Las jugadas que importan

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8 EPSTEIN, Robert (18 de mayo de 2016): “The Empty Brain”, Aeon Magazine (web). Disponible en https://aeon.co/essays/your-brain-does-not-process-information-and-it-is-not-a-computer [consultado el 25/02/21].

9 La comparación es entre permutaciones y elementos y existen formulaciones matemáticas para aproximarse a los números exactos en cada caso. El número de Shannon, que recibe este nombre en honor al matemático norteamericano Claude Shannon, representa la cantidad posible de partidas de ajedrez que pueden jugarse. Se estima que está en torno a 10120, mientras que el número de átomos conocidos del universo está en torno a 1080. Cuando los números son tan grandes, nuestra incapacidad para viajar más rápido que la velocidad de la luz se convierte en un impedimento para contar el número de átomos en el universo, del mismo modo que la regla de las cincuenta jugadas dificulta el número de posibles partidas. Parece que no es descabellado pensar que existen más partidas de ajedrez que átomos desconocidos en el universo, una cifra doscientas cincuenta veces más grande que el universo observable, aunque esto no puede ser ratificado con seguridad. Agradezco a Daniel Johnston, matemático y ajedrecista estadounidense, por ayudarme en este asunto.

10 La idea de crear y restituir el orden como forma de compasión se la debo a David Brazier:

Cuando estamos preocupados por nosotros mismos, somos literalmente incapaces de ver lo que pasa a nuestro alrededor. La terapia no debería reforzar nuestra obsesión por los asuntos internos. A su debido tiempo, el paciente debe comenzar a darse cuenta de que las situaciones que ocurren a su alrededor lo necesitan. Las plantas tienen que regarse, hay que limpiar las habitaciones y tenemos que lavar la ropa. Todas estas acciones son actos de compasión, aunque el receptor de estos actos no sea necesariamente un ser vivo. A medida que el paciente abre sus ojos a lo que le rodea, deja de quedar atrapado en sus aversiones. Cuanto más se entregue a una actividad constructiva, más efímero será el dominio de los sentimientos.

BRAZIER, David (2001): Zen Therapy: A Buddhist Approach to Psychotherapy, Londres, Robinson, p. 197.

11 LANGER, Ellen (2009): Counter Clockwise: Mindful Health and the Power of Possibility, Nueva York, Ballantine Books [primer capítulo].

12 RASSKIN GUTMAN, Diego (2009): Chess Metaphor: Artificial Intelligence and the Human Mind, Massachusetts, MIT Press.

13 BETTELHEIM, Bruno (1976): The Uses of Enchantment: The Meaning and Importance of Fairy Tales, Londres, Penguin Books, p. 18.

14 LIPMAN, Matthew; SHARP, Ann y OSCANYAN, Frederik S. (1980): Philosophy in the Classroom, Filadelfia, Temple University Press, p. 13 [2.ª edición].

15 BRUNER, Jerome (2002): Making Stories: Law, Literature, Life, Cambridge (MA), Londres, Harvard University Press.

i

Pensar y sentir

La concentración es libertad

Cuando evoco la primera vez que sentí la experiencia de estar concentrado, me veo a mí mismo en el Beach Ballroom de Aberdeen, mi ciudad natal. Debo de tener unos ocho años, así que ya no soy un niño al que le cuelgan las piernas por debajo de la mesa. Aun así, estoy allí porque así lo han decidido los demás y no por mi propia voluntad. Me enfrento en un torneo de ajedrez intercolegial a un chico mayor que yo. Nuestra partida es la última antes del almuerzo.

Miro la playa a través de los grandes ventanales del salón del evento. Algunos de mis amigos ya han terminado y están jugando al fútbol en un césped cercano. Los adultos, por su parte, están atentos a la partida, para que no nos desconcentremos. Mi oponente se levanta continuamente de la mesa, ya que representa a una escuela, Mile End, de mayor renombre y más grande que la mía, Skene Square, situada en las afueras a unos dos kilómetros de la ciudad. Retrospectivamente, resulta más adecuado decir que Mile End era una escuela de “clase media”, pero en aquel momento yo estaba muy lejos de tener ese tipo de pensamientos (la juventud y el ajedrez son dos buenos elementos igualadores).

Recuerdo que estaba agotado y hambriento debido a las partidas anteriores, pero también podía sentir una sensación de poder lo suficientemente potente como para creer que podía superar mentalmente a mi rival y vencerlo. Como mínimo, mi oponente era dos años mayor que yo, así que su pretensión natural de victoria resultaba doblemente motivante para mí. Recuerdo que estaba convencido de tenerlo todo bajo control. Me desenvolvía muy bien y sabía lo hacía. Disfrutaba también de la sensación de ver a mi oponente preocupado. Mi mente, mi cuerpo y mi alma estaban concentrados en llevarse el punto a casa, y me encantó la sensación de sentir que la victoria estaba cerca.

Cuando pienso en esa escena hoy día, tres décadas más tarde, se me viene a la cabeza la vida del poeta rusoamericano Joseph Brodsky, marcada por varios ataques al corazón, la pobreza y el exilio. Aun así, en una entrevista a The New York Times publicada el 10 de diciembre de 1991, Brodsky afirmó que no pensaba que las cosas en su vida hubiesen cambiado demasiado a pesar de todo. “Me recuerdo a mí mismo, con cinco años, sentado en un porche contemplando una carretera llena de barro –dijo–.El día era lluvioso y yo tenía puestas unas botas de agua amarillas; no, no eran amarillas, sino verdes. Hasta donde llego a entender, aún sigo allí”.

“Hasta donde llego a entender, aún sigo allí”. Así es como percibo mi prolongada experiencia en el mundo del ajedrez; algo lleno de vitalidad y muy entrañable, como si todas esas versiones juveniles de mí mismo aún estuvieran jugando al ajedrez en algún recoveco insospechado de la fábrica de la realidad. Aquellos momentos son la piedra de toque de mi memoria. En la mayoría de los casos, se trata tan solo de escenas; instantáneas puntuales más que narrativas coherentes. Estas imágenes se ensamblan a lo largo de nuestra vida. No pueden considerarse pruebas sólidas de nuestra identidad personal, pero sí proporcionan una buena evidencia circunstancial.

El rasgo definitorio de estos momentos es, en parte, la experiencia de la competición, pero más aún lo es la experiencia de la concentración –sin duda, lo que más echo de menos de ser un jugador en activo–. Cuanto mejor eres en algo, más profunda y rica es la absorción en esa actividad. El psicólogo húngaroestadounidense Mihály Csikszentmihályi ha realizado un extenso trabajo de investigación acerca de ese estado de conciencia denominado el fluir y que se caracteriza por una intensa concentración, la pérdida de la autoconciencia, la retroalimentación significativa con el mundo y una alteración del sentido del tiempo. Las experiencias de fluir son sumamente gratificantes y surgen cuando se da un equilibrio óptimo entre nuestras habilidades y nuestros retos; un desafío de menor nivel nos aburriría, pero uno mayor nos produciría ansiedad. En el día a día se dan momentos de ello, pero como ejemplo de fluir prolongado nada mejor que una intensa partida de ajedrez disputada a lo largo de varias horas.1

Sentarse al comienzo de una partida de ajedrez es como llegar pronto a una fiesta. Todos tus viejos amigos están en el tablero; no solo la pareja real, sus acólitos y la noble línea de infantería, sino también todos los aspectos elevados y amigables que caracterizan este espacio: el orden generador, la resonante armonía y unas grandes dosis de belleza por venir. Inmersos en ese ambiente familiar, sabemos que vamos a tener que sortear el riesgo, pero aun así nos sentimos a salvo, ya que las reglas del juego son sagradas e inviolables. La partida puede ser muy compleja, pero el resultado lo esclarecerá todo. Durante el tiempo que dure la concentración, nuestro yo está proyectado casi por completo a los antojos de la posición que tenemos en el tablero. No obstante, también surge la necesidad de mantener la integridad de la identidad; siempre somos alguien en concreto, con su determinada fuerza ajedrecística, y literalmente nos identificamos con unos movimientos más que con otros. Al tratarse de un deseo sublimado, no obstante, cuando nos identificamos con esta casilla o justificamos aquel movimiento, estamos experimentando tan solo momentos de intimidad con la identidad, más que un encuentro directo con ella.

Las armas que empuñamos son cívicas y simbólicas, pero su función no es otra que el ejercicio de la brutalidad. Todos los detalles que surgen de la batalla son significativos, aunque no siempre están cargados de dramatismo. Los presentimientos, las trampas, las transiciones; todo resulta importante cuando tu vida está implicada figurativamente en la actividad de que se trate, del mismo modo que unas ramas quebradas nos indican que el depredador está cerca. Buscamos las mejores jugadas, pero el proceso de búsqueda es táctil y visual; que­­remos encontrar la forma de realizar nuestros planes intuitivamente. La conformación de una idea en ajedrez es siempre el resultado de una confluencia entre las reglas del juego, los propósitos estratégicos de una posición concreta y la resistencia ejercida por el oponente. Debido a ello, la trama de una idea ajedrecista consiste en una secuencia de jugadas con la que transformamos un estado de cosas en otro, acompañada de una evaluación acerca de lo apropiado de esta transición. No hay ningún algoritmo mágico para encontrar buenas ideas, así que no podemos hacer otra cosa que no tener prisas y estar atentos a todo lo que parezca interesante, a la espera de que lo importante se revele por sí mismo.

 

A medida que la tensión aumenta, la responsabilidad de tener que tomar decisiones constantemente puede resultar insoportable. Cuando, a pesar de haberlo dado todo hasta el máximo de nuestras capacidades, aún no se puede vislumbrar lo que pasará, el tema de la suerte empieza a rondar tu cabeza. La suerte es un fantasma de muchos nombres en el que nadie cree, pero que todo el mundo espera que le favorezca. Es como si alguien encontrarse una narración importante de los hechos y la escribiese con sus propias palabras, pero después fuese editada por un coautor que, para colmo, está decidido a ser nuestro asesino. Aun así, nosotros también pretendemos asesinarlo y de ahí que nuestras respectivas mentes palpitantes se amenacen la una a la otra. Los ajedrecistas experimentan durante la partida la acción de voluntades no soberanas que determinan drásticamente su pensamiento, todo ello manteniendo sus cuerpos inmóviles; es un estado de las cosas profundamente antinatural. Sentado en el otro extremo del tablero hay alguien que está leyendo mis pensamientos y prefigurando mis acciones; quiere lo mismo que quiero yo, pero los dos no podemos conseguirlo. Es un escándalo que mis rivales tengan derecho a matarme figurativamente, pero la única forma que tengo de lidiar con esta situación es asesinarlos a ellos antes de que acaben conmigo.

El ajedrez no es un juego que favorezca la introspección. Puede servir para el autoconocimiento a la larga, pero ese no es su propósito explícito. Jugar una partida de ajedrez tampoco es realizar un examen escrito, donde nos ponemos a prueba aislándonos a voluntad, en un encuentro intenso a lo largo de algunas horas y dejando a un lado el mundo exterior. En ajedrez no se trata de examinarse, sino de ponerse a prueba a uno mismo en un ambiente de mutua hostilidad. Cada partida ocurre en un lugar y tiempo determinados y la compartimos con un compañero de piso figurativo con el que tenemos que convivir por unas cuantas horas, que bien pueden parecer años; el compañero en cuestión quiere dañar tu mobiliario, robar tus objetos más preciados y ocupar tu habitación, no sin antes acabar contigo. El ajedrez es un desafío para la mente y la voluntad en un contexto de presión social. En la partida se revela nuestra respuesta a una realidad construida entre todos, así como nuestra capacidad para configurarla mediante la colaboración competitiva.

¡Y lo peor es que es maravilloso! La tensión de un combate mortal sublimado es realmente emocionante, y el ajedrez ofrece este tipo de experiencia de manera reiterada y confiable. El ajedrez es como una droga que se consume para experimentar una modificación en la conciencia. “Una espiral de intensidades profundamente sentida”. Así es como el antropólogo Robert Desjarlais describe acertadamente esta experiencia. La concentración puede entenderse como un estrechamiento de la atención, como si se tratase de un rayo láser, pero mi experiencia en ajedrez me dice que la concentración consiste más bien en reunir distintos aspectos de uno mismo para generar fuerza, a la vez que, simultáneamente, purgamos nuestros desechos psicológicos, perfilándose distintas características de nosotros mismos. Algunos aspectos de la voluntad de poder, la energía y la atención se intensifican, mientras que otros se dejan de lado.

En uno de los textos clásicos del Budismo Zen se cuenta una historia acerca de la concentración que solía leer, para inspirarme, cuando jugaba torneos de ajedrez. Se llama “La sucesión de las olas”:

En los primeros días de la era Meiji vivió un conocido

luchador llamado O-nami, que quiere decir “la sucesión

de las olas”. O-nami era inmensamente fuerte y conocía perfectamente el arte de la lucha libre. En sus combates de entrenamiento vencía incluso a sus maestros, pero en público era tan tímido que hasta sus alumnos lo doblegaban.

O-nami sintió la necesidad de buscar ayuda en un maestro

zen. Hakuju, un maestro ambulante, estaba hospedándose provisionalmente en un templo cercano, así que O-nami fue allí a conocerlo y le contó sus problemas. “Tu nombre significa ‘la sucesión de las olas’ –le recordó el maestro–, así que quédate en el templo esta noche. Imagina que eres todas esas olas incluidas en tu nombre. No eres un luchador miedoso, sino todas esas olas terribles que cubren la tierra, tragándose todo lo que se encuentran a su paso. Haz esto y serás el mejor luchador del lugar”. El maestro se retiró. O-nami se sentó en posición de meditación intentando imaginarse a sí mismo como si fuera todas esas olas. Se imaginó de formas distintas. Gradualmente, sentía cada vez más la intensidad de las olas.

A medida que la noche avanzaba, las olas se hacían cada vez más grandes. Ahogaron las flores que estaban en los jarrones

e incluso se inundó el santuario de Buda. Antes del amanecer,

el templo no era otra cosa que el ir y venir de un inmenso océano. A la mañana siguiente, el maestro encontró a O-nami meditando con una leve sonrisa en la cara. Le dio una palmada en el hombro y le dijo: “Ahora nada puede turbarte. Tú eres todas las olas. Puedes inundar todo lo que tengas ante ti”.

Ese mismo día, O-nami aceptó un combate y lo ganó. Después de esta experiencia, nadie en Japón fue capaz de vencerle.2

Todos somos O-nami. Cuando nos concentramos con éxito, una gran fuerza fluye a través de nosotros y en algunas ocasiones se manifiesta de manera gloriosa. No obstante, en la mayoría de los casos nos ve­­mos en pugna por lograr el estado de mente y cuerpo requerido. Las personas menos sabias que Hakuju nos recomiendan que nos concen­­tremos, como si fuera tan fácil. La concentración no es como una bombilla que podamos encender y apagar con un interruptor porque, sencillamente, no somos una bombilla; somos a la vez el interruptor y aquello que se interrumpe con él. Los seres humanos somos como termostatos que reciben y envían señales, siempre a la búsqueda de la “temperatura mental” óptima en función de los cambios en las condiciones ambientales que nos rodean.

La concentración consiste en crear una alianza entre distintas partes de nosotros mismos para la realización del propósito que tengamos entre manos. Tenemos éxito en la tarea de concentrarnos cuando acertamos a reunir las disposiciones que resultan importantes; por ejemplo, la toma de conciencia, la atención, el discernimiento y la voluntad, así como las emociones varias asociadas a ellas, tales como el miedo, la rabia, la determinación, el disfrute y la esperanza. La concentración es una suerte de cóctel del alma. Solo cuando nuestras cualidades se conjugan adecuadamente y comienzan a funcionar es cuando somos capaces de enfocarnos efectivamente en aquello que tenemos entre manos. Concentrarse es, literalmente, fusionarse.

No podemos pretender vivir con niveles altos de concentración todo el tiempo. Algo así sería extenuante, consumiría mucha energía e iría incluso contra el reflujo y el movimiento de la vida. No obstante, vivir bien depende de la capacidad para concentrarse cuando lo necesitamos. Sin esta capacidad para intensificar la experiencia, mucho de lo que resulta importante en la vida pasa desapercibido. No sin razón en Los Upanishads, ese conocido texto filosófico de la antigua India, se dice así: “Todos los que consiguen la grandeza en la tierra la logran mediante la concentración”.

Aun así, en tiempos como los nuestros, donde la experiencia cotidiana está cada vez más influenciada por la sobrestimulación y continua exposición ante los demás, poner el acento en la concentración parece un acto de rebeldía. Por lo tanto, la concentración y todo lo que ella implica depende de una disposición de nuestra mente y voluntad tan solo en parte, porque depende también del contexto en que se desarrollan nuestras vidas. Durante algunas fases de la vida se puede desarrollar una atención singular y orientada a un objetivo. En estas situaciones, la concentración emerge de manera relativamente sencilla (como ocurre, por ejemplo, si eres un atleta en forma o un estudiante que estructura su horario para preparar los exámenes). Sin embargo, otros momentos de la vida –como el que estoy pasando ahora mismo– exigen adaptabilidad, flexibilidad y predisposición para realizar varias tareas simultáneamente. En estos casos, la concentración consiste principalmente en tener cierta presencia de ánimo, así como la amabilidad necesaria para someterse con aceptación a los vaivenes de un tiempo fracturado.

Las notificaciones que llegan a mi smartphone tiran de la memoria muscular de mis brazos, y los e-mails del trabajo interrumpen mi atención antes de pasar a la lista de cosas por hacer. Mi madre me llama para recordarme que no he enviado aún las invitaciones para mi cumpleaños, y los viejos amigos hacen acto de presencia; tengo ganas de verlos y no me gusta perderme estas ocasiones, pero los libros están por escribirse y el tiempo apremia. También estoy ansioso por crear mi nueva planificación, pero mi hijo pequeño quiere que construya con él unas vías de tren de juguete. Han llegado nuevas facturas al correo ordinario y tengo que revisarlas, pero primero hay que preparar un almuerzo para cuatro personas, mientras los vecinos, a los que aún no conozco, construyen tranquilamente sus barbacoas ladrillo a ladrillo.

Todos estos son problemas de personas del primer mundo y estoy agradecido de tenerlos. Pero en algunos momentos, sin el refugio de concentración que el ajedrez me proporcionaba, siento como que la vida me está viviendo, y no al revés. Es cierto que lo que se pierde en concentración al dejar una forma de vida determinada se gana en plenitud de experiencia vital en la otra, pero las cosas no son sencillas. Como dice el filósofo político Matthew Crawford, “a medida que tu vida mental se fragmenta progresivamente, lo más importante pasa a ser nada más y nada menos que el asunto de seguir siendo coherente con uno mismo, esto es, cómo ser alguien capaz de actuar de acuerdo con una serie de propósitos planificados y de proyectos futuros en lugar de andar revoloteando de una cosa a otra”.3

La concentración es un logro. El origen etimológico de la palabra remite a dirigir hacia el centro todos aquellos materiales que tienden a disiparse, de tal modo que se puedan destilar y purificar las sustancias. Nosotros somos, a la vez, todos esos materiales que se disipan y las sustancias a destilar. Vamos de un lado para el otro todo el tiempo. Aprender a concentrarse es, por tanto, aprender a encontrarnos con la naturaleza de nuestro yo, una identidad que está encarnada en un cuerpo, inmersa en una cultura y extendida mediante la tecnología.4 La mayoría de los deportes se determinan en función del buen uso de ciertas extremidades corporales, pero el ajedrez nos enseña que, en realidad, la concentración también es un asunto fisiológico; consiste en regular adecuadamente nuestro sistema nervioso.

Una de las cosas que más inciden en la calidad de nuestra vida es el tiempo de que disponemos para concentrarnos en las cosas que nos gustan; el ajedrez, en este sentido resultó una bendición para mí. Me brindaba momentos en los que tenía permitido pensar todo el tiempo en una misma cosa, aunque se tratara de algo con numerosas facetas. Muchos años de mi vida se estructuraron en torno a la experiencia de la concentración, imbuyéndome de una gran cantidad de silencio durante este proceso, algo que no tiene precio. Cuando Simon and Garfunkel, en un conocido tema, se refieren al sonido del silencio, sé perfectamente de lo que hablan y lo que quieren decir; ese sonido lo he escuchado muchas veces gracias al ajedrez. Cuando veo un juego de piezas de ajedrez en la posición inicial, me parece que estoy ante una puerta de escape a una forma particular libertad: la libertad de concentrarse. En el devenir del día a día estamos obligados a darle sentido a los estímulos que nos llegan sin que nadie los avise, así como elaborar narraciones y recuerdos para lidiar con aquello que somos. En el ajedrez, en cambio, cada posición nos invita a proseguir el camino de nuestras ideas; pensar se convierte en algo que hacemos con nosotros mismos y a través de nosotros mismos, una actividad con no­­sotros y para nosotros. Cuando nos concentramos nos convertimos en el encantador y el hechizado a la vez.

Aun así, corremos el peligro de dar por sentado el encanto, cuando en realidad se trata de un logro. Nos concentramos cuando queremos y debemos, pero raras veces porque podemos. No obstante, cuando intentamos concentrarnos, podemos perder de vista el asunto principal; nuestra voluntad se convierte en otro elemento de la conciencia que necesita de control y dominio, y cabe la posibilidad perder nuestro propio hilo. La concentración, por tanto, resulta paradójica; simultáneamente, nos encontramos y nos perdemos a nosotros mismos. Se da cuando sabemos quiénes somos sin necesidad de preguntarlo y lo que hay que hacer sin necesidad de saber cuál es la forma de realizarlo. En esos momentos de coalescencia que denominamos concentración somos plenamente nosotros mismos sintiéndonos totalmente vivos y libres.

 

la libertad en cautiverio

Si fueses un rehén en la jungla colombiana y alguien te diese un machete, podrías intentar escaparte con él, pero teniendo tus manos atadas y bajo la atenta mirada de tus secuestradores armados, el intento de huida sería, físicamente, una insensatez.

En el verano del 2008, Marc Gonsalves, un militar norteamericano secuestrado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) durante cinco años, optó por escaparse mentalmente, y usó su machete para tallar con paciencia y determinación un juego de piezas de ajedrez para jugar en un tablero dibujado en un cartón. Este trabajo minucioso le llevó tres meses, pero el resultado fue horas y horas de liberación compartidas con los quince rehenes restantes, entre los que se encontraba la excandidata a la presidencia de Colombia, Íngrid Betancourt.

Ni que decir tiene que esta historia no es un cuento de hadas. Una vez liberados, los rehenes relataron lo espantoso que resultó su cautiverio, obligados durante meses al silencio en un campamento plagado de ratas. Dormían en el suelo de un laboratorio de drogas y caminaban encadenados durante horas. Betancourt también comentó que pasaron algunas cosas tan graves que prefería dejarlas en la jungla.

Resulta muy significativo que la minuciosa operación de rescate que se llevó a cabo se denominara Operación Jaque. Las fuerzas de seguridad colombianas rescataron a los rehenes después de observar detenidamente sus movimientos durante meses. Además, tomaron clases de teatro y se hicieron pasar por rebeldes de las FARC. De ese modo, embaucaron a los secuestradores y los convencieron para que fueran ellos los que realizaran un traslado en helicóptero de los rehenes. Betancourt comentó más tarde, en una rueda de prensa, que no supo que estaba siendo rescatada hasta que vio a sus secuestradores desnudos y vendados en el avión. Solo entonces alguien le dijo: “Somos el Ejército Nacional. Estás liberada”.

Marc Gonsalves comentó que jugar al ajedrez fue, para los rehenes, “una forma de dejar de pensar en la situación tan cruel por la que estábamos pasando”. Keith Stansell, uno de los rehenes más cercanos a Marc, añadió: “Permanecíamos sentados y encadenados, pero gracias a este tipo [Marc] pudimos al menos jugar al ajedrez […] Jugando nos sentíamos libres. Tu mente está conectada con algo, y en ese momento sientes que eres libre. El premio no era otro que ese. Ellos [los secuestradores], sin embargo, ni siquiera se daban cuenta”.

Existen numerosos relatos en los que el ajedrez ayuda a escapar mentalmente a personas de sus calvarios físicos, pero este es uno de mis favoritos debido a que los rehenes dieron cuenta de aquello que sabe bien todo ajedrecista. El ajedrez es un recurso para escaparse, y no solo para alejarse del dolor y el sufrimiento, sino también para acercarse a la belleza. El escritor italiano Umberto Eco captó esta sensación en una de las frases de una carta de amor imaginaria que bien podría aplicarse al ajedrez: “Solo siendo prisionero de ti disfruto de la más sublime de las libertades”.

La afirmación de que la concentración es libertad deriva de la idea de que tanto la una como la otra son formas de dominio de sí frente al tiempo. La libertad en cuestión no tiene que ver con la liberación de cualquier constricción. Esta concepción mínima de la libertad suele denominarse “negativa” debido a que se define sin recurrir a ningún contenido positivo. La tesis consiste en que debemos ser libres para hacer lo que elijamos y elegir aquello que queramos, siempre que no causemos ningún daño a nadie. El conocido “principio del daño” suele resumirse de manera sucinta en un conocido refrán popular: “Tu derecho a darme un puñetazo termina justo en la punta de mi nariz”.

La libertad que el ajedrez ayuda a cultivar, mediante la disciplina y la concentración, es más parecida a aquello que los filósofos denominan “libertad positiva”. El énfasis en este caso recae no tanto en el hecho de ser libre de cualquier restricción, sino en tu libertad para ser o hacer aquello que tiene valor para ti. Se trata de perseguir visiones sustantivas de la buena vida y determinar lo que suponen para el florecimiento personal. La creencia que subyace en la concepción positiva de la libertad es que la libertad moral y la espiritual no son una cosa dada de antemano, sino que tienen que ser cultivadas. De acuerdo con esto, nunca sabemos por completo qué es lo mejor para nosotros, necesitando en algunos casos de toda una vida para descifrarlo. Por momentos, podemos ser criaturas racionales e incluso sabias, pero también somos seres indisciplinados debido a la pasión y las ilusiones. Nuestra libertad, por tanto, no solo se encuentra constreñida por ataduras externas, sino también por la naturaleza misma de nuestro corazón y nuestra mente: disposiciones egocéntricas, tendencias neuróticas y egoístas, o simplemente la servidumbre ante un conjunto limitado de ideas acerca de quiénes somos y cuál es el sentido de la vida.

Aprender a concentrarse es una tarea crítica para apreciar y desarrollar la libertad positiva, ya que este tipo de libertad, en definitiva, versa sobre la transformación de la conciencia en el tiempo, y para ello necesitamos las cualidades de la concentración para atender a las características de nuestra propia conciencia. La libertad positiva depende de nuestra capacidad para concentrarnos debido a que implica una preferencia por la atención dirigida a un objetivo determinado, más que por la atención dirigida a un estímulo, es decir, cierta inclinación hacia aquellas actividades que requieren de nuestra agencia, más que por aquellas que simplemente nos entretienen. Optar por la libertad positiva en lugar de la negativa implica, en la práctica, preferir jugar al ajedrez antes que ver la televisión, incluso a sabiendas de que la televisión puede servir para informarte o simplemente para pasar un buen rato, mientras que la primera implica horas de agotadora concentración que te harán terminar sintiendo, en el peor de los casos, el amargo sabor de la derrota. Mihály Csikszentmihályi se refiere explícitamente a algo parecido en sus investigaciones y publicaciones. Ya que la experiencia del flujo depende de la relación entre nivel de exigencia de la actividad y las habilidades de cada cual, y también debido a que somos gradualmen­­te mejores realizando una tarea gracias a la práctica, nuestros desafíos tienen que ser cada vez más complejos para que la experiencia del flujo no cese. En este sentido, nuestro amor por la concentración deriva en el crecimiento de la complejidad de nuestra conciencia y, por lo tanto, intensifica nuestra experiencia de la libertad.5

Estimar la libertad positiva no significa que tan solo exista una forma de vida buena, pero sí implica resistirse a la idea de que todo lo valorable es una mera cuestión de opinión. Lo que se afirma es que el proceso de crecimiento a lo largo de toda la vida –que implica, por ejemplo, el aprendizaje continuo en la persecución ideal de un bien mayor– da, en última instancia, una vida mejor que aquella en la que tan solo se persiguen experiencias placenteras –por ejemplo, cócteles indiscretos o comidas deliciosas en lugares increíbles con amigos divertidos–. Por supuesto que valoramos tanto lo placentero como el crecimiento personal, y explorar las tensiones y los compromisos entre ambos nos llevaría a meternos en profundas aguas filosóficas, pero la cuestión acerca de cómo vivir generalmente equivale a la cuestión acerca de qué tipo de libertad resulta más importante para nosotros.