La khátarsis del cine mexicano

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La khátarsis farsipostrera

A ellos también los partió un rayo, y seguirá partiéndolos en su partida al Más Allá.

Mediante el cruce del desierto más impío y a bordo de un rústico camioncito de redilas medio jodidón que por delante dice “Matador” y por detrás “Ojos que no te vieron”, La Chingada Vieja (Aleyda Gallardo en plan de madurona revelación suculenta hasta antes campeando en roles ínfimos) que no es sino una empleada de La Muerte o transportadora de muertitos en persona, estaba llevándose a cuatro alelados y rezongones difuntos recién fallecidos, los despistados hasta morir y después de la vida Mateo el Viejo gangoso (Alonso Echánove), Santiago El que Tenía Huevos (Ignacio Guadalupe), Pedro El Encabronado (David Aarón Estrada) y Juan El Escuincle Pendejo (Jorge Adrián Spíndola), rumbo a un cielo que cada vez parecía alejarse más, hasta volverse inalcanzable. Poco antes, seguidos de numerosos dolientes pobladores de ese pueblo poblano más pinchurriento que polvoriento, habían llegado a su velorio dentro de cuatro sendos ataúdes en desfile a la casona con enorme zaguán de La Doñita (Patricia Reyes Spíndola), quien ya los esperaba ansiosa, al lado de su comadre La Arrimada (Elvira Ruiz), y de ahí los había recogido la Chingada Vieja tan temida y tan mentada, cumpliendo una vez más con su repudiable repudiado oficio, aunque sólo le alcanzara para cierto tramo del desolado trayecto, aunque sólo fuese para botar a los finados a medio camino, tras la descompostura del arruinado vehículo añoso, dejándolos que enfilaran hacia su destino postrero a pie y sin tener idea de cómo llegar a él.

En el mismo pueblaco con pena apenas poblado, días previos hubieron de congregarse sus habitantes más distinguidos, tales como la redonda cerradaza iracunda melancólica Doña Chayo (Delia Casanova) junto a su guapa hija flamantemente ultrajada Magdalena La Trenzuda (Vanessa Bauche), el clandestino violador endemoniado con camisa roja a quien nombraban El Chingaquedito (Mario Zaragoza), el enteco teporochito bien abocado a la violencia subrepticio El Mátalas Callando (Julio Bracho), un arriero adecuadamente apodado El Tartamudo (Gilberto Sánchez Parra desperdiciado) y cierto vetarro jinete gritón de cuero negro que fungía sin mayor autoridad como El Presidente Municipal (Manuel Ojeda), convocados en la iglesia por El Cura Comesantos y Cagadiablos (Marko Castillo), para quejarse todos y por turno, furiosos y destemplados, a causa de los continuos robos de marranos, costales de maíz e incluso alguna bicicleta, lamentándose con rencorosa amargura e insistiendo a cada frenético instante que En este pueblo no hay ladrones, al igual que el enchilado curita repelente. Dentro de ese clima de crispada hostilidad habrá acertado en llegar hasta allí, e irrumpir por la puerta franca del tendejón de Don José el Tendero (Rafael Amaro) para prenderle una cándida veladora al altar doméstico de la bendecidora Virgencita bendita, un infeliz barbudo hirsuto (Alberto Estrella) que ipso facto fue denominado El Hombre Sin Nombre, fue confundido con el ratero por todos tan buscado y, sin mediar siquiera algún simulacro de juicio ni permitirle defenderse, aunque el tipo les aseguraba que no podían matarlo porque él era la Muerte, fue linchado de inmediato (“¿Y si lo ahorcamos como a Judas?”), colgándosele tan implacable cuan impecablemente de un árbol con una gruesa soga instantánea.

Poco después en el umbral del cielo, en recodo perdido de la ruta donde La Enamorada (Angélica Aragón) luce su retórico vestido blanco de perpetua novia plantada y Un Viejo (Mario Almada pasita-pasita) expande al fin post mortem su arrugada residual ternura viril hacia su sonriente añosa semejanza morena encontrada por venturoso azar en La Difunta (Josefina Echánove), La Chingada Vieja siempre pedera a rabiar hace descender de su destartalado transporte a toda su recua de pasajeros y, cada vez con más autoridad fatigada de Caronte chafireta, se pone a canturrear alguna reposante canción ranchera a ella dedicada-sin-querer-queriendo (“Si tú mueres primero, yo te prometo, / que escribiré la historia de nuestro amor, / con toda el alma llena de sentimiento, / la escribiré con sangre, / con tinta sangre del corazón”), cuando de pronto descubre que El Hombre Sin Nombre no ha bajado aún, pues se quedó roncando en su asiento. Va a despertarlo furibunda, pero, irresistiblemente atraída por él, más bien lo acaricia furtivamente en su asiento, en tanto que el muy socarrón se hace el dormido profundo. El flechazo amoroso-sentimental entre el difunto trágico y su muerte se mantendrá durante una larga jornada, al cabo de la cual, reprimiendo y desinhibiendo su recíproca atracción física, los dos personajes acabarán arribando a una especie de oficinas generales de la muerte, y ahí deberán separarse, quedando el hombre a merced de ser conducido a su condenatorio destino infernal y la portadora de la muerte, a merced de los conjuntos lamentos corajudos de La Muerte Burócrata (Mino D’Blanc travestido) y de El Sin Amigos (Rafael Redondo), tan bromosos / ominosos / canijos e inaguantables cuan arrasantes.

Pero al cabo, una acre diablita vetusta de nombre La Pérfida (María Rojo) ostentosamente ataviada como puta barata y encerrada en su alcoba con su consejero pelosparados para toda la eternidad bautizado como El Zángano (Luis Felipe Tovar sin dientes ni diálogos) pondrá todo paulatinamente en su lugar, y entonces los amantes ancianos continuarán enlazados en arrumacos relamidos, El Chingaquedito y su Magdalena La Trenzuda seguirán retozando sabrosamente a escondidas, El Sin Amigos volverá a espiar al infinito llegando a su casa muy virilmente abrazadito a la pinche tipa que lo dejó por otros más interesantes que él, los lugareños en su conjunto insistirán en sus mezquindades u ojeteces cotidianas, la Chingada Vieja retomará su arduo trabajo tan odiado luego de su inútil despertar a los sentidos y El Hombre Sin Nombre proseguirá pendiendo de su soga, enigmáticamente y sin remedio.

Todos hemos pecado (IndiFilms - Eficine 226 - Secretaría de Turismo del Estado de Puebla - Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla, 100 minutos, 2009), debut en largometraje siempre como autor total del prolífico cineasta chilango-poblano de 32 años con antecedentes en el cortometraje de ingeniosillas propuestas límite Alejandro Ramírez (Marta, 2005; La moral en turno, 2005; Toda una vida, 2006; El amor perfecto, 2007; Freedom, 2008), se filmó hipotéticamente en un solo plano secuencia, al que se le han hecho 35 cortes, ya que “En la vida real no hay cortes directos” (Ramírez en entrevista con Sandra Aguilar Loya, en El Financiero, noviembre 1 de 2011), pero no hay que creerle demasiado, pues la suavemente transgresora película se la pasa transgrediendo sus propias reglas, en su búsqueda de una única pero multívoca khátarsis farsipostrera, como sigue.

La khátarsis farsipostrera se estructura con severa e impertérrita exactitud matemático-geométrica. El primer capítulo, expuesto a base de un solo seguimiento expositivo-expósito-narrativo en riguroso plano-secuencia, será interrumpido por tres Recuerdos, o flashbacks que remiten al pasado inmediato y las razones de la acción de transporte-interruptus de los partidos por el rayo a medias carbonizante a través del páramo: uno, la espera impaciente de los cuerpos; dos, el arribo-desfile triunfal de los féretros, y tres, el comienzo del velorio y la partida de mano de la Chingada Vieja; y en seguida, tras un letrero que anuncia el Fin de los Recuerdos, el abandono del trío en el desierto laberíntico, cual peregrinos deseosos de llegar a un distante santuario. Ahora expuesto en varios planos largos que entran y salen de la iglesia pueblerina hasta alcanzar el arbolito del ahorcado, el segundo capítulo será asimismo interrumpido en su dulce fluir turbulento lleno de atasques realistas melodramáticos, pero ahora lo será por letreros que exponen la trama como una sola oración católica a sacudidas o síncopas jazzísticas, por medio de letreros sobre pantalla que cada cuando la explayan a manera de letanía: Estrella de la Mañana / Refugio de pecadores / Causa de Nuestra Alegría / Arca de la Alianza / Espejo de Justicia / Madre del Buen Consejo / Puerta del Cielo, cada vez más acezante, hasta rematar en la brutal ejecución en seco, tajante, sin comentarios ni corolario. Expuesto a base de horrendas disolvencias hipermanipuladoras que dan al traste con todo el terso rigor anteriormente dominante, el tercer capítulo se desarrollará a trompicones, entre lindas divagaciones líricas o sensibles (el amorío instantáneo de los ancianos, el despertar sensual de los protagonistas en virtud del escarceo mojigato), gratuitos monólogos invariablemente invasores (como el de La Enamorada o el de La Muerte Burócrata) y diálogos infumables (como la discusión circular con El Sin Amigos), pero tanto unos como otros, incoherentes e inconclusivos. Hasta desembocar en un Epílogo expuesto en molto legato interminable y suprimible, con una miríada de breves escenitas expeditivas sobre un conmovedor fondo musical de La Llorona (que habrá venido a sustituir a ciertas entrañables quejumbres muy chantajistamente descontextualizas de Chavela Vargas), pero hay que rematar de algún modo, de cualquier modo, ni modo, este discurso romo y delirantemente autocomplaciente sobre las postrimerías del hombre y la antibatailliana debilidad del Amor hasta la Muerte (sin duda el director Ramírez prefiere el humor loco al amor loco), tan recomendable para festejar el Día de Muertos como aquel repetitivo Día de difuntos de Luis Alcoriza (1988) en fúnebre decadencia funeraria para despedir retorcida e inconfesablemente su desigual filmografía malograda. En suma, la estructura no convencional de Todos hemos pecado (¿¡qué chincual pacato con el pecado!?) se ha diseminado y distendido en un conjunto de dos presentes (los capítulos uno y dos) y un pasado (el capítulo tres) más cierto estático futuro próximo (el epílogo), un prefijado vaivén temporal, un rígido juego de tiempos, tan cerca del arquitectónico tiempo transcurrido de Los albañiles de Leñero-Fons (1976) o de la certera estructura-puzzle al final batida del echadoaperder Borrar de la memoria de Aviña-Gurrola (2006-2010), o algo así, y tan lejos de los virtuosísticos 32 tiempos exactos del Dulce porvenir de Atom Egoyan (1997). Y así, con pantalla en negro aún resonante de inmemoriales canciones populares, sin mayor perturbación adicional después del sendo accidente y del incidente de excepción, continuó vegetando ese pueblo, justiciero a su manera tribal nada trivial, vacilando entre el miedo autodefensivo y la crueldad, mientras el inocente seguía oscilando del tingo al tango, colgando entre el cielo, el infierno y el purgatorio amoroso.

 

La khátarsis farsipostrera quiere hacer virtud de su casa / caza de citas. Se desliza alguna (sangron)cita culterana un tanto fuera de contexto, pero tan literaria como todas las parrafadas de los diálogos incallables, a la impoluta narrativa incuestionada / incuestionable de Juan Rulfo ofrecida a un placer reciclable (“Identificar primero, valorar en segundo término, y finalmente disfrutar las empatías, los guiños discretos y las referencias explícitas tocantes a las dos obras maestras del más grande narrador nacido en México”: Luis Tovar, en La Jornada Semanal, 13 de diciembre de 2009) y a los ejemplares cuentos semifantásticos de La muerte tiene permiso del tenaz recopilador-divulgador sin demasiado carisma ni talento inventivo original Edmundo Valadés en la cauda de la perfección de Francisco Tario. Se hacen referencias inconfesadas al meritito mundo semifantástico del socarrón Santitos de Alejandro Springall (1999) y reiteradas menciones directas a En este pueblo no hay ladrones de Alberto Isaac (1964), en el dominio del templo pueblerino, como si quisiera pregonarse a voz en cuello y a los cinco vientos (más los que se junten esta semana) una entusiasta / agradecida adherencia total y acrítica a la corriente narrativa del realismo mágico que semejaba encabezar hace sólo medio siglo el premionobel colombiano Gabriel García Márquez, autor del relato literario homónimo en que se basaba aquella olvidada cinta seudoexperimental provinciana antes mencionada. Pasando por encima de los saqueos expresos de B. Traven a las tradiciones germánicas aclimatadas en las grutas de Cacahuamilpa del Macario de Roberto Gavaldón (1959), se acometen préstamos legendarios a La muerte cansada (de matar) o Las tres luces del austriaco Fritz Lang (1921) y ¿por qué no? a La carreta fantasma / El carretero de la muerte del sueco Viktor Sjöström (curiosamente también de 1921) pese a que no haya ahí ningún alma anhelante de madurar antes de ser segada, aunque esas deudas se contraerían al mismo nivel que el de cualquier churrazo olvidado del viejo cine nacional de la época de oro sobre mexicanísimo tema análogo, fuese acaso en forma de alguna comedia romántica clasemediera tipo La muerte enamorada del autor total Ernesto Cortázar (1950) con Miroslava prendándose del agente de seguros Fernando Fernández. Al fin espontáneas, las citas implícitas o explícitas, viciosas y viciadas, se lanzan así de improviso, se diseminan, se fijan, calan. Pero sobre todo se hacen descarados coqueteos al embeleso de los humildes cánticos eclesiásticos y a la rotunda figura poscachonda casi senil de Katy Jurado en El evangelio de las maravillas de Arturo Ripstein (1998), tanto como, un poco más velados y en clave, al camioncito rojo que conduce el macho probado de El lugar sin límites (Ripstein, 1977) en cuyo limbo / averno ilimitado parece transcurrir la acción total de Todos hemos pecado (¿o era en el fabulesco ambiente codicioso de La orilla de la tierra, 1993, o del Cuento de hadas para dormir cocodrilos, 2001, de Ignacio Ortiz Cruz?). Item más: también de Ripstein semejan provenir el gusto / manía por el plano secuencia (venga o no a cuento) y la sobreelaboración de sus largas parrafadas de diálogo nefasto con rizada del rizo seudopopular o furor uterino verbal a lo Paz Alicia Garciadiego (“No, si la muerte está mal, ésa ni avisa, es como los apestados, nomás se aparece sin decir agua va, pa morirse no hace falta una cita” / “¿Y por qué no habrían de casarse?, déjalos que se quieran, si por eso están chamacos, ay pero no, mi mamá no lo podía ni ver, ¿y yo?, pos ya sabes, una de chamaca, y luego tan enamorada, je-jé, se vuelve una pero bien tonta”). Un gigantesco homenaje / tributo a las ya redundantes obras completas del Arturo Ripstein que te mereces, si bien, justo es decirlo, el debutante Ramírez cuenta en su meritorio haber de novato con algo del encanto, la frescura y la ligereza que nunca tuvieron las pobres cintas de Rip, las cuales parecieron haber malnacido con antipatía, pesadez farragosa, tiesura y decrepitud congénitas. Por mero contraste abusivo, el cine medio ingenioso medio mamoncillo del discípulo supera en un solo primer impulso y en su terreno el de su presunto maestro y modelo, sin dificultad ni misericordia alguna.

La khátarsis farsipostrera piensa tontamente avieso a propósito. Como en el Diccionario de ideas recibidas de Flaubert o el ensayo Bestia como un artista o Cómo el espíritu advinó a los artistas de Miguel Egaña, juzga a priori que todo ente inventivo es un idiota brillante por naturaleza, hasta que el genio del espíritu excepcionalmente se hace en su entendimiento. En los mejores momentos del capítulo inicial del abandono en el desierto, los intentos de insurrección contra los abusos de la Muerte quedan de inmediato ahogados en gangosidades, o asfixiados, controlados y neutralizados intestinamente, por medio de una cadena de simples escupidas en cara de los apodos de cada una de las cuatro ánimas en pena (“Por eso te dicen Pedro El Encabronado, por eso te dicen Juan El Escuincle Pendejo, y demás”), pues se parte de la idea de que los rasgos psicológicos no deben rebasar el nivel de la mera nominación y los conceptos no deben sobrepasar un elementalísimo principio de identidad, pues sólo así podrán ser graciosos y divertidos, reconocibles / reconocidos y gloriosos. En el mejor momento del capítulo del ahorcamiento, se le otorga generosamente a la víctima un atisbo de mínima oportunidad de reivindicación salvadora, al sometérsele a cierta certificadora prueba de fuego que le aplica la violadita Magdalena La Trenzuda, quien enjuga con su rebozo el divino rostro crístico del acusado, pero sólo para hacer que este Presunto Culpable acabe de condenarse a sí mismo, por no dejar impresa o grabada su sanguinolenta imagen de justo ni de inocente en ese irrefutable manto de Verónica, provocando clamores histéricos de “Ahórquenlo” que iniciará la propia jovenaza fuera de sí, pues la anarquía de la farsa considera que todo ser humano, por el solo hecho de serlo, es vil, defectuoso, diminuto, burdo, reactivo, aborrecible, disparatado, errático y caricaturesco, aunque quisiera demostrar lo contrario, hasta la abominación y lo paradójicamente imprevisible. En su mejor momento del capítulo de la espera en la oficina mortuoria, el coqueteo entre La Chingada Vieja y El Hombre Sin Nombre que la perturba culmina con la pareja sentada a la vera del camino, para que surjan las amargas confidencias omnidespectivas de la dama al tipo en contra de los mochos beatos (“Tú no sabes la de cabrones que se pasan la vida queriendo llegar al cielo, hacen de todo para estar allá, rezan todos los días, van a misa todos los días, se aprenden el catecismo de pé a pa”), e incluso de los cinéfilos no menos beatíficos aquí presentes (“Otros hasta vienen al cine”), hasta tener que jalar materialmente al sorprendido hombrón para sacarlo de su ensueño y que le pique (“Órale, cabrón”), puesto que se había quedado mirando con perplejidad hacia nuestro espacio, contemplándonos desde la pantalla, hurgando asombrado entre nosotros como si buscara a alguien indefinido, pues la complicidad de la farsa convierte a todos los espectadores en sujetos activos y participantes (para mal) del espectáculo, al grado de permitir el ser interpelados incluso con la mirada. Algo muy semejante a esta dramaturgia fársica o comicidad hilarante en forma de bola de nieve, sucedía ya en Marta, el más apreciado, y sobre todo resonante, de los cortos realizados por Ramírez, donde los repetidos gritos de “Marta, Marta” que lanzaba un sujeto anónimo hacia la ventana de una misma casa del centro histórico de Puebla de los Ángeles, pronto se convertiría en un descomunal clamor tumultuoso, cual efecto dominó o mariposa, imparable, obsesivo, fulgurante, en el límite de la lógica del absurdo y de la fascinante necesidad contagiosa. Aquí y allá se produce un raro fenómeno fílmico, ya que “cuando una película yuxtapone constantemente lo exasperante y lo mágico, es raro que lo mágico acabe dominando” (Michel Houellebecq en Intervenciones).

La khátarsis farsipostrera se acoge a la impureza genérica, (gene)rica, ¡uy qué rica! Pertenece a un innominado género impuro, o bien parece teratológicamente inaugurar un híbrido genérico, que procedería tanto de la Pastorela como de un cine propositiva y falsamente naïf, tanto de las tradicionales pastorelas regionales, fílmicamente aclimatadas en alguna chusca escena buñueliana (con el Mantequilla Fernando Soto de La ilusión viaja en tranvía, 1953) que influiría inspiradoramente de seguro quizá en la titubeante / fúnebre / vergonzante chusquez desatada de las inclasificables últimas cintas del gran baturro de culto (Simón del desierto / La Vía Láctea / El discreto encanto de la burguesía / El fantasma de la libertad, 1964 / 1968 / 1972 / 1974) y en las mojigangas retóricas de Miguel Sabido (Santo Luzbel, 1996) y en las renovadoras gracejadas de Juan Carlos Carrasco (Santos peregrinos, 2004) o de Emilio Portes (Pastorela, 2011), como de aquel cine propositiva y falsamente naïf, a base de las originalísimas estampitas fílmicas erotómanamente sacrílegas con pies de imagen, del irritante Corkidi olvidado de Pafnucio santo (1976) y Deseos / Al filo del agua (1977) o del magnífico omnignorado por jamás exhibido Corkidi maduro de Figuras de la Pasión (o del Pasón) (1984) y Las Lupitas (1985). Puntoso, rugoso, picajoso, sinuoso y vidrioso, ese híbrido tiene como fin sobredeterminar y definir el particularísimo humor del film.

La khátarsis farsipostrera recurre a un humor particularísimo. Lo impone, lo instala, lo expande, lo hace reinar, florecer sangronamente y marchitar metasangronadotamente a un tiempo. Así, el humor de Todos hemos pecado (pésimo título irrelevante y ahuyentador: sin gracia) estaría dado a la vez por su ascendencia tanto rabelaisiana-fabulesca cuanto radiofónico-monsivaíta, por su racionalidad irracional, sus relámpagos populacheros fulminando la vulgaridad y la estilización y el mal gusto instintivo / intuitivo, su negrura enloquecida, su llegada a la vida (real, imaginaria, cinematográfica) a modo de un meteoro, su redingote campesina-pueblerina a la vez que parvularia / escolar y carpera / poscarpera, su complaciente y verborrágica verba incorregible (“No puedes ser la muerte porque la muerte es vieja, no cabrón, ¿no, cabrón?, ¿eres o no eres cabrón?, dilo cabrón, anda, ándale cabrón, es cabrón, ¿quieres sentir?”), su avidez por caer en todas las trampas del calambur e incurrir en la incertidumbre de todos los espejismos discretos o aparatosos, su modestia tan arribista cuan estridente en despoblado poblano, su lobreguez sonriente y diezmada, su minimalismo plurirreferencial / autorreferencial hasta agotar existencias, su fuerza natural de espectro ambulante, su fiebre de aparecidos colonial-decimonónicos que ya sólo dan risa, su blasfemia sagrada hecha bolas y más bolas anteriores al delirio, sus caprichosas nomenclaturas altisonantes al supuesto estilo poblano (faltaron intervenciones o alusiones más poderosas a La Cuentachiles o a El Valiente o a El Verdugo o a Los Achichincles o a Un Trío de Tres), su humildad cultista pequeñoburguesa tan hostil cuanto saqueadora de los desposeídos, su revolucionarismo revoltoso y pacifista que sólo quiere conchabar ideas heredadas para acogerse a ellas, su compulsivo afán de independencia / dependencia, su chispeante frenesí desternillante al parecer inextinguible cuan indistinguible: su socarronería incurable.

Y la khátarsis farsipostrera era por irresponsable mezcla colorística un inepto humor negro que al confundirse con el blanco acabó alternativamente medio gris o medio verde de bilis y coraje e incoloro insignificante en la taquilla baldía tres años después de concluida su metamorfosis.