Gestionando el multiculturalismo

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Introducción

Al llegar en el mes de julio de 1991 al pueblo de Mitú, en el suroriente colombiano, oí a varias personas hablar sobre un grupo indígena de cazadores-recolectores que habían permanecido en el pueblo hasta el mes anterior, cuando fueron trasladados en avión a su territorio, en el vecino departamento de Guaviare.1 El grupo habría salido de su hábitat selvático un año antes, pues se trataba de un caso más de desplazamiento forzado, es decir, de víctimas que se vieron obligadas a huir de la violencia atroz que caracterizaba la región. No hay duda de que este grupo que se identificaba a sí mismo como nukak y que consistía en su totalidad de mujeres y niños, merecía una cálida bienvenida, así como un tratamiento humanitario de parte de la gente del pueblo. Sin embargo, nadie tenía nada bueno que decir sobre ellos. De hecho, cuando respondieron a mis preguntas, me vi sujeta a una manifestación de racismo repugnante por parte de los lugareños, tanto indígenas como blancos. Según manifestaron, los nukaks no eran “realmente gente”, pues robaban bananos y piñas de las fincas y comían carne cruda, algunas veces estando aún viva su presa, entre otras cosas. Peor aún, decían que eran caníbales y que las mujeres pretendían seducir a los esposos de las lugareñas.

Algunos dirían que se había presentado una oportunidad para que yo los educara. Sin embargo, yo no estaba allí para aleccionar a nadie, sino para llevar a cabo investigación etnográfica, y por lo tanto no estaba en condiciones de decirle a la gente lo que yo pensaba de su deplorable comportamiento.

Estas conversaciones con los pobladores de Mitú, algunos de los cuales yo había conocido a lo largo de más de veinte años, las describo más a fondo en el tercer capítulo, pero las menciono aquí porque la estadía de los nukaks en Mitú ilustra muchos de los puntos que planteo en las páginas que siguen sobre las responsabilidades del Estado con respecto a los ciudadanos indígenas del país; la intervención del Estado durante las crisis, especialmente en áreas fuera de su control que estaba desbastando la violencia; el papel de los actores no estatales, particularmente las misiones religiosas y las organizaciones no gubernamentales (ONG); la identidad, derechos e imaginarios indígenas, tanto aquellos que tienen los miembros de la sociedad dominante como los que tienen los indígenas de sí mismos.

Este libro traza la larga trayectoria de mi investigación en Colombia como una manera de explorar la evolución del movimiento indígena del país, un tema que considero de gran interés e importancia. Dado que los pueblos indígenas constituyen solo una pequeña parte de la población nacional, los logros del movimiento son nada menos que extraordinarios. Algunos líderes se convirtieron en personas algo famosas y, como tales, salían en televisión, así como en las portadas de la prensa nacional y, de manera sorprendente, las comunidades indígenas obtuvieron la propiedad colectiva de casi el 30 % del territorio nacional. Esta lucha tuvo lugar durante medio siglo de un conflicto armado violento entre los partidos Liberal y Conservador, la Fuerza Pública del Estado, las guerrillas de izquierda y las fuerzas paramilitares de derecha, así como elementos criminales, sobre todo narcotraficantes. Se trató de una batalla implacable por alcanzar poder, control y territorio, la cual afectó profundamente a las comunidades indígenas (y afrodescendientes) del país. La apasionante historia de estos esfuerzos —cómo empezó el proceso organizativo indígena, cómo encontró su voz, estableció alianzas y le ganó batallas al gobierno y a la Iglesia católica— tiene importantes implicaciones para la causa indígena en el ámbito internacional, así como para comprender los procesos organizativos para reclamar derechos de todo tipo. No ofrezco aquí una historia integral del movimiento indígena que abarque todas las organizaciones, actores y eventos importantes en toda Colombia. Más bien, trato de destacar lo que a mi parecer constituyen ciertas dimensiones cruciales de la lucha indígena a través del examen de un número limitado de casos etnográficos reveladores, la mayoría de ellos derivados de mis cincuenta años de investigación en el país.

Durante los cinco siglos desde la conquista española, los pueblos indígenas de Colombia —y de otros lugares en América Latina— se han visto forzados a enfrentar explotación, despojo y otras formas de opresión. En teoría, esta situación debería haber mejorado en el siglo XX, dado que los países de la región han abogado por “ciudadanía universal e indiferenciada, identidad nacional compartida e igualdad ante la ley”.2 Sin embargo, aunque ha habido mejoras considerables, de hecho, la realidad es que las desigualdades raciales, étnicas y de clase han continuado a lo largo de este tiempo, revelando una enorme brecha entre los ideales y la realidad. Durante un periodo de liberalización política conocida como la transición democrática,3 a finales del siglo XX, iniciando en la década de 1970 y despegando en la de 1980,4 muchos países promovieron reformas neoliberales,5 que comprendieron un giro hacia el gobierno civil, la reducción de la represión estatal y la promoción del multiculturalismo. Quince repúblicas latinoamericanas instauraron reformas constitucionales dirigidas a frenar la corrupción y a la pérdida de legitimidad,6 las cuales también promovían discursos sobre derechos7 que según se esperaba serían de gran ayuda para resolver la “crisis de representación” por la que pasaban los gobiernos de la región. Al responder también al descontento y movilización generalizados de los grupos indígenas y de los afrodescendientes, el giro hacia la democracia y el multiculturalismo fue impulsado de manera adicional por dos importantes reuniones internacionales celebradas en 1971 y 1977, la primera dedicada a la difícil situación de los pueblos indígenas de la Amazonía, y la segunda, a la represión y explotación de las comunidades indígenas en toda la región.8 La Declaración de Barbados —como se denominó el documento que surgió de estas reuniones— llamó la atención sobre la difícil situación de dichas comunidades, que hasta entonces había permanecido generalmente oculta.

En varios sentidos, la organización del movimiento indígena estimulada por las reuniones de Barbados partió de esfuerzos previos que se hicieron en años anteriores del mismo siglo. Así es como, a medida que los activistas forjaron vínculos con los movimientos ambientales y de derechos humanos internacionales,9 empezaron a poner el relieve en la identidad y la cultura, por los temas en sí y como fundamento de los reclamos políticos y territoriales. En cuanto al tema central de los derechos a la tierra, si bien las organizaciones indígenas demandaban control territorial para promover la subsistencia económica, así como para alcanzar autonomía política y autodeterminación, también llegaron a adoptar una noción culturalista de territorio que destacaba los espacios dentro de los cuales los pueblos indígenas podrían vivir de acuerdo con sus tradiciones, una tendencia que fue reforzada por nociones emergentes de derechos de propiedad intelectual, debido al creciente interés en las plantas medicinales por parte de las compañías farmacéuticas. A finales de los años noventa, tanto la prospección de productos farmacéuticos como las pruebas, las patentes y la comercialización de recursos genéticos humanos ocasionaron protestas indígenas.10

Durante el mismo periodo, los financiadores internacionales, como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, promovieron reformas políticas y económicas como parte de un paquete neoliberal integral que buscaba reducir el tamaño del Estado corporativista11 y fortalecer a la sociedad civil. En el contexto del cambio político para pasar de la exclusión al plurinacionalismo, se abrieron espacios que incentivaron un debate sobre la definición de democracia, ciudadanía e incluso del propio Estado. Desafiando imaginarios dominantes del ciudadano nacional ideal como aquel de habla española o portuguesa, católico, y “moderno”, nuevas voces reconocieron la diversidad de los países latinoamericanos, ahora celebrando muchas veces su ciudadanía pluriétnica y multicultural. Muchos países redefinieron el estatus jurídico de sus pobladores indígenas, algunos con constituciones que reconocían explícitamente derechos especiales para grupos étnicos y raciales. La demografía, la geografía y la historia política de cada país han moldeado profundamente su respectivo movimiento indígena, así como sus políticas públicas.12 En México, Guatemala, Ecuador y Bolivia, por ejemplo, hay poblaciones indígenas muy considerables que viven tanto en tierras altas como en tierras bajas. En Colombia también se encuentran comunidades indígenas de tierras altas y bajas, pero el porcentaje global de ciudadanos indígenas es bastante menor, pues constituye menos del 4 % del total de la población. Brasil, Venezuela y Argentina también presentan porcentajes reducidos, pero estos países carecen de extensas regiones altas, donde las concentraciones de comunidades indígenas tengan importancia política.

Algunas constituciones incorporaron nociones provenientes de las cosmologías indígenas. Por ejemplo, el artículo 71 de la Constitución ecuatoriana del 2008 se refiere a “la naturaleza, o Pacha Mama” (Madre Tierra). Los derechos colectivos otorgados a las comunidades indígenas a través de estas reformas comprendieron el reconocimiento formal de la condición multicultural de la nación, gobierno autónomo y propio a nivel local, estatus oficial para las lenguas minoritarias en regiones donde predominaban, garantías de educación bilingüe y reconocimiento de los sistemas tradicionales de salud, tenencia de tierra y justicia consuetudinaria.13

 

En las fases tempranas de estas campañas, las demandas indígenas pasaron de “derechos como minorías” a “derechos como pueblos”. Al reclamar derechos inherentes derivados de su estatus como pueblos autóctonos, evitan las implicaciones asimilacionistas de un estatus como minorías, puesto que los derechos de las minorías dependen por definición de su membresía en un cuerpo político más amplio; mientras que los derechos inherentes implican autonomía y autodeterminación. Estas demandas fueron respaldadas por varios convenios y tratados internacionales, particularmente el Convenio sobre Pueblos Indígenas y Tribales de la Organización Internacional del Trabajo (también conocido como la Convención 169 de la OIT), el cual fue firmado por la mayoría de los gobiernos latinoamericanos.14

En este entorno que cambiaba con celeridad, el imaginario predominante de los pueblos indígenas acumuló varias asociaciones, como una relación espiritual antes que materialista con la tierra, la toma de decisiones mediante el consenso, un ambientalismo holístico y la restauración de la armonía en el mundo, tanto física como social. Estos valores llevaban implícita una crítica a las formas de autoridad occidentales, así como al impulso de controlar y mercantilizar la naturaleza. También se desafiaban la pretensión del Estado-nación a la soberanía exclusiva, su monopolio de la violencia legítima y sus pretensiones de definir y controlar la democracia, la ciudadanía, los códigos penales y la jurisdicción legal.15

Nancy Postero argumenta que en esos años la democratización de la región, aunada al multiculturalismo y al activismo indígena, provocó “una revalorización sin precedentes de los pueblos indígenas, junto con su cultura, costumbres y cosmovisiones”.16 Sin embargo, este cambio ideológico, sin importar qué tan profundo fue, en cuanto a su impacto en el mundo real, estuvo a menudo limitado a las formalidades de la redacción constitucional y a un número limitado de leyes de protección, así como de decisiones judiciales. Además, algunas de estas protecciones constitucionales y jurídicas fueron posteriormente debilitadas por la legislación neoliberal promovida por las entidades crediticias internacionales. Con algunas excepciones, el empobrecimiento de los pueblos indígenas —el sector más pobre de América Latina y “los elementos más periféricos de la periferia del sistema-mundo”17— siguió en gran medida inalterado.

La experiencia de Colombia refleja las de otros países latinoamericanos, tal como se ha sido expuesto, pero también difiere en aspectos significativos, todos ellos de interés para nosotros. Uno de estos es el demográfico: dada la pequeña proporción de indígenas en la población total de Colombia —menos del 4 %—, cabe preguntarse ¿cómo emergió el activismo y liderazgo tan visible y efectivo que impactó a la sociedad dominante de tantas maneras notables? En primer lugar, uno de sus éxitos extraordinarios fue el de haber logrado que el gobierno les entregara casi el 30 % del territorio nacional a los pueblos indígenas del país.18 Con regularidad, las editoriales de los periódicos en Colombia comentan cómo a pesar de no tener el peso de las organizaciones indígenas de Bolivia o Ecuador, los activistas indígenas se encuentran entre los sectores “más organizados” del país y son capaces, por ejemplo, de reunir sesenta mil participantes en las marchas y bloqueos de vías.19 Los activistas indígenas del país y sus aliados también tuvieron una gran influencia sobre el movimiento internacional de derechos indígenas, a pesar de su número reducido.

En segundo lugar, vale destacar el hecho de que ningún movimiento por los derechos indígenas en el continente americano, a excepción del colombiano, tuvo que trabajar en múltiples regiones bajo amenaza de la violencia debida al conflicto armado interno de medio siglo.20 En ocasiones, las comunidades indígenas tuvieron que acoger un número considerable de refugiados internos, así como tratar con combatientes armados —guerrillas, paramilitares, el Ejército y Policía nacional— a ninguno de los cuales les interesaba respetar las demandas de autodeterminación y autonomía de los pueblos.21 Ese conflicto es la razón principal por la cual la organización indígena de Colombia no se encuentre bien representada en la literatura anglófona, ya que la inseguridad en aquellos tiempos llevó a la mayoría de los antropólogos extranjeros a optar por llevar a cabo su investigación en otros lugares. En contraste, los antropólogos colombianos, muchos de los cuales se citan aquí, continuaron con su trabajo de campo, a veces en condiciones bastante difíciles, abordando como temas de análisis las consecuencias de la inseguridad crónica experimentada por las comunidades objeto de estudio, producto de las amenazas de tortura, desplazamiento forzado y asesinato, amenazas que con demasiada frecuencia fueron materializadas. Al documentar la catástrofe humanitaria producida por una represión a ultranza contra los ciudadanos indígenas, campesinos y afrodescendientes del país, estos investigadores enfrentaron amenazas contra sí mismos, algunas de las cuales se concretaron en hechos brutales. Un ejemplo es el asesinato del profesor Hernán Henao, perpetrado por paramilitares en 1999 cuando estaba en una reunión con el equipo de trabajo del Instituto de Estudios Regionales en la Universidad de Antioquia. Lamentablemente, las publicaciones a menudo impactantes de los antropólogos colombianos no han sido ampliamente distribuidas por fuera del país y pocas han sido traducidas al inglés.

Los pueblos indígenas enfrentaron el conflicto armado de diversas maneras, algunas de las cuales se analizan en los capítulos a continuación. Estos pueblos, que se encuentran ubicados en su mayoría en el campo, vieron cómo la guerra tocó a sus puertas y llegó a sus chagras con demasiada frecuencia. Su posición fundamental fue la de declarar neutralidad, autonomía y desconexión, puesto que no querían tener ningún papel activo en una guerra que tenía a partes del país sumidas en paroxismos de terror y que finalmente costaría la vida a 220.000 personas. Muchos pueblos indígenas prohibieron la entrada en sus territorios a cualquier combatiente armado, una política que llevó a los grupos guerrilleros a concluir que los indígenas22 trabajaban para las fuerzas militares y llevó a su vez a estas últimas a concluir que algunos miembros de los pueblos indígenas estaban del lado de los insurgentes.

Los pueblos indígenas también buscaron activamente la paz, tema que siempre ocupaba un lugar preferente entre las demandas en sus marchas y bloqueos, junto con las denuncias de los secuestros y asesinatos de cientos de sus líderes. Entre los intentos para hacer la paz está el establecimiento en 1996 de un “territorio de convivencia, diálogo y negociación” en el resguardo de La María en Piendamó, Cauca, sitio donde ha habido grandes bloqueos de la carretera Panamericana. El objetivo de este “territorio de convivencia” fue el de reunir a organizaciones de la sociedad civil interesadas en encontrar un espacio para el diálogo que no tuviera vínculos directos con el gobierno ni con los grupos guerrilleros.23 Otro ejemplo es la reunión organizada en 1998 entre Abadio Green, presidente de la Organización Nacional Indígena de Colombia (fundada en 1982), el senador indígena Francisco Rojas Birry y Carlos Castaño, jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), organización que reunía a los grupos paramilitares del país, para negociar un cese al fuego de sesenta días en las zonas altamente conflictivas de Córdoba y Urabá.24

Veremos cómo surge una gran ironía del hecho de que algunos colombianos agotados con la guerra, junto con otras personas como yo, hayan admirado las formas en que ciertos pueblos indígenas habían resistido la violencia que trajo la guerra, a pesar de los costos terribles que a veces sufrieron como consecuencia. Una gran cantidad de artículos periodísticos, programas televisivos y sermones comentaron sobre los métodos indígenas para lograr consenso y llevar a cabo acciones y al hacerlo, dominar así fuera solo temporalmente, la parálisis inducida por el miedo que un conflicto armado de larga duración puede producir. Estos pueblos indígenas manifestaron a aquellos que desafiaron violentamente su autonomía, “hasta aquí, no más”. A los ojos de los pueblos atrapados en medio del fuego cruzado, habrían tenido un destino “más terrible que la muerte”25 si se hubieran rendido a los guerrilleros, paramilitares y fuerzas represivas del Estado y si hubieran abandonado su proyecto de garantizar al menos algunos de sus derechos. En su vulnerabilidad, pero también en su convicción y determinación de no ceder ni rendirse, vemos un conjunto complejo y diverso de imperativos morales y éticos en juego, en gran parte debido a la respuesta escandalosamente inadecuada del Estado a la violencia experimentada por las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas del país a lo largo de las últimas décadas.

Mi propia vinculación con los indígenas en Colombia empezó en 1968, cuando fui a realizar mi investigación doctoral entre los tikunas, quienes viven cerca de Leticia. Como suele suceder con el trabajo de campo antropológico, terminé en otra parte, en el centro-noroeste de la Amazonía colombiana, una región cercana al ecuador que traspasa la frontera entre Colombia y Brasil y alberga comunidades indígenas conocidos colectivamente en español como los tukanos y en inglés como Tukanoans. La región se llama Vaupés en el lado colombiano y Uaupes en el lado de Brasil, reflejando el nombre del río Vaupés,26 un afluente del río Negro en Brasil que a su vez desemboca muchas millas aguas abajo en el río Amazonas, en Manaos. Así mismo, como también suele suceder en la investigación antropológica, mi propósito inicial, que se había enfocado en investigar nociones nativas amazónicas sobre salud, enfermedad y cuerpo, una vez en campo cambió radicalmente. Mi proyecto estaba centrado en el enfoque conocido como etnociencia, en esos días muy de moda, y me hubiera requerido aprender dos lenguas habladas en mi lugar de trabajo de campo previsto; en vez de eso, dirigí mi atención a la exogamia lingüística que resultó ser un componente clave de la estructura social de esta región.

La exogamia lingüística yace en el corazón de lo que se conoce como el complejo cultural tukano, un sistema regional extraordinario en el que cada persona debe casarse por fuera de su asentamiento y de su clan patrilineal, y cada clan está vinculado a una lengua primaria diferente. Esto significa que los matrimonios deben celebrarse entre personas no solo de diferentes comunidades, sino de diferentes lenguas primarias, y por eso me he referido a estos clanes en mis publicaciones en inglés como language groups (“grupos de lengua”). En este libro me refiero a ellos como “grupos del complejo cultural tukanoano”. Debido a que “tukano” también se refiere a uno de estos clanes patrilineales, en lugar de seguir el uso convencional en español, me refiero a la colectividad más grande, el “complejo cultural tukano” como “tukanoano”. Usar “tukano” para ambos significados, el grupo del complejo cultural y toda la colectividad, conduciría a una seria confusión en los capítulos que siguen.27

Cuanto más aprendía de este sistema, más me fascinaba porque desmentía todo tipo de suposiciones sobre lengua, cultura, parentesco y matrimonio en las llamadas sociedades tribales, suposiciones que continúan vigentes hasta el día de hoy. Debido a que tendemos a equiparar lengua con cultura, el sistema confundió las suposiciones dominantes sobre la presumida equivalencia de estos dos fenómenos en sociedades de pequeña escala. La exogamia lingüística ha causado confusión constante entre los funcionarios oficiales, misioneros, académicos y aun entre miembros de pueblos indígenas ajenos a la familia lingüística tukanoano. Por su parte, los misioneros católicos trabajaron abiertamente para socavar el sistema.


Figura 1. La autora con María Agudero y su hija en una chagra de yuca brava en Púmanaka buró, Vaupés, 1969

Después de recibir mi doctorado, continué escribiendo sobre la región, esta vez tratando un conjunto más diverso de temas. Por razones que se escaparon de mi control,28 no pude regresar a Vaupés hasta 1987, pero durante el periodo interino viajé a Bogotá dos veces para recoger información sobre el proceso organizativo de los indígenas en la región y me enteré sobre el Consejo Regional Indígena del Vaupés (CRIVA), organización que se había fundado en 1973 y que me pareció desconcertante. La primera organización de derechos indígenas de Colombia, el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), se había iniciado dos años antes, en el contexto de feroces luchas por la tierra en el suroccidente andino, de manera que el surgimiento del CRIC no fue sorprendente, pero el CRIVA había empezado en un lugar extremadamente improbable para la organización indígena en aquellos días, con una pequeña población muy dispersa y con servicios de comunicación y transporte bastante rudimentarios. Cuando por fin pude regresar a Mitú, la capital de Vaupés, estaba ansiosa por entrevistar a la gente sobre por qué había surgido esta iniciativa en una región tan remota.

 

Descubrí que la estructura social tradicional de los tukanos enfrentaba nuevas amenazas en las décadas de 1970 y de 1980. Irónicamente, algunas de estas amenazas resultaron de los esfuerzos del CRIVA para defender la cultura indígena usando modelos foráneos al Vaupés. En este nuevo espacio político en el que los activistas insistían en el derecho a la diferencia, se estaba desarrollando un nuevo concepto de indigenidad. Mi deseo de comprender estos cambios me llevó inexorablemente a ampliar mi campo de análisis para abarcar al movimiento indígena colombiano en su conjunto. También se hizo cada vez más claro que el Vaupés se estaba volviendo inseguro debido a la expansión del narcotráfico en la región. De todas formas, regresé en 1989, 1991 y 1993, pero mi creciente preocupación por la seguridad en la región me impidió regresar después de esas fechas. En consecuencia, mientras que los primeros capítulos de este libro tratan de Vaupés, los últimos saltan al nivel nacional.

Un trabajo del tamaño de un libro permite hacer una exposición, a partir de estudios de caso etnográficos, de las formas en que mi objeto de estudio, metodología y enfoque teórico evolucionaron a lo largo de esos años. Sin embargo, vale la pena aclarar que hay un enfoque intelectual que sirve de hilo conductor de esas décadas de investigación y se concreta en mis encuentros con la indigenidad y su exploración. Aunque en la fase temprana no hacía preguntas sobre su naturaleza en general —sino más bien sobre una estructura social que parecía contradecir el conocimiento difundido sobre la cultura indígena amazónica— mis preguntas sobre identidad social, lengua y cultura se relacionaban íntimamente con la indigenidad y su representación, y preguntas de esta índole han acompañado mis estudios hasta el presente. Además, mis encuentros subsiguientes con el CRIVA y su investigación me llevaron a tratar con profundidad el tema de la representación de la indigenidad y, más específicamente, de su autorrepresentación. Así, llegué a enfocarme en el papel cada vez más importante que ha desempeñado la cultura indígena en las luchas que han surgido en todo el país y que buscan garantizar los derechos y los recursos que acompañan el reconocimiento oficial de esos derechos.

A lo largo de este libro también trabajo para vincular temas colombianos con desarrollos paralelos en otros países, así como para abordar temas y debates teóricos relevantes. Por ejemplo, discuto cambios importantes que se presentan en el análisis antropológico y trato su politización cuando esta ocurre. También presto atención a la relación entre los antropólogos y las comunidades indígenas que estudian e incluyo la reflexión sobre cómo evolucionó mi concientización sobre diversos asuntos altamente conflictivos. En la larga historia de interacciones entre los pueblos indígenas y los antropólogos, se han producido malentendidos,29 interpretaciones equivocadas, desacuerdos e incluso conflictos abiertos.30 Uno solo tiene que escuchar las denuncias de los antropólogos en la canción de Floyd Westerman “Here Come the Anthros”,31 o leer los comentarios de Vine Deloria en su libro Custer Died for Your Sins: An Indian Manifesto,32 para darse una idea del problema. Con el paso del tiempo y con el auge de la política de la identidad, yuxtapuesta de manera incómoda a la teoría posmodernista, la naturaleza de tales desacuerdos ha cambiado. La crítica a los reclamos de autenticidad sobre la base de que estos reclamos son construidos socialmente, como lo ejemplificó el bien conocido ensayo de James Clifford, “Identity in Mashpee”,33 enfureció a muchos nativos activistas en Estados Unidos. Tales críticos estarían de acuerdo con Jonathan Friedman en cuanto a que mientras la cultura puede ser sumamente negociable para los profesionales expertos en el tema, “para aquellos cuya identidad depende de una configuración particular, este no es el caso. La identidad no es negociable. De lo contario no existe”.34 Como lo veremos, este es el caso de muchas de las dicotomías examinadas aquí, pues la situación real es más compleja que la sugerida por la oposición entre la “perspectiva esencialista” y la “perspectiva constructivista social”. Les Field señala que los activistas en Estados Unidos, tanto indígenas como no indígenas que trabajan por el reconocimiento oficial de títulos de propiedad de tierras y de estatus tribal, si quieren tener éxito, deben lidiar con instituciones políticas y jurídicas tanto de las sociedades tribales como de la sociedad mayoritaria.35 Los proyectos políticos que se basan en establecer una identidad y cultura indígena auténticas, deben trascender la rigidez de esta oposición, aun cuando su retórica pueda parecer que adopta una obstinada e inflexible posición esencialista.

Palabras clave: breve introducción a los conceptos teóricos

Identidad

Para entender el caso colombiano, se hace necesario presentar de manera explícita y al inicio del texto cómo se concibe la identidad en este libro, especialmente dado que un tema central es el de explorar la indigenidad.

La identidad social de una persona consiste en su pertenencia a grupos sociales relevantes. La cuestión de la identidad social atrajo mi atención casi desde el inicio de mi trabajo de campo en el Vaupés. Cuando me encontré con personas reales en vez de reificaciones sociológicas, con parientes hablando de parientes, cobró vida tanto la organización social como la terminología de parentesco, temas que hasta ese momento habían sido para mí poco fascinantes. Hasta donde me acuerdo, no pensaba en la identidad en sí misma —era simplemente algo que todos tenían— probablemente porque otros antropólogos tampoco estaban pensando mucho en eso;36 tampoco lo hacían los sociólogos, muchos de quienes hasta hacía poco dudaban de si la identidad era susceptible de estudio social.37 Con demasiada frecuencia la identidad se ha dado por sentada en vez de problematizada, y encontrar definiciones integrales ha sido difícil (tal vez con la excepción de la literatura psicológica). De hecho, Steph Lawler duda si es siquiera posible una definición única y global de identidad o una noción de cómo funciona.38 Por la misma razón, Rogers Brubaker y Frederick Cooper recomiendan descartar el concepto por completo.39

El interés de los investigadores en el tema no surge hasta la década de 1960, junto con la aparición de lo que llegó a llamarse política de la identidad. Por ejemplo, el movimiento estadounidense de Poder Negro puso en primer plano la identidad de una forma en que el movimiento por los derechos civiles no lo había hecho; los dos nombres en sí mismos mostraban diferentes premisas fundacionales. Otros movimientos basados en la identidad como los de las mujeres, los Native Americans (indígenas de Norteamérica), los discapacitados y los gays y las lesbianas, también aparecieron durante esos años.