El cine actual, delirios narrativos

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La ausencia omnipresente

Noche

Argentina, 2013

De Leonardo Brzezicki

Con Flavia Noguera, Gastón Re, Pablo Matías Vega

En Noche, oblicua ópera prima del diseñador-actor porteño de 35 años Leonardo Brzezicki (cortos previos: Stand By, 2001; Con vos contar corderitos, 2002; Tokio Tonight, 2005), con guion suyo y de sus principales actores, el azotadazo y trágico treintón gay Miguel sigue tan presente en su ausencia como lo estuvo en vida, según pueden comprobarlo la sensitiva flaquita de rojo Violeta (Flavia Noguera con grácil lunar-bigote sobre los labios), el exnovio bisexual de ambos Pedro (Gastón Re), el nuevo compañero relegado por éste Juan ( Jair Jesús Toledo), la furiosa abofeteadora Laura (Nadyne Sandrone), el atormentado galán rubio Matías (Pablo Matías Vega) y una anónima amiga cercana (María Soldi), algunos desconocidos entre sí, otros entrechocando desde tiempo atrás, que se han reunido en una inhóspita cabaña aislada de la provincia de Entre Ríos donde el difunto pasó los últimos meses antes de suicidarse, para evocar la figura del desaparecido, por la noche o durante días invariablemente siniestros y tenebrosos, en tanto dure una especie de perturbador homenaje que le rinden en grupo, escuchando los innumerables registros en cinta que dejó (voz de Ismael Pinkler), con frecuencia narrando el mismo sueño recurrente (su madre atracada por ladrones que se descubre travesti al caer por un balcón) o compulsivamente caprichosos (“Voy a tratar de grabar las vacas, vengan acá vacas de mierda”) o intentando hacer música electroacústica, a través de grandes altavoces que resuenan incluso fuera de casa y por comunicación inalámbrica, hasta que haya sonado catárticamente la última de esas grabaciones.

La ausencia omnipresente trabaja sobre todo con el tiempo, disecta y coagula el tiempo mediante las insistentes grabaciones incallables en acusmático fuera de campo perpetuo que funden y confunden el tiempo pasado con el presente, distorsionándolas al interior de un espaciotiempo sincrético y de antemano distorsionado, malidentificándolas a propósito, mezclándolas con las voces en off de los personajes vivos que vagan por arroyos o por el umbrío bosque circundante que el fotógrafo Max Ruggieri transforma en largos planos de anocheceres reverberantes que son albas porque son ante todo imágenes fuliginosas y autosuficientes más allá del tiempo.

La ausencia omnipresente lo impregna todo con la lobreguez óptica de planos muy cerrados o demasiado abiertos sin nada en medio (según la vanguardista edición de Filip Gsella), y con las turbulencias de la música de Ismael Pinkler (a veces contrarresadas sarcásticamente por la sonata Claro de luna de Beethoven), en incierta amalgama con el perturbador diseño sonoro de Leandro de Loredo, para que el bello güero se revuelque en un claro boscoso, la violenta Violeta falsamente infantil semeje sostener un cielo de ramas arbóreas o baile desatada o clave sobre el infinito sus taladrantes ojos claros y cierta pareja heterosexual copule de pie sin placer a la vera del río por mera añoranza desesperada, cierta pareja homosexual intente sodomizarse dolorosamente (“No, así no”), mientras el desasosiego dicta a placer su atormentado agobio desconcertante.

Y la ausencia omnipresente ha llevado a sus consecuencias extremas una colectiva paranoia de autocastigo, al interior de un conato de thriller psicológico desvanecido en la crispada línea potencial de los misteriosos e inaudibles ecos suicidas del peregrinar por los campos vacíos de Los jóvenes muertos (Leandro Listorti, 2009) o por los interminables tracks acosadores de Leones ( Jazmín López, 2012) como determinantes antecedentes directos, un drama luctuoso que guarda duelo por sí mismo, en el ominoso e hipnótico jardín de los senderos (y las criaturas, y los tiempos) que se bifurcan, reinventando por fin el silencio y el vacío de la naturaleza atrapada en la noche.

La vacación aguada

Tanta agua

Uruguay-Holanda-Alemania-México, 2013

De Ana Guevara Pose y Leticia Jorge Romero

Con Malú Chouza, Néstor Guzzini, Joaquín Castiglioni

En Tanta agua, sensible debut conjunto de las montevideanas de 32 y 31 años respectivamente Ana Guevara Pose y Leticia Jorge Romero (cortos previos de ambas: El cuarto del fondo, 2007; Corredores de verano, 2009), la azotada y distante puberta capitalina de repelentes frenillos Lucía (Malú Chouza tan flacucha como lo temías a su edad) es llevada por su gordo padre quiropráctico divorciado por si fuera poco calvo barbudo Alberto (Néstor Guzzini autoirrisorio) y en compañía de su hermanito solitario de 10 años Federico ( Joaquín Castiglioni), a unas prometedoras vacaciones en un balneario de medio pelo del Salto, que resultan un fiasco, pues no deja de llover a cántaros y la piscina no puede usarse por temor a las tormentas eléctricas, pero aun así el hombre liga tan hipócritamente con una impresentable rubia jamona, el niño hace un amiguito, aunque sólo sea para caerse infelizmente de una bicicleta, y la chava hace una guapa amiguilla desinhibida de análogos 14 años que a la primera salida mentirosa nocturna a bailar le da baje con un galancito local, dejándola aún más acomplejada y deshecha.

La vacación aguada pasa por la burla al turismo hueco en una de las alucinables cien ciudades-balneario a la uruguaya (ya burladas en las desventuras de la gris pareja dispareja patrón / empleada del insuperable Whisky de Rebella-Stoll, 2004), pero pasa también por una vivisección de las costumbres y frustraciones clasemedieras que semejan ser lo mismo en un país donde sólo parece existir una clase media tristemente roñosa, llena de mañas y manías para acercarse cada vez más peligrosa, irresponsable e irremediablemente a la melancolía absoluta.

La vacación aguada hace de la vulneración adolescente femenina un microdrama íntimo, revalidada y escalonada en sus avances entre el escarnio y la compasión / autocompasión, latiendo siempre no obstante proclive a la ausencia omnipresente, con esas siluetas lamentables alineadas a contraluz en traje de baño o esas figuras de mingitorio entrañable (caricatura galante del padre ostentosamente impúdico, invasión a la intimidad de la chava defecando en trance y el abandono de sí misma adosada a una pared o trepada en el lavabo), en su minimalismo de variaciones multincidentales y en su diseminación de espacios fractales (esa habitación risueñamente dividida por un biombo antiguo), todo ello pálidamente palpitando sin pálpito ni dinamismo entusiasta alguno, como ese pez recién pescado durante una fallida excursión íntima con papá rechazante a pescar debatiéndose a medio morir como los trágicos peces alter ego de los impactantes cuadros de aquel inolvidable Gustave Courbet terminal, pero aquí dulcemente morosos hasta para luchar por su vida.

Y la vacación aguada se deja inundar de música comercial aceda y hace que hagan su patético desfile cualquier cantidad de Primeras Experiencias (primeras pulsiones, primeras transgresiones para sentirse / ser libre, primeras decepciones, primeras autopercepciones de ajenidad abatida), porque sólo podría culminar con la irónica estación balnearia ¡por fin! brillando al sol, el padre y el hijo felices jugueteando en comunión corporal a la orilla de la alberca, y nuestra deslucida Lucía hundida en lo psicológico-relacional y literalmente sumergida dentro del agua de la piscina, aguada a rabiar también ella y acaso para siempre, decidida a no respirar más y aguantarse inaguantable, en una suerte de doliente suicidio emotivo-sentimental simbólico.

El aura abismada

El rostro

Argentina, 2013

De Gustavo Fontán

Con Gustavo Hennekens, María del Huerto Ghiggi, Héctor Maldonado

En El rostro, depurado y secreto film 9 del cineasta argentino extremo de 53 años Gustavo Fontán (El árbol, 2007; La orilla que se abisma, 2008; La madre, 2009) que fuera objeto de una retrospectiva en el FICUNAM del 2014, un fornido viejo nostálgico de barba blanca (Gustavo Hennekens) llega remando en bote hasta cierta desolada ribera boscosa del río Paraná en la provincia de Entre Ríos, desembarca en parajes donde dominan el sol filtrado y una extraña aura abismada al interior de los rumores del viento y de una pesada niebla pronto vuelta lluvia, se prepara cualquier cosa de almorzar en una fogata improvisada con ramas, prosigue su rumbo, se topa con una humilde mujer madura y flaca (María del Huerto Ghiggi) que le sonríe distante y lo acompaña en el recorrido, antes de recibir los favores de una mínima aldea que ni sombra es ya de lo que solía ser, pero cuya comunidad de adultos jóvenes pesca con frágiles redes y lanzas primitivas para ofrecerle una gran comilona, bajo la guía de cierto afable viejo delgado de gafas (Héctor Maldonado), mientras los panzones niños nativos retozan en el agua, y el visitante partirá al atardecer, remando como había arribado.

El aura abismada mezcla imágenes de diversos tipos, filmadas por dos fotógrafos en tres formatos distintos, las de un Luis Cámara (perdonando la redundancia nominativa) en video HD y las de un Gustavo Schiaffino en 16mm y en un resurrecto Súper 8, para confrontar óptica y óptimamente dos momentos lejanos en el espaciotiempo, contrastantes en textura y con regímenes visuales muy diferentes, opuestos, aunque en su mayoría con cámara subjetiva y en movimiento, impresionistas y envolventes si bien diríase autónomos, entre ramas de árboles tejidos estrechamente o con vista al circundante río omnipresente, por donde se desplaza con enorme aplomo la figura hemingwayana casi a pesar suyo del provecto forastero lóbrego, insinuando apenas los temas del imposible regreso a casa, la ajenidad ontológica (con abundancia de perros, pájaros y manos afanosas) y la fatalidad de un nuevo desprendimiento, dentro de un tiránico blanco y negro, con granos reventados o iridizantes que restituyen algo supremo, tan decepcionado e indesentrañable como un inmenso sentimiento trágico de la vida, como una realidad abstracta y absorta, una hiperrealidad que coexiste con su propia irrealidad.

 

El aura abismada sitúa en el puesto de mando al diseño sonoro, muy creativo y lleno de invención, sin diálogo porque toda explicación se ha tornado desechable e inútil, con un ávido fervor lírico que desborda todo prurito naturalista pues antes de que inicie el eterno presente del film, desde la oscuridad y después de que se haya extinguido en las tinieblas, ya se escuchan chapoteos de pasos sobre el agua, golpes de remos y rumores de voces ininteligibles, aunque el viejarrón aparezca bogando a solas sobre la corriente fluvial, o bien sigan escuchándose los temas del agua ya bajo el dominio de la selva tupida, o bien los crujidos de las hojas secas trasciendan sobre el ámbito de ruidos propios de la ribera o del villorrio, contrapuntísticos como el canon y la fuga en su esfera modificada, coagulando una invasión y una permanencia más recónditas y poéticas, para bordear lo épico tanto como lo místico.

Y el aura abismada se trabaja y ofrece como una experiencia oblicua pero abierta y eminentemente sensorial, gravemente sensorial, gozosamente sensorial, magníficamente sensorial, desmadejada como esa barca abismada a cuyo desmantelamiento se apresuran los pescadores para rescatar sus tablones en un imprevisible impulso recuperador, que ambiciona abarcarlo todo, pero ante todo la preeminencia de los rostros efímeros, fundidos en el Rostro de la fuerza natural, esa naturaleza ahora esencial e interiorizada cuya atomizada convivencia se registra como algo inminente, global e inabarcable: desbordante.

La aberración capilar

Pelo malo

Venezuela-Alemania-Perú-Argentina, 2013

De Mariana Rondón

Con Samuel Lange, Samantha Castillo, María Emilia Sulbarán

En Pelo malo, minimalista film fabulesco 2 como autora total en solitario de la artista plástica caraqueña Mariana Rondón (A la medianoche y media, 1999, codirigido con Marité Ugás; Postales de Leningrado, 2007, y también productora (en especial de El chico que miente de su permanente compañera de fórmula Ugás, 2011), el fantasioso niño mulato de 9 años Junior (Samuel Lange sensacional) vive obsesionado con alaciar su cabello negroide al que considera de rizado infamante, para tomarse la foto del álbum escolar donde desea vehementemente aparecer con atuendo de TVbaladista blanquito entonando la canción-sonsonete “Mi limón, mi limonero”, e intenta alisarlo de todas las maneras posibles, untándose menjurjes con mayonesa o usando aceite para freír tajada (plátanos), llevando a sus últimas consecuencias su heroica lucha contra lo que juzga una aberración capilar injustamente heredada, pero también secundando a la regordeta amiguita de al lado (María Emilia Sulbarán) que quiere fotografiarse con corona de Miss Venezuela y en cuya casa es encargado cuando hay dinero para pagar la atención, aceptando quedarse temporalmente con su posesiva afroabuela Carmen (Nelly Ramos) que le enseña a bailar canturreando con un simulacro de micrófono en la mano, y ante todo desafiando los severos dictados de su rechazante joven madre viuda de sensualosos minivestidos Marta (Samantha Castillo), aún enlutecida exvigilante de empresa privada a quien patéticamente se le expulsó de su empleo de caseta y ahora lucha por recuperarlo, así sea asediando y rebajándose ante el abominable Jefe (Beto Benites), o invitándolo a cenar para ofrecérsele como puta, hasta que llegue el día de tomarse la ansiada foto para el chico sin plata y, siempre amenazado con ser literalmente vendido a su abuela, opte por tomar una decisión desesperada.

La aberración capilar funge como metáfora múltiple, a la vez como expresión de un autorrechazo esencial de la propia condición humana dictada por los postizos valores inculcados la manipulación mediática, en segundo lugar como rabiosa demanda afectiva hacia una madre socavada por la amargura y la frustración erótica, y finalmente como reveladora de un ancestral racismo imperante y virulento, remitiendo al desdichado asesino brutal limeño que sólo quería juntar dinero para una cirugía plástica que le quitara lo cholito (indio) en el thriller antisocial Muerte de un magnate del peruano Francisco J. Lombardi (1980), si bien dentro de una clave intimista de (novísimo-neonuevo)neorrealismo social, más bonancible aunque quizá más triste.

La aberración capilar sostiene su fábula sobre un enfoque y un acercamiento fundamentalmente corporales hacia sus criaturas, trátese de la simbiosis que liga físicamente a Marta con su bebé y que añora por supuesto el rechazado-deleznado Junior, trátese de la miserable vida erótica de la impulsiva madre amargada que se tira en posición sedente a un desgarbado vecino cargador sin mediar afectividad alguna pero le avienta desdeñosamente el plato de arroz con frijoles al despectivo Jefe alevoso, trátese de la abuela puritana sexorreprochosa (con su exnuera) que sólo desea sustituir en todos sentidos al hijo perdido con un esclavizable nieto que la cuide y a quien intenta seducir con sus abalanzantes danzas tribales, o trátese de la contundente inminencia corpórea del dulce Junior que se siente atraído en la banqueta por un solidario paria homosexual (por ende temible de contagio, según la madre que arrojará por el balcón la sudadera contra la lluvia por él prestada) pero que sólo desea ser bonito para agradar / reconquistar a su áspera progenitora.

Y la aberración capilar ha logrado traspasar el simple nivel de la alegoría o la parábola para hacer una vigorosa crónica neorrealista del desgarramiento del tejido social venezolano durante los últimos años del chavismo con Chavéz, cuando el apremio virilista recomendable para lo niños varones era glorificarse con boina roja de teniente coronel, cuando los televisores magnificaban las noticias de los sacrificios colectivos más que religiosos para implorar / pedir / procurar el alivio del mandatario, cuando la población masiva residía en miserables edificios colmena (muy relevantes en la fotografía de Micaela Cajahuaringa en esta cinta tan eminente cuan fieramente femenina), cuando predominaba una sensación de hundimiento en arenas movedizas por el desempleo y el atraso moral y la suciedad orgánica en medio del desamparo estatal, cuando la patria dividida presagiaba una inminente catástrofe política, donde chavo y chava debían marchar infructuosamente disfrazados por un inmundo solar entre las anónimas burlas generalizadas de los otros niños, donde el pequeño héroe debía afeitarse la cabeza como una humillante automutilación transferida que sería indispensable para lograr permanecer (aunque existencialmente desplumado) en el baldío hogar materno y donde el máximo desafío transgresor podía consistir en permanecer agresivamente callado mientras los demás infantes cantaban henchidos el himno bolivariano obligatorio.

La condición afrolatina

La playa D. C.

(Colombia-Francia-Brasil, 2012)

De Juan Andrés Arango

Con Luis Carlos Guevara, James Solís, Andrés Murillo

En La playa D. C., debut como autor total del guionista-fotógrafo bogotano internacional de 36 años Juan Andrés Arango (exasistente de dirección la TVserie Historias de hombres sólo para mujeres, 2001-2002), el sensible y honrado adolescente jodido afrocolombiano sin estudios ni oficio Tomás (Luis Carlos Guevara) se enfrenta por revuelta ética a la irracional no-autoridad doméstica del guardia de seguridad amante de su madre deshecha, se interna en los pastizales periféricos y se refugia en el submundo de los basureros y los cementerios de autos y las delincuenciales calles peligrosas ardiendo de enervantes y las pensiones pinchísimas, apenas viendo por momentos a su noviecita barrendera de peluquería, pero sin dejar de imaginar diseños para posibles cortes-dibujos decorativos cual mapas-destino en las cabezas de futuros clientes con cabello africano, sin evitar practicar en sí mismo con una maquinita manual prestada y sin ceder en lo mínimo a sus nobles-estéticas aspiraciones de convertirse en peluquero de un centro cultural bogotano, mientras su envilecido hermano mayor El Chaco ( James Solís) sólo desea pulir llantas de autos para regresar al Norte de donde fue deportado (“Yo no pago por putas, en Canadá hasta me pagaban ellas”) y su hermanito puberto Jairo (Andrés Murillo) se debate en la degradación absoluta, enganchadísimo en el consumo de drogas hasta la persecución, el clandestinaje y una muerte violenta que acepta de antemano, que llegará tarde o temprano y socavará a la familia entera para consumar la desintegración total de su condición afrolatina.

La condición afrolatina se pone de manifiesto a modo de un secreto tema sin duda mayor y un muy cercano drama intimista de irremediable descomposición sociocultural, al analizar tres típicos casos límite dentro de un mismo núcleo familiar socavado por la migración interior y la lumpenización en la gran ciudad, desde el caso más vulgar (el Chaco) y el más doloroso (el Jairo) hasta el más esperanzador y menos asimilable al lugar común (el soñador Tomás), rompiendo con la espiral del deterioro humano por el desplazamiento y restañando por sí solo el desgarramiento del tejido social producto de la Guerra contra las FARC y el narcotráfico (al mismo nivel fallido).

La condición afrolatina expresa a jadeos e incontenibles impulsos su vitalista vivisección vivencial, por encima de docudramas desequilibrados tipo La vendedora de rosas del antioqueño Víctor Gaviria (1998), incorporando casi ancilarmente la body camera acosadora en prolongadísimos seguimientos a lo hermanos belgas Dardenne (Tomás sería una Rosetta, 1999, en masculino tropical) a un miserabilismo agresivo, por las buenas y a ultranza estilizado, en ocasiones confuso a rabiar (estando tan pareja la banqueta) y elípticamente sucio hasta lo cochambroso, sin duda procedente de cierto cine filipino actual (Lav Diaz, Brillante Mendoza y así), con esas epifanías con retos reales o imaginarios a los abusos policiales y esa orgía de droga exasperantemente compartida por un solidario desesperado Tomás y el inerme terminal Jairo en un patético delirio autodestructivo ante un macroincendio de fogatas nocturnas.

Y la condición afrolatina trabaja cual atisbos de una minificción idílica los recuerdos dispersos del edén afrocolombiano de Buenaventura donde los tres hermanos vivieron su infancia feliz al lado de la madre y Tomás aprendió de ella el oficio-arte del grabado en el cabello, pero haciendo que el discurso y el recurso ya sin curso posible de esas memorias mágicas, apenas poco más que flashazos mentales, pesen sobre todo el relato, al ser añoradas y casi saqueadas por todos los personajes en sus momentos de recogimiento clave, como una especie de cielo interior e inconsciente legado ancestral de la esclavitud, para todos por siempre perdido, si bien, más alla de sus torturantes tribulaciones y de las cruentas penalidades sin fin que padece, al final recuperable por el peluquero de arte callejero, con algún cliente sentado sobre una silla barrial en la vía pública.