Las jugadas que importan

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En la semana de mi dieciocho cumpleaños, mi abuelo materno falleció tras algunos meses de lucha contra un cáncer de vejiga. Se había trasladado a mi habitación para evitar los ruidos en la escalera y estar más cerca del baño, por lo que pudo pasar sus últimos días en el mismo lugar que ocuparon mi tablero de ajedrez y mis libros. Este hecho revela la forma en que el ajedrez me constituyó; fue parte del contexto en el que la vida cuenta su propia historia mientras yo cuento la mía. Mi abuelo vivió con nosotros durante años y cuidó de mí a solas durante meses, alimentándome con stovies (un variado surtido de sobras elevado a la categoría de delicadeza nacional escocesa, generalmente basado en patatas, cebollas, vegetales y salsa de ternera). Me llevaba a Aberdeen en el sillín de atrás de su motocicleta, una Honda de las más básicas. Su casco era de color azul y el mío era blanco, ese era el uniforme de nuestro minúsculo pelotón. Recuerdo el goce de sentir el soplo de flujos de conciencia fugaces, sentado en la parte trasera de la motocicleta y recreando no tanto posiciones de ajedrez, sino los espacios sociales en los que, quizá, tendría alguna conversación sobre ajedrez, compartiría la nueva jerga ajedrecística adquirida recientemen­te o mostraría alguna que otra idea de apertura. Me hacía bien sentir la sensación de aceptación y placer que se experimenta cuando somos vistos y escuchados por personas inteligentes, y además estaba todo en mi cabeza, bajo mi casco.

No puedo decir que el ajedrez me ayudara directamente a soportar la muerte de mi abuelo, pero en algunos momentos la certeza de que existía un mundo más allá de mi propia vida emocional me proporcionaba cierta estabilidad interior, en especial cuando la mayoría de las cosas estaban patas arriba. Recuerdo estar sentado al lado de mi hermano en el coche, camino del funeral; mi hermano, cadavérico, parecía sano, pero estaba totalmente desconectado. Había crecido muy alejado de todo y era cada vez más excéntrico (o al menos eso creíamos todos). Pero en cierto momento, Mark, quien fuera mi primer ídolo ajedrecístico, entre otras cosas, fue seleccionado para el programa de salud mental. Este programa, en teoría, tiene el objetivo de proteger a personas psicológicamente vulnerables tanto de sí mismas como de las personas que las rodean, pero ser “seleccionado” era el eufemismo de ser internado y medicado contra tu voluntad. Recuerdo mis visitas al centro psiquiátrico, que estaba tan solo a unos minutos de casa. En una de estas visitas logramos sortear la puerta electrónica y escaparnos afuera; fue lo más parecido que conozco a escapar de una prisión. Aunque no teníamos pensado ir a ningún lugar en concreto, y tan solo habían pasado dos minutos, llamaron inmediatamente a un coche de policía. Los oficiales insistieron en llevar a mi hermano dentro del coche, a pesar de rogarles que lo dejaran volver por su propio pie, aunque fuese por una cuestión de dignidad. Dijeron que tenían que cumplir la ley y había que trasladarlo en el coche por la seguridad de mi propio hermano. Me subí al coche con él, derrotado pero no humillado, y con la consolación de haber mantenido la moral siempre alta.

Comparto estos detalles para explicar que, de vuelta a casa, no es que me pusiera a jugar frenéticamente al ajedrez para recuperarme. El rol del ajedrez en la superación del trauma tiene más que ver con ser parte del escenario que parte de la trama. El ajedrez estaba siempre ahí del mismo modo en que un amigo te escucha o tu mascota te pres­­ta atención. Lo sentía como algo lo suficientemente válido y confia­­ble como para proporcionarme distracción y seguridad. No podía dialogar con el tablero acerca de mis emociones, pero sí que podía enfocar­­las y redirigirlas sin hacerle daño a nadie ni a mí mismo. Había mucho dolor que sublimar, pero aun así mi infancia no fue particularmente infeliz y el ajedrez nunca fue una suerte de salvación. Fue más bien una distracción pueril y una simple gratificación narcisista. Fue mi progresión en ajedrez la que marcó mi transición a la edad adulta de forma más o menos indolora. La impronta emocional que produce es parte del significado metafórico del ajedrez. Este juego no es solo un juego. Consolidado a lo largo de la historia y con una sabiduría acumulada durante siglos de experiencia humana, el ajedrez y sus símbolos pueden ofrecer a los jugadores aquello que necesiten en un momento determinado; un enfrentamiento con el que expresarse, descubrirse, crear y divertirse.

El ajedrez suele asociarse a la inteligencia debido a que hay que aplicar grandes dosis de lógica de cara a la resolución de los problemas complejos que se plantean, pero he llegado a la conclusión de que la fuerza del ajedrez como símbolo de inteligencia también descansa en el reconocimiento tácito de que las metáforas están en el corazón de la inteligencia creativa, y que el ajedrez, por su parte, es un tipo particular e importante de metáfora. Asociamos el ajedrez a la inteligencia no solo porque tengamos que pensar por adelantado varias jugadas, sino también porque su relación específica con la cultura revela nuestra relación mental con el mundo.

Cuando no hay manera de desbloquear las negociaciones políticas se dice que se encuentran en tablas por rey ahogado; los personajes que pasan inadvertidos en una película suelen llamarse peones; los comentaristas deportivos y los mismos deportistas suelen afirmar que el partido de tenis o de críquet que están comentando se parece a “una partida de ajedrez”. Cuando escucho metáforas ajedrecísticas como esta suelo quedarme perplejo, pero no tanto porque estas metáforas no sean funcionales, sino porque resultan bastante habituales sin saber muy bien por qué. Pensamos todo el tiempo utilizando metáforas, pero raramente somos conscientes de que estamos haciéndolo, ya que nuestra apreciación por ellas suele estar poco desarrollada. Aprendemos algo sobre las metáforas en el colegio vinculadas a las nociones de similitud y analogía, pero las metáforas son algo más que una simple comparación entre cosas distintas.

Entiendo la metáfora como un dispositivo creativo que usamos de manera más o menos consciente con el objetivo de elaborar significados mediante transformaciones contextuales, relaciones y perspectivas. La poetisa Mary Ruefle entiende la metáfora como “un intercam­­bio de energía, un evento que unifica el mundo en virtud de una premisa fundamental: que las cosas se conectan entre sí e intercambian su poder”. Las metáforas amplían el proceso de creación de sentido relacionando entre sí los aspectos objetivos y subjetivos del mundo. Estoy de acuerdo con el físico Robert Shaw cuando sostiene que “no vemos algo con claridad hasta que tenemos la metáfora exacta que nos permite percibirlo”. Un ejemplo famoso de metáfora es aquella anécdota de Einstein, quien con tan solo dieciséis años intuyó la esencia de su posterior teoría de la relatividad especial imaginándose a sí mismo persiguiendo a un rayo de luz. La metáfora no es tanto una comparación que tengamos que pensar, sino más bien una lente psicoactiva a través de la que vemos las cosas y elaboramos patrones con los que podemos dar forma a lo que sentimos y pensamos.3

Si las metáforas ayudan a revelar la vida, el ajedrez sirve para reve­­lar el rol del pensamiento metafórico; no es casualidad que el ajedrez juegue un papel importante como piedra de toque metafórica. Existen razones culturales e históricas bastante profundas para afirmar que el ajedrez y la condición humana casan perfectamente.4 El ajedrez es in­­ternacional y transcultural, reconocido y practicado en todo el mundo debido en gran medida a que representa numerosos elementos de la experiencia y el empeño humano: trabajo y juego, esperanzas y miedos, ciencia y arte, verdad y belleza, vida y muerte. El ajedrez es un símbolo, y como dijo el filósofo social norteamericano Norman O. Brown, “el simbolismo no es la captación de otro mundo, sino la transfi­­guración de este mundo”.

El ajedrez, por lo tanto, no encarna una sola metáfora, sino varias a la vez. De hecho, podemos considerarlo como una metametáfora. Igual que se dice que la Biblia no es un solo libro, sino más bien una biblioteca entera, y que la Ilíada no es una historia singular, sino varias a la vez, el ajedrez tiene la suficiente riqueza histórica, simbólica y psicológica como para ser un abundante recurso para las metáforas científicas, artísticas y competitivas. De hecho, en cierto sentido el ajedrez como metáfora tiene más realidad y resonancia que el juego en sí mismo. La gente está más familiarizada con lo que el juego representa en cuanto tropo cultural que con el significado que las jugadas de una partida pueden llegar a tener. Cuando la gente usa metafóricamente el ajedrez no está hablando del juego, sino de la metáfora que el juego representa. En términos de influencia y repercusión, la metáfora del ajedrez es más influyente que el juego del ajedrez, y en cierto sentido lo subsume en ella. El ajedrez nos revela que la metáfora es algunas veces la realidad preminente, o como mínimo un juguete existencial que permite a la mente y la realidad jugar entre sí disputando un enfrentamiento del que nadie puede predecir el resultado.5

Las metáforas importan porque le proporcionan una forma conceptual a la vida. Además, vivimos dentro de las dimensiones de estas formas conceptuales como si fueran reales. Los científicos cognitivos George Lakoff y Mark Johnson sugieren lo siguiente: “Nuestros sistemas conceptuales ordinarios, en términos de lo que pensamos y hacemos, son conceptuales por naturaleza”. La vida es realmente “un viaje”, las “grandes” cosas son las verdaderamente significativas y las ideas sofisticadas son realmente “profundas”. Todo este tipo de conceptualizaciones son reales porque las hacemos reales. Sirven para que nos demos cuenta del hecho de que somos libres, hasta cierto punto, para crear nuevas conceptualizaciones y, de hecho, esta puede que sea la única esperanza para un mundo genuinamente nuevo. Por eso el mitologista Joseph Campbell sostiene que “toda religión es verdadera si se la comprende metafóricamente, pero cuando se cierran en sus propias metáforas, interpretándolas de manera exclusiva, la cosa se vuelve problemática”.6

 

Las metáforas nos ayudan a percibir la verdad, la belleza y la bondad debido a que logran que nuestros pensamientos y sentimientos se fundamenten en cosas que van más allá de nuestro contexto actual. También sirven para sacar a relucir el trabajo interior, activando la imaginación y las asociaciones necesarias para elaborar nuestro propio sentido del “ajuste” entre la metáfora y la realidad a la que está vinculada. Podemos aprender a sentir la legitimidad de la metáfora a un nivel visceral, aumentando su tamaño en función de su adecuación. Aprovechamos las metáforas para ir contra aquello que ya conocemos, cuestionando su aparente fidelidad con respecto al mundo real.

Un empresario inteligente, por ejemplo, puede realizarse preguntas como las siguientes: ¿A qué se parece más mi organización, a una máquina o a un organismo?, ¿y qué implicaciones tiene este asunto para las decisiones que tomamos? Si se trata de un organismo, ¿cómo podemos extenderla?, ¿somos vulnerables a infecciones? Y si se trata de una máquina, ¿qué tipo de combustible está utilizando?, ¿cómo puede desgastarse? En caso de que fuese, a la vez, un organismo y una máquina, ¿estaríamos hablando entonces de un cíborg? Y si no es el caso, ¿por qué no podría serlo? El empresario en cuestión podría seguir haciéndose preguntas como estas durante un buen rato. El tema no es tanto encontrar la respuesta exacta, sino más bien sentir que tu experiencia subjetiva de la metáfora es un buen comienzo para conectar con la retroalimentación objetiva que proviene del mundo. ¿Se ajustan una cosa y la otra?, ¿cómo funcionan?, ¿por qué siento que las cosas no van bien?

Permitiéndonos el planteamiento de cuestiones como estas, las metáforas nos echan una mano mucho más decisiva en los procesos cognitivos y emocionales que muchas otras formas de pensamiento, y nos basamos en ellas para darle sentido al mundo. No es tanto que la metáfora sea relevante como que, al menos, comprendamos nuestra relación con ella de la mejor manera posible. Nuestra cultura está llena de malas metáforas; como dijo la antropóloga Mary Catherine Bateson, “hay pocas cosas más tóxicas que una mala metáfora”. Muy pocas veces escuchamos a los políticos preguntarse acerca de por qué sostienen sus argumentos en ciertos términos metafóricos, unos que, por regla general, suelen oscurecer las cosas más que iluminarlas. En sus entrevistas, tampoco suelen sugerir metáforas alternativas de cara a elevar la discusión a un nuevo registro. Creo que una relación más reflexiva con la metáfora es crítica para la siguiente fase de nuestra evolución cultural; el ajedrez, por su parte, tiene algunas cosas que decirnos acerca de ello. Enriquecer y expandir nuestro número de imágenes y de ideas asociadas con el ajedrez, por tanto, puede ser algo importante a nivel social y cultural, e incluso a nivel político.7

Todo se encuentra interconectado hasta la médula, y lo mismo pasa con nuestras concepciones acerca de la metáfora, la mente y el ajedrez. El ajedrez suele usarse frecuentemente para ilustrar las capacidades del intelecto, pero la mente suele considerarse tácitamente como un ordenador o algo parecido, cosa con la que no tiene nada que ver. Aun así, nuestro lenguaje está lleno de este tipo de asociaciones implícitas. Como apunta el psicólogo Robert Epstein:

No almacenamos ni las palabras ni las reglas que nos dicen cómo manipularlas. No creamos representaciones de estímulos visuales, las almacenamos en el búfer de la memoria a corto plazo y después las trasladamos al disco duro de la memoria a largo plazo. No retenemos información, imágenes o palabras sacándolos de registros memorísticos. Los ordenadores hacen todo este tipo de cosas, pero los organismos no.8

Vivir en cuanto que organismo es una experiencia que los ordenadores no pueden tener. Sin embargo, debido a que nuestra mente no es una computadora, puede hacerse una idea de lo que podría ocurrir en caso de que lo fuese, llegando más lejos con el pensamiento y generando de este modo mejores metáforas sobre la naturaleza de la mente. Este tipo de inflexión metafórica es la clave de toda comprensión. Cuando pensamos no solo con metáforas, o a través de ellas, sino acerca de ellas, nos movemos más allá de las analogías convencionales y los marcos inconscientes, logrando formas de conocimiento más sutiles que definen mejor nuestra relación con la vida en su totalidad.

Por ejemplo, el ajedrez no es realmente como las matemáticas –las metáforas son algo más que los símiles–, pero las incluye y representa, hasta el punto de que el ajedrez suele usarse para ilustrar conceptos matemáticos como el crecimiento exponencial y el infinito. El ejemplo más conocido es aquella historia medieval del sabio a quien el rey, debido a los consejos recibidos, le ofreció lo que quisiera. El sabio, que en realidad era un personaje un tanto enrevesado, le dijo que le regalara un solo grano de arroz colocado en una de las esquinas del tablero, pero que fuese doblando la cantidad de granos repetidamente casilla a casilla. Para los no iniciados esto puede sonar a poco, o a lo sumo a un buen montón de arroz, pero la historia, en realidad, juega con las limitaciones de nuestras intuiciones. El proceso de doblaje repetitivo acaba por convertirse en 263. Esto significa que de 1 grano pasamos a 2, después a 4, 8, 16, 32, 64, 128 y así hasta llegar a 18.466.744.070.000.000.000. Si se colocasen todos estos granos de arroz en una fila, esta se extendería en torno a 96.560.640.000.000 kilómetros, la distancia que habría que recorrer en un viaje de ida y vuelta desde la Tierra hasta Alpha Centauri.

Y eso solo con granos de arroz. Cuando factorizamos las relaciones entre las distintas piezas del tablero, cada una con un movimiento diferente, los números rápidamente se escapan a nuestro control, y por ello el ajedrez funciona como metáfora de lo profundo. Se pueden realizar veinte posibles jugadas en el primer movimiento, y a cada una de ellas el rival puede responder con otras veinte alternativas. El número de posibilidades se incrementa de inmediato, en el momento en que las piezas empiezan a desplegarse y las variantes se hacen cada vez más largas. Suena un poco a exageración propia de agencia de publicidad, pero, en realidad, son posibles más partidas de ajedrez que átomos hay en el universo conocido (una partida es algo más que una mera posición, ya que las partidas incluyen una serie de posiciones dispuestas en diferentes secuencias). Aun así, el ajedrez no es infinito, pero sí una ilustración de la diferencia conceptual entre un número enorme y potencialmente indefinido de posibilidades que, aun así, está restringido teóricamente por reglas (por ejemplo, el jaque mate), límites definidos (un tablero de 8x8) y una idea matemática esotérica de una serie que nunca acaba. El ajedrez es, posiblemente, la cosa finita que más se parece al infinito.9

Esta inmensa cantidad de posibilidades que, aun así, no deja de ser finita, es lo que hace que el juego se perciba como inagotable y misterioso, más que algo que simplemente escapa a nuestras capacidades. Uno de mis momentos favoritos de La defensa, la célebre novela de Nabokov, es cuando el personaje principal, Luzhin, enciende una cerilla para prender un cigarrillo durante una partida decisiva. Está tan concentrado en la miríada de variantes que se olvida por completo de apagar la llama y termina quemándose. Nabokov escribe que, en ese momento, Luzhin experimentó “el horror total de la profundidad abismal del ajedrez”.

El juego, además de profundo, es oscuro. Tiene mucho sentido que justo antes de que el héroe más popular de las últimas décadas, Harry Potter, se enfrente a la quintaesencia del mal, Lord Voldemort, su obstáculo final sea un tablero de ajedrez, y tenga que jugar una partida en la que su más íntimo amigo, Ron, casi pierde la vida. El ajedrez suele estimular una verdad que tendemos a suprimir, esto es, que la vida es azarosa y que siempre estamos en peligro. El juego es divertido, pero no se trata de una diversión inocente, y es por ello por lo que usamos metáforas ajedrecísticas en situaciones tensas en las que hay mucho en juego.

El amor, por ejemplo, es una de esas situaciones tensas en la que nos jugamos mucho, o al menos puede ser así. Históricamente, varias obras de arte y de la literatura asocian el ajedrez con el amor cortesano y, por extensión, con el amor en general. Sin embargo, el ajedrez es una metáfora para el amor no solo porque los jugadores quieran estar juntos todo el tiempo posible, o porque quieran quitar las piezas de en medio y besarse en el tablero, aunque no sería un mal momento ni lugar para ello. La relación entre el ajedrez y el amor es mucho más oblicua.

El espíritu de Eros permea el juego en las formas del sufrimiento y la pasión que caracterizan el amor romántico, siempre no correspondido y sin consumarse plenamente. Durante una partida no estamos tan solo pensando delante del tablero, sino también en un estado de angustia de baja intensidad que, aun así, disfrutamos. Por otro lado, todo proceso de atención compartida en un proceso de creación conjunta siempre es íntimo y extraño. De hecho, la intimidad que sentimos mediante la atención compartida en estos momentos puede ser un motor emocional inconsciente que nos mantenga atentos a la partida. Más aún, el pensamiento ajedrecístico implica en algún sentido la compasión, porque de lo que se trata es de promover el orden en lugar del caos mediante una atención especial al significado de cada una de las piezas, de las casillas y las ideas que van surgiendo.10 El filósofo Martin Heidegger sostuvo que el cuidado era la característica principal del “ser en el mundo”, y una famosa investigación en gerontología refuerza esta idea; en un geriátrico, si todas las variables restantes son constantes, aquellos que se dedican a regar y cuidar las plantas suelen ser más longevos que los que no lo hacen.11 Al igual que el amor, el ajedrez gira en torno a la experiencia de la pasión, la intimidad y el cui­­dado, pero no en el sentido habitual que le damos a esos términos. El juego nos revela significados implícitos en la idea del amor mediante un giro de perspectiva y contexto.

El tema es que las metáforas no funcionan como meras comparaciones o traducciones, recreaciones o presentaciones. El biólogo teórico Diego Rasskin Gutman llevó este asunto más lejos todavía, al referirse al rol del oponente como una fuente de pensamientos, deseos y voluntad en conflicto con los nuestros. Examina cómo la mente humana ha evolucionado hasta su estado actual a través de complejas interacciones sociales, y destaca el papel para nada trivial del valor del ajedrez en estos contextos sociobiológicos: “¿Qué puede ser más humano que un estado de duda permanente en el que nos enfrentamos a los pensamientos y las acciones de nuestros semejantes?”.12

Gerald Abrahams, abogado, escritor y ajedrecista tardío, escribió que “gracias al ajedrez uno se da cuenta de que toda educación es, en última instancia, autoeducación”. Esta idea es bastante oportuna en nuestro mundo, tan basado en la transferencia de datos. El ajedrez se presta a los análisis cuantitativos y la información estructurada de diversas formas –por ejemplo, otorgando un valor numérico a las piezas, elaborando bases de datos con millones de partidas o computarizando y evaluando los resultados mediante un sistema internacional de rating–. Sin embargo, la experiencia de jugar una partida es más cualitativa que cuantitativa.

Como cualquier otro deporte o propósito competitivo, el ajedrez es un elaborado pretexto para la producción de narraciones. Con la excusa de las reglas, los puntos y los torneos se generan narrativas ex­­perienciales en las cuales uno mismo es codirector, autor y espectador. El ajedrez es educación en el sentido literal de “hacer brotar”, y autoe­­ducación porque nuestras historias acerca del juego emergen cuando somos nosotros los que lo jugamos, los que buscamos lograr nuestros objetivos, al igual que ocurre en la vida real. Las historias de ajedrez son nuestro propio quehacer y generalmente versan acerca de retos que pudimos superar o que no logramos conseguir. Todo jugador de ajedrez conoce de primera mano la experiencia de encontrarse con un amigo enojado que desesperadamente comparte con nosotros esa historia trágica tan conocida, aquello de que tenía la partida “com­­pletamente ganada”, pero entonces todo se torció y terminó perdiendo. Y también sabemos de jugadores de fuerte personalidad que reco­­nocen su responsabilidad de manera resoluta en lo relativo a sus errores, tan dolorosos como estos sean. Estas son las formas de crecer como jugador y como persona. Como dijo el psicólogo infantil Bruno Bettelheim, “crecemos, le encontramos sentido a la vida y estamos seguros de nosotros mismos mediante la comprensión y resolución de problemas por nuestros propios medios y no gracias a que otros nos lo expliquen”.13

 

El ajedrez, por tanto, nos ofrece una serie de significaciones valiosas de una forma en que la información, la explicación y el análisis racional no puede facilitarnos. Una partida de ajedrez raramente es algo dado, no es simplemente “data”. La historia solo se hace vital en el momento en que le damos sentido, y entonces se convierte en eso que algunos académicos denominan “capta”. El ajedrez me ha mostrado que necesitamos el lenguaje poco convencional del “capta” tanto como necesitamos la actual extensión exponencial del “data”. El filósofo de la educación Matthew Lipman lo dijo de la siguiente manera al referirse al aprendizaje de los niños, aunque es aplicable también en general:

Los significados de las cosas no pueden ser dispensados sin más. No se le pueden dar hechos al niño. El sentido tiene que ser adquirido; son ‘capta’, no ‘data’. Tenemos que aprender cómo establecer las condiciones y las oportunidades que permitan a los niños, en virtud de su curiosidad natural y su apetito de conocimiento, darles sentido a las cosas por sí mismos. […] Algo debemos hacer para que sea posible que los niños adquieran el significado de las cosas por sí mismos. No se harán con ese conocimiento tan solo aprendiendo contenidos adultos. Hay que enseñarlos a pensar y, particularmente, a pensar por sí mismos”.14

La clave de la distinción entre capta/data radica en que el poder del ajedrez descansa no tanto en las jugadas de las partidas, sino en nuestra relación con las narraciones que creamos a través de ellas. Una partida de ajedrez pocas veces es significativa en virtud de sus propios hechos, es decir, en cuanto que “data”. La historia empieza a ser significativa cuando le encontramos algún tipo de significado, y entonces pasa a ser “capta”. En palabras de quien posiblemente sea el mejor académico acerca del pensamiento narrativo, Jerome Bruner, el ajedrez subjuntiva la realidad, crea un mundo no solo por lo que es, sino por cómo puede ser o cómo podría haber sido. Este mundo no es un lugar particularmente confortable, pero sí muy estimulante. Es un lugar, dice Bruner, que “sostiene lo familiar y lo posible codo con codo”.15

A la luz de su poder metafórico, del rol del ajedrez como metametáfora, y de su capacidad para ilustrar que la educación es, en última instancia, autoeducación, la pregunta acerca de lo que el ajedrez puede enseñarnos de la vida merece alguna que otra respuesta. La estructura del libro reproduce la de un tablero de sesenta y cuatro casillas, dividido en ocho filas y ocho columnas y alternando casillas blancas y negras. El collage que sigue está estructurado en ocho capítulos con ocho apartados que siguen la secuencia del contraste temático, con antinomias y yuxtaposiciones: pensar y sentir, ganar y perder, aprender y olvidar, culturas y contraculturas, cíborgs y seres humanos, poder y amor, verdad y belleza, vida y muerte. Lo que el ajedrez me ha enseñado a mí, entre otras cosas, es que:

La concentración es libertad.

Lo realmente importante es lo que está en juego.

Nuestras respuestas automáticas requieren el mayor de los cuidados.

El escapismo es una trampa.

Los algoritmos son nuestros titiriteros.

Tenemos que hacer las paces con nuestros conflictos.

Hay otro mundo, pero se encuentra en este mundo.

La felicidad no es lo más importante.

Estas enseñanzas, debidamente destiladas, han surgido a raíz de treinta y cinco años de una relación con el ajedrez que aún perdura. Durante casi la mitad de mi infancia, el ajedrez fue el elemento central para saber quién era yo y qué era el mundo. Amé el juego con todo el dolor y la extenuación que se siente cuando uno se enamora. He amado el ajedrez del mismo modo en que un niño ama a aquel que lo protege, como un joven ama a una chica que representa el amor en sí mismo, co­­mo un joven adulto ama su recién estrenada autonomía y su lugar en la comunidad, como un estudiante ama a sus profesores, como un amigo ama a sus amigos, como un padre ama a sus hijos. No sé exactamente cómo amo el ajedrez, pero sin duda es de todas estas formas, y de alguna más.

1 N. del T.: Un match en ajedrez es un enfrentamiento entre dos jugadores al mejor de un número determinado de partidas acordado de antemano. También, en otras ocasiones, gana el encuentro quien logre antes un número de victorias. El título de campeón del mundo suele otorgarse al ganador de un match entre el vigente campeón y un aspirante o retador.

2 STEINTER, George (28 de octubre de 1972): “Fields of Force”, The New Yorker.

3 LAKOFF, George y JOHNSON, Mark (2003): Metaphors We Live By, Chicago, University of Chicago Press; BATESON, Mary Catherine (1991): Our Own Metaphor, Washington, Smithsonian Institute Press.

4 Hay un amplio abanico de libros acerca de la relación entre ajedrez y vida para un público no especializado. Los trabajos más recientes son los siguientes: DESJARLAIS, Robert (2012): Counterplay: Aan Anthropologist at the Chessboard, California, University of California Press; MOSS, Stephen (2016): The Rookie: An Odyssey Through Chees (and Life), Londres, Bloomsbury; SHENK, David (2008): The Immortal Game, Londres, Souvenir Press; HOFFMAN, Paul (2007): The King’s Gambit: A Son, a Father, and the Worls’s Most Dangerous Game, Nueva York, Hyperion; SHAHADE, Jenifer (2005): Chess Bitch: Women in the Ultimate Intellectual Sport, Los Ángeles, Siles Press; DONNER, Jan Hein (2007): The King: Chess Pieces, Ámsterdam, New in Chess.

5 RASSKIN GUTMAN, Diego (2009): Chess Metaphors: Artificial Intelligence and the Human Mind, Massachusetts, MIT Press.

6 TACEY, David (2015): Religion as Metaphor: Beyond Literal Belief, Nueva Jersey, Transaction Publishers.

7 Además de reflexionar sobre la resonancia cultural del ajedrez, gran parte de mi comprensión de la metáfora fue desarrollada mientras trabajaba para la RSA con el filósofo y psiquiatra Iain McGilchrist. Hice el esfuerzo de entender la relevancia práctica y política de su investigación acerca de la lateralidad hemisférica, esto es, la diferencia en la forma en que perciben y comprenden el mundo nuestros respectivos hemisferios derecho e izquierdo; no tanto lo que hacen, sino cómo son. Por ejemplo, determinar en qué se parecen y cómo todas las diferencias entre ambos configuran la historia y la cultura. Se trata de una tesis bastante arriesgada, pero argumentada de manera brillante y profunda, por lo que ha sido aclamada por la crítica. Muchos críticos suelen afirmar que la relación entre las diferencias hemisféricas en el cerebro y los cambios culturales es tan solo metafórica, pero a medida que se considera más seriamente la relación entre mente y mundo, empieza a ser cada vez más difícil separar las metáforas acerca de la realidad de metáforas reales. Para más detalles, véase MCGILCHRIST, Iain (2009): The Master and his Emissary, Hampshire, Yale University Press. También, ROWSON, Jonathan y MCGILCHRIST, Iain (2013): “Divided Brain, Divided World: Why the best part of us struggles to be heard”, Londres, RSA. Disponible en https://www.thersa.org/globalassets/pdfs/blogs/rsa-divided-brain-divided-world.pdf [consultado el 25/02/21].