El cine actual, delirios narrativos

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La resistencia ebullente

Aquarius (Aquarius)

Brasil-Francia, 2016

De Kleber Mendonça Filho

Con Sonia Braga, Irandhir Santos, Maeve Jinkins

En Aquarius, empecinado y conmovedor opus 3 del autor total cortoexperimentalista y exreportero recifeño de 48 años Kleber Mendonça Filho (documental de cinefilia: Crítico, 2008; primera ficción larga: Sonidos vecinos, 2012), la experiodista viuda sexagenaria vuelta memorialista jubilada literaria Doña Clara (Sonia Braga rediviva fabulosa) se ve de repente presionada, por su lejano pariente Geraldo (Fernando Teixeira) de la constructora Bonfim y por el transnacionalmente educado hijo suyo siempre sonriente Diego (Humberto Carrão), para vender su maravilloso depto en el tradicional edificio azul Aquarius de la regia avenida Boa Viagem en la ciudad atlántica de Recife, y pronto se queda sola entre un sinnúmero de deptos vacíos, resguardada en la terquedad de negarse a recibir una jugosa transacción monetaria, que los demás consideran vil egoísmo, por lo que decide cerrar filas con sus seres inmediatos más queridos, parapetándose en el amor loco por sus antiguos vinilos con emblemáticas canciones dulzonas brasileñas, en la lealtad de la también anciana mucama a quien suele besar en la mejilla Ladjane (Zoraide Coleto), en el respeto del salvavidas Roberval (Irandhir Santos) que la ve salir a nadar todos los días aún con el mar picado, en la cercanía de sus viejas amigas todavía erotizadas, en el fallido romance de una noche con un galán barbicanoso que huye al percatarse de su cercenado seno derecho, y en los difíciles afectos de su hermano Antonio (Buda Lira), su hija intimidable Ana Paula (Maeve Jinkins), su vástago homosexual asumido Rodrigo (Daniel Porpino) cambiando de novio guapo, sus sobrinos e incluso en el cuidado de su nietecito de dos años Pedro, pero las tácticas civilizadas de la empresa cambian, el edificio empieza a verse invadido por mierda en las escaleras y por trabajadores cargacolchones organizadores de ruidosas parrandas orgiásticas que la obligan a recurrir a los servicios de un vulgar gigoló pese a todo satisfactorio, hasta que ella decide contrarrestar esas subrepticias agresiones pintando de blanco la construcción, investigando a la inmobiliaria, descubriendo el irreversible deterioro en todos los deptos superiores por una provocada plaga de termitas y adoptando un método de respuesta más contundente para rendir cuenta de su encomiable resistencia ebullente.

La resistencia ebullente divide su relato en tres amplias partes que corresponden a otros tantos aspectos conductuales de la heroína en perpetuo e infatigable estado de ebullición psicológica, física y social de la protagonista Doña Clara, cada una dedicada líricamente a un acercamiento tangible de ella en bienvenida omnipresencia jamás nostálgica ni melancólica: primera parte “El cabello de Clara”, para imponer ante todo la descubridora evidencia de una concreción corporal femenina; segunda parte “El amor de Clara”, para testimoniar una extensa inmediatez afectiva siderada, y tercera parte “El cáncer de Clara”, para exaltar la heroica grandeza de una resistencia mínima en sus más inteligentes y radicales decisiones, y por añadidura el sentido último de la ficción se provee de un raro muy largo prólogo celebratorio ambientado en 1980, con una playera Clara joven peinada a lo garçonne archicarismática Elis Regina (Bárbara Colen), acompañada por su hermano y su hermana pero ante todo desesperadamente esperada por su bigotón marido buenaondísima Adalberto (Daniel Porpino también interpretando el rol del hijo gay de la heroína), para girar en torno a la matriarca tía Lucía a propósito del eufórico festejo familiar de sus 70 años (Thaia Perez) que contextualiza y programa la ficción futura desde un biográfico encomio coral a sus duras luchas sociales y “a la revolución sexual” enarbolada como suya, pues durante la celebración no ha dejado de evocar, en deslumbrantes insertos subjetivos de un ubicuamente desatado cunnilungus glorioso, a un compañero de vida suya que nadie registra ni recuerda porque estaba casado por otro lado.

La resistencia ebullente propone la calidez neo-neorrealista de un cine posminimalista, demostrando que conoce el secreto afortunado de saber crear momentos felices perfectos en el mejor estilo henchido y feraz y delicado brasileño, acuarianos trozos de interacción de la heroína con su entorno y consigo misma, porque el relato no se ciega ante sus propias contradicciones, sean de la protagonista, sean de las resoluciones expresivas de la cinta en sí, porque esas contradicciones forman parte sustancial de su visión-misión auténtica, compleja e intensa, como la condición excancerosa de Doña Clara todavía atractiva y deseante, como la aparente contradicción de nuestra liberada erótica que debe recurrir al recomendado prostituto de emergencia Paulo (Allan Souza Lima) y la contradictoria presentación en escorzos de éste en la secuencia más heterodoxa sexual del film (“Quiero que te vayas, quiero que me cojas”), como los interminables avances por resnaisiano montaje dentro de su depto (a lo Muriel, 1963) para dar la impresión de me voy pero me quedo, como otras cien disyunciones de la edición de Eduardo Serrano con la nítida fotografía de Pedro Sotero y Fabricio Tadeu, o las contradicciones del tiempo histórico presente tal cual se preveían ¡y no! hace 36 años.

Y la resistencia ebullente ha planteado en nuevos odres socionaturalistas el encomio a la tozudez de la vieja solitaria Jo van Fleet resistiéndose a ser desalojada en la obra cumbre de Elia Kazan Río salvaje (1960), respaldando la esclarecida razón de la sinrazón de esa Doña Clara encarando el dilema de por qué habría de renunciar a la riqueza fija e inalterada de su mundo-ámbito-órbita personal tan penosa y existencialmente conquistada sólo para complacer los caprichos individuales de un joven arribista (Diego) y de los pulpos capitalistas de la arrasante modernidad devastadora (Don Geraldo), ya que “Prefiero provocar un cáncer que padecerlo”, según profiere con brutalidad tajante y concluyente.

El apetito femicaníbal

Voraz (Grave / Raw)

Francia-Bélgica, 2016

De Julia Ducournau

Con Garance Marillier, Ella Rumpf, Rabah Nait Oufella

En Voraz, perturbada perturbadora ópera prima genérica de la autora total parisina de 33 años Julia Ducournau (corto previo: Junior, 2011, y el TVfilm Devoro codirigido con Virgile Bramly, 2013), unánime y universalmente arropada en festivales internacionales pese a tratarse de una mera aunque complejísima película gore, la tierna y sobreprotegida dieciseisañera de mente brillante Justine (Garance Marillier la heroína fetiche de la realizadora desde su corto inicial) que practica con fanática exclusividad el vegetarianismo por herencia de su severa madre ( Joanna Preiss la herética documentalista-retratista de su expareja Bruno Dumont en una Siberia del 2011) y su permisivo padre (Laurent Lucas), es conducida a una escuela campestre de veterinaria, quedando expuesta desde la primera noche a las salvajes novatadas a que la someten los veteranos de su Facultad, a sus rutinas eróticas y a sus fiestas orgiásticas, pero también, lo más peligroso, a merced de su rencorosa hermana mayor Alexia (Ella Rumpf), quien pública y alevosamente la obliga a comer vísceras de conejo, a sabiendas de que esa ingestión de carne cruda provocará en la chava graves reacciones alérgicas en todo su cuerpo y pavorosas mutaciones que la orillarán a secundarla en sus encubiertos hábitos caníbales, provocando juntas accidentes en plena carretera, para hartarse de manjares humanos, y otras prácticas que se revelarán cada vez más descaradas y bárbaras, hasta conducir a Alexia a la cárcel y a Justine a la desesperación.

El apetito femicaníbal se concibe de entrada como una alegoría de los trastornos fisiológicos y mentales de la adolescencia, en su salida del resguardo de la infancia (metaforizado por el vegetarianismo) hacia el primer contacto con el mundo real (carnívoro), algo más que un aprendizaje ceremonial: el canibalismo femenino como una respuesta defensiva de la fragilidad a la brutalidad acosadora, una suerte de desasosegante mutación bestialista cuya función fundamental consiste en resignificar todos los actos y relaciones posibles de la vida cotidiana tal como se viven aislados y sometidos a una serie de ritos iniciáticos hacia lo desconocido, pero simbólica y en exceso corporalmente experimentados.

El apetito femicaníbal instala como segundo objetivo plástico-temático un autorreferencial discurso de la sangre omnipresente, al interior de un mundo agresiva, ofensiva y autofensivamente salpicado, bañado, inundado y sumergido en sangre menstrual, animal y así, a cuyo servicio se encuentran una fastuosa fotografía de Ruben Impens, una estridente música technorockera extradiegética de Jim Williams, una bombardeante edición de Jean-Christophe Bouzy y una ambientación de Laurie Colson tan insinuante cuan perversamente irrealista, pero ante todo un recurrente guion a saltos y pleno de incidentes en apariencia sueltos y arbitrariamente dispersos pues apenas con recursos de continuidad anecdótica, trátese del prologal accidente caminero anónimamente provocado, el restaurantero irigote materno por una bolita de guisado en la pasta, las humillantes reutilizaciones y cubetadas de sangre de bestias sobre los novatos, el dedo cercenado a la envidiosa hermana cainita que odia a Justine-Abel desde su nacimiento, la fragmentadora mordida a parte del labio de cierto galancito fiestero, cual episodios casi autónomos, y demás.

El apetito femicaníbal se afirma así en tercera instancia como un mórbido acopio de situaciones límite en los confines de lo grotesco y del carnaval de antológicas experiencias extremas, pero sobre todo un festín de referencias sanguinolentas y otros testimonios febriles de transformaciones corporales, a partir de la infamante contraofensiva de Carrie-extraño presentimiento (Brian de Palma, 1976), las peripecias acosadoras de Alarido / Suspiria del visionario giallista italiano Dario Argento (1977), las trastornantes catástrofes mutiladoras del Crash del viscerosófico canadiense David Cronenberg (2006), la ansiedad insalvable de aquel sorpresivo Déjame entrar del sueco Tomas Alfredson (2008) y por supuesto huellas en jirones de todos los zombies que en el inframundo fílmico cine han sido, del Lucio Fulci a Takashi Miike y la resurrecta coreana maravilla Estación zombi: tren a Busan (Yeon Sang-ho, 2016).

 

El apetito femicaníbal conforma en última instancia una obra maestra del horror femenino a nivel sadiano (por algo la heroína se llama Justine), entre la gozosa autofagia imparable de la ejecutiva aterrada del Dentro de la piel de Marina de Van (2002) y la antimachista condena vampírica de Una chica regresa sola a casa de noche de la iraní Ana Lily Amirpour (2014), pero también simplemente una lisa y llana fantasía femenina, cuya secuencia clave ninguna de feroz exterminio sería, sino aquella de la jocosa lección de orinar paradas que sin éxito le imparte Alexia a Justine en medio del campo matutino: una larga y sediciosa fantasía glandular y pulsional femenina, sin duda emparentada con aquella recoleta muchachita hiperreprimida Marina Vlady aficionándose al recién descubierto fragor del coito matrimonial pese a su inicial camisón con agujerito al grado de secar y exterminar como abeja reina a su macho Ugo Tognazzi por agotamiento sexual a todas horas en El lecho conyugal del subversivo Ferreri (1963), de quien la linda inofensiva Marillier vendría a ser un sanguinolento émulo antropófago, sobre todo tras seducir y poseer salvajemente a su reacio compañero de alcoba definidísimamente gay Adrien (Rabah Nait Oufella) hasta acabar descubriéndolo cierta mañana acurrucado a su lado ya convertido en un cadáver dócilmente devorado y exasperada reclamándole irremediablemente post mortem su pasividad (“¿Por qué no te defendiste?”).

Y el apetito femicaníbal encuentra la manera de seguir degustando sangre y saciándose más allá de la trama, abierta mediante la formal revelación concluyente del padre alzándose la camisa en plan de contagiosa sentencia perpetua al fin compartida, en un interminable Verás Voraz y no Volverás.

El pudridero militarista

Nobi. Disparos al amanecer (Nobi)

Japón, 2014

De Shinya Tsukamoto

Con Shinya Tsukamoto, Yusaku Mori, Lily Franky

En Nobi. Disparos al amanecer, trepidante film 10 del director-fotógrafo-editor-actor y mundialmente famoso pionero nipón del más acre cine distópico cyberpunk de 54 años Shinya Tsukamoto (Tetsuo: el hombre de acero, 1988; Ballet de balas, 1998), con guion suyo basado en la feroz novela autobiográfica homónima de Shōhei Ōoka que había inspirado hace más de medio siglo una obra maestra antibélica de Kon Ichikawa (Fuego en la llanura, 1959), el lamentable soldado tuberculoso japonés Tamura (Tsukamoto mismo) es enviado con mínimas provisiones por su General a una enorme cabaña distante improvisada en hospital cuyo médico en jefe lo rechaza y lo regresa una y varias veces a su deshecho regimiento durante la derrota imperial nipona en Filipinas, sin posibilidad de retirada hacia ninguna parte, hasta que el infeliz recibe la orden de suicidarse, la desobedece cuando presencia el estallido del nosocomio-morgue bajo el bombardeo estadunidense, vaga incansable por mero instinto entre ruinas por bosques y llanuras en amplios círculos, se alimenta de tubérculos y raíces, se topa siempre con los mismos soldados parias tan hambrientos como él, se deja conducir por el humo de algunos fuegos entre los restos del pudridero militarista, se dirige en vano a la ciudad de Palompon, acribilla por error en el refugio derruido de cierta iglesia católica a una mujer filipina de quien providencialmente hereda una bolsa con sal indispensable para subsistir, se integra a un diezmado pelotón errabundo, al que se aferra como clavo ardiente aunque ninguna necesidad tenga de serle fiel ni atarse a ningún oficial abusivo, pero se desprenderá de ese contingente para integrarse a un despavorido grupo de tres soldados dementes que devoran carne seca de mono, que codician la sal del aterrado Tamura y que acabarán traicionándose, engañándose y matándose entre ellos para proveerse de más carne de mono, en realidad humana, y a los que logrará sobrevivir el héroe sólo en apariencia pasivo, para ser tomado como prisionero de guerra y, apenas repuesto, ponerse a teclear las memorias de su descenso a los infiernos.

El pudridero militarista se plantea en cuanto a estilo en las antípodas exactas del estoico prurito de sobriedad con que el film clásico de Ichikawa acompañaba al devorar físico y mental de la degradación humana que culminaría en el canibalismo, pues aquí en Tsukamoto todo es efectismo brutal y fantasía óptica vagamente surrealista, altas dosis de disolvencias y sobreimpresiones igualmente eternas, brillosos colorines artificiales, cortes sobre la agitación de la violencia con cámara en mano a otra cámara en mano aún más inasible por la mirada, jump cuts para acosar a los personajes desde su aparición misma, brutalidad maniática de gore y splash horror que ya a muy pocos pueden intimidar, impresionantes regueros de cadáveres negreando en la penumbra o blancuzcos, caminos selváticos y llanuras infestados de zombis aún con apocalípticos residuos de vida, un vómito sanguinario y sanguinolento de extremidades mutiladas volando por los aires ensangrentados, cabezas reventando de súbito entre risotadas histéricas, flashbacks en colores rutilantes, callejones visualmente sin salida en medio de la maleza y demás estallidos en llamas de una cámara pulsátil, pulsional, dolosa y dolorosamente orgásmica.

El pudridero militarista se propone teórica y filosóficamente por encima de toda fácil retórica antimilitarista, así como de cualquier complacencia con la podredumbre o con la carroña, ya que aquí el calvario individual escapa a cualquier denotación o connotación en “defensa de la vida y la cultura” donde “se funda el conocimiento” (escribía el llorado Sergio González Rodríguez en un agudo texto sobre la Muerte en el suplemento dominical Revista R del diario Reforma, 8 de noviembre de 2016), ya que el calvario propio al interior de la guerra no concede la inmortalidad, ni provoca éxtasis alguno bienhechor, ni promueve aquel “sentimiento de compasión por la humanidad sufriente” que refería Maurice Blanchot en El instante de la muerte, pues para Tsukamoto la muerte no es un instante, sino un proceso doloroso, interminable, radicalmente corporal, un mero hecho prolongado en sí, más allá de conjeturas en torno al heroísmo, la inevitabilidad de la justicia siempre inalcanzable o la injusticia inasible, ambas indeslindables en esas circunstancias objetivas y subjetivas.

El pudridero militarista va renunciando de manera regresiva a cualquier asomo de humanidad, a medida que ensarta en lo específico expresivo temas tan universales o insólitos como el atesoramiento de papas partidas al infinito para intercambiarse o no por cigarrillos, la anhelante búsqueda obsesiva y contagiosa del fuego primordial para simple cocimiento nutricio, los retortijones de la osamenta convulsa por haber ingerido alimentos crudos, la sangre depositada en una fotogénica salina refulgente, la envidiable granada a punto de explotar en una mano, los reencuentros fatalmente reincidentes con los mismos dementes, la itinerante soledad en el espanto, los excesos de una irreconocible pesadilla, las luces cegadoras que acabarán de exterminar al ejército, el onirismo rampante de unas florecillas rememoradas cual juguetes sonrientes del irónico destino cruel, o el voluntario ofrecimiento del cuerpo propio como futuro manjar suculento, al término de una “pastoral envenenada” (Oscar Möller) que ha devenido en magna meditación sobre La condición humana (Masaki Kobayashi, 1959-1961) en versión de microsaga-ensayo desatada.

Y el pudridero militarista consuma y consagra su terrible belleza como un acto límite de autofagia, con un trozo de piel arrancada de la espalda, de ese combatiente antiheroico que respiraba desde un inicio su propio hedor a predestinación destructora y hundiéndose cada vez más, en suma, dentro de su temporada en un chillón averno budista que clama añorante por el silencio, sin conseguirlo, en el salvajismo de ese inextinguible estado de putrefacción vistosa.

La ternura remordida

Últimos días en La Habana

Cuba-España, 2016

De Fernando Pérez Valdés

Con Jorge Martínez, Patricio Wood, Gabriela Ramos

En Últimos días en La Habana, embutido séptimo largometraje del habanero toleradamente crítico de 72 años Fernando Pérez Valdés (Hello Hemingway, 1990; Madagascar, 1995; Suite Habana, 2003), con guion suyo y de Abel Rodríguez, el friegaplatos de 45 años distante y silencioso y asexuado Miguel (Patricio Wood formidable) vive prácticamente automarginado en un invadido vecindario-solar del viejo centro de La Habana y con ejemplar estoicismo todo lo tolera, porque en realidad sólo tiene tres preocupaciones en su dura existencia racionada durante los peores días de la decadencia del populismo seudocomunista al que detesta: atisbar la TV en el esclavista restaurante privado donde labora, ir descartando mediante rojas agujas sobre un mapa las ciudades conflictivas de Yankielandia (Los Ángeles por sus terremotos, Nueva York por su terrorismo) adonde sueña con emigrar si le conceden la visa, y atender con sublime generosidad al contradictoriamente supervitalista gay con VIH terminal también de 45 años Diego ( Jorge Martínez desbordado), dueño del depto común y distanciado de su mujer desde que tan abierta cuan fatalmente se declaró homosexual, y así, convertido en una hermana de la caridad sin paga, y sólo auxiliado por una solidaria anciana vecina afrocubana (Coralita Veloz), el bondadoso estoico Miguel espera y soporta cualquier cosa, inclusive conseguirle a su protegido un chichifo callejero apodado El P4 (Cristian Jesús Pérez) para celebrarle su cumpleaños ilusionadamente cual es debido (aunque el joven de inmediato adoptado sea un mentiroso explotador que sólo busca ahorrar para comprarse una bici de reparto), hasta que tanto él como su protegido se ven confrontados con la superextrovertida quinceañera preñada por su novio Yusisleydis (Gabriela Ramos prodigiosa) que se refugia en el mismo espacio, ahora aguardando que fallezca Diego (“Al fin que ya te vas a morir”) para heredarle el depto y la azotea para montar el zoológico de búhos y aves que desea, cosa que pronto orilla al infeliz infectado a contraer una pulmonía fulminante exponiéndose fatalmente a una tormenta invernal en el balcón (“Se acabó, Miguel”), dando rienda suelta a su ternura remordida, acorde con la de todos y con la del film mismo.

La ternura remordida ofrece tres arquetípicos protagonistas límite e insólitos en el cine cubano de todos los tiempos y para colmo definidos por su relación trágica con el espacio vital: el gozador sidoso suicida Diego en contra de cualquier código moral porque representa el resguardo recóndito del espacio íntimo (“En esta habitación no existe el tiempo”), el gusano potencial Miguel significando el desentendimiento con el espacio dominante y la subversiva natural cuidando su barriguita de la hostilidad circundante ya que impulsada por la imposible conquista de un espacio propio, todos inmersos en un espacio cercado por la fotografía impresionista de Raúl Pérez Ureta (el mismo de Madagascar) y la contrastante edición ultracompacta de Rodolfo Barros (con audaces enlaces secuenciales sobre el bolero mexicano “Contigo a la distancia” o la sonata “Claro de luna” de Ludwig van Beethoven), un insondable espacio sobrepoblado por barrocos tipos populares sólo comparables con los de nuestros Nosotros los pobres (Ismael Rodríguez, 1947), con retratos tan brechtianamente en perpetuo gestus social como la arribista aprovechatodo Clara (Carmen Solar), la huevonaza mujer policía incapaz de dar un paso (Ana Gloria Buduén) y el quejoso taxista de pronto descubierto bajo el aguacero como un patético lisiado de guerra angolana.

La ternura remordida se estructura como una bitácora día con día, aunque a saltos cada vez más largos y elípticos, desde un martes 4 de octubre hasta la Nochebuena en un miércoles 24 de diciembre de varios años después, dentro del inconfesable, inasumible e intolerable horror social dizque socialista cotidiano, a modo de una continuación de los sentimientos de ajenidad, de una Ajenidad casi sagrada, que alguna vez aquejaban tanto al contrariado ligador varado por retrógrada-curiosa decisión propia en las Memorias del subdesarrollo (Edmundo Desnoes-Tomás Gutiérrez Alea, 1968) como a la adolescente en crisis profunda que se llevaba entre las patas a su madre en su contagiosa disolución hipercrítica de la realidad social en la mencionada obra maestra aún hoy prohibida Madagascar y heroicamente retomada 21 años después, en ese Miguel cual reducción al absurdo del arcángel San Miguel, ajeno a la Revolución y ajeno a sí mismo, como cumpliendo en el extremo la obsedente misión quasi inhumana de emigrar, y sin embargo, paradójicamente, o acaso por ello mismo, lleno de bondad, haciendo el bien sin mirar a quién y sosteniendo el sacrificio diario de alimentar al amigo a quien lo une un secreto compartido que jamás se revela (la minuciosa preparación poschamba de la comida resulta fundamental), incidiendo en lo inmediato, avanzando a contracorriente en planos cerradísimos o de espaldas seguido con body camera al estilo de los hermanos belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne, existiendo y subsistiendo en contraposición con el bullicio y la alegría autoexcitada y los gritos circundantes que estallan cual tsunami-hormiguero al interior de encuadres desmesuradamente abiertos.

 

La ternura remordida admite y exige el sometimiento global de la realidad cubana actual posFidel a una lectura benjaminesca por partida doble: el reenfoque de los despojos de la Historia que son tan valiosos como los momentos luminosos de ella y, tan importante como la existencia de ellos, el elogio a las resistencias minúsculas como grietas, fisuras y astillas cuya mesiánica dirección múltiple permite mantener la esperanza en los procesos humanos en su conjunto.

Y la ternura remordida reflexiona con tristeza sobre la invivible situación actual de Cuba a través de la chava flaquita que esperaba su turno en el vecindario como en la España franquista el casado con la octogenaria para heredarle El pisito (Marco Ferreri, 1958), directo a cámara, abandonada y con tres hijos, convertida en una temerosa señora reservada y amarga sólo pensando en existir en un ámbito distinto de ese que ahora le impone su cerrazón.