La justeza del cine mexicano

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La justeza de la teleadicción transfiere la glorificación del pobrediablismo generalizado a una intermitente elegancia y sabiduría de la farsa, a través de momentos supremos de expresión fílmica conseguida y sublimada con humor alucinado. Algunos ejemplos característicos e inolvidables, diríase a nivel de egregio arte extravagante: las sofisticadas iridiscencias impresionistas de los barridos del “Pasa la bacha” dentro del auto en el arranque, la sarcástica toma de distancias lejanas hasta la revelación cara a cara que merece contracampos en acosadores planos de pronto cerradísimos, los molto legato en sólo un par de ocasiones entre largas secuencias por corte directo con efecto dramático que hacen trasminarse por overlap continuista la realidad deseada y la ficción ilusoria de la escenográfica telenovela planota pero multitudinaria y unánime, los todoabarcadores top-shots secuenciales desde la perspectiva del televisor ejerciendo su poder de fascinación sobre los clientes de la barra colorada de la cantina y el burlón reprimido cantinero mismo, los interpuestos e inoportunos frontgrounds desenfocados, la musiquita de Renaud Barbier tan chillona como las imágenes coloridas a las que precede y conduce a buen puerto mofador, la brillosa fotografía irrealizante en general de Celiana Cárdenas, los planos abiertísimos del héroe uniformado siendo escarnecido por sus colegas sobre el llovido pavimento en despoblado y psicológicamente inerme, las tiránicas gráficas de rating detallando reacciones comunes a diversas truculencias de las TVtramas TVtraumáticas (Accidente en Pantalla, Enfermedad Terminal, etcétera), el changuito de juguete desplazándose con alígera lentitud pesadamente simbólica sobre la parte superior de un TVmonitor de muestreo efectista, las hojas blancas de los libretistas metidas con masoquista decisión a la vieja máquina de escribir mecánica para taparles media faz creativa, el catarro psicosomático del asediado muerto de pavor ante la inminente violencia física y la necesidad de la autodefensa personal, la lectura de una frase de novela exquisita (“Por mucho tiempo me dormía muy temprano; algunas veces al apagar mi vela los ojos se me cerraban tan rápido que no me daba tiempo siquiera para decirme: Me estoy quedando dormido; media hora más tarde me despertaba pensando que ya era hora de dormir”) que sirve para desbloquear y excitar por afortunada paradoja la imaginación infracreativa del mismo Miguelito pulverizado pero magnífico plagiario abaratador, los diálogos preciosistas TVinsinuantes (“A lo mejor de verdad no podemos dejar el drama ni siquiera después del trabajo”) de la seducida reacia haciéndose la interesante ofendida con el seductor simulando arrepentimiento (“A lo mejor yo sí estaba tratando de seducirte, aunque estaba tratando de no tratar” / “A lo mejor a mí no me molestaba tanto que tú trataras de seducirme”) en el ya me voy pero mejor me quedo por una buena cogidita nocturna desestresante que introduce un elíptico movimiento lateral sobre mamparas negras, los pósters ad hoc cinetelenovelero (Corona de lágrimas en la versión del Galindito de 1967 o así) que emergen al paso del panning entre libreros o manuscritos para emblematizar ilustradamente la ilustre intimidad TVinvadida de los TVcreativos en su hogar o en la oficina, el Se muere No se muere (“Aguamarina, Gabriela murió hoy en la mesa de operaciones”) llevado más allá del simple dilema tal como lo marca un vaso de cerveza que se estrella alternativamente en el sucio suelo de la cantina, el sofá de los basureros que se queda sembrado en long-shot como mudo testigo residual de la fuga etílica de Miguel tras robarse pasajeramente un camión recolector de inusitados desperdicios estorbosos, los juegos de miradas de la Chica del Tiempo con el guionista sexualmente entre tímido esquivo por azotadazo inabordable, la fotogenia rutilante de los meandros de esos túneles ultradecorados y con gas neón donde habrán de enfrentarse agria (“Dispara, pues; te faltan huevos”) aunque por fin conciliadoramente plomo contra plomo el escritor y su futura criatura telenovelera aún con preventivo chaleco antibalas, el misterioso leitmotiv de un viajero a contraluz recién llegado maleta en mano a un aeropuerto tropical, el sintético ritmo nervioso que lleva de un final provisional a otro.

La justeza de la teleadicción se bifurca significativamente hacia el final del todo anticomplaciente. Tras abandonar a Gabriela / Ana Victoria a su funesta suerte, las imágenes beatífico-exasperadas del policía realizando sus deseos de ser por entero absorbido y asimilado despersonalizadoramente por la TV (consumando la aniquiladora fábula ética / antiética espiritualista del consumidor ideal realizando su ideal), anteceden categóricamente a la culminación de otra fábula simultánea aunque sucesiva, la posjipiteca fábula amarga, en paralelo con la apenas arriba mencionada, que contempla la insólita relación espontánea que va a establecer nuestro autor, prófugo de la telenovela y de su propia mediocridad cobarde (que rechaza por celular la indeseable factura de un guión fílmico), con el lunático portador de un ave de rapiña (acaso semejante y hermana de ambos) feamente lastimada en una pata, para sumergirse juntos en los aires balsámicos de un edén subvertido por la cámara haciendo el recuento de los cielos y los letreros carreteros y las crestas de palmeras a contrapicado absoluto, escapista, en puntos suspensivos y final.

Y la justeza de la teleadicción era ante todo un dicotómico desmantelamiento analítico del Homo Mediaticus nacional por excelencia negativa y oprobio patrio (¿allí iba el himno?), una agresiva reflexión realmente ágil y divertida, un regresivo toque progresivo de rey Midas sobre modernas / hipermodernas existencias infelices a la mexicana, un desconcierto estilizado de la TVapariencia inofensiva, un desvarío hipercrítico menor admirablemente controlado.

La justeza del voyeurismo

Como la cópula sexual en sí, su egregio sucedáneo el voyeurismo es uno, pero sus respectivos sucedáneos son a su vez infinitos. Y nunca pensaste que el voyeurismo, su justeza moral / inmoral / amoral y modal, o la diversidad de sus ramificaciones, pudieran actuar en tantos órdenes distintos, opuestos y contradictorios, en tal número de dimensiones caprichosas, al interior de un humilde y esforzado thriller policiaco a la mexicana, de bajo presupuesto y con ambicioso trasfondo político más que social o institucional, como Todos los días son tuyos (CUEC : UNAM – Foprocine : Imcine – Goliat Films – Eficine 226, 110 minutos, 2007), ópera prima como autor total y auspiciada por su exescuela fílmica del venezolano-mexicano TVreportero y guionista egresado cuequense de 37 años José Luis Gutiérrez Arias (cortos y mediometrajes previos: El camino de la querencia y el olvido, 1997-1999; La mano, 1998; Tu mundo interior, 2003).

La justeza del voyeurismo voyeuriza definitoria y definitivamente, desde un primer instante anecdótico, de una vez por todas, el comportamiento laboral y privado, las agitaciones y los sobresaltos del futuro falso culpable hitchcockiano Eliseo (Mario Oliver flaquillo de insignificantes barbitas), un carroñero fotorreporter de nota roja en el imaginario diario gráfico sensacionalista La Luz, que ya está curado de espanto ferozmente inhumano, tras retratar cadáveres in situ violento todas las noches, pegándosele a dos cuatísimos camilleros relajientos del Escuadrón de Rescate y Urgencias Médicas (Héctor Kotsifakis, Ricardo Esquerra) y sobornando taradotes policías rechonchos de punto, pero que, aparte de esa voyeurización que no distingue entre cuerpos accidentados y shockeados niños sobrevivientes, se la pasa en su tiempo libre espiando por los orificios que ha sistemáticamente taladrado en las paredes de su depto, a la jovencísima vecina militante del grupo separatista vasco ETA María (Bárbara Lennie), quien lo intriga más allá de la sensatez, al borde simple de la idea fija delictuosa y rebasando la obsesión invasora de intimidades, vigilando y castigando con el registro de su cámara de fotofijas digitales todos los movimientos de la guapa chica en el interior de su estrecha vivienda, sentada en el inodoro, dentro de la tina con las caderas tatuadas, en la cama con su correligionario amante tiránico, tanto como afuera de allí, en el café donde sirve como mesera, por la calle aledaña donde camina seguida de una figura constante no identificada, en la cotorriza del reposo con sus amigas, o en los lugares donde trabaja como edecana, tipo el cine adonde acude con disfraz de vampirita nocturna, y poco importa que la simpática novia y sexualizada compañera del medio Ana (Mariannela Cataño) le reclame y casi corte al buen abstinente Eliseo porque nunca la lleva a su depto, él vive para observar, grabar y rendir callado testimonio voyeurista de los desplazamientos de la bella obsedente María de quien está fascinado, absorto del ser, mucho más que enamorado, hasta que la muchacha, a semejanza de muchos otros ciudadanos españoles legales o ilegales sospechosos de pertenecer a su mismo grupo clandestino, como un Mikel (Mikel Tello) recién desembarcado en taxi del aeropuerto para intentar corregir esa situación, sea en apariencia acribillada sin piedad dentro de su morada y que, de cara al implacable Comandante Carvajal (Alejandro Camacho acartonadazo a rabiar) y a la gandallísima despampanante agente hispana cazaetarras archiprotegida por las autoridades jerárquicas La Rubia (Emma Suárez en verdad desbordante desbordada), que funge a modo de dispareja pareja investigadora de los casos y el caso, la culpa recaiga en el infeliz Eliseo, culpable sólo de tomar fotografías comprometedoras que después serán claves, pero que ahora sí se las verá tenebrosas, deberá probar de cualquier forma su inocencia, deberá evitar ser capturado por la policía tanto como eliminado por los homicidas de etarras que aparentemente asesinaron a la guapa, deberá enfrentarse en su guarida cabareteril al arribista subcomandante / subcomediante ultracorrupto apodado El Santanero (José Luis Ortiz con igualadora peluca llena de caireles posEusebia Conde para asemejarse al célebre vocalista mulato de la Sonora Santanera) siempre con torvo respaldo risueño de un pistolero ancilar denominado La Madrina (José Sefami), tendrá que huir por todas partes dentro de la ambulancia de los cuates comodines para burlar a las patrullas que le pisan los talones, se refugiará en la mismísima morgue de la comandancia policial, comprobará que el cadáver femenino expuesto a la autopsia no corresponde a la María conocida, se lo comunicará revólver en la sien al forense zurrándose de miedo, se dejará llevar dócilmente por los marásmicos giros arbitrarios de la trama retorcida sin sentido, cruzará tiros con sus perseguidores en el Viaducto, contactará a la genuina María aún vecina sonambulesca en su escondite ubicado por supuesto en un supersórdido suburbio sólo para volver a perderla, usará a la noviecita siempre dispuesta Ana como carnada cuando La Rubia lo conmine a entregarse, estará presente en la misteriosa caída final a balazos del Santanero con peluca desparramada en su guarida, y así en lo sucesivo.

 

La justeza del voyeurismo voyeuriza explotadoramente los recursos, clisés, efectos, defectos y desperfectos, apéndices, protuberancias formales, despojos y escorias (todo al mismo nivel) del neothriller convencional urbano actual, comenzando de rigor por los clásicos más saqueables en su escueta superficie más genérica (Hitchcock, Lang), creando cierta tensión y suspenso en más de una ocasión, rebosando de héroes que posan para la posteridad y antihéroes mezquinos y traidores arteros y agentes encubiertos y criaturas siniestras con doble juego en un conjunto carente de toda densidad psicológica y carácter humano pero redundantes de puros tics puros, coincidiendo en atmósferas codiciosamente lúgubres de cine puro posexpresionista en fulgurantes colores y penumbras (fotografía intermitentemente inspirada del chileno-cuequero Ignacio Prieto), transitando a placer de tambor batiente en menos de 48 horas (Walter Hill, 1982) del buddy film tipo saga Arma letal (Richard Donner, 1987-1992) al neobuddy film estilo el trepidante díptico Colateral / Miami Vice (Michael Mann, 2004 / 2007) pero con una pareja intersexual que no se aguanta las ganas entre macho agrio mexicano y hembra entrona vasca que culmina en una cogida míngito-colosal de antología con los calzones en la mano a media película, implicando un sinnúmero no identificado de acciones supuestamente brutales y riesgosas, ensartando jump cuts en interiores turbios y perfiles de tipos duros con profundidad de campo por completo insípidos y hartantemente atascados los unos y los otros aunque se crean enérgicos y fluidos, deshilvanándose a diestra y siniestra, ambientando como tarea escolar avanzada jamás avezada, haciendo aspavientos sin cesar, delineando con música punk mexicano-española (Fermín Muguruza, Molotov) y edición más que atropellada la metafísica del fotoperiodista pusilánime y correlón como perfecto hombre acosado del siglo XXI, y sólo aspirando megalómanamente a una estructura desplegada “en abismo” (según José Felipe Coria, en El Financiero, 27 de octubre de 2008) y cierta dignidad de factura, aunque a final de cuentas la voyeurizada, que no imitada ni mimetizada ni copiada ni clonada, pero remedada sin remedio, grandilocuencia genérica del filme apenas levante por encima del codicioso subthriller hipermediático-interneto Nicotina (Hugo Rodríguez, 2003), quedándose eso sí muy por debajo de las inventivas argucias perversas que caracterizarán a un filme loco local como Bajo la sal (Mario Muñoz, 2008).

La justeza del voyeurismo voyeuriza pesadamente su propia imponente ineptitud impotente. Convoca cierta modernidad actualísima al hacer que el héroe a pesar suyo se encomiende a la Santa Muerte antes de salir del hogar (“Todos los días son tuyos, déjame vivir uno más”), afronta cada tercera secuencia pavorosos desplomes de ritmo ya de por sí desplumado, extravía el rumbo y cualquier interés apenas poseído, pronto se derrumba en su conjunto a partir de la mitad del filme, luego se arrastra por demasiado tiempo, repta, se arruina aún más, se dispersa y se hunde en el caos, hasta que quiera defenderse de sí misma recurriendo a un cambio de tono en su parte final que la orienta hacia la parodia / autoparodia y un humor negro forzado en exceso y radicalmente incapaz (que “termina desatando la hilaridad del público. ¿Tratamiento fársico deliberado o humor involuntario?”, se preguntaba Carlos Bonfil, en La Jornada, 14 de octubre de 2007), y llega a rastras a un final feliz en donde el muchacho chicho ahora al rape exincriminado-blanqueado Eliseo y la muchacha gacha ahora al hálito inmolado-inmaculado Ana se juntan amorosamente, sin ambigüedad ni ambages ni apertura, corrupción mediante.

La justeza del voyeurismo voyeuriza cretinamente una dimensión política de risa loca al preparar un cóctel que parecería infalible, a base de un hecho verídico, el caso de cierta mercenaria española apodada La Rubia que en complicidad con la Policía Judicial mexicana logró aprehender a varios miembros de la organización separatista vasca ETA, para ellos simples terroristas, tras acaso aniquilar sin piedad a otros más. Algo totalmente insólito en el país y que trascendió como un escándalo nacional y de inmediato mundial. Lo demás parece inventado por una mente calenturienta y divagante, vagamente delirante. Una madriguera de conspiradores gachupines de diversas edades, sexos y facciones, librando pugnas y purgas internas y externas, reuniéndose en sitios cerrados del centro de la ciudad de México, hablando euskera con subtítulos en castellano, todo ello cual guiñol ripsteiniano con el vértigo estreñido de La virgen de la lujuria (2002) creyéndose La muchacha de las bragas de oro en la penuria (Marsé-Aranda, 1980). Una agitada verborrea sumaria donde nadie habla de ideales nacionalistas, ni de estrategias o tácticas, sino sólo de obtención de fondos, remesas de dinero, contactos, intestinas luchas facciosas y visitantes con nombre ficticio. Pero no hay que preocuparse por la dificultad del tema iné-dito, un Ángel Exterminador buñueliano de pistola flamígera, corregido y aumentado por la atractiva chica indomable del Ángel de venganza de Abel Ferrara (1981) está acabando expeditamente con esos excomulgados y maldecidos por la iglesia de la prosperidad española, en un elogio descarado al Eros Fascista de Clint Eastwood en hembraza, plasmado en el glamour calientachiles de la diablesa rubia con licencia para matar etarras desglamourizados e histéricos y hasta con excepcional derecho a la repetición TVdeportiva para visualizar desde otro ángulo aquello que el lenguaje fílmico había ocultado antes. En última instancia, una simplista reducción maniquea y melodramática de la política independentista / terrorista donde sólo hay etarras buenos, etarras malos y nada en medio.

La justeza del voyeurismo voyeuriza perplejamente la corrupción policial mexicana como si fuera la primera vez que se le mira, remira y admira vergonzantemente en nuestro cine. Hay que aguantarse los manoteos y la cara de palo de Alejandro Camacho sintiéndose el Humberto Zurita de los ochentas. Hay que soplarse completo, en boca carcajeante de Emma Suárez, el acuñadísimo chiste archisobado del policía mexicano que, a diferencia de sus colegas gringos y españoles, llegó con un animal distinto del encargado, un elefante con señales de tortura que decía “Ya no me peguen, ya no me peguen, sí soy un conejo”. Hay que chuparse los numeritos esperpénticos del severo etarra férreo hiperselectivo en sus víctimas fraternas Alex (Joxean Bengoetxea) y de la sacrificable Gordita rastrera del antro (Norma Angélica) en un mismo plano de subproductos de la corrupción generalizada. Hay que gozar con esa mexicanísima corrupción impregnada e inextirpable como una segunda piel en todos rangos de la escala jerárquica policial y en todos los estratos del edificio social, porque de hecho no se está denunciando la corrupción sino invitando a embobarse ante sus facetas verosímiles / inverosímiles y con sus triunfos innegables. Hay que maravillarse arrobados al mirar cómo se hermanan, tan sarcástica cuanto sutil e hipócritamente, la corrupción policial mexicana y la española. Hay que atribuirle a la corrupción omnívora hasta ese encontronazo sexual entre el policía nacional que recurre orsonwellesianamente a la corrupción para resolver sus casos y su pareja infernal que ni se resiste ser apresada y confinada en una patrulla, segura de reaparecer poco después, tan campante y más seductoramente bella que nunca, en la oficina del Procurador (Fernando Becerril), ante el sorprendido examante captor que no mueve ni un músculo de su quijada inamovible de Boogie el Aceitoso, el duro hampón mortífero de la tira cómica de Roberto Fontanarrosa (filmada soberanamente por Gustavo Cova en 2009). Hay que darle incoherentemente la razón a todas las corrupciones y represiones del mundo porque “Contra el terrorismo todas las armas se vuelven legales”. Hay que joderse, pues.

Y la justeza del voyeurismo era ante todo una triste degradación de la lucha armada de la ETA y la ilegal persecución (y exterminio) de sus militantes sobre nuestro suelo, un acomplejado infrathriller que todavía está dudando entre ser proterrorista o antiterrorista en caso de que existiera (previsiblemente la cinta tronó en la cartelera chilanga en su primera semana por lo demás incompleta por motivos circunstanciales), una banalización del cine universitario a nivel de insignificante sucursal descerebrada del Coprocine-Imcine, un chafísimo encantador y final bodriazo irresponsable sin lucidez periodística ni delicadeza posibles.

La justeza de la salación

Las bandas mecánicas debieron detenerse a regañadientes del misericordioso cosechador técnico de la torreta de control porque, vuelto espantoso grito de rigidez y descomposición expresionistas-posmunchianos-jungianos en virtud del soberbio maquillaje desfiguraféminas de Roberto Ortiz y los poliomielíticos efectos visuales o especiales de Alejandro Vázquez (el de Nicotina, 2003, y Kilómetro 31, 2006), un virulento cuerpo putrefacto ha aparecido sepultado / insepulto Bajo la Sal que acarreaban las máquinas transportadoras de una titánica salinera paraestatal de cuarenta mil hectáreas bajacalifornianas, expropiada varios sexenios priistas atrás. Se trata del cadáver de una muchacha teibolera que en vida respondió al nombre de Brenda García (Damayanti Quintanar), hace años expulsada de la recién incendiada prepa local que aún regentean como última propiedad los antiguos dueños privados del inmenso beneficio de sal, y cuya solicitud de paradero todavía figura en los implorantes carteles pegados a lo Ciudad Juárez sobre los postes de Santa Rosa de la Sal (un pueblo bajacaliforniano ficticio que ostenta la majestuosa fisonomía costera de Guerrero Negro), con foto de la guapa chica desaparecida y número de teléfono celular para reportar cualquier información pertinente sobre esa misma Señorita Extraviada.

Todo esto saldrá a la luz gracias a la indagadora acción conjunta del apoltronado Jefe bolsón de la mediocre policía regional Salazar (Emilio Guerrero cual gordazo medio abstinente medio siniestro) y de su recio aunque vulnerable amigo el Comandante federal recién corrido de las corporaciones capitalinas pero intentando reenchufarse en ellas Trujillo (Humberto Zurita con descuidadas barbitas entrecanas), asistidos por un diligente Cabo Montoya (Moisés Arizmendi), durante el acrisolado y soberano arranque del thriller policiaco de misterio multicriminal en serie Bajo la sal (Producciones Imaginarias – Grupo Financiero Inbursa – Fidecine : Imcine – Warner Bros. Pictures México, 125 minutos, 2008), apabullante debut del galardonado cineasta publicitario nato y cortometrajista agonizantestructural shocking de 38 años Mario Muñoz (Mientras me muero, 2000; Flota, 2004), con guión original suyo y de un Ángel Pulido que adapta su propio argumento, intitulado La venganza del valle de las muñecas, pues en la trama han de cobrar fundamental importancia algunas muñecas animadas por el tragicómico artista mexicano René Castillo (el de Sin sostén, 1998, y Hasta los huesos, 2002).

Así pues, en paralelo ficcional, entre todos los habitantes de los alrededores, el bello tenebroso preparatoriano con problemas Víctor (Ricardo Polanco), hijo huraño del agente funerario de la localidad Zepeda (Juan Carlos Barreto), juega con las muñecas clásicas Barby y Ken deterritorializadoramente insertadas en insólitas secuencias de espeluznante animación gore (ella de cabello rojo huyendo despavorida y cayendo por el bosque negro, él alcanzándola feroz y tajándola a pioletazos en el estómago destripándose), esmerada y cariñosamente filmadas cuadro por cuadro, a la vez que el muchacho sospechosamente oscuro se enfrenta a su hostil Profesor de matemáticas Magaña (un barboncillo Julio Bracho cada vez más repelente) y se hace proteger por el amable Prefecto director postrero de su estirpe Domínguez (Plutarco Haza relamidamente odioso), sin dejar por ello de encargarse de embalsamar clandestinamente a todos los fallecidos del pueblo, incluyendo a la chava aparecida, como de costumbre, en oculta sustitución de su padre trastornado hasta la parálisis por la culpa de la vieja muerte de su esposa en un accidente. Pero, a su lado, una sola persona asistirá contrita y distante al sepelio tan diferido de la olvidada y nunca llorada muertita que emergió a la superficie sobre la sal meses después de fallecida: su excompañera de preparatoria y meserita de cafetín con cabello rojo Isabel (Irene Azuela soberbia en el desamparo), de la que estaba enamorado en silencio y a quien espiaba a la salida del nocturno turno laboral; ahora tendrá oportunidad de aproximarse un poco más a ella, y bastará con un asomo de caricia pesarosa sobre un hombro para que el joven varón empiece a encontrarla por calculada casualidad en todas partes, de preferencia en el cementerio y en la cita concertada dentro del Café de la Sal (“Todos tienen su teoría sobre las muertas, ¿cuál es la tuya?”), intentar ampararla (“Tal vez yo no merezca que me cuiden”), pedirle prestada la carroza fúnebre al padre desplazado / autoexcluido para seguir al taxi noctívago de ella y descubrir con sorpresa airada su segunda vida como la sensual Celeste, bailarina estrella del antro El Cielo, friquearla en pleno striptease sicalíptico, agredir físicamente al profe Magaña a quien ella hacía un servicio en privado y motivar su sañosa expulsión del lugar a puntapiés salvajes ya sobre las baldosas callejeras.

 

Mientras tanto, al lado de secuencias oníricas con alguna robusta difunta que resucita en la plancha para impedir su preparación funeraria y el resurgimiento de alguna reprochosa examante enterrada en archivos burocráticos que parecen pertenecer a la ultratumba kafkiana de la SEP (Blanca Guerra), despojos macabros de otras jevencitas perdidas seguirán reapareciendo. En especial los que macabronamente encuentra más allá del extremo sur del encuadre de una niñita que seguía la cadena de una medallita hallada en la rivera de un río. En medio de infinidad de incidentes y asedios peligrosos, luego del interrogatorio a una jamona bibliotecaria extemporáneamente coqueta y al traumatizado padre estoico de una desaparecida, cierta colección de expedientes salvados del incendio de la antigua escuela y revelados por el encogido Víctor en el tapanco de la nueva, se irán despejando las incógnitas criminológicas para el Comandante, quien al grito de “Sigue las pistas” que lo separa y contrapone a su sometido colega Salazar, cerrará sus ilegales pinzas sobre el verdadero asesino serial: el decadente Prefecto Domínguez con el cuerpo aún allagado a resultas de la escolar quemazón provocada, exseductor de todas las chicas desaparecidas (incluyendo a Isabel, quien había pegado los llamativos volantes con foto y añadido el número de su celular oculto) e incluso responsable del examen positivo de embarazo de una de ellas. A punto de escapar a la capital (“Me voy mañana” / “Ya es mañana”), Isabel será acribillada desnuda y aun así, en una mazmorra infecta, atada junto con su noviecito santo, seguirá siendo interrogada y sometida a tortura por el desalmado multihomicida, quien culminará sus días a manos del agente chilango que dará su vida por morir matando en las cabañas y caminos infestados de la vieja salinera-pulpo que gana batallas delicuescentes hasta después de expropiada.

Aquí pues, empezando por el escenario magnífico de la salinera en sí, que se valora espléndidamente durante las primeras secuencias en exteriores y se recorre en fabulosas tomas aéreas en el arribo del Comandante, todo tiene que ver con la sal, sin embargo o consecuentemente, pues el desarrollo del relato se topa por doquier con la justeza de la salación, una justeza de la salación que se filtra por todas partes y quiere echarle sal a las sorpresivas, abundantes heridas que el filme se infiere tan comprometida cuan desvariantemente a sí mismo: la herida de las imágenes suntuosas, la herida caracterológica, su herida esencial como thriller y la herida de su humor sádico.

La herida de las imágenes suntuosamente jadeadas más que registradas por el cinefotógrafo ígneo Serguéi Saldívar Tanaka muestra, manifiesta, hace patente y alardea una fervorosa salinidad esencial que sólo piensa en establecer contrastes entre el esplendor magnificente de los exteriores y la asfixiada oscuridad luctuosa-soporífera de los interiores, admitiendo un leitmotiv que va más allá de la amenaza metafórica para tornarse el signo mismo de los sofrenados impulsos vitales que dominan en el lugar: suntuosas aves de rapiña posándose sobre la intemperie atardecida o en el despoblado de postes suburbanos en cuyas cimas ha formado ya colosales nidos inalcanzables, y admitiendo que las escenas con macro animadas sean las únicas secuencias del filme tan brutales como las apariciones de los no-cuerpos putrefactos.

La herida caracterológica concede que todos los personajes están salados, aunque admite que “ser raros no los hace culpables”, por lo que poco le importará a la trama haber erigido al funerario adolescente (émulo agigantado de El embalsamador del enanizante Garrone, 2002) en el mejor postulante mexicano a sustituto del Anthony Perkins de Psicosis (Hitchcock, 1960) porque “Sólo eres un niño confundido que quiere a su mamá” aunque sea en tierna foto familiar omnipresente, o haber convertido a ese estragado Zurita en digno recogedor humanístico de algunas escorias reumáticas del Clint Eastwood por Eastwood septuagenario, o haber elevado casi a la sublimidad de los Amantes Malditos a la ignominia de esos amantes homologados por la inadaptación, o haber redimido a las víctimas de presentes y pasados feminicidios expiatorios por medio de “la mosquita muerta que quemó la escuela” y haber transformado al desquiciante / desquiciado verdugo serial en un muñeco Ken que se ha corporeizado para darle pioletazos en la mano al chavo que se rehúsa a cooperar traidoramente.

Entonces, la herida del thriller produce aquí una especie de cristalizado thriller salino, un poliédrico thriller de terror salinoso más atmosférico que hard o light, un salado thriller menos perverso a lo Lynch que malvado a lo hermanos Cohen, un thriller más allá de su cine-quizz o su rompecabezas policial deglutetodo, un thriller víctima de su propia salación al grado de no ser distribuido internacionalmente por sus productores transnacionales estadunidenses que prefirieron retener los derechos de su acezante construcción genérica para pretender rodarle un remake en inglés con actores estadunidenses, un thriller tan hermético cuan emético, un thriller atípico en gran medida por sus dosificadísimos intermedios de minishow pornogore animado que hacen avanzar la introspección adolescente, un thriller mordiente y doliente, un thriller de siempre turbia naturaleza febril faulkneriana a medio camino entre la aterrizada decadencia de los ángeles empañados aún más venidos a menos de Pylon (o Los demonios del aire de Sirk, 1958) y las finisemanarias intrigas familiares de los empresarios petroleros de Escrito en el viento (Sirk, 1957) o del interminable TVculebrón Dallas de los años setenta-ochenta; un retorcido thriller negrísimo en forma y contenido, cuyas claves se hallarán haciendo punciones en reminiscencias subcutáneas y enrarecidas, en desgarramientos refrenados que ofrecen explicaciones, y a través de las pistas más pertinentes / impertinentes de las pesquisas. Un thriller con suicidas cambios de velocidad e intensidad de intriga: de un arranque abismal a una especie de precuela de Backyard (El traspatio) (Berman-Carrera, 2008) cual queriendo metaforizar las existentes Muertas de Juárez tanto como un posible brote de otras, de ahí a cierto seguimiento psicologizante de un grupo de personajillos agarrados de bajada, luego a una apasionante intriga intrincada, en seguida a un tétrico cine pasional exasperado, y así sucesivamente. Un thriller con violencia estancada en la sal narradora y recubierta o minada para ser semiconservada por la sal supranarrativa. Un thriller de sofocantes pasiones puestas al descubierto tras haber sido desviadas con dureza salina, haz de misterios sinuosos a final de cuentas tan evidentes como las laberínticas galerías a la intemperie de una explanada-mina de sal e irresolubles enigmas rebosando falsas pistas salinas a granel.