El niño filósofo y la ética

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

¿Cómo debe ser la práctica del diálogo filosófico con niños?

El programa de Filosofía para Niños no es una metodología, sino una forma de encarar los aprendizajes y una forma de vivir. Los programas de novela filosófica creados por Matthew Lipman sobre temas como la naturaleza, el lenguaje, el arte, los valores, la sociedad, etc., constituyen un recurso fundamental para alcanzar los objetivos que proponemos. Siguiendo los consejos de Lipman (Lipman, M., Sharp, A. M. y Oscanyan, F. S., 2002), haremos realidad el diálogo filosófico si tenemos en cuenta algunas consideraciones prácticas:

— Los niños deben disponerse formando un círculo, ya que esto permite visualizar a los demás y mantener una interacción con ellos, siendo el adulto uno más en el círculo.

— Se dará a cada participante la oportunidad de aportar lo que piensa. Una rueda de intervenciones, al principio, puede ser una buena forma de mostrar los diversos puntos de vista sobre la cuestión planteada. Esta cuestión tiene que salir de los propios niños para conectar con sus intereses. Pero no hay que votar cuál ha de ser el tema a tratar, pues eso supone imponer la opinión de la mayoría. Quizás una forma arbitraria o aleatoria, a suertes, sea la mejor manera de elegir la temática para el diálogo, entre las propuestas formuladas a partir de la lectura de las novelas de Lipman.

— De vez en cuando se promoverán actividades de reflexión en pequeños grupos. Eso ayuda en la participación de las personas que se encuentran más cómodas en un grupo pequeño. Después puede hacerse una puesta en común, para el grupo completo.

— Puede ser conveniente pedir a una o más personas que den turnos de palabra y ordenen el diálogo.

— A veces hay que dejar un pequeño lapso de tiempo para la escritura personal, para que cada uno ordene lo que piensa. Pedir a los niños que redacten un titular sobre lo tratado puede ayudar al diálogo posterior.

— Igualmente, en grupos pequeños, se les puede proponer que elaboren un plan de diálogo con las preguntas que crean importantes, a fin de recoger todas las inquietudes.

— Puede ser una buena manera de consolidar lo hablado realizar algunos ejercicios de traducción a otros lenguajes —plástico, mímico, teatral, musical…—. Estos productos del diálogo pueden potenciarlo y ampliarlo, en ejercicios de creatividad que a su vez fortalecen el pensamiento crítico. Por ejemplo, pedirles que diseñen un símbolo en una camiseta que recoja lo que se ha hablado.

— A todo ello hay que añadir, como ya dijimos, una escucha atenta, en la que profundizaremos si: a) les pedimos que reformulen, con cierta asiduidad, lo que han dicho otros niños o niñas; b) les otorgamos breves lapsos de silencio para pensar sobre lo que han aportado; c) les ofrecemos a algunos un papel en el diálogo: tú hoy nos advertirás cuándo nos alejemos de lo que estamos hablando; tú hoy pedirás a los compañeros sus razones en los argumentos que ofrezcan, etc.; d) también puede proponerse que una parte del grupo dialogue y otra escuche, para cambiar después los papeles.

Refirámonos por último al papel del adulto que los acompaña. Se trata sin duda de un papel fundamental para guiar el diálogo. Este adulto debe ser consciente de las habilidades de pensamiento que pretende desarrollar en los niños, y dispondrá las preguntas de modo que dirijan el diálogo filosófico a esta práctica. Formular preguntas para hacer pensar, sin duda. Este adulto es más formador que informador, un facilitador del pensamiento, un examinador de ideas, en definitiva:

1. En primer lugar, debe crear una atmósfera que favorezca el diálogo de forma afectiva —la confianza, la complicidad, el respeto a las opiniones, una expectativa positiva respecto a las posibilidades de los niños— e intelectual —provocar el diálogo, fomentar la reflexión, sacar provecho de las diversas aportaciones, animar a la participación.

2. En segundo lugar, ha de tener buen oído —para comprender las posibilidades filosóficas del diálogo y detectar las debilidades de los razonamientos—, y saber plantear preguntas instrumentales que abran el diálogo y permitan trabajar habilidades de pensamiento («¿puedes poner un ejemplo...?», «¿qué pasaría si...?», «¿cómo lo sabes?»).

3. Asimismo, deberá conocer en profundidad al grupo y detectar los diversos estilos de pensamiento presentes (el que sabe conceptualizar, el que sabe poner ejemplos, la que sabe contraponer ideas, la que sabe reformular, etc.).

El diálogo filosófico es un buen antídoto para la intolerancia. Comprender que la diversidad nos enriquece y comprobar que los demás pueden aportarnos experiencias y argumentos que no habíamos contemplado forja un carácter empático y predispuesto a aprender de los demás. Cuando un grupo construye un vínculo común para el aprendizaje, cuando se convierte en una «comunidad de indagación», se produce la magia del encuentro entre seres humanos más allá de las divergencias, en el respeto y la tolerancia.

USO DE UNA «RAZÓN CORDIAL»

Solo con el pensamiento crítico podremos superar la carga de prejuicios y estereotipos que integramos, a menudo como creencias, mientras crecemos. Pero la razón, por muy crítica que sea, no predispone a hacer el bien si no se le añade el sesgo de cuidado del otro. Se establece ahí una doble dimensión, cognitiva y sensible, que se basa en la idea de salir de nosotros mismos, de nuestra identidad, para definir y aceptar a los demás, la alteridad.

Entendemos por identidad el conjunto de rasgos que nos diferencian de los demás y nos vuelven únicos. Esos rasgos vienen definidos por el temperamento —que llevamos en nuestro ADN—, el carácter —que desarrollamos gracias a nuestras experiencias— y todos aquellos afectos y pensamientos que escriben nuestra biografía.

Alteridad proviene del latín alter, que significa «otro»; se puede traducir de modo menos opaco como «otredad». Considerado desde la posición del «uno» (es decir, del yo), es el principio filosófico de «alternar» o cambiar la propia perspectiva por la del «otro», considerando el punto de vista de quien opina. El conocimiento del otro precisa, como afirmaba Edmund Husserl en una conferencia en 1929, de la alteridad, de esa empatía que establece vínculos entre las personas, basados en la comprensión y en el afecto. En la alteridad, el yo descubre al otro como un mundo distinto del propio en el mismo universo. Uno percibe que hay diversidad en los modos de pensar y de vivir, que deben ser comprendidos mediante el respeto y el cuidado. El diálogo que respeta la alteridad no es una relación de poder o imposición. Es una relación simétrica. La alteridad rechaza el paternalismo o la superioridad. La alteridad concibe la diversidad como mutuo enriquecimiento y promueve la igualdad y la justicia o, mejor aún, la equidad, que tiene en cuenta las circunstancias.

Quizás haya sido el filósofo Jean Paul Sartre quien más claramente ha definido la alteridad, tal como aquí la defendemos. Para este filósofo, la libertad del otro es imprescindible para fomentar nuestra propia libertad: «Nuestra esencia objetiva implica la existencia del otro y, recíprocamente, la libertad del otro funda nuestra esencia». (Sartre, 1954: 231). Para Sartre, conviene evitar los extremos, el narcisismo, que niega al otro, y el masoquismo, que se niega a uno mismo, para avanzar hacia un nosotros que nos involucra y nos compromete a todos.

Adela Cortina, en un magnífico ensayo titulado Ética de la razón cordial (2007), propone una ética alejada de principios teóricos para reclamar la forja de un carácter, la predisposición a la acción. La ética es una forma de estar en el mundo. Por desgracia, constata la autora, existe hoy una gran distancia entre las declaraciones y las acciones. ¿Por qué? Según Adela Cortina, para que la razón sea un instrumento válido para buscar la verdad debe ser una razón cordial, considerar metafóricamente las razones «del corazón», esas que nos hacen elegir y nos predisponen a actuar para adecuar lo que queremos con lo que debemos hacer. La razón cordial traza un vínculo con los demás, a los que debemos siempre considerar como fines en sí mismos y nunca como medios —Kant dixit—. Debemos crear nuestras propias normas desde la autonomía de nuestra razón, pero con los demás hay que llegar a un acuerdo escuchando lo que nos dice «nuestro propio corazón». La cordialidad debe ser la premisa para una ética que tenga en cuenta a los demás. La cordialidad entendida como vínculo con los demás, como compromiso con el otro. Sin ese vínculo, afirma Cortina, no puede haber ética. Un vínculo que abarca incluso a los seres no humanos o a nuestro planeta, con los que debemos ser también responsables por su valor, aunque no haya ni pueda haber reciprocidad. El otro, el yo que es un fin en sí mismo y que me completa, a la vez dicta mi obligación ética. De hecho, la naturaleza humana, que Cortina da por descontada, nos asemeja a todos los seres humanos más de lo que nos aleja nuestra propia identidad. Y este «ser humano» nos dota de dignidad, sinónimo de valor. Así, la ética no es el desarrollo de los deberes personales, sino el vínculo que nos hace sociales.

Ese «nosotros» que se contraponía a un «ellos» ahora pretende ser universal. No quiere eso decir que se persiga la uniformidad. Lo distinto nos enriquece. Pero sí debemos combatir determinadas desigualdades. ¿Cómo distinguirlas? Cortina propone que los criterios a seguir sean la dignidad intrínseca del otro y nuestra responsabilidad. Los derechos conllevan responsabilidades que debemos cumplir en el ejercicio de esa solidaridad con los demás, que va mucho más allá de lo legal, para entrar en el territorio de la compasión y el cuidado. La autora afirma que la responsabilidad es propia de la condición humana, porque es la otra cara de la moneda de la libertad, y solo el ser humano sabe de la existencia de esa moneda. Una moneda que, por cierto, no solo afecta al presente. También afecta al pasado, al haber descartado algunas posibilidades, y al futuro, por el hecho de que veremos cumplidas en él algunas consecuencias de lo que hoy decidimos.

 

El ser humano no está solo; comparte su vida con el planeta y con todos los demás seres vivos, incluidos sus semejantes. Valores como el altruismo, la solidaridad o la integración deben ser principios que orienten la respuesta a los demás. Vamos a proponer en las páginas siguientes esos valores que pueden forjar el carácter en lo social. El objetivo último es favorecer el sentimiento de pertenencia al género humano, la fraternidad, que entendemos como un vínculo con los demás en el que se armonizan libertad y justicia, en el que se define el compromiso común de crecer junto a las otras personas. Esa fraternidad me interroga, me obliga, en un acto de soberana autonomía, a recoger la mirada del otro, a pensar, sentir y actuar huyendo de esa indiferencia que parece acompañar muchos de nuestros actos. A pensar cuidadosamente, en definitiva. Estoy convencido de que, si conseguimos que los niños sean críticos, creativos y, sobre todo, cuidadosos, contribuiremos de modo decisivo a poner los cimientos para arreglar un mundo muy necesitado de soluciones, soluciones que no pueden ni deben dejar a nadie atrás.

UN PENSAMIENTO GUIADO POR VALORES

Los valores pueden ser principios motores de nuestras acciones si los interiorizamos como parte de ese diálogo interior que mantenemos con nosotros mismos. Por supuesto, debemos afrontar algunos obstáculos. Es muy difícil ser coherente con los valores, que son ideales y aspiran a ser siempre referentes. Nos cuesta porque las pautas y normas sociales en ocasiones reman en sentido contrario. Nos cuesta porque a veces supone posponer impulsos o deseos que nos asaltan a oleadas. Nos cuesta porque los medios son tan importantes como los fines.

En este apartado recogemos una propuesta de valores sociales que tienen que ver con la educación de ese niño o niña que está en fase de crecimiento y se siente atraído por el peligro, por el riesgo, por romper unos límites que lo encorsetan. Los adultos, que los acompañamos, deberemos perseverar en el discurso y en el ejemplo de coherencia, en la atribución de importancia al valor que queremos transmitir. Ellos al final escogerán por sí mismos. Pero debemos tener en cuenta que necesitan esos valores, pues son la brújula en la travesía de la vida. Una persona sin valores, si tal cosa fuera posible, se encontraría perdida en un viaje lleno de peligros y tempestades. Sin ellos, todo sería oscuridad y frío, desorientación y angustia. Todos necesitamos un escenario en el que representar nuestra obra, un marco que nos señale el límite.

Frente a la exclusión, la inclusión

«Donde hay educación, no hay distinción de clases».

CONFUCIO

La inclusión es un valor social que tiene que ver con la aceptación de los demás. Frente a él se da la exclusión, un contravalor que sitúa a alguien fuera de la aceptación social, lo margina y lo deja atrás, sin ese colchón social que supone la integración, en una caída que no le permite levantarse y seguir creciendo. Muchas personas, por causas diversas, son excluidas. No podemos permitirlo, porque nuestra actuación nos define y nadie está a salvo de las contingencias. La enfermedad o la pobreza son circunstancias que nos pueden afectar a todos. Hoy tenemos un ejemplo palmario en las consecuencias del coronavirus. El Consejo de la Juventud de España, en 2003, definía la exclusión social como un «fenómeno que conjuga una serie de factores endógenos (sexo, edad, raza...) y exógenos (extracto social, cultural, económico...) que dificultan o impiden el desarrollo integral del individuo». Esta definición visibiliza a algunos colectivos que se encuentran en mayor riesgo de sufrir exclusión. Así sucede con las personas con discapacidad, los jóvenes, los inmigrantes, las mujeres (la dificultad se agrava en todos los colectivos por razón de género), las minorías étnicas, los ancianos o, incluso, los enfermos. Pertenecer a uno de estos colectivos no deriva necesariamente en exclusión, ya que el perfil de la exclusión social no reúne todas las características mencionadas. En muchos países, por ejemplo, se persigue y se sanciona la homosexualidad, sin que ello se asocie a la pobreza. Igualmente, en situación de pobreza cabe encontrar a muchas personas mayores que son escuchadas y respetadas. En estos casos, la pobreza y la vejez no implican exclusión social. Las leyes y las costumbres tienen también mucho que decir al respecto.

Por desgracia, en muchas ocasiones la persona es incapaz de cubrir sus necesidades básicas en un contexto de abundancia o de crisis. He ahí, a mi juicio, un fracaso de la sociedad que lo permite y no lo señala como una prioridad. La vivienda, la salud, la educación, el acceso a servicios básicos como el agua y la electricidad, deberían ser nuestras prioridades políticas. No podemos establecer una sociedad que admita la existencia de ciudadanos de segunda o tercera categoría sin perder en esa segregación el sentido de la democracia que decimos defender. Del mismo modo, no podemos culpar a los propios excluidos de su exclusión. Sería un ejercicio de cinismo inadmisible, que no tiene en cuenta las causas que han llevado a dicha exclusión, algunas derivadas de una contingencia inevitable y otras fomentadas por la desigualdad de oportunidades. Las oportunidades educativas y laborales requieren una decidida apuesta de las administraciones para favorecerlas. Con todo, queda la esperanza de pensar que la exclusión es una situación que puede revertirse, y no un estado permanente. Robert Castel (2002), destacado sociólogo francés, señalaba que la pobreza y la exclusión no deben verse solo como una problemática individual, sino como un fracaso social, la expresión de un déficit de la ciudadanía. Este autor, que denunciaba la competitividad y la ruptura de vínculos como causas de la situación actual, definía tres zonas en el proceso de exclusión de las personas:

1.Zona de integración, seguridad o estabilidad. Sería la situación en que, de forma ideal, la población contaría con trabajo y protección social asegurada, y una fuerte relación familiar y vecinal. Aun existiendo grandes desigualdades sociales, estas no serían una amenaza para la estabilidad social.

2.Zona de vulnerabilidad, precariedad o inestabilidad. Aparecen la fragilidad, la inseguridad de las relaciones laborales precarias y la progresiva debilidad de los apoyos familiares y sociales.

3.Zona de exclusión o marginación. Se produce una retirada del mundo laboral, la ausencia de protección social. Aparecen las formas más extremas de pobreza, la ausencia de participación social y una aguda pérdida de autonomía para superar tal situación. En este grupo se encuentran los tradicionales beneficiarios de la asistencia social. Su reducido volumen no lo hace irrelevante en la desigualdad social.

Las personas nos movemos entre estas zonas en el devenir de nuestras vidas. Hay quien tiene la fortuna de permanecer siempre en la zona de confort, pero nadie puede asegurar que, en algún momento, no se encuentre en situación de vulnerabilidad o exclusión. Hoy lo sabemos bien. Cuando los sistemas de protección fallan, aparece el desamparo. Educar a los niños en la integración me parece una buena forma de promover una ampliación futura de la zona de estabilidad en la que todos queremos vivir. Permite tener clara la prioridad social, por encima de los flujos económicos.

Así pues, frente a la exclusión reivindiquemos la inclusión, que no debe entenderse tanto como la mera suma de personas, sino como la existencia de vínculos, de redes que engarzan distintas habilidades y necesidades. La inclusión no deja a nadie fuera de la vida social y prevé mecanismos para ello. La inclusión concibe la diversidad como riqueza, como una oportunidad para crear un mundo más equitativo, con oportunidades, sin etiquetas que pongan precio a un valor que nunca debe contabilizarse por criterios utilitarios, sino asociado a la dignidad del ser humano.

Un ejemplo de integración podemos encontrarlo en una interesante película: Diarios de la calle. El filme toma como punto de partida una historia real, la de una profesora de instituto, Erin Gruwell, y los diarios de un grupo de adolescentes, «Los escritores de la libertad», de Long Beach (California), tras los disturbios de 1992 provocados por conflictos interraciales. Tiene lugar en el instituto Wilson Classical a mediados de los años noventa, y expone cómo la escritura y la fuerza del grupo pueden ser poderosas herramientas de integración en un grupo de adolescentes de los barrios más degradados de la ciudad, degradados por las drogas, la delincuencia y las nulas expectativas formativas y laborales. Dirigida por Richard LaGravenese en 2007 y basada en el libro The freedom writers diary, relata la llegada de una nueva maestra, de solo veintitrés años de edad, al frente de una clase de chicos y chicas de procedencia multiétnica, que se odian entre sí, presos de múltiples prejuicios y estereotipos. Los estudiantes sienten que el sistema los rechaza y no les ofrece ninguna posibilidad de salir de su zona de marginación. Erin intenta revertir esa percepción desde una vocación optimista de servicio que contrasta con el cinismo y la indiferencia de la mayoría de sus colegas. Para ello, aprovecha la intercepción en clase de un dibujo racista sobre uno de los chicos para introducir la historia del nazismo, mediante la lectura del Diario de Ana Frank. Para ambientar su lectura, lleva a los estudiantes a ver la película La lista de Schindler, les compra ejemplares del libro con dinero propio e invita a supervivientes reales del Holocausto a dar charlas en su clase. Ante el poco apoyo de las autoridades educativas al proyecto, Erin decide financiarlo con sus propios recursos y entrega a todos sus alumnos un cuaderno para que escriban su propia historia. Los diarios se convierten así en un hilo de integración del grupo. La brutal discriminación de los judíos por parte de los nazis provoca en sus alumnos una alteridad sobrevenida, un ejercicio de empatía que pretende hacerles ver que el sufrimiento y la fragilidad es común al género humano, un vínculo que nos hermana a todos. Los resultados son espectaculares: por primera vez aquellos chicos ven que alguien los escucha, que la unión del grupo convoca una fuerza extraordinaria de identidad y orgullo. Se bautizan a sí mismos como «Los Escritores de la Libertad», en un auténtico ejercicio de integración.

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?

Teised selle autori raamatud