La justeza del cine mexicano

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¿Chantaje de la sencillez? ¿Chantaje del supuesto estado de inocencia de los supuestos buenos salvajes chiapanecos en trance de tomar conciencia de ello? ¿Chantaje político bienintencionado y en el fondo inofensivo? Quien tendrá argumental, dramática, epopopéyica e historiográficamente la última palabra en Corazón del tiempo será la fuerza de la realidad emplazada en la violencia, sacudida y siempre amenazada por ésta. Luego de la embestida del Ejército Federal, Sonia se verá orillada, en contra de su terca resolución inicial, a lanzarse, también ella, a la montaña, con su amado (“Nada quiero mío, sólo vos”, le susurraba él, más que convincente). ¿No que no? ¿Y si toda la película no fuera más que un mero vehículo-pretexto involutivo / evolutivo para culminar con la hembra más que hembra siguiendo a su hombre muy hombre adónde sea, cual catrina de pueblo María Félix secundando y escoltando a su fierecillo domado con cananas Pedro Armendáriz en el sublime ridículo neomachista de la aún así bellísima Enamorada de Emilio Fernández (1946)?

Y la justeza del neo-neozapatismo era ante todo una búsqueda combativa de comunicación directa y accesible siempre inasible, una mostrenca conjuración del panfleto narrativo, un muestrario y un compendio y un dechado de buenas intenciones semifallidas (o acertadas a medias, como quiera verse), un amartelamiento cotidiano vuelto historia de amor admirable que no reboza muerte sino alegría sonriente y esperanza autoexcitada, una titubeante tentaleante plástica liricoide a flor de piel (para sustituir a la flotante del valioso referente olvidado supraetnográfico Juan Pérez Jolote de Archibaldo Burns, 1973), un experimento de autogestión social aquí innovador dentro de la infracultura a la luz del sol, un ínfimo pero veraz respaldo insurrecto, un llamado a la solidaridad con la causa pionera de cuyo éxito o fracaso hoy por hoy (según sus creadores) “depende el futuro del país”, un parto de la nueva modernidad indígena aún marcada por la desesperación real y expresiva, un conmovedor caso de Rey Midas Revolucionario al revés, un fuerte oratorio idílico que hace apreciar ideológicamente aun aquello con lo que se puede disentir estéticamente (diríamos invirtiendo una fórmula del historiador argentino César Maranghello), una noveleta-testimonio caída más allá de su función doctrinaria y su poder de alegato original.

La justeza del antisuperheroísmo

Enclenque y flaco casi esquelético pero ostentoso protector de la humanidad, con barba mal afeitada y gafas negras, gabardina larga y gorra de aviador, el presunto superhéroe con apantalladora tarjeta profesional de american psycho Sacro (Julio Bracho) es convocado a una mesa de consejo en la gran urbe violenta de Latinópolis y contratado por el empresario Dominio (Plutarco Haza), explotador presidente de la megacompañía monopólica de comida rápida Ultrasán-dwich para realizar la misión imposible de vencer y exterminar a la Muerte, con lo que Sacro se haría digno del amor de una Bella televisiva a la que aún no conoce personalmente pero que Dominio promete presentarle. Siempre añorando el hallazgo romántico inasequible de una mujer ideal, entra en complicidad con el rechoncho cazador de ángeles Caos (Jorge Zárate) cuyo infamante libro harrypotteresco Todas las netas del planeta le revela los cuatro pasos previos a seguir para enfrentarse a la muerte sin morir en el intento (sacrificar a una virgen para extirpar su corazón y bañarse en su sangre para protección, atrapar a un ángel y con sus alas confeccionar un chaleco antimuerte, hacer con sus ojos las balas mortíferas contra la muerte, moler los huesos del ángel y comérselos para obtener valor y fuerza), y luego lo acompaña en su cometido, mientras rondan asediantes a su alrededor otros personajes excéntricos no menos importantes, como la ubicua TVreportera sexosopelandruja rubia invariablemente bocabajeada y jamás tomada en serio ni amorosa ni laboralmente ni como persona Bella de la Luz (Ludwika Paleta), el colérico empresario explotador de profesión Susión (Ernesto Yáñez) cuyo negocio consiste en hacer inventar ángeles de alquiler con sagradas alas falsas para hacer llegar mensajes al Más Allá a través de moribundos vueltos ángeles mensajeros ad hoc, la exmonja beata Concepción (Talía Marcela) y el taxista paralítico Luciano (Carlos Serrato) en pos de su represiva redención, el atracador malvado Pedro Pablo (Miguel Couturier) irrumpiendo con la maleta del último botín en el regio monasterio de su hermano gemelo idéntico: el cura mediático Pablo Pedro (Miguel Couturier otra vez) que anuncia el fin del mundo por TV, y la joven pareja de enamorados globalifóbicos Susana (Carolina Jaramillo) y Miguel (Jorge Soto), quienes pronto andarán a la ardua aunque copuladora búsqueda de una misteriosamente desaparecida hermana Elena (Leslie Montero), asesinada por los intrépidos Sacro y Caos al pretender ejecutar los preparativos para blindarse antes de arremeter contra la muerte, y en cuyo transcurso han debido recurrir, a la búsqueda de presas célibes, con la proxeneta vendevirginidades Amasia (Jacqueline Voltaire) hasta del travesti Sacha (Julio Lechuga), y al final de los cuales serán víctimas de una peligrosa intoxicación por ingerir polvo de ángel falso e irán a dar al hospital del doctor frankensteiniano (Patricio Castillo), quien, tras la oportuna evasión del superhéroe en pleno rapto de hidalguía desentendida (“Debo cumplir mi misión”), se ensañará con su acompañante, trasplantándole un cerebro de cadáver dañado que no sólo le hará olvidar puntualmente su designio, sino lo dejará idiotizado, monstrificado y vomitante a perpetuidad, para regocijo de la aguerrida defensora a ultranza de la santa muerte Gabriela (Idalmis del Risco) que pretende impedir como sea la consumación de tamaña atrocidad proyectada.

Luego de un fracasado primer enfrentamiento del temerario pero deficiente Sacro con el Luchador Muerte (L. A. Park) más que sorprendido (“¿Quién es este tipo?”) en su ring de entrenamiento campestre, el superhéroe y Dominio modificarán su estrategia, pretendiendo ahora debilitar a la Muerte por exceso de trabajo, para lo cual lanzan ataques terroristas con bombas a siete ciudades del orbe (“Sólo civilizaciones salvajes” sicazo), como preámbulo a la guerra mundial con armas biológicas planeada por Dominio dentro de su doble juego, en realidad allanando el camino para vender masivamente una nueva vacuna antibacterial como salvador antídoto único. Finalmente, el presunto superhéroe Sacro se enfrentará sobre un ring oficial de lucha libre con la Muerte enmascarada y estará a punto de derrotarla, pero desencadenando una caótica persecución apoteótica en la que participarán todos los personajes del filme, incluso el trepanado Caos sacando la lengua al echar tiros con su pistolón al lado de la beata mayor que hace lo propio mostrando una estampita bendita de la Santa Muerte, y cuyo desenlace permitirá que los contendientes heroicos logren el éxito y los villanazos su merecido, coronando la unión victoriosa de Sacro con su Bella por fin hallada, rescatada de los infiernos y conquistada.

En la magna coproducción mexicano-colombiana Polvo de ángel, antes El ángel, la muerte y el cazador (Séptimo Arte – Talento Post – Fidecine : Imcine – Gecisa International – Promotora La Vida es Bella – La Isla a Mediodía – Crear TeVe-Fondo Ibermedia, 110 minutos, 2006-2010), trepidante e inclasificable quinto largometraje del excuequero autor total sinaloense y exdirector del Festival de Cine de Mazatlán de 57 años Óscar Blancarte (El Jinete de la Divina Providencia, 1988; Dulces compañías, 1994; Entre la tarde y la noche, 2000), todo gira en torno a una deliberadamente erizada y erizante galería de personajes disparatados, que articulan la película, la exasperan, la hacen delirar, la descuartizan, la deshacen y la destruyen, a imagen y semejanza de aventureros con tendencia a que sus deseos les salgan de la peor manera posible, al interior de una elaboradísima estructura errática, formal y narrativamente más caricaturesca que épica, compuesta por historias que se entrecruzan como las miméticas pistolas apuntadas a la hongkonguesa right between the eyes del respectivo adversario, y por incontables episodios excesivos donde cada episodio funciona a la vez como un relato casi independiente y como parte operativa del conjunto que integra la película, volcada hacia una fábula desmitificadora de los superhéroes y devorando / autodevorando su propio prurito de justeza, como sigue.

La justeza del antisuperheroísmo recurre cada cuando a la tira de historietas, tanto para completarse y desbordarse como para suplementarse, mostrando gráficamente todo aquello que le resulta difícil de representar, jamás obviable mediante una elipsis o en definitiva irrepresentable (descuartizamiento del falso ángel, divisamiento con anteojo largavista desde una cascada). Animación-prólogo y animaciones intermezzi (cópula gozosa con cabeza hacia atrás de los chavos activistas ecologistas, coreografía de pistolones del anacrónico Boogie el Aceitoso en deleznable versión fílmica y así) sobrecargados con ruideros metálico-percutivos (música concreta y de la otra, o más bien partitura sonora, de David Burbano). Globitos estallados que denuncian el secreto pensamiento inconfesable de los hipócritas personajes odiadores o emboscados de tiempo completo (“Este tipo es un cabrón” / “Esta noche habrá un ángel menos en el cielo” / “Pasaré a la Historia con esta chingona operación” / “¿Por qué tengo tanto pegue con los locos?”). Letreros estridentes de “¡¡¡Sock!!!” y “¡¡¡Pack!!!” dibujados a medio fotograma a lo Corre Lola corre (Tom Tykwer, 1998). Fratricidio en silueta (escarlata) a lo Dolores del Río en La otra de Roberto Gavaldón (1946). Buitres con gabardinas inmensas y fálicos fusiles de spaghetti western erectos y escupefuego a la menor provocación, balas inflamables al tocar cuerpo, atufadoras complicaciones rocambolescas de la intriga, concertaceciones en el sofocante baño de vapor et al. ¿Nostalgia o envidia de la manga japonesa, de la moda alternativa bombástica, de las adaptaciones al ánime de alguna saga de videojuegos, de las mitológicas fantasías-punk más allá de los transferibles afanes-clon de Blancarte tipo La chica del tanque (Rachel Talalay, 1995) y las novelas gráficas para adolescentes en revuelta visual, de los comics vesánicos de culto antes subterráneo que ya se atreve a decir su nombre y organizar ferias y festivales y torneos? ¿Toques lustrosos de barroquismo adicional, que se añaden graciosamente al abigarramiento amorfo y ya muerto de las viejas series B o Z supervitaminadas y anabolizadas, como diría el colega español Jaime Pena?

 

La justeza del antisuperheroísmo se afirma como un ensayo-fantasía irritante sobre el mundo estereotipado y falso de las historietas y de los filmes y de los imaginarios vitales cotidianos en ellas inspirado. El archidependiente y fallidísimo superhéroe está medio venático medio deschavetado, pero por encima de todo lo aqueja un intemperante narcisismo consuetudinario y sin cura posible, un narcisismo inmejorablemente manifiesto en su aerodinámico auto blanco y su manía de beber leche embotellada en un biberón inextirpable, un narcisismo en absoluto insoportable e incontrolado y bueno para nada. Aparte de la semejanza de sus aventuras con las arcaicas fundacionales de Santo el Enmascarado de Plata, es exhibicionista a rabiar y tiene visos, alardes idealistas y desplante invencible de un invisible e inservible Quijote moderno, el renovado estrafalario por antonomasia y gracias a sus exaltadas formas y afanes alterados. Como buen caballero se consigue su hiperchafa escudero Sancho Panza hecho un caos hasta de apelativo, para cruzar raudos las carreteras latinopólicas, y por añadidura persigue a su inalcanzable sublime Dulcinea hasta localizar sobre un altar del averno a su Bella semidesnuda, regordeta, insegura emotiva, vulgarzona, incallable y sin bozal. La idea genial de hacer coexistir la dulzura angelical con la furia luciferina se ha convertido en la seducción de la dulzura luciferina por la furia angelical.

La justeza del antisuperheroísmo remite sin confesarlo ni restregarlo a otras ilustres genealogías. No sólo están presentes las evidentes referencias aventureras a la obra maestra de Cervantes. Mucho más veladas están las que remiten, tan recóndita y en clave cuan denodadamente, a la novela pastoril española y francesa del siglo barroco (la Diana de Montemayor, la Astrea de D’Urfe e incluso la Galatea del mismo Cervantes), a los géneros preciosos y a la narración idealista precaballeresca. De ellos parecen provenir la sensualidad sumergida pero exacerbada que lleva perentoriamente a un misticismo ascendente / descendente, si bien pasando por la honesta amistad, surgida de la estimación instantánea y fundada sobre el mérito, la complicidad y el temor; el idilio insípido que se cree análisis amatorio y amor loco avant la lettre; la sustitución de la capa y la espada por el plomo y los plomazos al menor motivo o sinrazón; las numerosas intrigas que se entrelazan, mucho antes que nadie pensara ni concibiera ni proclamara la hegemonía de las Vidas cruzadas (Robert Altman, 1993); el desdén por la lengua y el lenguaje fílmicos comunes (con su realismo en primeras o segundas instancias); el castigo satírico a toda suerte de refinamiento per se (abstracto o altocultista); los tópicos de la historieta y la ciencia-ficción populares manejados como una jerga particular cualquiera, y por supuesto, el gusto entre delicioso y maniático o atávico por las proezas más grandes que la naturaleza que deben realizar los superhéroes infraheroicos, tanto como las pruebas que deben atravesar los amantes para estar juntos, más allá de malentendidos, azares, maldiciones, hechizos y contiendas armadas o a puño o a costalazo limpio.

La justeza del antisuperheroísmo multiplica incansables inalcanzables alusiones cultistas u ocultistas por igual, cual si tendiera trampas para demostrar su diversificadora vivacidad ante ella misma. Trama que nunca acaba de arrancar ni de presentar atiborradoramente nuevos personajes con nombre, edad y profesión. Diálogos rimbombantes de historieta (“¿Está preparado para lo peor?” / “Lo peor es mi segundo apellido”). Fotografía manierista del veterano excuequense Arturo de la Rosa. Escenografías decoradas con paredes-diorama. Iluminación irrealista con luces crudas emitidas hasta por el mobiliario. Pantallas divididas para adorar / desafiar a la acariciable estatuilla repulsiva de la Santa Muerte en el mercado o leer la apabullante tarjeta de visita de Sacro o TVentrevistar a compradores compulsivos de supermercado con escenas de catástrofes bélicas. Tugurios y escaleras expresionistas aunque de colores rutilantes. Guarida-baticueva-bunker palaciego de Sacro bautizado con un callejero 666. Reiteraciones cabalísticas del 7 hasta en la cifra del cheque abierto que apenas recibido hace arder el héroe para demostrar su incorruptible desinterés idealista (que lo presenten con Bella).

La justeza del antisuperheroísmo sólo existe en función de la arbitrariedad, la anarquía y el disparate. Arbitrario de un dédalo de absurdos y un laberíntico túnel del averno ficticio que rebosa y emite despropósitos cual escupitinas conceptuales. Anárquico pesadillesco y desbocado, lleno de saetas de todo tipo: históricas (mensaje hacia el más allá: “Que chinguen a su madre los talibanes”), culturales (chal palestino para acometer el sacrificio humano, omnipresencia de la marca Ultrasándwich hasta en las casetas telefónicas al modo de Telcel), ideológicas (“Para mí la única civilización que existe es la del mercado”, afirma con preclaro orgullo Dominio), éticas (“El bien y mal son la misma maldita cosa”, espeta en su TVintervención Pablo Pedro usurpando el lugar de Pedro Pablo), políticas (atraco a mano armada usando máscaras hermanadas de George W. Bush y Saddam Hussein) y sociales (manifestación en la comandancia policiaca de sexoservidoras unidas que jamás serán vencidas). Disparate de inverosimilitudes contundentemente puestas en escena en 68 locaciones distintas de Bogotá y el DF más los alrededores de ambas ciudades aquí irreconocibles, con mordaza y envío, sincréticas, crispadas e intercambiables. Así se socava el relato al tiempo que se simula desarrollarlo y construirlo. Una trama clásica despatarrada y vuelta del revés, un cuento de hadas destripado y roto en una de las películas más libres y fracturadas que ha ofrecido el más audaz e inasible cine mexicano actual, sin miedo al ridículo y con buen estilo paródico, enorme capacidad de imagen, fotogenia con vapores azufrosos, peligros góticos hipermodernos (hipermediáticos / hiperindividualistas / hipercomplejos), categórico tratamiento polifónico, desvariante irremediable humor masoquista y gracia hipotética. Así la grotecidad se vuelve a apoderar, pero ahora voluntaria y suicidamente, de un filme del consistente y siempre imprevisible original Oscarín Blancarte, regresando a su inicial Que me maten de una vez (1985), aunque a un nivel expresivo innegablemente superior, hasta el desperdicio intolerable.

La justeza del antisuperheroísmo disemina con notable falta de tino subrepticio ciertos rasgos cruciales de narcogracejadas próximas al narconirismo. Narcosuicidio desde las alturas de unos femeninos zapatos rojos bajo una lluvia de característicos polvitos blancos en lugar de nieve. Narcoinvocaciones continuas al culto de la Santa Muerte, patrona indiscriminadora de los delincuentes, los asesinos y los narcos. Pasos homicidas y dogmáticamente esotéricos para lograr que la muerte les pele los dientes, muy al modo juarense de una narcoiniciación criminal. Baño en la sangre que volvía invulnerable al legendario Sigfrido, ahora convertido, para el narcoestragado Sacro y su narcocínico amigo Caos, en un ávido cocazo narcosniffeando varias líneas polvo de ángel, quedando ambos narcodesmantelados, prácticamente aniquilados, en agonía. Narconerviosismo durante los saqueos urbanos de un archiagitado comprador compulsivo (Julio Escallón) que grita narcoimproperios ultracalderonistas (“Esta guerra es una confabulación de los negros con los latinos para acabar con Latinópolis”) a nuestra Bella TVentrevistadora en los pasillos del supermercado prácticamente sujeto al saqueo. Y así sucesivamente, echando narcobaba por las bocas a dúo en la ambulancia y rizando a escondidas demasiado evidentes el narcorrizo enarbolado desde el narcotítulo mismo del filme.

Y la justeza del antisuperheroísmo era ante todo una película-objeto inaguantable y casi inexhibible (sólo en una cuarteta de inaccesibles cines periféricos por decisión del Dominio de las cuatro exhibidoras dominantes), un sucedáneo magnífico del superochazo nostálgicamente omnirreverente (tipo Un toke de roc de Sergio García, 1988), una joya ignorada del cine-geek que deliberadamente destaca con hedor propio en la banda adulta allí donde sólo habían logrado hacerlo entre pedo y pedo coproinfantilistas productos infantiles con infantes para infantes como La piedra mágica (Robert Rodríguez, 2009), una antípoda de las fábulas alegóricas en vena indigenista naïve a la Corkidi (de Auandar Anapu, 1974, a Las Lupitas, 1984) o simbólicas de pastorela (Santo Luzbel de Miguel Sabido, 1996) o mágico-esteticista (Historia del desencanto de Alejandro Valle y Felipe Gómez, 2000-2005), un irritante atropello al arte posmoderno con mayúscula y a la imaginación común (con mocos y a lo loco, hubiera escrito el exigente colega argentino Juan Pablo Martínez de El amante), un infame parathriller metafísico a huevo y seudotrascendente a nivel hermanado con el de las fechorías mexicanas de la ETA Todos los días son tuyos (José Luis Gutiérrez Arias, 2007) pero cuánto menos cretinosolemne, un filme-migraña perfecto que rompía el récord de impeler a abandonar la sala desde los primeros minutos y a sostener ese inefable impulso autodefensivo hasta su conclusión de conclusiones periodísticas posrelato en las ocho columnas del símil verosímil Latinópolis News, una reinvención del esperpento (¿un neoesperpento de butifarra?) por vías del todo inopinadas.