El anillo de Giges

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Por último, también podemos hablar de una “metaética”, es decir, de una disciplina que estudia las afirmaciones por medio de las cuales decimos que algo es bueno o malo, o, más precisamente, el lenguaje ético. Este tercer sentido es una reflexión acerca del sentido indicado en segundo lugar. Así, cuando estudiamos qué entiende Francisco de Vitoria por guerra justa, no estamos diciendo nada acerca de si nosotros somos pacifistas, belicistas o partidarios de la guerra justa. Simplemente estamos haciendo, como se dijo, una reflexión sobre una reflexión. Eso es metaética. Se puede referir no sólo al uso del lenguaje al interior de una teoría, sino también al sentido que se le da a las palabras de contenido ético en la conversación ordinaria de las personas. También es posible intentar una descripción de estas prácticas. Es lo que hacen los antropólogos con los usos de ciertos pueblos primitivos. El fruto de sus trabajos bien podría llamarse “ética descriptiva”, donde la palabra “ética” sigue siendo utilizada en este primer sentido.11 En este trabajo se usan como sinónimas las expresiones “ética” y “moral”. Hay buenas razones para hacerlo, comenzando por la etimología, pues la palabra mos (de la que deriva nuestra “moral”) significa en latín lo mismo que éthos en griego. Con todo, algunos autores prefieren distinguirlas, y reservan la voz “moral” para el primer nivel de significación que señalamos, es decir, la hacen sinónima de “costumbres”, y guardan el uso de la voz “ética” para referirse la llamada “filosofía moral”, que incluye el segundo e incluso el tercer sentido de la palabra “ética”.12

Con todo, aunque esas distinciones puedan tener cierta importancia, lo decisivo es saber lo siguiente: ¿estamos tan ligados a nuestras costumbres que somos incapaces de reflexionar críticamente acerca de ellas? ¿Toda comparación entre los comportamientos de diversas sociedades se hace sólo a partir de las categorías del propio sistema, de modo que nuestros juicios morales carecen de valor universal? O, por el contrario, somos capaces de establecer, con cierta base racional, que algunas conductas son dignas y presentan un mayor valor que otras. Dicho con otras palabras, ¿contamos con criterios racionales para trazar las fronteras entre lo humano y lo inhumano?

Una cierta relatividad acompaña a la ética

§ 4. Tenemos, entonces, que aunque no hemos dado una respuesta a la pregunta de por qué ser buenos, sí hemos dado algunas pistas para contestar una pregunta que está conectada con la anterior: ¿por qué necesitamos la ética? Puesto que nuestra conducta no está determinada por los instintos, requerimos ciertos criterios racionales para determinar lo bueno. Nos queda todavía la segunda cuestión: ¿cómo obtenemos esos criterios de lo bueno y de lo malo? Esta es una pregunta importante y difícil de responder. Por eso, nos limitaremos a tratar de contestar parcialmente esa pregunta, dejando su núcleo para más adelante.13 La parte que intentaremos abordar es si acaso los criterios de lo bueno y de lo malo son relativos. Esta cuestión ha motivado innumerables discusiones entre los estudiosos. Ya su sólo planteamiento suscita muchos problemas. Veamos, para comenzar, algunos de ellos, de índole terminológica, que hacen difícil llevar a cabo esta discusión.

Podríamos, en efecto, plantear la discusión diciendo que unos admiten una ética objetiva y otros, en cambio, una subjetiva. Sin embargo, toda ética tiene que tener una fuerte dimensión subjetiva: en efecto, si las normas o principios que la componen no están en el sujeto, ¿cómo podría ponerlos en práctica? Además, a diferencia de las leyes físicas, las normas morales deben ser adoptadas por cada sujeto, e incluso podríamos decir, con Popper, que uno responde de las normas morales por las que ha decidido guiar su conducta, lo que nuevamente refuerza el carácter subjetivo de la ética.14 Por último, la realización habitual de determinados actos de acuerdo con esos criterios origina un cierto modo de ser en el sujeto, unos estilos de conducta que tradicionalmente se han denominado “virtudes”. Pero éstas son esencialmente subjetivas, en cuanto no hay virtud que no esté en un hombre determinado. Cuando decimos que los alemanes son ordenados, lo que estamos diciendo es que en ese país hay muchas personas que dejan las cosas en su sitio, llegan a la hora y cumplen lo que han anunciado. Todo esto tiene que ver con características de los sujetos y no con una abstracta objetividad. Sin embargo, por otra parte, esas características no son caprichosas y, en ese sentido, podemos decir que tanto la ética como las virtudes son también objetivas. A nadie medianamente sensato se le ocurriría decir que son ordenados los hombres que no saben dónde están sus propias cosas, que agendan dos reuniones a la misma hora o que se demoran en encontrar en su armario un calcetín del mismo color del que tienen en la mano. En suma, en cuanto reside en un sujeto, la virtud del orden es subjetiva, pero qué significa ser ordenado parece ser algo ciertamente objetivo. Parte de la confusión deriva del hecho de que algunas personas piensan erróneamente que “subjetivo” es lo mismo que “relativo”, o incluso que es lo mismo que “caprichoso” o “arbitrario”. Dicho con otras palabras, el término “subjetivo” significa a veces “relativo al sujeto” y otras “fundado por el sujeto”, y no es acertado confundir ambos usos. Pero este es un problema de ciertas personas, y no tenemos por qué hacer nuestra esa confusión.

§ 5. Para evitar las dificultades que se producen cuando se discute si la ética es subjetiva u objetiva, algunos prefieren la disyuntiva que se da entre una ética absoluta y una relativa. Parece que esta división es un poco menos mala, pero dista de evitar numerosos inconvenientes. De partida, toda ética supone que sus criterios deben ser aplicados a los casos concretos. Y nadie o casi nadie pone en duda que los casos concretos son muy diferentes entre sí. Se hace necesario interpretar y aplicar los principios o criterios a la situación que se tiene enfrente. Pero como las situaciones son cambiantes, las respuestas también lo serán. Así, un principio se aplicará de una manera en una parte y de diferente forma en otra. Esto no sucede porque se haya malentendido el principio o porque haya cambiado, sino porque las circunstancias son distintas.15 Vemos entonces que hay una importante dosis de relatividad en la ética, aun en el caso de que se admita que los principios mismos no cambian.

Por otra parte, el término “absoluto” tampoco es muy afortunado. Es cierto que hay autores muy importantes que sostienen que existen normas morales de carácter absoluto, es decir que no admiten excepciones, pero esos autores enseñan al mismo tiempo que esas normas son muy pocas, de modo que incluso en el caso de los llamados absolutistas morales su absolutismo es bastante limitado y modesto. Jamás dirían que toda la ética es absoluta. Todo esto, aparte de la circunstancia retórica de que, en nuestra época, llamar a alguien “absolutista” puede ser muchas veces una forma de descalificarlo sin necesidad de utilizar argumentos. En suma, aunque todos los autores coinciden en reconocer a la ética una dimensión que es relativa, no todos pueden ser calificados de relativistas.

No faltan, por último, quienes prefieren distinguir las éticas, a grandes rasgos, entre autónomas y heterónomas. Las primeras ponen el origen y el valor de las normas morales en el propio sujeto. Las segundas lo colocan fuera de él, ya sea en un cierto orden cósmico, en la voluntad divina o en otra realidad que no depende de la voluntad individual. Nuevamente nos hallamos ante criterios de clasificación que no hacen justicia a la realidad de la ética. De una parte, una ética absolutamente autónoma parece ser una contradicción en los términos. Si el sujeto se obliga sólo porque él quiere y en la medida y por el tiempo que él quiera, sin más determinaciones, entonces no se está realmente obligando. Por su lado, una ética completamente heterónoma tampoco parece reunir las condiciones de una ética, que es tal precisamente porque pone en juego la libertad del hombre. Como se dijo, tanto el acoger como el seguir un principio ético son actos libres y, por tanto, también responsables. Pero el principio se reconoce, no se crea. El fundamento último del mismo no puede ser la voluntad y menos el capricho individual. Una ética acertada sólo podrá ser aquella que acoja, a la vez, la dimensión de autonomía y la de heteronomía.

El problema del relativismo es también complejo y muy interesante. Más que intentar ahora una caracterización exacta de las diversas posturas que pretenden explicar la naturaleza y permanencia de las normas éticas, vamos a hacer un poco de historia, confiando en que el recurso al pasado ayude a dar un poco más de luz sobre el problema de la real o supuesta relatividad de la ética, y a clarificar qué alcance tiene esa relatividad. O sea, vamos a ver cómo surge el problema del relativismo.

El relativismo

§ 6. Una de las épocas más interesantes de la historia es el siglo de Pericles (v a. C.). En una ciudad relativamente pequeña, Atenas, se produjo una notable conjunción de escultores, arquitectos, dramaturgos, filósofos, gobernantes y hombres de ciencia. Tuvo lugar entonces una discusión de gran riqueza, cuyos términos en buena medida han marcado la historia del pensamiento. El crecimiento económico y cultural de esa ciudad impulsó a muchos de sus ciudadanos a viajar y conocer otros pueblos y lugares. Al hacerlo, pudieron constatar las enormes diferencias que existían entre lo que los atenienses consideraban como bueno o malo, y los criterios que se seguían en otras partes.

El contraste entre las costumbres propias y ajenas es importante, y sólo se da cuando una sociedad se abre y entra en contacto con las demás. En efecto, mientras una sociedad se halla replegada en sí misma, la diferencia entre lo que se acostumbra y lo que es bueno resulta casi imperceptible. La razón por la que no se roban las gallinas del vecino parece ser casi la misma que la razón que lleva a saludarlo todas las mañanas al encontrarlo en el camino: siempre se ha hecho así. Dejar de saludar al vecino o quitarle las gallinas son dos maneras de ofenderlo. Por otra parte, las formas de saludar o de ofender están caracterizadas tradicionalmente, es decir, se actúa de acuerdo con lo que siempre se ha hecho, lo mismo que los criterios acerca de la propiedad y su adquisición. Sabemos que las gallinas son del vecino porque son descendientes de gallinas que eran suyas y admitimos que quien es dueño de lo principal, la gallina, se hace dueño de lo accesorio, los pollos. También sabemos que se saluda diciendo “buenos días”, quitándose el sombrero o dando la mano. Ambos criterios de conducta se hallan en el mismo terreno de lo acostumbrado. En El violinista en el tejado, llevada al cine por Norman Jewison en 1971, Tevye, el lechero protagonista central de la obra, explica que todas las conductas de su comunidad se apoyan en tradiciones cuyo origen muchas veces resulta desconocido: “Tradiciones, tradiciones... gracias a nuestras tradiciones hemos podido guardar el equilibrio durante años y años”. Las tradiciones constituyen para este hombre sencillo una fuente de identidad: “gracias a nuestras tradiciones cada quien aquí sabe lo que es y lo que Dios espera de él”.

 

El conocer las costumbres de otras sociedades, lleva a reflexionar de inmediato acerca del valor de las propias prácticas. Se plantea entonces si acaso todas las normas que se siguen en una sociedad tienen simplemente el valor de aquella que indica que se saluda dando la mano derecha, es decir, si todas las normas son meramente convencionales. Bien podemos concebir un pueblo en donde se salude con la mano izquierda, o no con las manos, sino haciendo una reverencia, como los japoneses. ¿Sucede lo mismo con el resto de las normas? Además, se presenta el problema de cómo podemos juzgar si las costumbres de los otros pueblos son mejores o peores. Naturalmente, no podemos tomar como criterio de juicio nuestras propias costumbres. Los atenienses no pueden decir que las costumbres funerarias de los egipcios son peores porque no corresponden a las que se practican en Atenas, eso sería una gran ingenuidad. Otro tanto, con los modos de adquirir la propiedad o de llevar a cabo la guerra.

Si las propias costumbres fueran el criterio último de juicio, entonces no habría posibilidad de entendimiento, pues bien podrían decir los otros pueblos exactamente lo contrario, o sea, sostener que son los otros los que están equivocados porque “no hacen las cosas como nosotros las hacemos”. El caso más típico es el que relata Swift en el viaje de Gulliver al país de los enanos. Allí se habla de la guerra que enfrentaba a Lilliput y Blefuscu, los grandes imperios del país de los enanos. La contienda versaba sobre el modo correcto de quebrar los huevos que se van a comer. Las palabras de su gran profeta Lustrog eran muy claras: “Que todo creyente verdadero quiebre los huevos por el extremo conveniente”. Ahora bien, en Blefuscu se quebraban por el extremo más ancho, mientras en Lilliput por el más estrecho, lo que había derivado en una guerra muy sangrienta.16 El argumento de los liliputenses era que en su reino se hacía así, que curiosamente coincidía con el modo de argumentar de sus enemigos.

Parece difícil encontrar unas costumbres que sirvan de criterio para todos, porque éstas no existen en abstracto, sino que siempre son las costumbres de un pueblo determinado. De ahí, entonces, que algunos piensen que tratar de encontrar cosas que son buenas o malas en sí mismas, y no sólo “buenas para mí” o “buenas para ti”, es tanto como intentar saltar sobre la propia sombra. No se puede. Las normas morales, entonces, dependerían radicalmente del lugar y la cultura en donde se halle el sujeto en cuestión. Esta es la conclusión a la que llegaron muchos de los que pertenecían a ese grupo de intelectuales que llamamos “sofistas”.

§ 7. Los sofistas eran los representantes más típicos de lo que se ha denominado la ilustración ateniense del siglo v a. C. Se caracterizaban por su confianza en la ciencia y la técnica, por su talante democrático e igualitarista, por sus concepciones evolucionistas en materias biológicas, y muy particularmente por su relativismo moral y por su rechazo a la religión tradicional. Varios de ellos pusieron de manifiesto una distinción que desde entonces sería patrimonio de toda la historia de la filosofía, a saber, la que se da entre naturaleza (phýsis) y convención (nómos). Sostuvieron que no cabría hablar de cosas justas o injustas por naturaleza, sino que, en el campo de la ética, todos los criterios son convencionales.

El desafío de los sofistas suscitó una reacción intelectual de gran envergadura, cuyas figuras más conocidas son Sócrates, Platón y Aristóteles. Desde distintos puntos de vista, estos autores procuraron desarrollar teorías éticas que no estuvieran afectadas por el relativismo. En particular, pensaron que existe una medida para juzgar entre las diversas culturas y prácticas humanas. Esa medida es la naturaleza (phýsis), pero sobre este tema volveremos más adelante.17

La comparación entre culturas

§ 8. El relativismo admite diversas formas. Una de ellas consiste en sostener que lo bueno y lo malo dependen completamente del sujeto. Cuando Glaucón relata a Sócrates la historia de Giges, el pastor que, gracias al anillo que lo torna invisible, se transforma en tirano, le pone delante el siguiente problema:

Si existiesen dos anillos de esta índole y se otorgara uno a un hombre justo y otro a uno injusto, según la opinión común no habría nadie tan íntegro que perseverara firmemente en la justicia y soportara el abstenerse de los bienes ajenos, sin tocarlos, cuando podría tanto apoderarse impunemente de lo que quisiera del mercado, como, al entrar en las casas, acostarse con la mujer que prefiriera, y tanto matar a unos como librar de las cadenas a otros, según su voluntad, y hacer todo como si fuera igual a un dios entre los hombres. En esto el hombre justo no haría nada diferente del injusto, sino que ambos marcharían por el mismo camino. E incluso se diría que esto es una importante prueba de que nadie es justo voluntariamente, sino forzado […]. En efecto, todo hombre piensa que la injusticia le brinda muchas más ventajas individuales que la justicia, y está en lo cierto, si habla de acuerdo con esta teoría.18

Esta es, por decirlo así, una forma extrema de relativismo, que piensa que el bien y el mal se determinan, en último término, de acuerdo con el capricho individual: lo bueno, en suma, es lo que a mí me parece bueno. Lo dice Trasímaco, en La República: “La injusticia, cuando llega a serlo suficientemente, es más fuerte, más libre y de mayor autoridad que la justicia; y como dije al comienzo, lo justo es lo que conviene al más fuerte, y lo injusto lo que aprovecha y conviene a uno mismo”.19

Son pocos los que sostienen este relativismo. Lo más habitual es una forma moderada, que afirma que los criterios morales dependen de la cultura, del medio social, de la época en que se vive o de otras causas semejantes. Como se ve, no es un relativismo radical, porque admite que, dentro del ámbito de que se trata, existen parámetros que son comunes para todos los que participan de ese ámbito (incluso podría considerarse como una forma de objetivismo, en la medida en que se aceptara la validez universal del principio “se debe seguir las prácticas de la propia sociedad”). No debe entenderse, entonces, como una consagración del capricho individual. Lo que niega es, simplemente, que existan principios morales de valor universal o supracultural. Además, muchas veces el relativismo se conecta con el empeño por mostrar que la diversidad supone un valor para la humanidad, es decir, algo positivo, y que los pueblos mantienen legítimamente costumbres muy distintas.

Hay que admitir, por tanto, que los relativistas ponen de relieve un hecho importante: no hay un modo unívoco de ser humanos. La excelencia personal conoce manifestaciones muy diversas. Sócrates, Tomás Moro, Juana Inés de la Cruz, Chesterton, Gertrud von Le Fort y Teresa de Calcuta son personas que alcanzaron un alto grado de excelencia humana, pero no cabe duda de que fueron muy distintas. Sin embargo, de allí derivan una conclusión muy discutible, el relativismo, es decir, la negación de la existencia de normas morales que posean un valor universal.

§ 9. Aunque importante, el tema de los principios supraculturales no es sencillo. De partida, si por “principios supraculturales” se entienden criterios de acción que no están incluidos en ninguna cultura, la conclusión obvia es que no existen tales principios. Pretender algo así sería como intentar que hubiese un lenguaje que no fuera ni castellano ni alemán, ni latín, sino lenguaje puro. Esto no es posible. El lenguaje vive en un idioma, aunque sea éste muy rudimentario. Algo parecido pasa con los principios morales. Resulta notorio que ellos siempre residen en una cultura determinada. La pregunta es si todo su valor deriva del hecho de que esa cultura los acepte o si, por el contrario, tienen una validez supracultural.

Quienes admiten esos principios supraculturales no sostienen, tampoco, que hay ciertos principios que de hecho son necesariamente reconocidos por todas las culturas. Puede que los haya, pero eso sólo implicaría una constatación fáctica, se trataría de la circunstancia meramente empírica de que una convicción o costumbre está muy extendida, y no afectaría ni a su validez ni a la obligación moral de seguir esos principios. Además, todos conocemos el caso de culturas que ignoran algunas cosas tan elementales como no hacer trabajar a los menores de edad en tareas que afectan su integridad física, o que los sacrificios humanos no son una manera adecuada de rendir culto a la divinidad. De hecho, las culturas presentan diferencias muy importantes. Ya lo vieron los sofistas, y es algo que está al alcance de nuestros ojos. La duda es si esas diferencias impiden realizar juicios acerca de determinadas prácticas que se dan en culturas distintas de la propia. De este modo, cuando decimos “los sacrificios humanos son malos”, sólo estamos diciendo: “Los aztecas realizan sacrificios humanos, nosotros no; mirados desde nuestra cultura los sacrificios humanos son inaceptables. Por tanto, si los aztecas quisieran incorporarse a nuestra cultura, no podrían continuar con esas prácticas”. Parece claro que queremos decir mucho más que eso. Pero si existen esos criterios universales de valoración, entonces podemos juzgar el valor de las prácticas vigentes en diversas sociedades, incluida la nuestra. De lo contrario tendríamos que limitarnos simplemente a constatar diferencias, como se constata que los loros son verdes y los cisnes, por lo general, blancos. Es preciso, además, tener en cuenta que en la tarea de comparar culturas hay que adentrarse en ellas. Salvo en el caso de prácticas muy chocantes y crueles, es posible que un juicio negativo sobre una cultura sea sólo la consecuencia de no conocer las razones que están detrás de ella. Así, cabe que dos prácticas a primera vista muy diferentes no sean más que aplicación de un mismo principio. Yendo atrás en la historia, el propio Heródoto, un relativista, se ocupa especialmente de hacer notar las divergencias de las costumbres de diversos pueblos respecto de las que practican los griegos. Así señala:

Si a todos los hombres se les diera a elegir entre todas las costumbres, invitándoles a escoger las más perfectas, cada cual, después de una detenida reflexión, escogería para sí las suyas; tan sumamente convencido está cada uno de que sus propias costumbres son las más perfectas. [...] Y que todas las personas tienen esa convicción a propósito de las costumbres, puede demostrarse, entre otros muchos ejemplos, en concreto por el siguiente: durante el reinado de Darío, este monarca convocó a los griegos que estaban en su corte y les preguntó que por cuánto dinero accederían a comerse los cadáveres de sus padres. Ellos respondieron que no lo harían a ningún precio. Acto seguido Darío convocó a los indios llamados Calatias, que devoraban a sus progenitores, y les preguntó, en presencia de los griegos, que seguían la conversación por medio de un intérprete, que por qué suma consentirían en quemar en una hoguera los restos mortales de sus padres; ellos entonces se pusieron a vociferar, rogándole que no blasfemara. Esta es, pues, la creencia general; y me parece que Píndaro hizo bien al decir que la costumbre es reina del mundo.20

Con esto parece mostrarse que no hay cosas que sean justas por naturaleza. Sin embargo, el ejemplo puesto por Heródoto cuando narra la historia del rey Darío y las diversas formas de tratar a los padres difuntos, no es suficiente para justificar el relativismo moral. Como lo ha señalado Guthrie, tanto quienes comían como quienes cremaban a sus progenitores “coincidían en el principio moral fundamental de que los padres deben ser honrados en vida y en muerte: la disputa giraba solamente en torno a los medios para realizarlo”.21 La historia que nos narra Heródoto es dramática no porque las dos partes estén en desacuerdo, sino precisamente porque están absolutamente de acuerdo en que existe el principio “hay que respetar a los muertos” y que éste tiene un carácter sagrado. El problema se da porque, en opinión de cada grupo étnico involucrado, este principio que ambos comparten resulta violado por el proceder del otro.

 

El ejemplo muestra que no es fácil emitir un juicio de comparación y que, junto con diferencias muy chocantes, hay también coincidencias de fondo entre las culturas. Además, nos hace ver que no basta con que las partes coincidan en aceptar el mismo principio, pues hay realizaciones de él que son mejores o más acertadas que otras. Es el caso de la superioridad que nos parece advertir entre expresar el respeto por medio de la cremación o mediante comerse los cadáveres. Pero esta materia entra ya en las cuestiones éticas particulares y, por tanto, va más allá de lo que estamos tratando.

§ 10. Por otra parte, sin pretender negar las diferencias, también es conveniente preguntarnos por el valor y alcance de dicha variedad, que quizá sea menor de lo que se piensa. En efecto, Robert Spaemann ha hecho ver que la alegada diversidad de opiniones éticas se funda en un equívoco. Es verdad que nos llaman la atención las diversas concepciones morales de los pueblos, como les sucedió, por ejemplo, a los españoles al ver que los aztecas ofrecían sacrificios humanos. Pero esa diversidad nos sorprende precisamente porque es excepcional. No nos llama la atención, en cambio, el amplio campo en que las diversas culturas convergen. En la generalidad de los pueblos se considera que los padres tienen ciertos deberes respecto de los hijos y que los hijos los tienen en relación con sus progenitores; todos están convencidos de que la valentía debe ser una cualidad del guerrero y la imparcialidad debe presidir las decisiones de un buen juez.22 Esto no significa negar que existan comportamientos divergentes, sino sólo reconocer que las personas razonables estarán de acuerdo en estimar que esas conductas son reprobables, si bien su acuerdo se referirá sólo a cosas fundamentales, como, por ejemplo, considerar que la traición no es buena o que no representa un ideal de vida el dedicar la propia existencia a la explotación de menores. Todo esto tiende a relativizar un tanto la alegada diversidad, a ponerla en su sitio y a no utilizarla como una premisa capaz de fundamentar conclusiones como la del completo relativismo moral.

Puntos débiles del relativismo

§ 11. Decíamos que el relativismo mitigado sostiene que los criterios morales dependen radicalmente de la cultura o el medio en que se vive. En esto hay mucho de verdad, porque la educación recibida y los ejemplos de los demás influyen en el hecho de que cumplamos o no con ciertas normas morales. Sin embargo, está lejos de solucionar el problema del alcance y valor de las normas éticas. Esto sucede, entre otras razones, porque las costumbres de una sociedad distan de ser uniformes, de modo que mal podrían decirnos que una persona correcta es la que guía sus actos por las pautas morales vigentes en su comunidad. Particularmente en nuestros días, resultaría una ingenuidad apelar a las prácticas o convicciones sociales cuando vemos que tenemos diferencias muy importantes en nuestros juicios acerca de lo que es la familia, de las obligaciones de padres e hijos, del papel de los padres y el Estado en la tarea educativa, del aborto, el divorcio y la eutanasia, etc. Por eso, si alguien dijese que en una materia hay que comportarse del modo que establece la sociedad o la cultura, uno de inmediato podría contestar: ¿a qué sociedad y a qué cultura se refiere?, ya que en los pisos de un mismo edificio o en un mismo curso de una universidad podemos encontrar actitudes y diferencias morales tan importantes como las que se daban entre las culturas (aparentemente más homogéneas) de la Antigüedad. Además, el recurso a los usos sociales o culturales deja en pie la cuestión de por qué estamos obligados a seguirlos. Es muy bueno que una cultura recoja ciertos principios morales, que los exprese en su arte y ponga como modelos sociales a quienes mejor los han encarnado, pero resulta difícil lograr una unidad de juicio en esas materias y, aunque se lograra, su fuerza obligatoria no parece derivar del simple hecho de que la mayoría, o los más influyentes, los proclamen. Si me dicen “usted debe seguir las normas vigentes en su sociedad porque la mayoría sostiene que usted debe seguir las normas que dicta la mayoría”, se estaría incurriendo en una petición de principio bastante elemental. El relativismo mitigado, entonces, no logra dar un fundamento suficiente para la existencia de las normas morales y su obligatoriedad.

§ 12. Aunque el relativismo extremo está menos difundido, es posible que tenga más fuerza desde el punto de vista intelectual. Al menos no se ve enfrentado a las múltiples objeciones que derivan del hecho de tener que seguir los criterios vigentes en una sociedad. Más coherente, entonces, resulta negar la existencia de esos principios intersubjetivos y decir que nuestras opiniones morales dependen simplemente de nuestros intereses. Es lo que hace el relativismo radical. A eso probablemente apunta Glaucón cuando, como vimos, tras narrarle a Sócrates la historia de Giges, le plantea la objeción que ha oído a los sofistas, que dice que nadie es justo de manera voluntaria, sino sólo por temor al castigo, y que de poseer el mágico anillo todos nos comportaríamos de la misma manera.23 Según esta postura, si apelamos a normas morales es porque, en ese momento, ellas resultan útiles para nuestra conveniencia. Dados ciertos intereses, elegimos o creamos los principios que los justifican. Pero los principios son solamente un disfraz que hace mejor parecidos a los intereses.

Este argumento tiene fuerza retórica, pero juega con un concepto unívoco de interés. Como, hagamos lo que hagamos, siempre tendremos un interés de por medio (de lo contrario no podríamos actuar), es fácil decir entonces que las acciones se llevan a cabo no por motivos morales, que en realidad no existen, sino por interés. Pero los intereses pueden ser tan distintos como alcanzar la vida eterna, servir a los desamparados o lograr el dominio político del planeta, y esta heterogeneidad de los motivos es tal que no basta con incluirlos bajo la genérica alusión al interés para dar por solucionado el problema.

La reducción de la moral al interés olvida el hecho de que nosotros muchas veces decidimos en contra de nuestros intereses, porque pensamos que no es justo satisfacerlos. Así, pagamos los impuestos o realizamos ciertas actividades de solidaridad, aunque nos quiten tiempo y dinero. Alguien podría decir que aunque sacrificamos nuestro interés económico, sin embargo estamos buscando otro interés, de naturaleza distinta. Pero esto parece que es jugar con las palabras, pues si realmente es tan distinto entonces no podemos decir simplemente que actuamos por interés. Tendríamos que emplear palabras distintas para designar esas motivaciones tan heterogéneas y, en esa misma medida, ya no cabría aplicar el principio general de que es el interés lo que nos mueve. Y si no son tan distintos, entonces es efectivo que sacrificamos nuestro interés por otras cosas que nos parecen más valiosas. Del hecho de que los hombres tengan intereses, que actúen con interés, no se puede deducir que actúen por interés. No se puede negar por principio la posibilidad de que los hombres actúen buscando primeramente el bien en sí y no el bien para sí mismos. La circunstancia de que piensen que la búsqueda del bien en sí pueda, a mediano o largo plazo, traer consigo un estado de bienestar mayor que el que se conseguiría con un modo de vida egoísta, no cambia el centro de la cuestión. Si los hombres están hechos para los grandes bienes, es razonable que su consecución traiga consigo un mayor desarrollo humano y consecuentemente una mayor felicidad. Pero esta felicidad viene por añadidura, de manera indirecta.