La justeza del cine mexicano

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La justeza de la decadencia hace continuas y frecuentes aunque inverificables referencias al pasado. No se trata precisamente de un émulo del legendario Jeff Bridges de Loco corazón (Scott Cooper, 2009). A nadie le consta, pero acaso ayer fue para Pat el frenesí y el paroxismo. Quizá la fama pasajera, el triunfo renovado cada noche que parecía interminable, el arrastre con el público juvenil, la idolatría de bolsillo, la huida a las fans plurihumillables multihumilladas, el negarse a dar entrevistas, el baje inescrupuloso a la mujer del amigo, los arrebatos de divo, las canciones originales (Las hojas secas, Camaleones) debidamente copiadas de sus héroes y modelos inalcanzables (Morrison, Abby Killroy). Hoy todo es pretérito punzante (“Todo lo que te aburre lo destruyes”), recuerdo verbalizado, pósters, caricatura presente, ausencia de futuro, invocaciones por supuesto a la longevidad asombrosa de Los Rolling Stones e inscripciones en el túnel que conduce a la muerte. Migajas, residuos, fracasos, contriciones. Cierta forma de arrepentimiento sincero o no pero siempre tardío. Cada vez más lejos de Morrison (reducido a un inapropiado subtítulo superpuesto sin que su asunto venga a cuento: “Interpretar nuestro arte y perfeccionar nuestras vidas: Jim Morrsion”) e incluso de sus propias canciones, viles caricaturas-sucedáneo de las más famosas de Los Doors. Omnirreferencial, autorreferencial: gratuitamente referencial. El pasado se le ha vuelto omnipresente, está en todas partes y en ninguna porque ha devenido irrepresentable. En compensación, incluso se da el lujo de representar el futuro, un futuro a ciegas, un único futuro seguro e inevitable, invisitable: la muerte. Sin lograr jamás su objetivo, que era nada menos que dramatizar, como garantía edificante de obvias reforma y redención, la venganza del presente cercado contra las etapas que lo preceden y lo suceden, o para decirlo con una bella expresión política de Alexander Kluge, el ataque del presente al resto de los tiempos.

La justeza de la decadencia intuye como puede la semblanza del irresponsable perfecto que vive en el juego y en el engaño de sí mismo, que se sigue creyendo roquerín y se la pasa dándole baje al auto de su amigo-representante, descubre una nueva euforia en la compañía de una joven que vagamente se le resiste pero que cree conquista más o menos fácil y de tarde o temprano. Pero, ante la inminencia de la muerte (la suya, la de su amigo-enemigo por causa de la chica), debe de pronto dejar de jugar. Y el antónimo del juego no es la seriedad, sino la realidad, la inminencia, la revelación, la presencia y el embate brutal de lo real. Pero en ese momento, también el mundo cambia, paradójicamente, y el hombre es ahora quien se convierte en juguete de su entorno, tanto del imaginario (otra vez el cruce de la línea mortal vuelto túnel lugarcomunesco y erubescencia) como del hospital y sus coincidencias sorpresivas.

La justeza de la decadencia oscila entre las descripciones grisáceamente ampulosas, los símiles arbóreos que la chava chavocha recita a la menor provocación o en caso de peligro (así cuando el berrinchudo celoso Pat pretendía bajarla de su auto le asesta su filípica predilecta: “Eres un eucalipto, el árbol más plantado en el universo, florece en las peores circunstancias, todo un sobreviviente, pero no comparte su espacio, segrega una sustancia tóxica...”), las sobrerreacciones autoexcitadas a granel, los diálogos conceptuosos de risa loca pese a ser gritoneados con intimidadora exasperación (“Le huyes a la vida porque crees que no te merece, pero tú no le has dado nada” / “No estoy huyendo de la vida, estoy tratando de congraciarme con ella”) a un pelito de Cabeza de Buda (Garcini, 2009), y los imposibles vuelcos, los audacísimos giros, los ineptos cambios de tono: crónica realista, itinerario humano, esperpento a lo Alcoriza con túnicas blancas y negras de significados opuestos en medio del túnel decorado de neón (“Reality Ends Here”), cabezas vendadas de dibujo animado, patizas y escupitajos. Pero, como de costumbre en Corona Andrade, lo más interesante serán sus intentos críticos mediante súbitos zarpazos, al igual que cuando abordó, así fuera con torpeza, pero denunciadora e intempestivamente, los temas (aún vírgenes en el cine mexicano) de la corrupción académica en Purgatorio o del omnímodo caciquismo liquidahomólogos eclesiásticos en Extraños caminos. En Euforia arremete contra la hipocritona cobardía de un curita pueblerino moscamuerta, seductor (“No es fácil cargar esta sotana y honrarla toda la vida”) y cogelón (“Pinche cura pito alegre”), un Padre Amaro apenas desreprimido y sin crimen (acaso por falta de imaginación), a quien el relato sigue hasta en la pudibundería ridícula de su comportamiento sexual más íntimo (desvistiéndose debajo de las cobijas tras hacer que Ana haga lo propio a su lado, cogida esforzada siempre bajo las sábanas para que no se le antoje pecaminosamente el cuerpo de su partenaire) y se burla de él en pleno orgasmo (el sufrimiento doble, el aullido del cabrón mustio a la hora de tener una eyaculación patéticamente más precoz que cualquiera de Diego Luna en El búfalo de la noche), antes de que Pat los descubra abrazaditos y dulcemente insatisfechos por la mañana, en una secuencia de antología, a sabiendas de que “Para cada pecado hay una penitencia”, y acabar mucho después hasta perdiendo para siempre a su amada instantánea, luego de haberla rocambolescamente recuperado.

La justeza de la decadencia desemboca en la anunciada maduración de todos tan temida. Cual si los personajes en su conjunto se deslizaran hacia su perdición edificante y ejemplar, como si sólo pudieran dirigirse al encuentro de los valores positivos y el usufructo de la lección ganada por la experiencia con todo bienhechoramente recibida, todos iban, incluso sin saberlo, pero en su fuero interno deseándolo, camino hacia la autoaceptación. Una autoaceptación que deberá, debería ser a un tiempo redescubrimiento existencial y redención. Una autoaceptación que por milagro y sinuosamente les llegará a todos. O más bien, veleidosa, voluble, ampulosa y farragosamente les sobrevendrá, por turno y en montón, interminable. El avión de la viajera compulsiva Ana despega ante el testigo decepcionado, la mirada dulce del niño autista también lo certifica: “Y aquí estaba de nuevo la realidad”. Saliendo del Maximo’s, el charco borra la efigie decadente que se aleja para siempre (“Ya no volverán”). La chava azotada irriga ahora vegetales en soledad, esplendiendo por fin en un vivero digno del jardín botánico de Las buenas hierbas (Novaro, 2009), entre significativos árboles dicotómicos, los invariables que simbolizan la permanencia y los que mudan de hojas para emblematizar el cambio (“¿Un pino? No gracias, me convertí en roble”). El exroquero asumido como tal y convertido en figurín, con disfraz romántico tardío, corbata de moño y esmoquin, al piano de un bar de hotel, ofrece sombría y sobriamente al respetable su nueva pieza intitulada Para Ana. Por fin han comenzado a ser ellos mismos, un tanto solitaria y tristemente: la ya no tentadora galana diurna de modalidad recia y enérgica figura autosuficiente, el ya no galán romántico nocturno de escénica postura elegante y fina sensibilidad.

Y la justeza de la decadencia era ante todo una eterna disolvencia carretera a contraluz, un recuento autocompasivo apenas transferido y agrestemente virilista (“Quiero a los hombres porque son hombres y no mujeres”), un desahogo ingrato y sonrientemente agriado, un reflejo depresivo tras varias cirugías físicas que se creen emocionales, una invisible euforia (más bien (ausencia de ella) vuelta humilde megalomanía desvanecidamente disfrazada de nostalgia, una desviada desviación de desviaciones con supuesto sentido taoísta (“El camino es la meta”), un reaccionario reencuentro bifurcado con la resignada vida verdadera.

La justeza de la rabia

Es la rabia en dos dimensiones extremas y consecuentes, en dos caras enfrentadas sólo al parecer opuestas, la rabia rumorosa y la rabia martirizada, para los vértigos y los abismos amorosos de tres sexos que a fin de cuentas padecen como uno solo o son uno y todo.

Lado A: La justeza de la rabia rumorosa

Rostros displicentes o rostros en íntima erupción emotiva. Rostro enfermo y rostros festivos. Laberinto de rostros. Rostros indolentes verbalizando la resolución de un crucigrama, rostro concentrado de solitario inquieto en su sitio al lado de rostros de parejas que bailan, como el de una mujer de vestido amarillo y gesto sensual. El plano fijo semiabierto y los pannings cerradísimos han tardado el tiempo justo que necesitaban para hallar y detallar a sus héroes en el corto Vago rumor de mares en zozobra del exdisidente cuequero ya de 34 años Julián Hernández (2008).

Rostro del Joven Baldado (Baltimore Beltrán) en su cama negando sus dolencias (“Estoy bien”) y rostros circundados por la avidez rojiza de un antro de la colonia Atlampa. Laberinto de rostros espaciados hasta localizar a un extraviado Joven Galán (Jorge Becerra) que sin embargo intenta aproximarse a esa demasiado aunque humildemente llamativa Lola, una mujer en el límite de la madurez (Claudia Goytia protagonista de algunas de las mejores cogidas del cine mexicano moderno), que baila con otros un buen rato, hasta que ella misma inopinadamente, tras juntar sus puños en desenfoque, aborda al muchacho en su mesa (“Hola, ¿qué haces aquí?”), haciéndose invitar un vaso de cerveza. Laberinto de rostros secretos y convulsos sin saberlo. El contraste entre el breve plano fijo semiabierto del prólogo y el obsesivo régimen de lentos pannings cerradísimos rebosantes de oquedades han tardado el tiempo justo para situar los espacios justos con la inmovilidad / movilidad justa, creando las atmósferas justas y manteniendo las justas distancias involucradoras dentro de la estructura justa para obtener y manifestar en situación a sus criaturas caracterizadas y palpitantes justo al inicio del nuevo cortometraje (Mil Nubes – CUEC : UNAM, 15 minutos, color) del director de Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor (2004) y El cielo dividido (2006), sobre el deseo y el dolor, como de costumbre en Julián Hernández, pues el propósito central de sus filmes es siempre indagar las causas que impiden el contacto amoroso de dos seres, independientemente de cuáles sean sus sexos (acaso con la dudosa excepción de su corto erótico manifiesto Bramadero, 2007).

 

El resto de la trama será parsimonioso y sostenido, aunque inesperado. Luego de cumbiar un buen rato, la nueva pareja saldrá jugueteando por las calles nocturnas cual preámbulo erótico rumbo a la casa de la mujer, pero al llegar a la puerta algo sucede que ella rompe con brutal suavidad el clima de acercamiento tan espontánea y sugestivamente concitado, se despide y deja al hombre sin otra opción que espiarla a través de las horadaciones arquitectónicas de la barda mientras ella se pierde coqueta y aún contoneante, ajena a la frustración viril. Luego, el pivote de la ficción, hasta entonces centrado en el punto de vista masculino, oscilará hacia el femenino. Su entrada discreta, su aproximación al tullido que yace en un lecho repitiendo la frase del principio (“Estoy bien”), su caricia a una especie de extraño muñón gigantesco, su resoplido inane, su noble perfil puro, su esbozo de sonrisa cariñosa y cómplice, su flashback mental bailoteando feliz y prometedora con el otro por las calles oscuras, su regio cuerpo sentado en alejamiento frontal sobre la cama en actitud derrumbada entre dos estatuas antiguas a modo de mamparas en barro gigante. Su parsimonioso despojamiento del destellante vestido amarillo, su intocada lencería blanquísima, su condición de niña castigada, su recostarse sobre el doliente adormecido, su tocamiento a la piel entre el pecho y los hombros, su pálpito explícito (“No pude hacerlo, no quiero”), su acatamiento acurrucado y su abandono todoaceptante del destino, mientras la cámara se aleja en el arrullo ad hoc de una reposada canción ranchera.

En la apática, indolente por enamorada de sí misma y linfática corriente sanguínea del filme se advierte un subtextual discurso anunciado y explícito en torno al narcisismo, y ello desde la resolución entre dos del crucigrama (“¿Hijo de Apolo, educado por las musas y las ninfas?” / “Narciso, ése es”). Dos perfectos Narcisos, él y ella, se encuentran en una pista de baile, ligan y están a punto de ir a la cama. Narcisismo compartido y vuelto atracción irresistible. Narcisismo según el término introducido por el sexólogo inglés Havelock Ellis y convertido en piedra angular del sistema psicoanalítico freudiano y posfreudiano. Narcisismo de un éxtasis ante la propia imagen reflejada en el otro deseante (“Quiero que me vuelvan a mirar tus ojos”, cantan Los Ángeles Azules). Narcisismo de un amor consumido por sí mismo. Narcisismo del bifronte homenaje legendario al mosaico monofónico de la niña luz que se duplica con el del niño sombra. Narcisismo como doble personificación de la muerte prematura, sin otro futuro sensual que el del Breve Encuentro y Lo que No Fue. Narcisismo de almas errantes acaso atrapadas por una extraña maldición que las habita. Rabia narcisista que al fin será derrotada por el amor a otro, el verdadero amor al otro ausente y autorizante pero constreñido y contingente. Pero en el filme, lacónico bordeando la abstracción, y para su montaje apretado (edición de Emiliano Arenales Osorio) hasta la justa valoración de su plaga de tramos vacíos entre un tilt-up del crucigrama periodístico al rostro inclinado y de éste al rostro firme que lo acompaña (imágenes incantatorias de Alejandro Cantú), tendrán tanta importancia los no-diálogos exabruptos, los sugerentes travellings verticales para atisbar por los miradores de la barda y los gestos contenidos como el movimiento inconsciente de la manzana de Adán en la garganta del impedido.

Sin pathos sobrehecho ni enfático melodrama desmontando desde adentro, conjurando sin puritanismo ni mayor postura cultista los avanzados contenidos eróticos, permisivos y conyugalmente todoaceptantes de la arrebatada hiperpatética Rompiendo las olas (Lars von Trier, 1996) y la cósmica Lady Chatterley de Pascale Ferran (2006). Una morosa y revisionista postura abstinente, inocente perversa klossowskiana, no por ello menos válida e intensa. Una relectura extrema, radical a la mexicana contreras, muy sobres: sobre el deseo y el dolor, sobre una rabia demasiado profunda del deseo y el dolor, sobre los nexos evidentes aunque ocultos del deseo y el dolor, sobre el conflicto entre el deseo y el dolor, más su inestable final conciliación-desgarradura. Un galanteo fallido, condenado de antemano, autosuficiente, trágico de modo inaudito, con lastre pero al final luminoso. Porque el romance y el sexo pueden guardar experiencias desconocidas (aun por el pionero liberacionista erótico femenino D. H. Lawrence) y máximas revelaciones a través de su negación misma, o de otras inéditas maneras desviadas.

Como en sus primeros cortometrajes líricos estudiantiles inusitadamente maduros con títulos kilométricos (Lenta mirada en torno a la búsqueda de seres afines, 1992; Por encima del abismo de la desesperación, 1993-1996; La sombra inútil de quien ha nacido para un solo destino, 1993-1996) y en las excelsas miniaturas de su tríptico Vivir (1998), la utilización profusa pero justa e invasoramente propositiva de la cancionera música ambiental cobra en el nuevo corto de Hernández una importancia primordial, una julianidad insigne, una justeza gramática y programática. Desde el resumen oficial del filme, para justificar su poslopezvelardiano título de Vago rumor de mares de zozobra (tomado de un verso del malogrado bardo colombiano Porfirio Barba Jacob), se alude a esos elementos acústicos como vehículos primordiales para acceder a la erizada sensibilidad femenina, pues Lola es todavía “una mujer plena, está en la edad en que el tiempo parece pasar pronto y las oportunidades aún más rápido”, “arriesga las noches y se sumerge en el ruido, en las bebidas embriagantes, en las luces hipnóticas y en las canciones presentes y lejanas que recuerdan frases entrañables”. Por banales, cursis o manidas que pudieran parecer aisladas, dentro del contexto de la minicinta las canciones populares de la cumbia nacional (Sol y agua con Lisandro Meza, Cómo te voy a olvidar y Mi niña mujer con Los Ángeles Azules) o en definitiva rancheras o norteñas (Mil noches con Cornelio Reyna) fungen a la vez como fondo, ámbito sonoro-dramático, intelectual comentario innombrable, recóndita festividad (en las antípodas de cualquier filme cantado o película-sinfonola de los años cuarenta-cincuentas (rumbo a su soberana superación ilusoria en la intempestiva Cumbia callera de René U. Villarreal, 2007). Festín interior, metamorfosis sensitiva, ecos traidores, conmoción en contrapunto. ¿Nuevo embeleco a la ninfa Eco languideciendo hasta quedar reducida a la sola voz? Y más que un coraje de vivir, una cierta rabia inexpresada / al fin expresada de continuar con vida, lo cual requiere de un gran coraje, ya que “el relato que revela las posibilidades de la vida no tiene por qué suponer forzosamente un llamado evocador, sino que apela a un momento de rabia que, de no darse, cegaría al autor respecto a tales posibilidades excesivas. Estoy convencido: sólo la prueba asfixiante, imposible, ofrece al autor el medio para alcanzar los horizontes lejanos que espera un lector hastiado de los estrechos límites impuestos por lo convencional” (Georges Bataille en el célebre prólogo trascendental a su novela El azul del cielo). Pero la cumbre sonora del filme será sin duda ese final construido sobre el Amanecí en tus brazos de José Alfredo Jiménez, con la pareja permanentemente abrazada, la mujer recostada sobre el hombre inutilizado aunque no afectivamente deleznable, ambos cediendo a un aparente vencimiento o refugio que resulta en realidad de una fortaleza imprevista (“Yo me volví a meter / entre tus brazos”) que parece reinventar la ternura como sentimiento fuerte e indestructible (“¡Qué cosa más bonita / cuando la luz del cielo / iluminó tu cara!”).

Y la justeza de la rabia rumorosa era ante todo la nítida conquista de un estilo fluido y vigoroso, un efectivo y único estudio de caracteres subliminales, una exasperada aunque sumergida zarabanda gestual, un vago rumor secular de mares intimistas en zozobra agarrotada, una fiebre diminuta que conmueve y agita los ánimos en razón misma de su justeza, un sleeper quintaesenciado en virtud de sus tensiones a base de distendidos o climáticos rostros en pálpito, una tristeza presente por la culpa conjurada, un remordimiento altivo por la conciencia dolorosa, un sueño facial que al deshacerse sin remedio en nada deja sin embargo un valioso sedimento irreemplazable.

Lado B: La justeza de la rabia martirizada

En el origen del nuevo principio fue el caos, era el caos bajo el sol imperando pálido, hueco, estéril e inmóvil en el centro del cielo y de la pantalla, tal como lo describían los informantes de Fray Bernardino de Sahagún citados en letreros inscritos sobre la imagen empero resplandeciente (“¡Cómo habremos de vivir? ¡No se mueve el sol! / ¿Cómo en verdad haremos vivir a la gente? / ¡Que por nuestro mundo obedezca el sol, sacrifiquémonos, muramos todos!”). Entonces, actuando en consecuencia, la diosa fundadora Corazón de Cielo (Giovanna Zacarías) descendió hasta la tierra, bajo la efigie de una morenaza sexosa de vestido listado Tatei (Giovanna Zacarías de nuevo) que vino a surgir de los efluvios de un remedo del sol integrado por las redondas oquedades concéntricas que se formaban entre basamentos puentes peatonales de la ciudad de México, por donde la hembra iba a circular en paralelo al largo interminable desplazamiento lateral de la cámara viva y latiente del virtuosístico camarógrafo excuequero Alejandro Cantú. Visiblemente preocupada y acezante, abordaría un autobús haciendo fila primero entre lamentables personajes silenciosos cuyos lúgubres pensamientos preocupados rebotarían resonantes en la banda sonora sin que ellos movieran siquiera los labios, descendería por cunetas, divisaría barriadas cerriles y no descansaría en su zozobra hasta que su elección se hubiese llegado a posarse sobre el agitado chavo moreno de labios gruesos Ryo (Guillermo Villegas), a quien ligaría en la calle, desafiaría la lluvia repentina a su lado y lo seguiría entre risas y sonrisas hasta su casa para copular con él, otorgándole así el don de la nueva creación redimida del universo.

Pero nada podrá ser tan fácil como lo deseaba la diosa encarnada y bendecidora. El bisexualizado Ryo sostiene en la terca realidad una sólida e incondicional pero abierta y fluyente relación amorosa jamás satisfactoria por completo con el apuesto galán barbilindo Kieri (Jorge Becerra), perpetuamente asediados e intervenidos genitalmente por el arracadas de barbitas ultradelgadas Tari (Javier Oliván). Por separado, juntos o entrechocando con otros seres afines pero a fin de cuentas tan solitarios como ellos, los tres personajes deambularán por mingitorios, callejuelas, gimnasios de boxeo, interiores derruidos y lobbies de cines, alcobas baldías y escaleras inmensas, con opresiva dirección de arte Jesús Torres Torres y Carolina Jiménez, que culminarán en la cobertura de los cuerpos viriles de ceniza, cual ocasionales amantes en reposo inarmónico de Hiroshima mi amor (Resnais, 1959), siempre desplazándose en glissandi de cámara que atrapa sus rostros acongojados y los vuelve a soltar de nuevo ávidos dentro del mismo giro en panning, a la desesperada búsqueda del amor desesperado e insatisfactorio desesperadamente homoerótico, como el de todas las cintas con la firma de Julián Hernández, y eso desde sus cruciales épocas de estudiante.

Una furtiva pero indeleble reflexión cósmica sobre la búsqueda del amor, pues todos los conflictos habrán de dirimirse ahora en un mundo mítico en paralelo. Allí, la diosa dominante y protectora con largas faldas y los senos al aire (vestuario intemporalizante de Laura García de la Mora y maquillaje remarcado de Elvia Romero) sobre una colina podrá animar con voz legendaria en off al azotado Kieri (“¿Por qué, Kieri, están enjutas tus mejillas, demacrada tu cara, triste tu corazón, maltratado tu semblante, lleno de ansiedad tu vientre?”) para ir a rescatar a Ryo, cual guerrero de armadura inmortal cuyas palabras nunca dichas se inscriben en la pantalla como de un monólogo interior a otro (“¿Cómo podría no estar lleno de ansiedad mi corazón? ¡Mi amigo, a quien yo amo, ha desaparecido!”), allá en la gruta donde ha depositado al doncel, tras secuestrarlo, el seductor maléfico Tari. Bastará un soplido de la deidad a ambos lados del rostro del paladín instantáneo (“Encuéntrate con él y salva al mundo de esta desgracia”) para que la música electroacústica de Arturo Villela Vega y el imaginativo diseño sonoro de Federico Castillo con Omar Juárez Espino permitan el desplazamiento del héroe hacia las fritzlanguianas grutas de Macario (Gavaldón, 1959) para combatir al intruso, cargar en hombros el cuerpo amado objeto del rescate, ayudar a reanimarlo y demostrar la gran verdad eterna de la fábula (“El cielo siempre se acuerda de los hombres capaces de sentir amor”).

 

En dos versiones de distinta duración ambas exhibidas comercialmente (la original en 191 minutos, otra fraudulentamente automutilada que sólo incluye los primeros 141 minutos más una incomprensible secuencia inmotivada final), Rabioso sol, rabioso cielo (Mil Nubes Cine – Foprocine : Imcine – Gobierno del Estado de Querétaro, 2009), tercer largometraje industrial de Julián Hernández otra vez en plan de autor completo y colocando ahora su estética bajo los designios de la justeza de una rabia martirizada.

La justeza de la rabia martirizada de la nueva cinta delirante de Hernández fue respaldada, acreditada e introducida en la regia inauguración del Festival Mix 13 de Diversidad Sexual en Cine y Video en México, correspondiente a 2009, mediante un hermoso texto, con la prosa martirizada e hiperbólicamente exacta de su director general Arturo Castelán, no menos delirante que ella. “Tres hombres jóvenes de belleza singular descubren el amor y el desamor sin estar ceñidos a ninguna circunstancia especial o temporal (ya sea un cine porno en decadencia o una zona atemporal deica) en el presente continuo de la eternidad. El amor como una epopeya ancestral, como una lucha mítica en el que la pérdida y la muerte no son sino fases inevitables del dulce dolor que ayuda a tocar la felicidad absoluta. Un filme tumultuoso de pasiones épicas. Una odisea increíble —densa, sensual, perturbadora— nunca antes vista en el cine mexicano. Mix dice... desnudez, violencia y situaciones sexuales”.

La justeza de la rabia martirizada surge de hecho por encima de cualquier conflicto argumental. Ni conflicto principal y central, ni forzados conflictos secundarios o sucedáneos, sólo una primera parte en blanco y negro más o menos realista que dura aproximadamente dos horas (incluyendo un prólogo) y una segunda parte radicalmente mítica en colores que se prolonga por casi una hora (retomando el prólogo y dándole su cabal sentido). Ni diálogos ni medias palabras, sólo voces impersonales o monólogos interiores (que sólo puede escuchar la diosa Taira cual ángel wendersiano de Las alas del deseo, 1987), parlamentos en off (al estilo Ashik Kerib del martirizado cinepoeta armenio-georgiano Serguéi Paradjanov, 1988) y letreros escritos en pantalla. Como ya ocurría en Mil nubes y en Cielo dividido serán los textos no dichos los que harán avanzar narrativamente la trama / no-trama del filme devorada por la energía descriptiva y la sabia valoración de cada instante visualizado-visualista, trátese del vuelo de las miradas de los homosexuales cazadas al vuelo por otro homosexual para identificarse tácitamente y en ausencia verbal en trance de orinar o espiar en el mingitorio, o trátese de la sexualidad fríamente enloquecida en las butacas raídas del cine semidesierto, generándose así no un lenguaje fíl-mico carente de ideas, sino un estilo de cinerrelato manifestando, expresando y estructurando ideas más inestables y móviles que las posibles de abstraer en un concepto, por encima de todo concepto duro, petrificante, limitativo.

La justeza de la rabia martirizada produce y es producida, en una retroalimentación perfecta de circuito cerrado o mega loop, por una forma fílmica deambulatoria. Todo deambula, los espacios, los personajes, las corrientes plásticas del no-relato. Deambulación por pasos a desnivel, por las calles fantasmales de la ciudad desierta o de una nueva alborada, por escaleras posexpresionistas, por habitaciones-habitáculo-nido de caricias y excitaciones dominadas por la vista. Deambulación por taquillas-atrios de salas de cine porno donde se exhibe como atracción principal el corto Bramadero de Julián Hernández, 2007, cuyos carteles ornan la entrada-introito, en una encantadora autocita naïve. Deambulación sin fin, deambulación decidida, deambulación impulsivo-compulsiva del sexo instantáneo sin preámbulos, deambulación repentina y desterrada sin usura ni desgaste. Deambulación de una construcción sin embargo discursiva y jamás a la deriva, capitular, temática, ensayística. Personajes envueltos por la deambulación, fraguados en la deambulación, expulsados por la deambulación, embalsamados en deambulación.

La justeza de la rabia martirizada está llena de paradojas. La paradoja de un eternometraje cuya sinopsis extendida cabe en dos líneas. La paradoja de una película hipergay explícita, para muchos un porno gay masculino sólo para hombres, que comienza con la crónica emotiva de una larga y sabrosa cogida heterosexual con una chava suculenta. La paradoja de la recreación de una fábula posépica sumerio-babilónica a lo Gilgamesh, que nunca se sale de un haz de fantasías derivativas y reelaboradoras de visiones helénico-precortesianas, sin referencia alguna a las leyendas aztecas o tarascas pomposamente revisadas por Juan Mora Catlett (en sus clásicos sin secuela posible Retorno a Aztlán, 1990, y Eréndira Ikikunari, 2006). La paradoja de un cine onírico que resiente la pesadez de lo real al interior de un cine realista que parece escaparse en todo instante hacia la densidad del sueño. La paradoja de un delirio mitológico orientalista y ritual que bordea en todo momento pero jamás coincide en nada con las ultrafarsantediscursivas cintas pánico-oscurantistas-freak del chafísimo Jodorowsky mexicano (del Fango y Chis, 1967, sólo provocadora en su tiempo, a La montaña mamada, 1972). La paradoja de una cinta de ambiente proletario y clima alucinado sin nada en medio. La paradoja de una cinta popular plasmada mediante las acertadas búsquedas formales de un cine neta e indoblegablemente exquisito (como en su época lo fueron los filmes compactos del enfant terrible cuequero Gerardo Lara Diamante, 1985, y Lilí en Historias de ciudad, 1989). La paradoja de un cine absolutamente artificial que recurre a elementos del más craso cine naturalista y marginal. La paradoja de la producción de la belleza y del concepto ultraintelectualizado a través de la imagen pura, de la mera retórica de la imagen, siempre diversa y sin cesar reinventada, que así evita caer en la autotrampa de películas huecas seudopolíticas y reiterodenunciadoras como Los herederos (Polgovsky, 2008). Paradojas sorprendentes y jugosas, sin duda.

La justeza de la rabia martirizada se acoge de modo primordial a la figura del agua. El agua eroprovidente y posfreudianamente feraz del deseo y de la videncia. El personaje de labios gruesos sumerge su rostro en el agua del lavadero y varias secuencias después la saca y otras escenas más allá será el personaje mayor quien lo hará, pero a medida que lo sumerge un personaje hombre-rana mítico asciende desde el fondo de mar o brota de la nada, y del deseo límpidamente enturbiado a la vez, mientras se escucha invocativo cual mantra o leitmotiv verbal la misma frase adánica y todocreadora-regeneradora (“En el agua se puede ver al ser amado, en el agua se puede ver al ser amado”). El agua súbita del cielo, siempre a punto de la lluvia pertinaz de los imparables aguaceros del fin del mundo según los semifantásticos filmes apocalípticos del malayo taiwanés Tsai Ming-liang. El agua en Hernández, pues, se acumula en el lavadero para remitir a una región mitoheroica con sólo sumergir el rostro en ella, o regresar de ella. El agua que apenas puede verter una lágrima en big close-up desde las alturas del amarillo hacia el azul de la resurrección, esa agua de las lágrimas humanas evocadas muy adecuadamente por Catherine Chalier (en su Tratado de las lágrimas. Fragilidad de Dios, fragilidad del alma, según cita de Luc Dardenne en Al dorso de nuestras imágenes): “Pero cuando unos y otros descubren el agua del rocío de la mañana, tradicionalmente asociada con el despertar y la resurrección, ¿no se regocijan? Esa frágil dicha, ese temblor ante la esperanza de vida, en su pura desnudez, las lágrimas humanas hacen experimentarla a veces”. Agua enrabiada de los mártires a tientas de su propia exigencia. Agua prístina, agua primigenia, apropiada, agua incólume, agua expiatoria.