La justeza del cine mexicano

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La justeza del horrimaginario secreta una historia a final de cuentas multidimensional y polisémica, que le da la razón a todo y a todos, tan sarcástica cuan puntualmente la razón a todos, no solamente a los mecanismos profundos del cine mágico en esencia (posesión ultraterrena absolutamente irracional, narración indirecta plagada de exageraciones, cuidado de factores y detalles inquietantes, vocación del mal, recurso a la magia negra y a exóticos conjuros arcanobrujeriles), sino también a todos los personajes representantes de fuerzas sociales y saberes expertos (además de la psicóloga infantil y el artista plástico señalados, un doctor, un profesor y un inspector de policía) que confluyen en el relato. A fin de cuentas tienen la razón las supercherías pueblerinas de los repulsivos sirvientes atropellantemente ignaros y retrógradas Soledad y Germán. A fin de cuentas tienen la razón el padre y la madrastra preocupados por el bienestar y el destino fatal de la pequeña huraña. A fin de cuentas tienen la razón tanto los diagnósticos que recitaba nuestra psicóloga infantil al dictáfono (depresión crónica, probables alucinaciones por llamar la atención, necesidad de afecto, imparable e irreversible proceso de desintegración) como las premonitorias especulaciones sobre el terror innato que hacía en su conferencia magistral interruptus del arranque narrativo (“El terror como tal no existe, es una abstracción; se forma en la mente antes de tener noción de nosotros mismos como individuos; dicen que el feto siente un miedo profundo en la soledad del útero”). A fin de cuentas tiene la razón la leyenda verbal que rodeaba desde hace siete siglos a la estatua, consagrada más que maldecida consagrada a la espera de la resurrección del Padre brujo que hace siete siglos había encomendado a su hijo la custodia de su libro de magia antes de ser ejecutado. Pero sobre todo, a fin de cuentas tiene la razón la niña, puesto que la suma de todas estas anomalías, carencias y condicionamientos producen monstruos, monstruos fuera de control e imposibles de atajar en su calvario gozoso-trágico, en su camino al autosacrificio compartido con el irrenunciable ente de piedra.

La justeza del horrimaginario rechaza hacer cualquier género de vivisección infantil. Una vez que todas las hipótesis, todos los oscurantismos, todas las subjetividades, todas las fantasías se comprueban, la niña elusiva y su mirada angélico / satánica siempre congeladoramente clavada sobre otra por ella debilitada se afirman como cuerpos privilegiados de una estatuaria fantasía cotidiana, ancestral lentísima, con pedestal de granito, que parecería cogerla del brazo, iluminarla imaginándose allí dentro, disfrutarla mediante la observación, inventarle nombres y destinos, para compartir con ella lecturas y vínculos más reales que los del parentesco, incluirla en otra mejor familia virtual y virtuosa, sentarla a una mesa pétrea y vegetal cual secreto trazo de signos, contestarle tácitamente el porqué de todo sin habérselo preguntado, restarle el miedo primordial, estrecharle y reducirle el número de cosas que le preocupan o interesan, abrazarla sin despertarle la excitación agalmatofílica de los hiperestésicos ante las estatuas, seguirla en lo improbable hecho posible, infundirle confianza en los más excepcionales valores comunes, otorgarle el conocimiento que sólo recibimos de la existencia demasiado tarde o nunca, mecerla en el sombrío vaivén de las astucias ocultas y el cálido encuentro de las tinieblas neblinosas, hacerle perder gradualmente cualquier sentido / sinsentido que ya poseyera, hacerla renacer en otro orden menos amargo pero inevitable.

Y la justeza del horrimaginario era ante todo un horizonte narrativo puramente fantasmal, una poética del espacio subjetivo con dimensiones ligeramente épicas (que se complacen en la cuenta hasta veinte para buscar a Hugo y buscar inmortalizarlo), una serie de presagios verificados más allá de la destrucción propia y ajena (aunque “Hugo sí puede evitar lo que quiera”), un esplendor legendario-fantástico edificado sobre el vacío de un mundo unilateral, una combinatoria de imperativos elementos macabros que da como resultado alguna que otra confirmación desolada e irreversible (“La niña está embrujada y su corazón se está pudriendo”), un cuento cinematográfico que se ha ganado por nocaut (y no por puntaje a la manera de la novela) tal como lo pedía Cortázar, una pieza terrorífica de cámara en ambas connotaciones semánticas del término, una tormenta en cierto vaso de agua transformado en inmutable jardín de mansión inabarcable una evidencia de búsquedas formales alrededor de los ecos sonoros, una película de mujeres con materializados deseos fijos en cierta inolvidable maldita temible mirada infantil ominisapiente negativoedificante y final, un audaz y cerrado hurgamiento asertivo en la naturaleza última del miedo y sus consecuencias, un subcutáneo retorno a los orígenes del terror.

La justeza de la pedofilia

Tiene todo para ser feliz, pero no puede lograr la felicidad.

Tiene todo para ser feliz hasta el empalago, un empleo creativo donde es valorada y respetada, el comprensivo marido René (Fernando Carrillo) que la ama y admira y apoya en lo que sea incluyendo lo incomprensible o erróneo, la hijita encantadora Lorena (Estefanía Guadarrama) que se esfuerza por seguir sus radiantes pasos de entusiasta niña danzarina (“Soy una princesa bailarina que puede volar con sus alas de a mentiras”), pero la joven y prometedora profesionista destacada Paulina (Vanesa Cian-gherotti demasiados años y kilos después de su chispeante sexoanimalillo en la trampa de la seducción / autoseducción alcohólica de Paty chula de Francisco Munguía, 1991) no puede lograr la felicidad, porque está traumatizada, shockeada, deshecha de antemano, bloqueada, lastrada, asaltada a cada momento por la experiencia traumática de una violación sexual que sufrió de niña, y la obligación de guardar silencio sobre ello, cuando aún era la chicuela demandante de afecto Paulinita (Alondra Guadarrama), a manos de su adorado Tío Manuel (Ramiro Huerta), quien irónicamente era un joven psicólogo infantil recién graduado en España y el único adulto con el que podía jugar, comunicarse (“Soy el príncipe del castillo”) y salir a pasear, en vista de la desatención de sus padres invariablemente superocupados, la frívola hueca Regina (Diana Golden) que sólo pensaba en las amistades con quienes jugaba a las cartas y el fútil bolsón Julio (David Ostrosky), concentrado en sus intocables armas de fuego para practicar la cacería, que confiadamente dejaron a la pequeña encargada con el hermano menor paterno durante el viaje de placer a Houston que plantearía la mejor ocasión (“Le haces caso a tu tío”) para el ultraje y el sometimiento infantiles (“Tu tío te hace esto porque te quiere, es un secreto entre tú y yo”).

Tiene todo para ser feliz hasta el hastío mundano, pero Paulina mujer con próspero hogar y matrimonio estable, entra en crisis incontenible cuando su hijita alcanza la edad que ella tenía en la época en que fue violada, no tolera que su abnegado esposo se entretenga en juegos demasiado físicos con la peque (“Está bien, no la toco, no la toco”), le gritonea públicamente en un centro comercial a ese hombre incapaz de entenderla (“Es que no es lógico que una mujer tan brillante, de la noche a la mañana...” / “Déjame en paz”), cae en el alcoholismo compulsivo, en la apatía, en el intento de suicidio, dentro de una espiral descendente que sólo pueden parar... los consejos religiosos cristianos de una caritativa y preocupada compañera de trabajo que se apiada de ella y la inicia en el culto durante una excursión de parejas.

Tiene todo para ser feliz hasta el empacho divino, pero no basta con la devoción y el acto de contrición; aún falta que Paulina consiga acceder al perdón de sus culpas y temor y rencores perdonando al culpable de ellos (“Si no limpias tu herida interior con el perdón, se te va a infectar con el resentimiento”), enfrentándose a un tío Manuel ya canoso, el mismo que la torturaba con amenazas (“Tú me provocaste, si se enteran tus papás ya no te van a querer”) y a quien hoy, sin embargo, en un último rapto de sagrada locura momentánea, memoriosa y regresiva, estará a punto de balear con una pistola de la colección paterna en el patio de la escuela primaria donde el muy ojetazo trabaja rodeado de profes y niños que lo veneran, y entonces sí quedará a salvo de sí misma; aunque, en un lugar cercano y a simultáneo el turbio capo viejorrón de sórdido abrigo inapelablemente característico Guillermo Zetina (Manuel Ojeda sensacional malditamente avejentado) protagonice, con todos sus detalles y derivaciones, una historia de abuso de menores en serie, contando con la complicidad de los casi mendicantes padres de sus tiernas víctimas (un aquiescente chamaquito callejero por él protegido, una hermanita suya contratada como sirvientita rejega) y la connivencia de las autoridades judiciales corruptas a la hora de prorrumpir libre después de una denuncia femenina valerosa y fundamentada.

En Secretos de familia (Armagedon Films – Fidecine : Imcine, 95 minutos, 2009), cuarto largometraje confesional con apoyo oficialista del ex TVcachún coahuilense de 53 años Paco del Toro (Punto y aparte, 2002; Cicatrices, 2005; La Santa Muerte, 2007), hay que abrirse paso a través de la tupida espesura y la maraña verborrágica de su infumable retórica sectario-cristiana (“No me siento limpia para acercarme a Él”), con regalo y regado de Biblia devorable y mensajote recitado una y otra vez ad náuseam (“Dios te comprende y te acompaña / Dale una oportunidad a Dios / Puedes seguir por ese camino de amargura o dejar que Dios entre en ti”), entre el husmeo de la sábana orinada por falta tardía en el control de esfínteres (“¿Por qué has cambiado tanto?”) y los dibujos reveladores en la escuelita, entre arrebatos súbitos de llanto (“Vete al diablo / Largo de mi casa / Odio esta vida / A callar, a calar”, me gustas cuando aúllas porque estás como ausente) y continuidad de pannings sobre juguetes tirados y convulsa niña sollozante (“Hazle caso a Manuel que es un experto”), entre la mano horrenda avanzando (“Tranquila, chiquita”) y el sangre-shot del agua de la llave y la niña a solas retorciéndose en su camita (“Ya no quiero, ya no quiero”), para detectar algunas joyitas y avizorar algunos señalamientos oportunos sobre la justeza en el tratamiento del tema de la pedofilia, nunca antes abordado de frente en el cine mexicano actual, bueno, malo o pésimo, punto. Pero la justeza de la pedofilia como texto anecdótico, incallable pretexto glosolálico y práctica truculenta, y no la justeza del abuso en sí, pues no podría haberla por parte de una película que comete flagrante todos los abusos del mundo, en todos los órdenes, registros, discursos y sentidos existentes y posibles, más o menos como sigue.

 

La justeza de la pedofilia determina que, por lo delicado o sensacionalista que sea la naturaleza del tema y por positiva que fuere su rebuscada sutileza, pero no sólo por ello, todo deberá ser, o fingir seguir siendo, indirecto y oblicuo, lo cual contrasta con el esquematismo y la obviedad acostumbradas por el director evangelista por excelencia y nefastez en su cine ficcional explícitamente didáctico-moralistas y sermoneadora-catequísticas sin escrúpulos en torno de temas candentes, pues a nuestra pedofilia presente con todos esos lastres la precedieron, como es sabido y mejor analizado, una película retrógrada contra la legalización del aborto (Punto y aparte), una cinta extemporánea contra el divorcio (Cicatrices) y otra contra las más tortuosas sectas religiosas hoy prosperando en virtud del imparable dominio de la narcoviolencia (La Santa Muerte), que se sueñan reflexiones fundamentales y tajantes como ahora, sobre temas tabú.

La justeza de la pedofilia es belicosa per se, pues, para sostenerse como postura, obra y ejercicio de poder, el fundamentalismo de Del Toro, como de hecho todo pensamiento de derecha en sí, necesita estar siempre declarándole la guerra a algo o a alguien, sea la cruzada mundial supuestamente defensiva contra el terrorismo por parte de Bush, o su reflejo mexicano en la narcoguerra frontal sin estrategias contra el crimen organizado por parte de Calderón, o un poco más modestamente la microguerra estultoproselitista más que íntima contra el aborto / divorcio / Santa Muerte / pedofilia por parte del director de Secretos de familia. De hecho, todo lo que tenía que decir el filme sobre la pedofilia y el abuso de menores, sobre la violencia y la violación, lo dice de manera más o menos tajante y con enorme claridad, en los primeros veinte minutos del relato; el resto será un gran circunloquio y un regodeo efectista y artero, por partida triple, tanto en las repeticiones al infinito del rollo seudorreligioso, como en la invención de otra historia en paralelo sobre la violación de menores solapada por los padres, y como en los azotes íntimos de la protagonista, triturada y escarnecida, con melodramática crueldad y machista saña insistentes (aunque jamás consistentes), vertiginosa, reiterada hasta la saciedad, feriando algunas verdades bien importantes, aunque evidentes, de la bestial plaza, diría Gracián.

La justeza de la pedofilia duplica la pedofilia de la trama acerba con una actitud miméticamente pueril e ilustrativamente elemental al extremo. Pruebas de realidad confabuladas contra la mujer (en manos de un intachable marido omnicomprensivo que jamás la juzga al auxiliarla para superar simplistamente la simplicidad de sus traumas profundos), vivencias desgajadas al borde del desmoronamiento onírico, demostración redoblada hasta la psicosis obsesiva, búsqueda febril de lo siniestro y presuntamente insólito de los síntomas, sentimiento catastrofista que caracteriza las esquizofrenias fílmicas de comienzo agudo, identificación procaz y precozmente mórbida con el objeto satanizado, frustración brusca de las cargas libidinales del espectador, destrucción del propio esquema corporal de las criaturas y de la ficción que las contiene, y así sucesiva y preventivamente.

La justeza de la pedofilia sólo puede gestarse gracias a una autoidealización desmesurada. Sofístico, postizo, lleno de quimeras y simplismos, nuestro Del Toro saltillense debe verse a sí mismo como un novelista del neorrealismo italiano, anterior al fílmico, tipo Guido Piovene o Vasco Pratolini, afrontando valerosamente el mal, avanzando como un explorador en la selva de los temas candentes e inabordables cuando no semiprohibidos hasta antier, o de plano vetados, a los timoratos, a través de lo más intrincado y oscuro del alma humana, corriendo minuciosamente los riesgos y las etapas del desánimo, de las flaquezas y las firmezas de las bellezas de los descubrimientos íntimos, cuando el supuesto lirismo crudo de sus pasajes crea un clima fascinador, o aun cuando la desazón, la crueldad y el descreimiento hagan la atmósfera tan irrespirable como los continuos sofocos de sus criaturas, y todo ello pese a su filia seudorreligiosa y a la fe depositada en sus desvariantes atrofias segurizadoras.

La justeza de la pedofilia cobra infinitesimal veracidad y considerable fuerza diminuta gracias a los innegables mínimos avances gigantescos narrativos del realizador con respecto a sus ampulosas e insufribles cintas precedentes. Un armado estructural a base de vaivenes constantes entre el presente y el pasado (para que éste explique a aquél), súbitos flashbacks e incluso flashazos mentales claramente traumáticos. Hay que reconocerlo, esta cartografía de retornos al pasado y enseguida al presente, de distintas duraciones y sin efecto óptico se despliega y articula con suavidad, soltura y hasta con cierta gracia, gracias sean dadas a la seca excelencia del editor José Luis Maldonado. Cortes directos que van de las páginas del álbum fotográfico de la antigua niña Paulina en tutú de princesita bailarina alada a la figura actual de la niña Lorena, o del hijito de una compañera acremente regañado en la oficina a la intolerable exigencia gritoneante del tío violador ordenando obediencia (“Obedece lo que te digo”). Pero también, enlaces dúctiles que conectan (y prolongan e identifican) en molto legato los juegos físicos actuales de Lorenita trepada de cabeza sobre los hombros de papá René, con los del insospechable hermano-cuñado Manuel dándole volteretas a su encimosa víctima inminente, o más adelante, una vez consumado el delito, el despertar lacrimoso imparable de Paulinita violada por su tío con el denso despertar revulsivo de la sudorosa Paulina adulta. Una cinefotografía estilizada y propositiva, aunque el propósito final de su estilización bastarda no vaya más allá de las imágenes contorsionadas, ineficaces, a veces asquerosas, sistemáticamente difuminadas de Alberto Lee. Y una modélica escena de violación infantil transcurre en off, leída en la tensa mirada fija del tío violador de perfil agitado y contracampos a la niñita semidormida, mano entrando a campo para sólo acariciarle la carita y luego puesta de espaldas so pretexto de masajearla, sobándola, sobándola, sin jamás bajar la cámara ni la guardia púdica de esa liviandad visual.

La justeza de la pedofilia llega, en medio del ridículo, a metamórficas cumbres expresionistas / posexpresionistas / surrealistas sin siquiera darse cuenta de ello. Cuando el pesimismo determinista de los dramas de la calle del cine realista alemán de los lóbregos años veinte (La calle de Karl Grüne, 1924; Asfalto de Joe May, 1929, o Así es la vida de Carl Junghans, 1929) alcanzaba a inundar con su ola autodestructiva hasta la prisión adonde habían caído los héroes ejemplares del cine proletario alemán de fines de esa década (Lamprecht, Zille, Hochbaum, Jutzi), un rayo de luz inundaba de pronto su celda, no en forma de cruz irónica formada por los barrotes para fulminarlos (como en Susana, carne y demonio de Buñuel, 1950), sino en forma del emblema del particular partido político de izquierda que había patrocinado la película y cuyo ingreso y tutela se ofrecían como la máxima opción salvadora, la manera más eficaz para hacerlo desistir de su infame propósito, la única posibilidad redentora a la que podría asirse el obrero en el desespero tentado por el suicidio. Cuando el optimismo edificante de los dramas apologéticos de clase media alta del cine realista amañado de Paco del Toro alcanza a inundar con su ola autodestructiva hasta la prisión mental adonde había caído la heroína ejemplar de Secretos de familia con una pistola en la mano a punto de acribillar al violador que le desgració la vida, un rayo de luz inunda de pronto su rostro a plena luz del día, no en forma de cruz irónica formada por los barrotes para fulminarlos (como en Susana, carne y demonio de Buñuel, 1950), sino en forma del emblema de la particular secta evangélica de ultraderecha oscurantista que ha patrocinado la película y cuyo ingreso y tutela se ofrecían como la máxima opción salvadora, la manera más eficaz para hacerla desistir de su infame propósito, la única posibilidad redentora a la que podría asirse la enceguecida heroína en el autoazotaína tentada por el homicidio. Ese iluminador delirio lumínico sí se ve.

La justeza de la pedofilia quiere pasarse de lista rizando el rizo, sin conseguirlo. Haciendo, por un lado, que el victimario de la violación sexual haya sido también una víctima del abuso genital nada menos que por parte de un hampón amigo de su propio padre, mereciendo su propio flashback (audazmente dentro de otro flashback, al estilo Potocki o clásico negro de El medallón de John Brahm, 1946), su sesión privada de sudores angustiosos para denotar / connotar una terrible lucha interior al cometer su acto abominable y demás. Haciendo, por otro lado, una larga disquisición en paralelo, con la anécdota no menos abominable del vejancón cazainfantes en las banquetas menesterosas, para poner de manifiesto la corrupción imperante en chilangolandia y, por ende generoso, en todo el país. Pero, por más que se agite el relato y se prolongue y ramifique esforzadamente, sólo consigue bordar en su propio lugar común, sin añadir sustancialmente nada decisivo en su discurso circular. De hecho, el tema del abuso sexual infantil que por fatalidad psicológica fabrica muy buenos pedófilos adultos deberá esperar hasta la contundencia del insólito corto de animación Jaulas (Juan José Medina Dávalos, 2009) para ser convincentemente abordado, y la invocación a la impunidad criminal dominante deberá aún tardar un poco más para escapar del tremendista lugar común denunciador / apologético al que hoy se le relega y remite tan circular cuan autofágicamente. De círculo vicioso en autofágico círculo cerrado, Secretos de familia sólo puede aportar, pues, su enorme capacidad insomne para dar vueltas sobre su propia insistencia machacona, sin desarrollo ni variaciones posibles, creyendo hacer proliferar, extender y diversificar sus planteamientos hiperbásicos.

Y la justeza de la pedofilia era ante todo una reproducción aggiornada de viejos prejuicios acendrados, una inusitada capacidad regeneradora / generadora, una astuta emoción diferida, un arriesgado divagante bodrio infecto que pese a todo lograría cierta permanencia y resonancia en alguna baldía cartelera calderonista otoñal mexicana, un irrespirable estropicio por lo demás vagamente ateo en virtud de su irresponsabilidad-boomerang.