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Me gustaría conseguir alguna grabación de los Thorns; y una de Two Guys from Boston interpretando «C’mon Betty Home». Los conocí en el 4-D de Fort William. Entonces eran una especie de dúo de ragtime, iban con trajes y tal. Eran la hostia de marcianos. Pero luego nos llegó el disco y pensé que sonaba de putísima madre. Lo estábamos escuchando allí por primera vez. Estaban esperando a que les llegara algo de ganja de Nueva York y estaban ansiosos, expectantes. Yo ni siquiera sabía qué era eso. Pregunté: «¿Qué es una “ganja”? Y empezaron a reírse.

Aprendí muchísimo de todos aquellos músicos que pasaban por la ciudad. Sonny Terry y Brownie McGhee; aprendí más de Sonny Terry a la hora de tocar la armónica que de Jimmy Reed, porque a Sonny podía verlo noche tras noche. Los vi en Fort Willian, en Winnipeg y también en Toronto, en el New Gate of Cleve. Iba a verlos donde hiciera falta, cuando fuera… Tío, Brownie era el más auténtico.

Stephen era genial. Llevaba una vieja Guild roja de las baratas y cantaba el tema ese, «High-Flyin’ Bird». Nunca antes había oído a un blanco tan poca cosa sonar como un negro. Tenía ese rollo soul sureño tan auténtico. Su voz… Me encantaba cómo sonaba. Pensaba que era un vocalista cojonudo; también tenía mucho oído para la armonía. Le había dado clases el director musical de los Au Go-Go Singers. Fue una gran influencia para Stephen, que aprendió mucho de él. Stephen sabía un huevo de estructura armónica y aquella información era muy valiosa.

Además, Stephen era todo un roquero; mucho más que el resto, sin duda.

Al verse convertidos en peces demasiado gordos para un estanque tan pequeño como Fort William, Young y su banda empezaron a sentirse estancados. Para completar la miseria que cobraban en el 4-D, añadieron un bolo de tres días en el bar del Smitty’s Pancake House por ciento cincuenta dólares, además de algún que otro concierto suelto. Pero la banda, que ahora se alojaba en el YMCA de turno, pasaba hambre. Tras el encuentro con Stills, probaron con un nuevo nombre: los High-Flying Birds, en homenaje a la canción de Billy Wheeler que le habían birlado al músico sureño. El nuevo nombre no duraría más de diez minutos, debido a un rocambolesco giro de los acontecimientos en el que se vio involucrado Terry Erikson, un músico que a veces tocaba con el grupo.

«Neil conoció a un guitarra, Terry Erikson, que lo dejó medio encandilado», comentaba Koblun. «Terry dijo que tenía algunas acciones o bonos que pensaba vender. El plan era que él y Neil se fueran a Liverpool, al Cavern Club, pero se quedó en nada.» El siguiente plan de Erikson, casi igual de inverosímil, sí que prosperó. Una noche de junio, Erikson estaba de cháchara en el YMCA con Young, Ray Dee y un par de los Bonvilles y les comentó que había conseguido un bolo en Sudbury, a cientos de kilómetros de allí, y convenció a Young para conducir su destartalado coche fúnebre por la peligrosa autopista que bordeaba el lago Superior.

«El día que se marchó, Neil iba a pasar a ver a su padre y a recoger el dinero necesario para poder ir a Los Ángeles, pero pensaba regresar», recuerda Dee, que le prestó a Young treinta dólares para el viaje. «Teníamos una actuación programada en el Circle Inn el fin de semana siguiente. Vino y me dijo: “Mira, me voy fuera, a ver a mi padre. Necesito algo de pasta, ya nos veremos a la vuelta”. Tuve el extraño presentimiento de que aquella podía ser la última vez que lo viera, que fue lo que acabó sucediendo.» Koblun también se barruntaba algo raro, puede que temiendo que Erikson y Young se las piraran a Liverpool, y le pidió a Young prestada la guitarra a modo de prenda. «Solo quería asegurarme de que Neil iba a volver», dijo. No fue así.

Aquella misión estaba destinada al fracaso. Los compañeros de viaje de Young y Erikson eran Bob Clark y dos miembros de los Bonnvilles: Tom Horricks y Donny Brown. Cinco músicos de lo más variopintos, todos con el pelo más o menos largo —uno iba con un casco nazi; otro, con una capa— y sin un duro en los bolsillos, embutidos, con los amplis y las guitarras, en un decrépito coche fúnebre con diecisiete años a sus espaldas. Para Mort, aquel viaje sería el último.

Justo al salir de Ironbridge (Ontario), a Mort se le descolgó la transmisión, literalmente, y se quedó en la autopista. Este episodio tan surrealista suscitó las carcajadas de la intrépida pandilla. «No sé por qué, pero nos empezamos a partir el culo», le contó Young a John Einarson. «Ahí estaba mi coche, que era toda mi vida, cayéndose a pedazos por la carretera, y nosotros descojonándonos sin poder parar.» A Mort se lo llevaría la grúa hasta Blind River, al garaje Bill’s, donde, pese a los repetidos intentos por reanimarlo, se declaró su defunción. «Querida Rassy», le escribiría Neil a su madre en una postal, «por favor, anula el seguro, porque Mort ha muerto.»

Al ser incapaces de encontrar una nueva caja de cambios para el coche fúnebre, los cinco se vieron obligados a tomar caminos distintos. Los dos miembros de los Bonnvilles y el High-Flying Bird Bob Clark consiguieron volver a casa por los pelos, haciendo parte del trayecto en autoestop; Neil y Terry Erikson partieron rumbo a Toronto a bordo de una Honda que Erikson había metido en el maletero del coche fúnebre.

Koblun se quedó tirado en Fort William y tuvo que arreglárselas con un adelanto del cheque que debían cobrar por la actuación en el Smitty’s que la banda nunca llegaría a dar. «Scott tuvo que devolverles el dinero», contaba Koblun. «Estaba cabreado.» Young no tardaría en mandar a buscar a Koblun y Clark, pero los días de Fort William ya habían tocado a su fin. En el letrero que había a la entrada del Smitty’s Pancake House se leía: LOS PÁJAROS HAN VOLADO.

«Así me crié yo, acostumbrado a los cambios continuos», declaró Young a Johnny Walker en 1992. «Llegué a estudiar en doce escuelas diferentes antes de acabar el undécimo grado o cuando fuera que abandonara los estudios, y mi familia no paraba de mudarse de un sitio a otro. Siempre había un sinfín de películas montadas a mi alrededor, total que estoy acostumbrado a rodar así por la vida.» A menudo, también les rodaba por encima a los demás.

Ray Dee, el hombre que consiguió plasmar por primera vez el sonido de Young en una cinta, no recibió ninguna llamada de teléfono, ni una carta, ni la menor explicación. Para desgracia de aquellos que apreciaban a Young, esta sería su típica manera de gestionar la situación cuando las circunstancias le sobrepasaban o las cosas se complicaban demasiado como para hacerles frente. «Nunca volvió», decía Dee. «Aquello me dejó destrozado. Hice todo lo posible para ayudar a triunfar a este tipo en aquella época. El tío era mi amigo, y creo que eso era lo más importante para mí. Siempre me pregunté qué leches había pasado. Así te quedas en estos casos, pensando en qué la habías fastidiado. ¿Qué hice mal?… ¿Fue algo que dije? Señor, que le di al tío treinta pavos.»

Lo que pasó fue que acabé por irme a Toronto en vez de volver a Fort William. Hice una cagada magistral. Resolví la situación tirando hacia adelante en vez de volver atrás. Así era yo por aquel entonces, no es que me preocupara demasiado por los demás. No tuve mucho en cuenta a Ray Dee, ni tampoco al resto del grupo, pero es que yo pensaba que iba a volver, ¿vale?

De toda la gente que he ido dejando atrás a lo largo del camino, Ray Dee fue el que se llevó la peor parte. No entiendo el motivo, porque el tío era genial. Pero creo que era tan irresponsable que ni siquiera me daba cuenta de lo que hacía.

—Ray se quedó muy dolido.

—Vaya… La verdad es que lo siento mucho. No tenía ni idea de lo que hacía —ni del efecto que tenía—, ni de lo mucho que la gente se preocupaba por todo lo que pasaba. En realidad, nunca había visto que nadie se preocupara por mí hasta entonces, por eso no acababa de darme cuenta, ¿sabes? Pero Ray sí lo hizo, estuvo ahí desde el principio. Le importaba en serio todo aquello y podía haber llevado las riendas hasta el final. No podía regresar a Fort William; tenía que seguir adelante. Me daba la impresión de que sin el coche no sería lo mismo…

Mort fue muy importante para mí. Mi primer coche. Era parte de mi identidad. Era un rollo muy raro: El Grupo y El Coche. Me acuerdo de cuando me lo compré. Por ciento cincuenta pavos. Le daba al grupo un toque diferente.

Es como la relación entre un cowboy y su caballo, ¿sabes por dónde voy? Eso es tu caballo. ¿Te acuerdas de Hopalong Cassidy, Roy Rogers y el caballo? Si el tío se quedaba sin el puto caballo, era en plan: «Hostia, menuda putada. ¿Y ahora qué hacemos con Roy? ¡Se ha quedado sin caballo!». A nadie se le hubiera pasado nunca por la cabeza la idea de que se agenciara otro caballo.

CAPÍTULO 4 UN AMASIJO DE IMÁGENES BORROSAS

Un hombre corpulento que viste unos vaqueros con la cremallera rota y una camisa de muselina, ambas prendas de color blanco, merodea alrededor de un gran Cadillac blanco con el motor en marcha. Nos encontramos en los recónditos parajes de Topanga Canyon, delante de una casa hippie que había visto tiempos mejores, ahora venida a menos y con ese regustillo a Charles Manson. Está molesto y me hace gestos para que me apresure. Tardo un momento en darme cuenta de que ese hombre es Bruce Palmer, el magnífico bajista conocido sobre todo por haber formado parte de Buffalo Springfield.

Palmer está de mala leche. Me pasea por aquel desastre de casa, mientras se queja por haber perdido una apuesta con su amigote Rick James la noche anterior. «Por cierto, es una peluca», dice en referencia al payaso del funk. Por el suelo hay esparcidos grandes cubos de compuestos sin etiquetar, y en un rincón reposa una guitarra Martin que le fue legada por la desaparecida Tannis Neiman, una cantante de folk que había realizado la mayor parte del viaje a California junto a Neil y Bruce muchos años atrás. Palmer dice que tiene que salir a hacer un recado y que vuelve enseguida. «No entres al cuarto de baño», me dice entre risas. «Ahí es donde guardo las agujas sucias.» Bruce hace la broma, porque en los sesenta las frecuentes redadas por drogas que protagonizó acabaron precipitando la separación de los Springfield.

 

Palmer regresa al cabo de varias horas con el mal humor intacto. A continuación, intenta sacarme dinero por la entrevista y se me planta a un palmo de la cara a exigirme quinientos dólares la hora. «Soy un músico profesional y eso es lo que vale mi tiempo, colega», me grita a la vez que su rostro peludo enrojece por momentos. «¿Eres un estupa? ¿Trabajas para el gobierno de Estados Unidos?»

Al caer la tarde, hace su aparición una panda de melenudos para ensayar. Por lo visto, esta variopinta pandilla con los ojos inyectados en sangre forma parte del último intento de Palmer por resucitar a los Springfield —«White Buffalo», en este caso—. Empieza a rular una pipa. Lo único que recuerdo es a un tipo tocando un instrumento de viento con la nariz. Al fondo se vislumbra vagamente a una mujer demacrada ocuparse de la cocina. Bruce se encorva sobre su bajo y empieza a pulsar las cuerdas entre resuellos, con los ojos cerrados, como en la quinta dimensión. Cuenta la leyenda que Palmer se quedó colgado en un viaje lisérgico en los sesenta y nunca acabó de regresar, pero por un instante parece inocente, incluso dichoso.

«Compartir escenario con Neil es probablemente la experiencia más intensa… Cuando tocas con Neil, estás tocando para él», explicaba Palmer a la revista Mojo en 1997. «Las expectativas que tiene puestas en ti al tocar son enormes, jamás tocarás con nadie que esté tan en sintonía con el sonido perfecto. Y si te apartas un mínimo de como se supone que debe sonar aquello —si te distraes, te montas tu rollo y te pones a hacer algo distinto a lo que está acostumbrado a oír—, ya se encargará de que te enteres; no de una manera específica, puede ser en aquel mismo momento sobre el escenario o más tarde, cuando te pilla por banda a ti solo, ja, ja. Es bastante duro. O haces las cosas bien y a su manera, o no las haces.

»Había siempre un control total de la situación, nunca te podías soltar. La cuerda floja sobre la que nos balanceábamos era: tiene que sonar suelto. Muy suelto… Pero él tiene que estar al tanto de cada nota que toca cada uno de los músicos, y poder apoyarse en ella. No es broma: lo escucha todo a la vez, desde la batería hasta todo lo demás. Si se te ocurre añadir una nota de más entre mil, se queda con el detalle y luego te lo echa en cara en plan: “Has cambiado una nota, esa nota en particular”; y tú ahí sin poder dar crédito, negando con la cabeza y pensando: ¿Cómo ha podido darse cuenta?»

Neil se deshacía en elogios hacia Palmer como no lo hacía con ningún otro músico, y lo cierto es que debió de ser todo un portento allá por el año 65. Era un muchacho esquelético, con el pelo largo y gafas de abuela, tímido, pero intrépido en el plano musical. Las chicas le llamaban «Brucey bassey»32. Palmer sería un enorme catalizador en la vida de Neil Young, pero Neil tendría que rebuscar mucho entre toda la morralla de la escena musical de Toronto hasta llegar a dar con él.

«Ahora ya entiendo de coches viejos, Comrie.» Aquellas fueron las primeras palabras que Young le soltó por teléfono a Comrie Smith, su viejo colega encargado de tocar los bongos, al final de una tarde de julio de 1965. Smith, que por aquel entonces ya tenía su propia banda, los Zen Men, se quedó sorprendido. Después de aquella carta garabateada que Neil le había enviado al poco de marcharse a Winnipeg, Comrie dio por supuesto que se había olvidado de él. Ahora Young estaba de vuelta en Toronto, y por lo visto se iba a quedar un par de noches con un viejo amigo de Lawrence Park, Rick Mundell, antes de dirigirse al domicilio de su padre. Smith se fue con el coche hasta la casa de Mundell, donde había una fiesta y Neil observaba a la gente emborracharse. «Fue tremendamente crítico», comentaba Smith, que recuerda a Young dando lecciones: «Mira a toda esta gente, ahí apalancados sin parar de beber. Yo soy capaz de sentarme ahí con una birra y aguantar con ella una hora mientras estos tíos se ponen del revés». Comrie se quedó impresionado de lo serio que se había vuelto Young. «Era mucho más maduro.»

Comrie escuchó las batallitas de Young sobre Fort William y Mort, y durante los ocho meses siguientes volverían a ser colegas, a pesar de que Comrie se percató de que su amigo se había vuelto un ser un tanto huraño y misterioso. «Neil desaparecía sin más», comentaba la entonces novia y futura esposa de Comrie, Linda Smith. «Nunca contestaba las llamadas de nadie… Hacía lo que le daba la gana cuando le daba la gana.»

Young llamó a Ken Koblun y a Bob Clark, que seguían pasándolas canutas en Fort William, y pronto empezaron a dejarse caer, uno a uno, sus escuchimizados compañeros de grupo por la casa que tenía su padre en Inglewood Drive. La lujosa residencia del escritor les debió de parecer un tanto surrealista comparada con todos aquellos hostales y hoteles cochambrosos de Fort William a los que estaban acostumbrados. Terry Erikson recuerda a Scott pulsar un botón y que apareciera un mini-bar de la pared. «Era muy amable, pero formal», le contó Erikson a John Einarson. «Neil y su padre no estaban muy unidos, pero se mostró cortés con nosotros y se ofreció a ayudarnos.» Algunos amigos pensaban que la visita de Young era más que un simple alto en el camino. «Creo que cuando Neil fue a Toronto, en realidad estaba buscando su aprobación para seguir adelante», comentaba Ray Dee. Neil respetaba las reglas de su padre; les impuso a sus compañeros de grupo un toque de queda a la una de la madrugada y reprendía al que se lo saltaba. «Lideraba esa banda como si fuera el Mariscal de Campo Kesselring», contaba Scott.

Scott tuvo en casa a su hijo y a dos de sus compañeros de grupo varias semanas. También les consiguió un local de ensayo y depositó cuatrocientos dólares en una cuenta fiduciaria de la que Neil podía sacar cuarenta dólares semanales durante todo el verano. Neil también se puso en contacto con Martin Onrot, el mánager del Allen Ward Trio, que accedió a representar a la banda de Young. Pero pronto quedó claro que Toronto no tenía nada que ver con el ambiente cálido y endogámico que se respiraba en el mundillo musical de Winnipeg o de Fort William.

«Toronto es un quiero y no puedo», comentaba Joni Mitchell. «Quiere ser como Nueva York.» De todos los músicos canadienses con los que hablé, solo algunos pocos tenían algo positivo que decir acerca del lugar. Cuando llegó Neil, Mitchell intentaba abrirse camino en el circuito de los cafés. «La escena folk era tremendamente competitiva, y para afiliarte al sindicato de músicos tenías que pagar ciento sesenta dólares, que yo no tenía, sin los cuales no te dejaban trabajar. Vamos, que los sindicalistas se presentaban en recitales de nada donde te sacabas quince dólares la noche por tocar quince minutos; se presentaban allí, enfundados en sus gabardinas, a exigir su parte. Eran unos matones de poca monta.»

Aun así, la escena musical de Toronto estaba en pleno apogeo, sobre todo en el barrio de Yorkville. «En realidad, no había una escena de Yorkville, había varias», comentaba el cantautor folk Murray McLauchlan. En las dos manzanas comprendidas entre Avenue Road y Yonge Street había un puñado de cafés, como el Penny Farthing y el Purple Onion, que atraían a toda esa escena a caballo entre lo beatnik y lo hippie que veneraba a artistas autóctonos como Gordon Lightfoot o Ian and Sylvia.

La moda del rock de bareto empezaba a prosperar en garitos como Le Coq d’Or, donde hicieron sus pinitos Ronnie Hawkins and the Hawks (que Bob Dylan no tardaría en birlarle). Le Coq d’Or llevaba un rollo «más Damon Runyon33 que hippie», afirmaba Murray McLauchlan. «Había heroinómanos con trajes brillantes de tela sintética y tupé que se parecían a Waylon Jennings.» Toronto, en palabras de Bruce Palmer, era «la ciudad más roquera de su tiempo». Pero los ámbitos musicales estaban divididos de manera muy estricta, y no había cabida para aquella extraña mezcla de géneros que Young había empezado a desarrollar en Fort William. «No vi que hubiera mucho folk-rock en Toronto», dijo Young décadas más tarde. «Había o folk o rock.»

Aquel verano Young se dejaba caer a menudo por el 45 de Golfdale, la residencia de Comrie Smith en Toronto. Iba al volante de una nueva pieza de acero templado: Tinkerbell, un viejo Buick descapotable con el motor traqueteante y el tubo de escape oxidado. También contaba con una radio a válvulas donde siempre parecía estar sonando «Good Vibrations» a todo volumen cuando llegaba a los sitios. «Neil era un amor», comentaba Linda Smith. «Era un embaucador de primera. De no haber sido así, ¿cómo narices habría conseguido que le dieran de comer? Si estaba sin un duro.»

Lejos quedaban los días en que Young fingía tocar el ukelele con Danny and the Juniors. «Flipa, Comrie, empezaste a tocar la guitarra antes que yo», le dijo Neil a su viejo amigo. «Y ahora yo soy mejor que tú.» Comrie observaba sobrecogido a Young encandilar a su hermana con una extraña versión de «Clementine» que la dejó embelesada. «Te quedabas hipnotizado», comentaba Smith. «Te miraba fijamente a los ojos, en cada palabra. Era como si Neil te enviara las notas directamente al cerebro.» Young se encargó de que sus aventuras en Fort William parecieran el viacrucis de Robert Johnson. Comrie contaba que sus compañeros de grupo y él se planteaban «ir a Thunder Bay. Todo había adquirido un halo de misterio gracias a Neil».

A Young, que seguía con su obsesión por los discos, hubo un par aquel verano en particular que le tenían sorbidos los sesos: «Thou Shalt Not Steal» de Dick and Dee Dee y «Sally Go ’Round the Roses», un extraño disco de las Jaynettes, un grupo de chicas. «Neil sentía especial predilección por las armonías», decía Smith. «Le bastaba con dos voces cantando a la vez y su guitarra acústica. Tenía la impresión de que así se podía conseguir un sonido alucinante.» Smith recuerda que Young quería formar con él un dúo al estilo de los Everly Brothers, y que empezó a tocar la guitarra eléctrica con cejilla durante su estancia en Toronto. «Neil se dejó influenciar más por los folkies de allí», comentaba Koblun, consternado por los derroteros que iba tomando aquella historia.

Tinkerbell; un Buick descapotable del 47… Era un cochazo cojonudo. Me lo compré por setenta y cinco pavos, y valía cada dólar que pagué por él. No tenía bastante dinero para a) el carné o b) la matriculación, pero así y todo me lo pasaba de puta madre. Hostia, cómo molaba aquel carro. Al final me tocó dejarlo por ahí abandonado. Ya sabes cómo es uno con diecinueve años. No me lo podía permitir, así que lo dejé por ahí abandonado, sin más. Ni siquiera sé dónde. Es una lástima. Me encantaría tenerlo ahora.

—¿Era la de Yorkville una escena hippie en eclosión?

—No. Era una vieja escena beatnik camino de convertirse en una escena folk.

La escena musical de Yorkville… Nunca había visto nada parecido. La música estaba hasta en la sopa; dos años antes del Verano del Amor. Toronto en el 65 era una pasada.

Yo aún estaba creciendo. Fue una experiencia alucinante, me encantó. Significó la libertad total.

El Riverboat era un garito de nivel y a la peña que tocaba allí le daba para vivir. Luego estaba el New Gate of Cleve, justo al lado, que fue donde vi a Lonnie Johnson. Y creo que también vi allí a Pete Seeger, y a Sonny Terry y Brownie McGhee.

«Sally Go ’Round the Roses»; ¡cuidado! Qué salvajada de disco, joder. Mira, si pillas ese tema y lo pones en cualquier película de Dennis Hopper, creo que sale algo fijo.34

David Rea y Craig Allen eran dos de los folkies con los que Neil se dejaba ver. Allen pensaba que a Neil le reventaba toda la pose sensiblera inherente al rollo acústico. «Neil nunca pudo con el estereotipo folk del tipo greñudo y desgarbado. Era algo que ambos compartíamos en cierto modo, porque yo venía de un ambiente más country/western. A él le interesaban mis armonías country. Cada cual intentaba aprender el estilo tan diferente del otro; él me enseñaba el rollo roquero al final del mástil y yo le enseñaba a armonizar los acordes en primera posición y a tocar con los dedos.» Young aprendió afinaciones alternativas de David Rea. «Creo que fui el primero en enseñarle a Neil la afinación en re abierto», comentaba Rea.

 

Young era una especie de anomalía, al ir de roquero en plena escena folk de Toronto. «Eso era lo raro de que Neil perteneciera a aquella pandilla», decía Craig Allen. «La peña roquera vivía unas calles más allá.» Allen no pensaba que Young se lanzara a la escena acústica como rechazo al rock and roll; simplemente quería adaptar algunos elementos del folk para mejorar su propio estilo. «Cuando Neil llegó a Toronto, empezó a absorber todo lo que se le ponía por delante», explicaba Comrie Smith. «Creo que la escena de Yorkville de entonces le sirvió para adaptar su estilo rock al rollo folk o algo así. No creo que para él fueran estilos excluyentes; nunca percibí ahí ningún tira y afloja.»

Mientras Neil aprendía de los folkies, su grupo estaba en punto muerto. Por lo visto, su nuevo mánager tenía muchísima fe en el talento de Neil, pero poquísima idea de dónde encajaba su banda, a la que rebautizó con un nombre con más gancho, Four to Go35. «Marty Onrot era el típico tío de Hollywood», comentaba la cantautora folk Vicky Taylor. Sus amigos veían que Ornot estaba presionando a Neil para que dejara el grupo y siguiera en solitario como artista folk, por lo que Terry Erikson y Bob Clark no tardaron en marcharse y en ser reemplazados por más nuevos miembros. Los Four to Go no pasaron de los ensayos. «Nunca llegué a tocar uno de mis temas con un grupo en Toronto», declaró Young a John Einarson.

Young acabó en la habitación de una destartalada pensión cerca de las vías del tren. Ken Koblun recuerda la estancia de Young en aquel lugar —en el número 88 de la calle Isabella— como un período deprimente, cargado de introspección y de canciones extremadamente tristes. Ya fuera debido a la depresión, a las drogas o simplemente a la evolución de su extraña forma de pensar, algo estaba desencadenando en Young una peculiar habilidad para componer un nuevo tipo de canción diferente.

A finales de septiembre, Tinkerbell ya había desaparecido, y lo mismo le había ocurrido a su adorada Gretsch, que, según dicen algunos de sus amigos, se había visto obligado a empeñar para empezar a saldar la deuda que tenía con su padre (Young sostiene que lo hizo para comprarse una Gibson de doce cuerdas). Comrie Smith percibió un fugaz atisbo de cambio en Neil, un breve intento por comportarse como los demás, por sentar la cabeza, puede que para intentar complacer a su padre, al que le dijo: «Tengo que buscar trabajo.» Scott lo llevó a la barbería del señor Ivan, le pagó los cuatro dólares del corte de pelo y Neil no tardó en conseguir el primer trabajo que solicitó. «Siempre había sido autosuficiente», afirmaba Scott. «El dinero que tuvo Neil fue siempre fruto de su propio esfuerzo, ya fuera repartiendo periódicos o haciendo cualquier otra cosa, así que no me sorprendió para nada que fuera directo de la barbería a Coles y consiguiera al momento un puesto de chico de almacén; era típico de él.»

Koblun fue a visitar a Neil al trabajo y el enclenque de su amigo le dio tanta pena, que acabó cargando él con las pesadas cajas de libros. «Recuerdo a Neil sentado en el sótano fumando mientras yo hacía su trabajo», comentaba Koblun. A las cinco semanas de empezar su nueva carrera, Neil contrajo una misteriosa enfermedad que le obligó a permanecer bajo el cuidado de su madrastra durante varios días. A lo largo de los últimos años, ya habían comenzado a detectarse ciertos indicios de que algo podía torcerse de repente en el interior de Young. Koblun recuerda una actuación en Winnipeg en la que «estábamos tocando una canción y empecé a notar sus vibraciones. Estaba rarísimo; se puso a tocar la guitarra sin poder parar y tuve que darle un golpe en el brazo».36 Jack Harper recuerda tener que acompañar a Young a casa al nublársele la vista de repente. A medida que la vida y la carrera de Neil se tornaban más intensos en los meses venideros, lo mismo sucedería con estos incidentes.

La enfermedad le costó el trabajo. «Me tocaba llamar a Coles constantemente, diciendo: “Neil no puede ir a trabajar”», comentaba Astrid. «Al final acabaron por decir: “Que no se moleste en volver”.»

Trabajaba de chico de almacén. No me lo tomaba demasiado en serio. Me quedaba despierto hasta tarde y luego iba allí por la mañana… No estaba hecho para ese tipo de vida.

Recuerdo estar allí sentado en el suelo componiendo «Clancy». Y estoy seguro de que también compuse «Peggy Grover» y «Don’t Pity Me, Babe».

—¿Fue un período difícil?

—No recuerdo las cosas desde esa perspectiva. Era parte del conjunto, una etapa más. Seguro que no lo pasé bien, pero al menos sabía que estaba solo; que iba a la mía. Las cosas no acababan de ir bien del todo, pero aun así —¿qué tienes que perder?—, tienes diecinueve años, todo te importa una mierda. En aquel momento, yo no tenía de qué preocuparme si me comparo con los chavales que tendrán que buscarse las castañas en el desastre actual.

—¿Empezaste a adquirir conciencia de que las canciones podían ser todo lo complicadas que tú quisieras hacerlas?

—Sí. Aquello ocurrió durante los últimos ocho meses que pasé en Toronto, cuando compuse «Clancy». Pensé que no estaba mal, porque la verdad es que había mucho contenido. Era consciente de lo larga que era.

—¿Hubo algo en particular que te llevara a componer «Nowadays Clancy Can’t Even Sing»?

—No lo sé. Creo que es simplemente fruto de cómo era mi vida en aquel momento. Es todo lo que puedo decir. Tenía muchas cosas en la cabeza.

—¿Qué crees que tratabas de conseguir con aquella canción?

—No sé; pues componer una canción, sin más. Hace tanto tiempo. No me acuerdo muy bien de Clancy. La verdad es que no… Bueno, puede que recuerde un poco cómo era… Es un personaje menor que acabó con su nombre en la canción; pero no es más importante que todos los otros que se quedaron sin canción propia.

«Nowadays Clancy Can’t Even Sing» fue todo un hito para Neil Young, una de sus primeras composiciones importantes, donde mezcla realidades opuestas de esa manera tan peculiar que pasaría a ser característica de sus canciones más abstractas. Young realiza una fragmentación del tiempo y del espacio que en cierto modo se asemeja a las películas de Nicolas Roeg o al estilo de William Burroughs, aunque a los métodos de estos probablemente les falten el vigor primitivo y la gran emotividad propios de Young. En el caso de Young, no se trata de un ejercicio intelectual, y muchas de sus canciones fragmentadas despliegan una belleza ingenua, que casi roza el ridículo. Usa la letra de la canción para reproducir una experiencia interna. Las imágenes se precipitan como lo hacen los sentimientos, sin seguir un orden, con altibajos y sin unas coordenadas establecidas, y a veces sin lógica alguna. El oyente puede extraer multitud de interpretaciones de algo tan ambiguo, y encuentra pequeños retazos de su propia vida.

«Hey, who’s that stompin’ all over my face / Where’s that silhouette I’m tryin’ to trace37». «Clancy» es una canción rara, repleta de imágenes surrealistas que parecen hacer referencia a unos sueños que se van torciendo, llegando incluso a truncarse: «Who’s puttin’ sponge in the bells I once rung38», pero que ocultan resquicios de acontecimientos y personajes de la vida real. Parte de la canción hace referencia a Ross «Clancy» Smith, alguien que Young conoció en Winnipeg, en el Instituto Kelvin. Smith, que padecía esclerosis múltiple, iba en bici a la escuela, cantaba por los pasillos y era objeto de escarnio entre sus compañeros. Clancy era el tipo de inadaptado social al que Young admiraba y por el que sentía tanta empatía.