El cine actual, delirios narrativos

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El asesinato regenerador

Un hombre irracional (Irrational Man)

Estados Unidos, 2015

De Woody Allen

Con Joaquin Phoenix, Emma Stone, Parker Posey

En Un hombre irracional, intelectual opus anual 45 del mercurial autor total ya octogenario Woody Allen (luego de la obra maestra dramática Jazmín azul, 2013, y la reposada comedia transicional Magia a la luz de la luna, 2014), el bloqueadísimo profesor de filosofía con cincuentona barriga etílica Abe Lane ( Joaquin Phoenix propositivamente desglamurizado) arriba precedido por su mala fama de brillante expositor e impenitente ligador de alumnas, a la mediocre universidad idílica de Newport en Rhode Island, donde padecerá y disfrutará a la vez del inmediato acoso erótico de la atractiva profesora rutinariamente adúltera Rita (Parker Posey), con quien se manifestará su reacia impotencia sexual de cualquiera, así como de la linda estudiante pianista Jill (Emma Stone), que se le ofrece con temeridad sin mayor resultado y a la que ha logrado obseder tras verlo vulnerado como un clásico romántico personaje idealizable, al grado de poner en riesgo la paritaria relación jamás exclusiva que la ligaba con el guapo y correcto aunque demasiado previsible estudiante Roy ( Jamie Blackey), hasta que cierto día ambos amantes forzadamente platónicos Abe y Jill orejean por azar en un restaurante las desoladas quejas incidentales de una pobre madre Carol (Susan Pourfar) lamentando el inminente despojo de sus hijitos por la nefasta acción cómplice del juez corrupto Spangler (Tom Kemp), algo que, guiado por la lógica del absurdo íntimo, orilla a Abe a planear al ínfimo detalle el envenenamiento del magistrado a la hora de su jogging sabatino, lo que, una vez realizado, actúa cual curioso reactivador de sus pulsiones vitales, pero la suspicaz Jill ata cabos para acabar desenmascarándolo en privado, por lo que el hombre decide eliminarla, fracasando trágicamente en ese nuevo asesinato que ya se adivinaba menos regenerador que el precedente.

El asesinato regenerador se estructura como el entreverado de dos monólogos en off, el del profe fascinador y el de la estudiante fascinada, al parecer convergentes, pero siempre en paralelo y jamás coincidentes aunque se refieran y completen los mismos hechos narrados, alternándose como un canto antifonado, cual si se respondieran el uno al otro en la eternidad, o lucharan por el dominio y control de los obvios o inesperados acontecimientos sucesivos, a dúo de monólogos, nunca como un diálogo sino como una suerte de duólogo, al igual que la música de jazz generada por un piano acusmático se contesta en contrapunto con los preludios de Bach que de tiempo en tiempo interpreta la chava (o una suite del mismo autor clásico en manos de una cellista que asisten a escuchar), al igual que la pelota de Match Point / La provocación del mismo Allen (2005) pasaba rebotando de un lado a otro de la cancha de tenis, hasta permanecer inmóvil exacto encima de la red de la incongruencia providencial y la irresoluble ambigüedad moral extrema de Crímenes y pecados (Allen, 1989).

El asesinato regenerador nunca explicita ni ahonda en los traumas afectivos (un mejor amigo muerto idiotamente en Irak, una esposa que lo dejó por otro mejor amigo), dejándolos a un nivel meramente verbal e irrecuperables, pero en cambio, con una elegancia un tanto chata, se abalanza sobre la compulsión autodestructiva de su protagonista omnívoro, haciendo la disyunción perfecta entre la filosofía de la acción y la acción moral / amoral en sí, redentora y condenatoria al mismo tiempo.

El asesinato regenerador se plantea en un plano netamente filosófico, a manera de un opúsculo antirracionalista que va a resolverse como una paradoja antiexistencialista, pues érase aquí un hombre cabalmente racional, si bien sumido en la más profunda crisis moral, que acostumbraba burlarse del mundo perfecto sin mentira de Immanuel Kant y de la angustia como camino hacia la libertad de Søren Kierkegaard, pero que un buen día, tras sumirse en los infiernos de la depresión, logró salir de ese estado paralizante, de ese deyecto estado de yecto heideggeriano que lo hacía jugar dos veces a la ruleta rusa en la misma fiesta, para recuperar el gusto por la vida y volver a gozar de los placeres sensuales, gracias a haber acometido ex profeso y cometido calculada y deliberadamente un inmotivado homicidio casi gratuito, cual acto ético límite, semejante al del nihilista pobre diablo dostoievskiano Raskólnikov presa de los delirios de superioridad del Crimen y castigo, pero también imbuido de la fatal condena a elegir de Jean-Paul Sartre, sintiéndose respaldado y absuelto de antemano por la banalidad del mal de Hannah Arendt por obedecer los postulados estratégicos del paranoico intercambiador de crímenes del Pacto siniestro / Extraños en un tren de Patricia Highsmith-Alfred Hitchcock (1951), sólo para descubrir al final de su periplo que todas esas propuestas teóricas se estrellaban contra la realidad que pretendían entender, clarificar, dominar o subvertir, a un escarnecedor nivel que homologaba en el mismo ridículo imposible a los iniciales planteamientos racionalistas como cualesquiera soluciones, auxilios y desesperados juicios salvadores del pensamiento existencialista.

Y el asesinato regenerador disfruta y se regodea en una dimensión femenina contradictoriamente satírica, ante ese rencor rampante de la galana madura Rita desplazada por una amante infinitamente más fresca y joven aunque tan lanzadaza como ella, y ante ese infructuoso deseo genital de Jill cual suplicio de Tántalo (que es en realidad de Tiéntalo), para poder escurrirse por los rincones de la vida del macho académico, pero logrando Jill introducirse por las ventanas como ladrona para husmear anotaciones en un libro de Dostoievski cual sábana flagrante y luchando chaplinianamente frente al elevador mortífero para salvar su vida pendiente de un hilo, y así ser digna de acabar permaneciendo recogida y balbuciente ante un desolado paisaje lacustre, cual cita con el desamor bajo los puentes del culpable amor / odio hacia Manhattan (Allen, 1979) por siempre jamás.

La mediación metamórfica

¡Salve, César! (Hail, Caesar!)

Estados Unidos-Reino Unido-Japón, 2016

De Ethan Coen y Joel Coen

Con Josh Brolin, George Clooney, Scarlett Johansson

En ¡Salve, César!, delicioso y cinefílico opus 17 como autores totales de los hermanos Ethan y Joel Coen de apenas 56 y 57 años respectivamente (tras su nómada cinta mayor Balada de un hombre común, 2013), el buen católico gerente de producción Eddie Mannix ( Josh Brolin el antiglamoroso actor-fetiche de los realizadores egregio de anticarisma) funge además como impune mediador imperturbable pero eficacísimo de los otrora gloriosos Estudios Capitol Pictures durante la crisis de 1951, por lo que a su capricho invade manipuladoramente turbias vidas privadas como la de la actricita nadadora DeeAnna Moran (Scarlett Johansson) preñada por el cineasta sueco casado Arne Seslum (Christopher Lambert) y apareada a la brava con el agente del estudio Joe Silverman ( Jonah Hill) para poder luego adoptar a su propio bebé, o se encarga de la obligada transformación del taquillerísimo vaquerito acrobático Hobie Doyle (Alden Ehrenreich) en improbable galán de comedia sofisticada antes de emparejarlo publicitariamente con la bobona estrellita carioca Carlotta Valdez (Verónica Osorio), debe lidiar con las venenosas columnistas fraternas aunque rivales entre ellas Thora y Thessaly Tacker (ambas una Tilda Swinton proteica) y, sobre todo, sin dejar de sentirse tentado por las jugosísimas propuestas económicas que le aventura una sinuosa compañía competidora más moderna, se ve en la necesidad de heroicamente efectuar el rescate por cien mil dólares (sacados en maleta de la caja chica de los estudios) del fornido ídolo de matinés Baird Whitlock (George Clooney), quien esconde su relación sodomita con el elegante director europeo Laurence Laurentz (Ralph Fiennes) y, en pleno rodaje de una superproducción seudobíblica, ha sido drogado por un Extra fanático (Wayne Knight) y entregado a un reivindicador grupo de guionistas de subversiva militancia comunista que se ostenta como El Futuro y encabeza el guapo bailarín prosoviético Burt Gurney (Channing Tatum), siendo el inerme actor aleccionado y reeducado con enorme éxito en lo ideológico durante su secuestro, sólo para ser después abofeteado por el incuestionable amo de la mediación metamórfica Mannix y devuelto a su ridículo rol de legionario imperial iluminadoramente converso ante la mismísima Cruz redentora.

La mediación metamórfica redefine la vieja treintona posmodernidad en el cine (la de los disímbolos Ridley y Tony Scott, Alex Cox, Wim Wenders y Raúl Ruiz), a semejanza de otras películas reputadas (¿y repateadas o reputeadas?) menores de los hermanos Coen (Un hombre serio, 2009; Temple de acero, 2010, y así), como un reciclaje de antiguos modelos de relato y como un híbrido detonante, una mezcla bombástica de varios géneros fílmicos revisitados, corregidos y aumentados a placer, sean la sátira gremial cinematográfica (que se muerde la cola), la comedia de jubiloso humor corrosivo (a igual distancia del humor negro que del film noir), el cine dentro del cine (casi en abismo), la farsa corrosiva por deliberadamente pitorreante y grotesca, el thriller histórico-político (ay la conjura comunista con premonitorios rollos del Profesor Marcuse / John Bluthal en curso) y por supuesto la burla a lo Mel Brooks de cuatro películas genéricas en trance de producción pero ya montadas ¡durante el rodaje!, a saber, la comedia slapstick fuera de época Alegremente bailamos (estilizada hasta la inmovilidad), la comedia musical Sin mujeres (con escenas de nado sincronizado ultrakitsch y cronométricas cabriolas de marineritos gays), el western cantado Vieja luna perezosa (prefigurando ese ligue con un fideo cual floreante lazo de rodeo) y la persignada película de peplo monumental homónima ¡Salve, César!: un relato de Cristo, a lo Ben-Hur / Quo Vadis interruptus.

 

La mediación metamórfica tiene la convicción de que todo lo redime un dulce pero persistente toque de onirismo defasado, ligero hasta lo etéreo, acariciante y cómplice, hecho de sarcasmo puro y divertimento masoquista, con esquizoide fotografía superprecisa de Roger Deakins, música-pastiche plural de Carter Burwell y compacta edición ultralternante de Roderick Jaynes (el habitual seudónimo conjunto de los Coen), por cuya vía se incursiona (¿e incurre?) en la hipermodernidad, una forma extrema de la modernidad, que no debe confundirse con la posmodernidad, según Gilles Lipovetsky, y cuyas tres características condiciones genéticas aquí cabalmente se cumplen, con esa condición hiperindividualista apoyada por un culto / autoculto narcisista elevado a la trigésima potencia, esa condición hipermediática con asedio omnipresente de la prensa de época y de modo primordial esa condición hipercompleja que satisfacen con creces la multiestelar profusión pululante, las abigarradas historias paralelas y el dominante eje institucional escueto.

Y la mediación metamórfica involucra en esencia a un auténtico vacío gozoso, el de la valerosa parodia / autoparodia radical y la semifantasía coruscante, el de la archiconciencia crítica del hollywoodismo dorado / poshollywoodismo desdorado, el de la tiranía y el canto del cisne antes del desmantelamiento de los grandes estudios, sus dificultades y sus arrasantes abusos para sobrevivir, con burlas directísimas a Charlton Heston, Esther Williams, George Cukor, Busby Berkeley, Gene Kelly, Carmen Miranda, Gene Autry y aquel ubicuo monstruo bicéfalo del chisme formado por Hedda Hopper y Louella Parsons, tan útiles al Sistema como todos los lucidores engranajes citados, con extensiones al rabino creyente en un Yavé soltero (Robert Placido) que pone en crisis lógica una discusión promocional, a la anciana editora-topo en un tris de ahorcarse con su bufanda enredada en la moviola C.C. Calhoun (Frances McDormand), a esa grandiosa deambulación de Hobie por foros deshabitados culminante en el surgimiento de un Monte Calvario artificial con sus tres cruces erectas a contraluz y un feérico emerger del submarino soviético rumbo al prefinal hustoniano con el maletín lléndose al fondo del océano por atrapar al perrito lanudo Engels, y a ese beato arrodillarse del nefasto Mannix ente un confesionario soñando así alcanzar la Luz Eterna, pero la verdadera Fe sólo podría y deberá ponerse en el Cine.

La provincia teratológica

El pequeño Quinquin (P’tit Quinquin)

Francia, 2014

De Bruno Dumont

Con Alane Delhaye, Bernard Pruvost, Lucy Caron

En El pequeño Quinquin, encantador octavo largometraje pero primero con rasgos cómicos y formado por los 200 minutos una TVminiserie en cuatro capítulos del ya no tan grave autor total francés de 56 años Bruno Dumont (a la vez como reposo y culminación de su obra fílmica parafilosófica tras sus obras maestras Fuera de Satán, 2011, y Camille Claudel 1915, 2013), el anticarismático niño bretón Pequeño Quinquin (Alane Delhaye) se ve inmerso, al inicio de sus autoexcitadas vacaciones bicicleteras, junto con su vecinita adorada Eve Terrier (Lucy Caron) y su palomilla de cuates disfuncionales, dentro de una compleja trama de crímenes en serie que apenas logran investigar el torpe al tope comandante policiaco Van der Weyden (Bernard Pruvost) y su acomplejado ayudante pasado de listo Teniente Carpentier (Philippe Jore), donde se van enumerando y aglomerando, siempre inmostrables, dos destazados cadáveres de adúlteros semidevorados por vacas que aparecen en un búnker abandonado y en una idílica playa (luego se descubrirá que eran vacas locas cuyo padecimiento infeccioso las tornaba carnívoras), un perverso marido cornudo que habría acabado sus días en un bote de estiércol, una líder bastonera despedazada por los cerdos de un chiquero, la cantantita pueblerina Aurélie Terrier (Lisa Hartman) suicidada sin remedio y así sucesivamente en una provincia teratológica que parecería tan inasible cuan inagotable en vilezas.

La provincia teratológica podría establecer una analogía prácticamente simbiótica con la historieta megafilmada Las aventuras de Tintín: el secreto del unicornio de Steven Spielberg (2011) y sin embargo elige una autenticidad autoral que se coloca en una extraña alianza humorístico-poética de pesquisas criminales y travesuras infantiles enfrentadas y muy pocas veces convergentes en auxilio mutuo, con dulce fotografía baldía en colores suaves de Guillaume Deffontaines y laxa edición hiperprecisa de Basile Belkhiri que torna elípticas entre secuencias todas las muertes, al parecer fuera de espacio, tiempo y circunstancia, enfocadas a través de sus retumbantes y perturbadores ecos, pero proveyendo visiones insólitas, en la línea del mejor cine francés de los Prévert (el poeta guionista Jacques y el efímero cinedirector Pierre) o Georges Franju, hoy diríamos en las telarañas de una tragicomedia delirante sobre el lado oscuro de la Francia profunda, o en algún extraviado punto ponzoñoso entre el envenenamiento de la infancia encantadora prefreudiana y la fantasía negativa postarantiniana, teniendo como secuencias inolvidables, el izamiento de una vaca por un helicóptero, la presencia ignominiosa de añejas granadas de fragmentación hoy coleccionables como tesoros o fetiches y búnkeres posbélicos que se unen por pasadizos secretos, el desprecio visceral hacia el entorno familiar revelado por el estrellamiento constante de la querida bici soltada a andar sola hasta estrellarse contra el suelo o el muro de la granja, una misa desastrosa con risueños curitas de tiro al blanco y micrófono cual oscilante pene flácido, un concurso de canto dominado por una linda jovencita con hímnica voz de pito para mejor acabar destrozada moralmente y last but not least el doloroso enloquecimiento por rechazo ligador de un adolescentito afroárabe que acabará pegando tiros contra el mundo entero desde su ventana antes de suicidarse de un disparo que apenas se presiente en off.

La provincia teratológica desata una visión casi catastrófica y migrañesca de la tierra derechista-racista-xenófoba al retrógrado norte de Francia, ya visitada en medio de su intensificado tedio por el primero Dumont (en especial por La vida de Jesús, 1996, y La Humanidad, 1999), vista como subnormal y de nuevo poblada, y ahora más bien sobrepoblada, por criaturas equivalente y representativamente subnormales o malformadas o ambas cosas, a su representativa imagen y semejanza, con ese Pequeño Quinquin de boca chueca y aparato de sordera y deforme cabeza redonda como arrancada de alguna neogrotesca Delicatessen ( Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro, 1991), ese brutazo comandante policial archifrustrado erótico repleto de ingobernables tics faciales ante el cual empalidecerían las necedades del Inspector Clouseau de Blake Edwards, ese lugarteniente evocador de La bestia negra de Zola con acentazo infumable, esos abuelos avientatrastos hacia la mesa, ese tío tarado Dany entre irritante y liricósmico porque es incapaz de sostener el equilibrio al dar vueltas sobre su propio eje vencido, esa megabuenona lideresa bastonera deshecha en arrumacos clandestinos e irresistibles jamoneces para desatar la lujuria, todos ellos vinculados en una maraña inextricable y en su villanía clandestina, a medio camino entre los granjeros roñosos del clásico insuperable Goupi, manos sangrientas ( Jacques Becker, 1943) y una invocada TVserie pionera Dallas a dimensión minirrústica, para vehicular en grande una declaración de odio y de amor loco a las mínimas comunidades, otra vez abiertas sólo a un “aquí nunca pasa nada, salvo las peores atrocidades” nunca tan preclaro, desidealizadas en lo concreto pero reidealizadas en espíritu carismático.

Y la provincia teratológica sostiene al extremo límite la paradoja de su falsa trama policial donde los sospechosos de los crímenes irán muriendo ipso facto, poco a poco, uno a uno, y nuevos turbios nudos relacionales y ocultos lazos consanguíneos aparecerán sin cesar reinventados, al vértigo y al infinito, en el mejor estilo antiestructural y paralógico del metafísico Reporte confidencial / Mr. Arkadin de Orson Welles (1955), o de las célebres abundantes temporadas de la TVminiserie criminosa-rural Twin Peaks de David Lynch (desde 1992) y sucesores tipo el virtuosístico Sospechosos comunes de Bryan Singer (1995), hasta que ya no queden en pie, como dañados sospechosos del daño y del absolutista mal absoluto, más que el tío taradito quizá inofensivo, los propios padres tortuosos del pequeño héroe y un motociclista de cuero negro de rostro inmostrable que ronda cual Ángel de la Muerte de Jean Cocteau (en sus Orfeo, 1950, y El testamento de Orfeo, 1960), motivando tanto un imposible final feliz pese a todo como la eclosión supracoruscante y bárbara de esa multiforme ternura de los abrazos del Pequeño Quinquin a su adorada Eve, lo que sigue de afectuosos, solidarios, consoladores, omnicompensatorios, eróticos, malsanos y luctuosos, por siempre jamás.

El romance interruptus

Café Society (Café Society)

Estados Unidos, 2016

De Woody Allen

Con Jesse Eisenberg, Kristen Stewart, Steve Carell

En Café Society, melancólico opus 46 del aún hiperactivo octogenario autor total por excelencia Woody Allen (a la altura de sus formidables medio incomprendidas Jazmín azul, 2012, y Un hombre irracional, 2015), el nervioso chico judío avispado en el Bronx nacido pero en ruptura con su mediocre destino neoyorquino Bobby Dorfman ( Jesse Eisenberg) se traslada al superesnobista Hollywood dorado de los años treinta para ser protegido de mala gana por su poderosísimo tío agente de estrellas Phil (el soberbio Steve Carell de Foxcatcher haciendo la caricatura egotista de Martin Scorsese fingiendo hacerla de Irving Thalberg one more time), se enamora de la lindísima secretarita inconformista Vonnie (Kristen Stewart) que sin él saberlo sostiene un romance clandestino con el mismo tío magnate, quien es incapaz de cortar a su estorbosa esposa perfecta Karen (Sheryl Lee) y mejor acaba deshaciéndose de la joven, la cual podrá iniciar un libérrimo romance feliz con el sobrino, idílicamente, al estilo del mejor Hollywood de la estrella cotidiana Irene Dunne y el galán comediante Joel McCrea, mas sin embargo, va a ser paradójicamente por Bobby que Vonnie se enterará de la decisión de su tío de separarse por fin de su esposa y será él quien saldrá botado, aunque andando el tiempo, una vez que el deleznado Bobby haya logrado hacerse rico y se vea rodeado de celebridades gracias al club nocturno Café Society que ha fundado con el dinero de su feroz hermano hampón Ben (Corey Stoll) y haya rehecho su vida con la elegantísima mujer maternal perfecta Veronica (Blake Lively), volverá a toparse con su venerada Vonnie, convertida en una repelente esnob dropping names, para reiniciar dramática, insatisfactoriamente y a distancia con ella el romance interruptus.

El romance interruptus hace temerariamente una altiva declaración de amor-odio al glamur de época, al tiempo que la desmitificadora-desmistificadora crítica humanística y axiológica ella, desde la acerba plataforma esteticista de la película más glamorosa de Woody Allen en muchos lustros, acaso desde El gran amante (1999): coqueterías de estilo al por mayor, exquisita recreación de época, tonos pastel de sabor agridulce (por opulenta cortesía del magnificente septuagenario fotógrafo ultra Vittorio Storaro), una crucial carta de amor de Rudolph Valentino como improbable regalo de Bodas de Papel (al primer año de novios), límpidos exteriores rutilantes de luminosidad transparente e interiores sórdidamente ocres y una acre confirmación del pensamiento mejor escupido con astuto encono en un diálogo, según el cual “La vida es una comedia escrita por un comediógrafo sádico”, en concordancia cabal con esta pérfida respuesta antihollywoodense años treinta de Allen a la coruscante sátira antihollywoodense años cuarenta de los hermanos Ethan y Joel Coen en ¡Salve, César! (2016).

El romance interruptus gasta y debilita su intensidad y su fuerza puntuales al desperdigarse en tramas colaterales y subtramas digresivas, cuya presencia empero se entiende al entroncar con el eje argumental, a veces caracterológicas, a veces contextuales, a veces incidentales parasitarias, a veces gratuitas como bromas públicas privadas, así el largo episodio inicial con la enternecedora putilla judía debutante Candy (Anna Camp) que se deja ir intocada y sólo sirve para definir el impoluto lado romántico soñador del héroe, así el acerbo cuadro de costumbres judiobarriales con criaturas mezquinas tan detestablemente realistas como las siniestras tías Rose ( Jeannie Berlin) y Evelyn (Sari Lennick) con sus respectivos maridos archimediocres buenos para nada, así la historia en paralelo impetuoso del incontenible hermano mortífero que guiña el ojo en forma constante al original cine de gánsteres (el marcado por el carimarcada Cara cortada / Scarface: Shame of a Nation de Howard Hawks, 1932) para plantearse como un verdadero contrapunto subliminal y permitir algunos chistes judíos ante la silla eléctrica sobre la conveniencia de convertirse a la religión que mejor postrimerías del hombre prometa, así el recurso constante de la pareja de los amigos Rad (Parker Posey) y Steve (Paul Schneider) que permiten refrendar la creencia laica en los ángeles de la guarda, así la hipócritamente promovida aunque indeseada ejecución con saña del molesto vecino ruidoso Joe (Brendan Burke) que sigue vehiculando el gag recurrente de los cadáveres arrojados a los cimientos de edificios en construcción, y así sucesivamente.

 

El romance interruptus presume y exhibe una ingeniosa parábola en los dos sentidos del término; en el sentido de la curva geométrica, los dos cabos de la cónica tendida caen de modo espacioso, simétrico y seguro como una bala de cañón que se sueña gallarda saeta viéndose en el espejo: al modo del héroe que sin proponérselo compite en un desigual triángulo amoroso con su infecto tío hasta devenir en remedo de él, cual explícita versión masculina de la pelandruja Joan Crawford que devenía gran seductora sofisticada desde Matrimonio y señorío / La novia vestía de rojo (Dorothy Arzner, 1937), al cabo de un cruel giro de las vueltas del tiempo que son las verdaderas protagonistas del relato; y en el sentido de la parábola como ejemplificante género fabulesco de origen comparativo-bíblico, nace del acercamiento de dos situaciones en parangón de las que debe derivarse una enseñanza: al modo de la heroína de espíritu libre en la época del jazz que solía identificarse con la arribista sexual Barbara Stanwyck y detestaba el esnobismo, pero que termina como tristísima esnob, porque “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”, según la sabia sentencia-poemínimo de José Emilio Pacheco.

Y el romance interruptus se enreda finalmente en una espiral de melancolía, una auténtica reinvención de la melancolía como recóndita coloración vital única, porque ya el lamentable esnob al servicio ancilar de la riqueza Bobby ha conseguido transformar su vida en una disyuntiva amorosa cancelada de antemano, a su antigua adorada Vonnie en la amante imposible y a su esposa Veronica en la nueva Karen, como si estuviera desmembrado emocionalmente entre Melinda y Melinda (Allen, 2004), para que la cámara de súbito mareante gire en torno de su titubeante desconcierto desequilibrado, y la imagen de la derrota existencial torne al negro absoluto con música de jazz, porque “Los sueños son sueños” y “La no-respuesta también es una respuesta”.