígenes de la “chicha” están en los géneros bailables caribeños a gusto de las clases medias desde los años cuarenta. Ambas, criollismo y “chicha”, afirma, son creaciones populares que habrían generado un “nosotros” nacional en sus respectivos momentos100. La diferencia entre las dos épocas reside en la masificación de la industria cultural y en la corta vida de estos bienes, sujetos a las vicisitudes de la moda. Estas hibridaciones se generalizan a escala de todo el territorio, pero con tres aspectos que deben mencionarse.

 

Primero, la centralización y la relativa homogeneización de diferencias interregionales, que pudo acompañar a la consolidación del Estado-nación en los países centrales, se ve acompañada aquí de un proceso casi simultáneo de diferenciación del consumo simbólico moderno, que genera a escala del país una serie de segmentos desterritorializados, matizando la visión de conjunto.

Segundo, los cambios económicos a partir de la década de los ochenta confluyen con el auge de los medios masivos. Entre 1979 y el 2000, el número de televisores pasó de aproximadamente 47 por ciento de los hogares del país a 79,2 por ciento, y la tenencia de receptores de radio de 80,6 por ciento a 91,7 por ciento, ubicando al Perú en los estándares altos del Tercer Mundo101. Periodo de ingreso a los avatares del subempleo, de la inestabilidad laboral y la recesión, en el que declinan con pérdida de protagonismo grandes actores colectivos modernos como el movimiento obrero y el gran empresariado nacional. En medio de mapas sociales borrosos y efímeros, el sujeto social se define menos por su ubicación en las relaciones de producción que por sus identificaciones en el consumo. No hay que caracterizar a este deslizamiento solo por los problemas de exclusión laboral que acompañan al Estado neoliberal. Es acaso más importante buscar en los modelos de vida que genera la cultura de masas tras la apertura de las importaciones. Así, los escenarios de supervivencia y la ética popular de trabajo y ahorro familiar conviven con los proyectos de vida que el márketing llama “aspiracionales”, cuyos referentes son las vitrinas de los malls y los medios audiovisuales. Como plantea Romeo Grompone: “La consecuencia, entonces, puede ser un replegarse a lo estrictamente familiar como valla de contención, o en su defecto, que esta debilidad se extienda a los círculos mismos de parentesco, provocando total o parcialmente su disgregación”102.

La permisividad derivada de la secularización acentúa la búsqueda de la particularidad propia que se convierte en fenómeno colectivo de apropiación de emblemas de lo transnacional procurando satisfacciones inmediatas de pertenencia a colectivos imaginados como puede percibirse en los jóvenes populares. Con lo precario y externo de esto, el contenido de estabilidad y progreso, que pudo existir en las figuras nacionales de aquella modernidad venida de abajo, se disuelve ante lo precario y externo, fenómeno sumamente extendido que desplaza, en las temáticas de las ciencias sociales, lo sólido a favor de lo contingente, según Friese y Wagner103. El énfasis en el consumo no significa solo usar bienes culturales con propósito de reconocimiento o ascenso social. Con ello aparece una nueva relación entre el sujeto y su colectividad que por mediación de la industria cultural implica una reflexividad sobre el cuerpo propio, que es autoconstrucción de la imagen física deseada al mismo tiempo que reciclamiento de una identidad étnica o de varias confluyentes en un mismo espacio104.

Y tercero, de la extensión de estas hibridaciones a escala nacional no resulta un conjunto nacional integrado y diferenciado respecto a las culturas de otros países. Las industrias culturales de cierta magnitud, como las finanzas y el comercio, se apartan fácilmente de las lógicas de los mercados internos y pasan a circular en redes mundiales de comunicación. Este intercambio va borrando fronteras y cambiando los imaginarios sociales, aunque imperceptiblemente en el corto plazo.

Hay que hacer una observación sobre la desterritorialización del consumo. Cambia substancialmente el significado del “espacio”, convertido en una categoría analítica disociada del “lugar”. El primero es el ámbito imaginario y móvil de una experiencia que tiende a comprimirse: la televisión muestra en “tiempo real” un partido de fútbol jugado a miles de kilómetros de distancia o hace vibrar simultáneamente a gente de diversas regiones. Espacio, además, móvil: la Procesión del Señor de los Milagros de hecho ha recorrido la Quinta Avenida de Nueva York y otros sitios en el mundo. El segundo es el topos físico concreto, irreductible a la mediación tecnológica y escena insustituible de interacciones directas: la vida del barrio en la gran ciudad o la del poblado pequeño105. Ahora bien, de una generación a la siguiente se erosionan los referentes simbólicos territoriales basados en relatos y destinos comunes que se intentó depositar en la memoria y la cultura nacionales. Por un lado, los referentes nacionales republicanos se ven crecientemente agujereados por bienes simbólicos y materiales foráneos, lo que no significa la desaparición de los sentimientos nacionales, sino su restricción a determinadas posiciones y momentos del sujeto. Por ejemplo, los emblemas clásicos provenientes del siglo XIX no funcionan como tales, pero sí reaparecen bajo formas nuevas del equipo nacional de fútbol jugando un partido cuya transmisión televisiva tiene más convocatoria que cualquier otro acontecimiento. Y por otro, las identidades locales tienen la posibilidad, al menos teóricamente, de “saltar” por encima de esos referentes conectándose al movimiento mundial, conservando el lugar tradicional, o eventualmente creando uno nuevo, como ocurre con la lucha por el control del territorio con las pandillas juveniles en muchos sitios del mundo.

En conclusión, el déficit histórico del Estado y de las élites para construir una cultura nacional no ha sido óbice para que esta se constituya. La dinámica generada desde el mundo popular utilizando sus formas tradicionales de organización y la apropiación selectiva de los recursos modernos, los medios de comunicación entre otros, es una respuesta equivalente que viene dándose desde hace varias generaciones. Empero, lejos de idealizar al mundo popular, hay que dejar constancia de que el genuino diálogo intercultural en el país moderno no significa que el Estado y las élites dirigentes sean innecesarios. Al contrario. Si el paradigma criollos/andinos ya no define las culturas del país y hemos ingresado a una nueva época con nuevos conflictos de ribetes culturales —la delincuencia, las pandillas—, estos se agregan a otros que aún no desaparecen, como el subtexto racista y el espíritu jerárquico que perviven en la vida cotidiana. Lo peor de una cultura nacional homogeneizante es la dosis de falsedad con que oculta realidades y la retórica con que destaca idealidades. Bajo la desgastada oratoria de los políticos y la estereotipia oficial y acrítica sobre las virtudes del mestizaje presentada en el espacio público, subyace —además del cinismo y el “choleo”— la “criollada”, que designa un substrato cultural al mismo tiempo que, como lo ha señalado Gonzalo Portocarrero, una emoción característica y extendida, la del goce con la trasgresión, la “pendejada”, signo de ausencia de una verdadera cultura cívica nacional y de baja autoestima106. En ese marco, las imágenes y discursos de las industrias culturales, motivadas comercialmente, nutren con falsos estereotipos los distintos sentidos comunes existentes en el país, recortando así los esfuerzos que la sociedad civil despliega en la materia cuando asume su misión, según términos de Antonio Gramsci como “el contenido ético del Estado”.