Procesos interculturales

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En su estudio de la sociedad de la información, Manuel Castells hace una puesta al día de la idea de cultura nacional. Distingue tres tipos de identidad, la “identidad legitimadora”, la “identidad de resistencia” y la “identidad proyecto”. La primera, la legitimadora, es introducida por las instituciones dirigentes, vale decir, la instauración de un “nosotros” simbólico que en el Perú fue débil y ahora sigue siendo controversial. La segunda, la de resistencia, acompasó a la primera y, gracias a su supervivencia, el país siguió conservando un valioso acervo. La tercera, la identidad proyecto, se desarrolla con la crisis del Estado-nación y de sus políticas de redistribución. La generan “… basándose en los materiales culturales de que disponen, construyen una nueva identidad que redefine su posición en la sociedad y, al hacerlo, buscan la transformación de toda la estructura social”107.

El eclipse de la identidad legitimadora y el cuestionamiento prácticamente mundial de la capacidad de los Estados para atender las demandas de la población no lleva, sin embargo, a la crisis y disolución del Estadonación como forma jurídico-política de integración. Pero sí a un reciclamiento en el que pierde su centralidad simbólica, del mismo modo en que las identidades de resistencia van perdiendo importancia a medida que las creencias que las animan se desvanecen y las cercan las fuerzas del mercado. En cambio, desde la identidad proyecto, es posible conciliar la memoria histórica con la razón instrumental que rige las sociedades actuales. Hay dos diferencias específicas que la separan de las otras: la inevitable mediación del mercado y la centralidad del individuo. Más bien, uno envuelto en una dinámica constante de “subjetivación” que, tomando el término de Alain Touraine, es la lucha por construir y “defender la individuación contra la lógica impersonal del mercado, y por otro lado, un abrirse paso contra los poderes personalizados de la comunidad tradicional y de la tecnocracia”108. Las limitaciones de esa subjetivación son severamente puestas a prueba con la globalización, interconectando lo nacional y lo subjetivo. Cuando hay déficit educativos clamorosos, baja autoestima y un país sin horizontes claros, es difícil no permanecer excluido. La competitividad, virtual motor de la globalización económica, tiene también dos caras desde la óptica del desarrollo humano: cada una de ellas, un reto. Para el mercado, es búsqueda instrumental de la eficacia, pero esta solo es posible recuperando y afirmando las identidades fragmentadas, reconciliándolas como diversidad que nunca dejó de ser.

Capítulo 3
Industrias culturales e imágenes en movimiento:
Entre el reconocimiento y la distinción

Pese al malestar en que se construyen las subjetividades contemporáneas, las inmensas posibilidades existentes de descubrir e incorporar al Otro cultural son una contrapartida de los temores de la incertidumbre, pues la capacidad humana de imaginar, que seguramente fue siempre la misma, hoy satisface simbólicamente deseos irrealizados mediante repertorios de una vastedad e iconicidad antes insospechadas. Sin embargo, lejos de vivir una utopía, las imágenes en movimiento que vemos en la mayor parte del mundo no dan testimonios de felicidad, sino de la consolidación de la matriz cultural del entretenimiento y del ocio. Hay poco dejado al azar en la expansión de estas industrias culturales que, desde sus inicios funcionaron como recurso de influencia entre naciones y grupos sociales, por la fuerza de su seducción y su capacidad de construir al Otro.

En este capítulo, sistematizo críticamente una reflexión en torno a las industrias del audiovisual y a ciertos géneros televisivos ubicándolos en el contexto histórico peruano y, por extensión, en el latinoamericano.

1. La búsqueda del exotismo y la construcción del Otro

En 1550, el filósofo Montaigne conversó al borde del río Sena con tres indígenas tupinambas traídos del Brasil para animar una fiesta. Perplejos ante la desigualdad que veían en este tempranísimo encuentro intercultural en Rouen1, inspiraron uno de los puntos de partida del mito del “buen salvaje” que consagraría dos siglos después Rousseau. Desde esos lejanos inicios de la modernidad, Occidente saludó a la nueva época mirándose a sí mismo sobre la base de la imagen invertida que le devolvía el contacto con estos “primitivos”, cuya humanidad no se dejaba de poner en duda. Casi dos siglos y medio más adelante, reseña el mismo Armand Mattelart, se publicaba en edición clandestina L’an 2440. Rêve s’il en fut jamais (El año 2440. Sueño, si lo hubo alguna vez) de Louis-Sebastien Mercier. Este best seller mezcla de utopismo y futurología es un texto pionero, debido a que imagina una humanidad liberada de tiranías y sin discordia entre las naciones, que forman una comunidad mundial, pues “la ‘comunicación’ se ha establecido y poco a poco las ciencias han volado de un país a otro…”2. Lo singular de esta globalización fabulada estaba en el poder de difusión de la imprenta, que transmitía, acorde con el pensamiento de entonces, las Luces del entendimiento. Ahora bien, esta equivalencia entre universalidad y razón promovía la libertad y la igualdad al mismo tiempo que proyectaba en otras culturas las categorías occidentales de comprensión y valoración, lo que llevaría explícitamente a Occidente a asumirse como centro civilizatorio del planeta. El iluminismo francés era la prosecución por otros medios y distintos discursos del emprendimiento iniciado en el siglo XVI por el imperio adversario y declinante para “occidentalizar”, lo que en la mentalidad de la época se confundió con la cruzada por cristianizar el mundo entonces conocido, buscando, según Serge Gruzinski, la “… duplicación de las instituciones del Viejo Mundo, de reproducción de las cosas de Occidente y de representación de los imaginarios europeos”3.

Y aquella dinámica de occidentalización se habría prolongado según él hast a la actualidad, abarcando casi todo el planeta, para virar hacia el imperialismo moderno con la expansión decimonónica del capitalismo. El racionalismo civilizador ha venido siempre acompañado del magnetismo que las sociedades remotas han ejercido sobre los artistas e intelectuales occidentales, como lo ha mostrado Edward W. Said, desmontando esa imagen exótica y misteriosa del Oriente construida por europeos y norteamericanos. Es una percepción de algo además túrbido y amenazante; proviene del punto de vista de quien se siente superior y abriga un proyecto imperial, aunque contiene también una estética, una tensión entre el acercamiento de lo lejano, traducido a cánones artísticos y discursivos occidentales, y el mantenimiento o acentuación de lo exótico para valorizarlo por su ajenidad4. Artes y letras europeas del siglo XIX, fascinadas por lo radicalmente extraño, escudriñaron el Asia para ver qué no eran, qué temían ser o incluso qué podían imitar. Sin embargo, utopizar al Oriente implicaba deformarlo y darle un estatuto más imaginario que real. Mistificar a la India les era ideológicamente útil para afirmar cierta espiritualidad que se convertiría en el motor del futuro nacionalismo alemán. De utopía o de barbarie, los distintos discursos sobre el Oriente llevaban todos a afirmar este hegemonismo cultural. Dos líneas de trabajo derivaron del gusto por el exotismo. Por un lado, la curiosidad por el colonizado, que impulsó la etnografía hacia la segunda mitad del siglo XIX y, posteriormente y con filo crítico, la antropología. Por otro, el desarrollo de narraciones, relatos de viajes y colecciones de imágenes fijas de lugares y personajes remotos. En ambos casos y por distintas sendas, la expansión de los imperios traía consigo esta construcción arbitraria del Otro. La exotización del “oriental” estimulaba los inicios de industrias culturales dirigidas al consumo metropolitano y después al de las periferias.

El Perú estuvo inmerso en ese proceso. Los viajeros que lo visitaron en el siglo XIX —von Humboldt, Angrand, Rugendas— le agregaron con sus notas y dibujos detalles a las imágenes de segunda mano con que ciertos escritores franceses —Voltaire, Marmontel— habían idealizado al “noble salvaje” americano. El encuentro de la “tipicidad” biológica del indígena y de sus costumbres satisfacía el anhelo de los públicos del romanticismo europeo de encontrarse por refracción con su propia singularidad biotípica y étnica, sembrando las raíces del nacionalismo y del racismo. Más adelante, el desarrollo de la fotografía fue decisivo no solo para gestar una visión europea renovada del Perú mediante la impresión y venta de cartes de visite coleccionables con imágenes de exotismo indígena, sino para construir los imaginarios de diferenciación étnica y de clase internas con que las clases superiores costeñas y serranas armaban su propio relato de ubicación social y política, tal como lo ha estudiado Deborah Poole5. Regresaremos sobre esto en el capítulo cuarto.

El trasfondo de esta dinámica era la consolidación de la economíamundo. Una diferencia abismal de esa modernización con respecto a las áreas preindustriales radicó en la implantación de los medios de comunicación, indispensables para el comercio, las finanzas y la administración colonial, al mismo tiempo que para el uso interno de sociedades con nuevos modos de vida. No es, por lo tanto, una casualidad que en un periodo relativamente corto hayan aparecido las primeras agencias noticiosas y empresas publicitarias, con el consiguiente aumento del tiraje de los diarios6. Conjuntamente, los géneros narrativos urbanos difundidos a través de la prensa se popularizaron en varios formatos, preludiando el desarrollo del cine.

 

¿Qué orienta la aparición de géneros como el relato de aventuras, la novela negra o el melodrama amoroso? Román Gubern expone convincentemente la lógica específica de una “mitogenia” moderna. En esta como en los mitos de las comunidades premodernas, se satisface ciertas necesidades cognitivas para instaurar símbolos aceptados por todos, una verdad que siendo “social” y no fáctica compensa en la imaginación lo que en la realidad no ocurre7. La secularización y el anonimato urbano ablandaron los marcos prescriptivos religiosos y familiares, al mismo tiempo que la inmersión del individuo en los entornos impersonales y calles inhóspitas de la gran ciudad generaba nuevos imaginarios sociales. La fabulación del deseo irrealizado, así como de la comicidad, los miedos y las aspiraciones de éxito se plasmaban en los temas y personajes característicos de sociedades cuyas desigualdades eran expuestas a la luz del día al mismo tiempo que el igualitarismo político hacía lo suyo con los sueños de ascenso social, tanto más verosímiles en cuanto los folletines y las primeras películas los presentaban por el precio módico de un boleto cinematográfico. Así, se produjo una transmutación de las gramáticas de mitos premodernos de contenido real-maravilloso a las de los primeros géneros masivos. Un texto de Umberto Eco reseña cómo desde mediados del siglo XIX funciona un mecanismo social masivo que llama “estructura de la consolación”. Aparece con la novela de folletín, un largo relato de sentimientos exacerbados, personajes arquetípicos, problemas de desconocimiento y reconocimiento de la identidad con fondo moralizante que era incluido a razón de un capítulo diario en la prensa de gran tiraje. Lejano antecesor del melodrama y el “serial” fílmicos, de la telenovela y la teleserie, provocaba la común sintonía emocional de la burguesía parisina y del pueblo en torno al romance entre un aristócrata y una plebeya, compensando en la ensoñación lo que difícilmente ocurriría en la realidad8. Los géneros y formatos narrativos se fueron estandardizando junto con una fuerte tipificación de los personajes representativos cuyos conflictos de caracteres correspondían a cada momento y lugar9, al mismo tiempo que los campos literarios tendían a diferenciarse mediante la novela realista de tramas y personajes más densos, para la lectura del público burgués, más educado. Pero la fuerza identificatoria y proyectiva de los héroes y heroínas de la narrativa escrita ciertamente se potenció con el uso de las imágenes visuales. Era posible ver lo lejano, no solo lugares geográficamente remotos, sino acercar también sectores sociales con los que no se tenía contacto. Puede notarse actualmente cómo la función de la fotografía en sus primeras épocas carga esa vocación de captar y exponer lo extraño, y de ofrecer a las personas una posibilidad de perennización a través del retrato. Los primeros usos artísticos de la fotografía estuvieron estrechamente relacionados con los géneros de la pintura académica para imitarla con la pretensión de prolongar el campo de las artes plásticas elitarias. A la inversa, la fotografía empujó a la pintura a diferenciarse, a abandonar el realismo y a descubrir que trabajaba sobre la luz. El realismo visual de esta técnica, su fidelidad a la referencia impresa sobre el material fotosensible, la hicieron accesible al gusto y a la narración popular. Y, sobre todo, el bajo costo de su reproducción en serie le quitaba el “aura” de unicidad que le daba su prestigio de “alta cultura” a la imagen, según el célebre texto de Walter Benjamín10.

Ligada constitutivamente a la técnica, la creación artística transformó aun más su vocación social con el advenimiento del cine, vale decir, de imágenes fotográficas sucesivamente proyectadas para generar una ilusión de movimiento. La dinámica de transformaciones por las que ha pasado el cine a lo largo de más de un siglo, convirtiéndose en el audiovisual a secas, es el hilo conductor que nos lleva al presente, pero sobre todo el nudo de articulación entre los imaginarios locales y nacionales y aquellos prácticamente universalizados gracias a las industrias culturales más poderosas, en particular la de Hollywood. Me parece, por lo tanto, adecuado continuar este capítulo acercándonos a esas industrias en nuestro país a través del contrapunto de dos líneas de fuerza: la del cambio tecnológico y la de los cambios sociales provocados con las migraciones de más de medio siglo. Así, conforme transcurría el siglo, el espectáculo televisivo doméstico inauguraba un nuevo ciclo, yuxtaponiéndose a la exhibición cinematográfica en pantalla grande, y, más adelante, la oferta audiovisual se ampliaba explosivamente con el vídeo de alquiler y venta y la televisión por cable. Y aun después, las comercializaciones masivas y “piratas” del DVD y de los juegos video-electrónicos interactivos inauguraban un nuevo ciclo, seguidos de otros tantos avatares de los géneros y sensibilidades de los públicos de varias generaciones.

2. El cine o la universalización de un modo de contar

La combinación de la necesidad antropológica de simbolización y narración, el desarrollo técnico y la lógica de mercado son los tres factores que dieron impulso a los medios visuales (y posteriormente audiovisuales). Pero este último fue sobre todo el que más claramente permitió marcar diferencias con respecto a las expresiones elitarias provenientes de las bellas artes y las bellas letras en los países pioneros del cine. Es imprescindible subrayarlo, puesto que sería el atractivo de la imagen en movimiento el que sostendría su expansión a escala casi mundial al bordear el siglo11 convirtiéndose casi de inmediato en entretenimiento y negocio, y poco después usado para la propaganda política12. Tan pronto como en 1901, la empresa Pathé Frères ya producía películas cortas, simples, con juegos de ilusión óptica sobre temas burlescos, religiosos o patrióticos, adecuadas para gustos gruesos o infantiles. Tres años después abría sucursales en Londres, Bruselas y San Petersburgo, llegando en 1908 a Calcuta y Singapur. Y en la Italia de 1905 ya se filmaba con ayuda del Ministerio de Guerra y escenas de masas La caduta di Roma (La caída de Roma), inaugurando la tradición de las superproducciones13. Así, la naciente industria fílmica se asentó en un puñado de países, Estados Unidos, Italia, Reino Unido, Francia, como la primera comunidad artística cuyo funcionamiento era cosmopolita y de competencia entre grandes corporaciones. Pero la gran potencia habría de ser a mediano plazo Estados Unidos por la adecuación entre el lenguaje fílmico y la singularidad de la experiencia moderna de ese país, así como por el funcionamiento de sus grandes mercados. En 1901, unos inmigrantes judíos fundaban locales especializados en exhibir películas y las independizaron de la proyección en bares y music halls. En 1906, se habían abierto ya unos 10.000 de estos nickleodeons (por la moneda de níquel de cinco céntimos) en todo el país. En cambio, Francia, primera productora hasta la Primera Guerra Mundial, quedó desplazada. Las críticas academicistas a la vulgaridad del cine llevaron a instituir el film d’art en ese país, vale decir, el traslado a la pantalla del teatro clásico y de obras culturalmente consagradas14. Fue una regresión a la cámara inmóvil del teatro filmado que desconocía las innovaciones del medio, a la inversa de lo que ocurría en Estados Unidos, en que la ajenidad del público al gusto de las élites era una ventaja. El montaje, vale decir, la posibilidad de manipular el tiempo y el espacio para articular secuencias de acontecimientos creando un punto de vista distinto al del observador “natural” (situado en un solo momento y lugar), reproducía ya no la experiencia de lo real, sino la de algo imaginario, de la materialización del tiempo interior. Esta invención consagraba como ninguna otra actividad la idea de “entretenimiento” como ejercicio de la ensoñación con puesta en paréntesis de la realidad inmediata15. La exhibición de Birth of a Nation (1915) de D.W. Griffith -durante varias décadas la película más cara y taquil lera de la historia del cine marcó un hitopor ser una epopeya que provocó un verdadero conflicto nacional en Estados Unidos por su manifiesta postura racista16. Lo importante de estas etapas iniciales del cine reside en tres tipos de consecuencias durables. Primero, marca un punto de partida de un nuevo modo de construcción del Otro cultural. Desde antes de la Segunda Guerra Mundial, la industria americana ya era la primera. A partir de los años cincuenta, su hegemonía sobre una extensa parte del mundo se asentó, estereotipando y eventualmente inferiorizando lo culturalmente extraño, “normalizando” un imaginario fílmico destinado a públicos de todo el planeta. Segundo, se modificó el funcionamiento de las culturas nacionales, sobre las que se imprimió un sesgo transcultural en el que perdía importancia la producción endógena popular como elitaria tradicional. Y tercero, se constituyó un “público de las imágenes en movimiento” como sujeto cultural masivo y transnacional.

El orientalismo teorizado por Said se hizo tempranamente visible, comenzando por casa. La observación acerca del racismo del filme de Griffith se podría extender a la aparición del género americano antonomásico, vigente hasta la actualidad, el western o “cowboyada”. Conviene referirlo, pues ha sido la manera extrema de fabricar una epopeya de expansión y fundación nacional que logra categoría de mito más allá de sus fronteras. La solidez del western estriba en el ajuste entre reglas del género, personajes y marco histórico de difusión. Arte cinematográfica por excelencia, por la acción, el movimiento, la especificidad no teatral de los personajes y del uso de amplios espacios, ha respirado en ella, sin embargo, un definitivo racismo anglosajón antiindígena por un buen momento. La historia de las etnias nativas dominadas y diezmadas, al ser pasada por la óptica occidental, fue transformada en la de unos peligrosos bárbaros, los “pieles rojas” para complacencia de las primeras generaciones de migrantes europeos llegados a los Estados occidentales y ribereños del Pacífico17. Pero sobre todo, la cinematografía americana es seguramente la única que ha producido géneros íntegros con referentes culturales ajenos. La novedad de este tipo de producciones consistió en trasladar textos escritos, hechos históricos o míticos de lugares remotos al celuloide, traduciendo la implícita aspiración a universalizar la mirada propia. La salida triunfante de la Segunda Guerra Mundial significó para Estados Unidos la consolidación de su dominio cinematográfico frente a una Europa dedicada a su reconstrucción. Dos hechos paralelos acompañan esto. Por un lado, el clima de conformismo y miedo de la guerra fría, con la cacería anticomunista de brujas desplegada por el Comité de Actividades Antiamericanas presidido por el Senador McCarthy y, por otro, el desarrollo exponencial de la televisión18. La lucha contra la televisión llevó a las grandes productoras de Hollywood (majors) a ofrecer espectáculos de gran presupuesto, a color y con técnicas nuevas de pantalla ancha (Cinemascope, Cinerama, Vistavision), con aventuras, mucha acción y un exotismo que exoneraba de abordar temas políticamente controvertidos, pero con creación de estereotipos al gusto del gran público americano que estandardizaban un gran imaginario internacional, permitiendo que Hollywood capitalice a su manera el carácter cosmopolita que la industria siempre ha tenido19.

Veamos la segunda consecuencia de la aparición del cine: el efecto sobre las culturas nacionales. A diferencia de los campos culturales preindustriales, el cine (y las industrias audiovisuales posteriores) tienen dos rasgos específicos que lo diferencian: rápida difusión internacional de sus productos y requerimiento de capital y de capacidad gerencial. Por ello, la gran desigualdad económica entre países ha reproducido la cultural, poniendo nuevamente en evidencia la impotencia de los grupos dirigentes peruanos para desarrollar una cultura nacional moderna. Este asunto debe ser abordado poniéndonos en la perspectiva de otros países del continente. Con el advenimiento del cine sonoro (1927), se planteó un problema de comprensión de diálogos, dada la oralidad primaria, el analfabetismo de buena parte de los espectadores latinoamericanos y la ajenidad del inglés. Esto condujo a la producción directa en Hollywood de largometrajes hablados en español destinados a la exhibición al sur del río Grande: un total de 85 hasta 194020. Se inventaba, así, una tradición “latina” antropológicamente estereotipada, pero estéticamente eficaz, que hizo aparecer a Dolores del Río, Ramón Novarro y otras figuras de orígenes aun más antiguos, dada la presencia mexicana en California21. Sin embargo, era una filmografía de volumen limitado, destinada sobre todo a contrarrestar las reacciones nacionalistas en aquellos países en que el copamiento de las salas con material norteamericano desplazaba a las culturas locales irritando a políticos e intelectuales críticos.

 

En cambio, el espectáculo cinematográfico en el Perú fue bienvenido. Durante sus primeras décadas, logró una gran aceptación social por el valor educativo y “civilizatorio” que se le atribuyó y por asociarse las imágenes en movimiento con la modernidad, lo que gozó del interés de personajes como José Carlos Mariátegui y César Vallejo quienes redactaron textos sobre el medio22. En el capítulo anterior, mencionamos la rápida implantación del espectáculo en carpas de exhibición a inicios del siglo xx con predominio de producciones europeas. En cambio, a partir de la década de los veinte la producción norteamericana cobró relieve, bien acogida además por el régimen de Leguía23. Desde entonces, esa posición de ventaja quedó casi como un dato constante de la industria cultural vigente en el país. Hecho importante, pues la producción local no llegó a despegar hasta mucho más adelante24.

El público de todas las capas sociales indudablemente respondía a las ofertas. Para tener una idea de la popularidad del medio en ese entonces, calculando una población de aproximadamente 650.000 habitantes a la Lima de 1939 y con 6.344.000 boletos cinematográficos vendidos en aquel año25, el número de espectadores del año 2003 debería ser, proporcionalmente, de más de ¡75 millones! Con ese público, hubo empresas que decidieron lanzarse a la producción. El caso notable es el de los catorce largometrajes de Amauta Films, realizados entre 1937 y 1940. Pese a la seriedad del proyecto, que contó con estudios de rodaje y personal especializado estable, la producción se detuvo por la escasez de película virgen ocasionada por la guerra.

A diferencia de otros países del continente, el Estado no fue promotor de esta absorción de la cultura popular por el nuevo medio, quedando limitado el desarrollo de una actividad sostenida Y eso ha marcado substanciales diferencias con respecto a México, Argentina, Brasil. En estos países, en que fue posible un pacto entre Estado, clases dirigentes con disponibilidad de capitales y sectores populares organizados para desarrollar el mercado interno, sí existió un verdadero interés por promover la cultura nacional. Lázaro Cárdenas lanzó la industria mexicana, apoyada en un fuerte sentimiento nacionalista que generó películas emblemáticas como Allá en el Rancho Grande (1937) y, junto con actores como Cantinflas y Pedro Infante, gestaron imaginarios populares que trascenderían sus fronteras convirtiéndose en identificadores continentales26. Ese periodo de crecimiento, llamado de “los años de oro” (los 40), contó también con una vigorosa protección estatal al cine, así como se benefició de la liberación de las pantallas mexicanas por el recorte de la producción americana, debido a la guerra. Lo que debe destacarse aquí es la fuerte tipificación localista, la caracterización étnica de los personajes, el uso del sociolecto en los géneros más exitosos, y la recuperación de simbólicas regionales articuladas y difundidas como nacionales. Pese a ello, la industria guardó cierta simetría con la de Hollywood (star system, estudios, géneros estereotipados). En los años 50, la producción mexicana logró ser la primera de Iberoamérica, con más de 1.000 largometrajes, contra 587 españoles, 352 argentinos y 281 brasileños27. El Brasil ilustra cómo el apoyo estatal es necesario, pero no suficiente. Aunque se instituyó desde 1932 una cuota de pantalla para proteger al cine nacional, no se logró hasta los años 50 un cine de mayor calidad, pese a la mentalidad industrialista de los productores paulistas y a la voluntad de expresar la realidad nacional28. El caso argentino es comparable al brasileño y al mexicano. Su producción despegó en los años 30 impulsada por capitales privados acumulados en un proceso de industrialización comparativamente temprano. En esa condición, compitió casi de igual a igual con la mexicana durante los años 40, contando con protección estatal consistente solo durante el régimen de Juan Domingo Perón, pero sin resultados notables. Muerto Perón, la producción perdió el lugar que había ocupado en épocas anteriores.

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