La khátarsis del cine mexicano

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La khátarsis retropasional

El amor admirable ataca y mata de nuevo.

Luego de amanecer en los infieles brazos de la bella-bella esposa veinteañera superaventada de clase alta Lola (Daniela Schmidt) del bizco generalazo impotente Vicente (Salvador Sánchez), tío-casi-su-padre-putativo del héroe, el intrépido joven heredero jinete de regreso al terruño como ingeniero mecánico Antonio (Unax Ugalde) se niega a permanecer ni un minuto más dentro del lecho adúltero pese a los felinos ruegos desafiantes de su amante (“Antes por lo menos te despedías, quédate”), intenta salir huyendo tan romántica cuan shakespearianamente por el balcón, pero cae con estruendo desde las alturas a causa de una pesada bromita de la abandonada momentánea, sobresalta a los pobladores avecindados en la añosa hacienda tequilera, se hace espiar desde un establo por la temerosa rancherita Milagros (Jimena Guerra) a quien ha dejado preñada de manera irresponsable, se cala el embozo colorado con el que había cruzado el sembradío de agaves, monta de chiflonazo sobre el caballo en que había llegado desde el pueblo subrepticiamente al anochecer y parte en estampida, perseguido por la peonada que lo ha confundido con un ladrón, sorteando barrera humana tras barrera humana y obstáculo tras obstáculo tendidos por las huestes armadas del aullante perro fiel canoso Feliciano (Heriberto del Castillo) y al mando del feroz capataz progenitor de la deshonradita Leoncio (Jorge Zárate), sin que le importe al despavorido señorito arrollar con su cabalgadura a un ancianísimo labriego, fatalmente.

Asombrosamente muy poco tiempo después, en el transcurso de una única larga jornada, mientras la madre del transgresor muchacho Remedios (Angélica Aragón) se da tiempo para lidiar con los problemas de alcoholismo que le ocasionó su viudez trágica y de apapachar solidariamente a la rancherita preñada por su hijo que acude al hospital del pueblo para interrogar a su amigo el doctor Luis (Raúl Méndez) acerca del verdadero estado de la chica y ofrecer una transfusión de sangre de su sangre al paciente malherido, va a transcurrir con bombo y platillo un banquete en el casco de la hacienda del intimidante pero muy querido tío, al que acudirán como invitados de gala sus suegros, el chantajista cardiaco don Sixto (José Sefami) y su manipuladora esposa inaguantable doña Carmela (Cristina Michaus), pero también los explotadores estadunidenses atrapados en el lugar Smith (Edward Furlong) y Adams (John Gilbert) que no dejarán de hacer desfiguros durante toda la velada, durante la cual el tío cornudo estará varias veces a punto de sorprender en gran clinch a los amantes, pero sólo conseguirá echarle la culpa a los intimidados extranjeros (por otra parte culpables de sabotear la calidad del incomprendido producto de la hacienda con la participación de nueva maquinaria en el alambicado: “Mientras no pruebe el tequila, no les pago nada”) y hacer que pongan pies en polvorosa sus parientes políticos, pues jamás pondría en tela de juicio la lealtad de su sobrino, a quien siempre ha querido como un hijo y al que sin embargo consigue atemorizar como nunca, descargando su furia contra la esposa que ya planeaba huir subrepticiamente con su aguerrido macho deseado esa misma noche (“Agarra tus cosas”) y enseguida hacerse fulminar a balazos vengadores por su propio sobrino-vástago en un espectacular duelo dentro de un sótano-bodega entre emblemáticas barricas gigantescas de tequila, sólo para que el desgarrado sentimental Antonio salga a cargar entre sus brazos a la Amada Inmóvil bajo un aguacero tenebroso, antes de hacerse linchar por todos los habitantes de la hacienda enardecidos por la inadmisible muerte de su no menos bienamado patroncito.

Tequila, historia de una pasión, antes sólo Tequila, o bien Historia de una pasión (Elite Studios - Katraska Producciones - Open Window Productions - Event ProGroup, 103 minutos, 2011), ópera prima en largometraje del productor y cinedocente universitario Sergio Sánchez Santos (festejado corto previo: Barbados, 2002), sobre un guión original suyo pergeñado en colaboración con Andrónico González y Eli García Ruiz, se esfuerza titánicamente por elaborar una saga del tequila (tequila: bebida mestiza, bastarda de agaves mesoamericanos y alambiques europeos, vuelta exclusivo atributo nacional y símbolo de la mexicanidad en el extranjero e intrafronteras), a decir verdad no muy inspirada, así como una auténtica falsa tragedia con pasiones verosímiles, aunque se apoye finalmente en una visión tragicómica de inapaciguables confusiones sentimentales. Tan poderoso por su uniforme cuan poco melindroso y agudo en sus cualidades deductivas, el cacique desalmado de todos tan querido parece fungir de nuevo como pivote del engaño dramático, pero no, la raigambre de la trama se inspira muy explícitamente en la leyenda de Mayahuel, cierta hermosa joven del innominado Jalisco precortesiano que se escapó con Quetzalcóatl para amarlo con toda libertad pero fue perseguida por su abuela tzintzimitl, muerta y legendariamente custodiada por plantas de agave con pencas puntiagudas cual mítica barrera del todo impenetrable, generosa por infranqueable. Ese antecedente, una alegada belleza del terreno recién descubierto y “toda la tradición tequilera, nos llamó mucho la atención y nos remitió de inmediato con las películas que nos gustan, las del México de los 40 y 50”, explicaba el realizador (en Reforma, 4 de noviembre de 2011), sin estrépito formulando de modo inconsciente pero contundente algunos de sus buenos propósitos creativo-miméticos, ciertas sostenidas características fundamentales y la finalidad última de su película primeriza aunque profesional hasta lo estándar, una vez excluidos todos los elementos mínimamente naturalistas o antisociales y corruptos: producir por todos los medios legítimos, prestados y bastardos a su alcance, una monumental khátarsis retropasional, como sigue.

La khátarsis retropasional quiere reinventar un quintaesenciado melodrama mexicano. Oscila pero jamás vacila entre el popurrí fílmico, la refactura antológica tardía de escenas excepcionales y homenaje delirante al clásico melodrama sublime. Descaradamente y sin pedir permiso a nadie, la acción se sitúa en un país llamado hacienda imaginaria del viejo cine mexicano de la Época de Oro, en este caso tequilera, y allí, en el transcurso de una sola jornada, habrán de ocurrir todas las situaciones trágicas ya sabidas y consabidas, sobadas y resobadas, pero en grande, moderno y profesional. Allí está la peonada orgullosamente uncida al cansino y obediente servicio exasperado y más que fanático de su patrón y dispuestos a linchar a quien sea que le haga daño o pretenda siquiera pensar en hacérselo. Allí está el retorno maléfico al edén subvertido de un contraído héroe mozo (ese desangelado hispano Unax Ugalde con desalentadores antecedentes seudocolombianos en la olvidable versión internacional de El amor en tiempos del cólera y locales en el hipertedioso Cefalópodo de Rubén Ímaz, 2009) para enfrentarse a la cerrazón de las costumbres purgables por el pueblo PRIantorchista de María Candelaria (Fernández, 1943) en el papel de la entrañable España Eterna protofranquista de Doña Perfecta (Pérez Galdós-Galindo, 1950). Allí están los amores prohibidos y las juradas promesas cumplidas / incumplidas que van, de la mano y la honra reivindicadoramente empeñadas por El niño de la bola, desde Historia de un gran amor (Julio Bracho, 1942) y Una cita de amor / El puño del amo / Bramadero (Emilio Fernández, 1958), hasta La ley del monte (Alberto Mariscal, 1974). Allí están los vericuetos de mentiras, sentenciosos fingimientos y secretos secretosos, pingpong de explicaciones equivocadas y equívocas confesiones / aclaraciones / vómito de antecedentes sacados de la manga, celos obsesivos y reproches / explicaciones en letanía (“Llevo cuatro años esperándote” / “¡Qué bien me esperaste! Casándote con mi tío” / “Me obligaron etcétera”), de Una carta de amor (Miguel Zacarías, 1943), El camino de los gatos (Chano Urueta, también de 1943) y cuanta radio / telenovela jabonera ha visto entre nosotros la luz del día, porque referidos a una época y a un noble país ilusorio donde el honor lo era todo y el único valor imperante / añorado (“Se ríen de ti en tu cara, y no te queda otra que seguir con la farsa, ya no hay honor”). Allí están los mortíferos enfrentamientos casi operáticos en el seno del paroxístico intestino familiar de La malquerida (Benavente-Fernández, 1949), tan negada a la ternura inmigrante de La bienamada y la Siempre tuya / Suave patria del mejor Indio Fernández ignorado (1951 / 1950). Allí está la frenética mortandad diezmadora que habrá de culminar en el cargado del cadáver de la amante hacia El peñón de las ánimas (Miguel Zacarías, 1942), aquí bajo una súbita lluvia misericordiosa, y en el instantáneo cadalso montado ad hoc al inquisitorial centro de una plaza pública. Allí están los alardes machorrones del generalazo neoestereotípico del Arráncame la vida de Mastretta-Sneider, 2008), con tardío furor extrauterino y estreñida taradez estrábico-gritoneante-testérica si bien carente de testículos potables, en un Salvador Sánchez de camisola militar cosida al unísono por sus progenitores Andrés / Fernando / Domingo Soler y Daniel Giménez Cacho. Allí están los desplantes de una guaposa feminorrempoderada a su manera exCasi Diva Daniela Schmidt reciclando la acre presencia avasalladora de Leticia Palma para compensar con sensualidad ostentosa y socarrona picardía su huesudo semblante anguloso en demasía. Y así sucesiva, atropellada, ávida y torpemente, pues el director debutante SSS en efecto reinventa el melodrama mexicano, pero el más vetusto, adocenado y batido, no el sublime diginificadoramente viscontiano aunque tampoco ni el nuestro abyectoRipioso doméstico, sino aquel que aún logra aliar en un solo impulso folletinesco retrogradante de los maridajes obscenos de Balzac con Paul Feval y de Caridad Bravo Adams con Lev Tolstói y de Georges Ohnet con Hermann Sudermann y de Pedro Antonio de Alarcón con El Caballero Audaz y Leopoldo Alas con Juan Valera y Vargas Vila, aquel melodrama tan redivivo cuan marchito instantáneo que consigue rescatar lo que queda de lo que quedaba de los orígenes de la pretelenovela mediante alguna fórmula sobrecodificada de la postelenovela para exportación pintoresca como genuina, espontánea, límpida. El clásico cine nacional añejo como paisaje de mexican curious para exportación / reimportación, la cámara como turibús superelíptico recorriendo sus avenidas polvorientas y un melodrama tan sintético como una solera de pésimos olores insultantes sin perfume resultante.

 

La khátarsis retropasional usa y abusa, sin embargo y no obstante, de los más apantallantes recursos descriptivo-narrativo-expresivos actuales. Al grado de no poder existir sin ellos, al extremo de sólo existir para ellos. Da provechosas y omniscientes gracias a las nuevas tecnologías que permiten el mal aliento a raudales verdinegros de una fotografía omnimpostada del coproductor por lo visto factótum del film Andrónico González, una hiperfragmentación efectista amorperruna a contrasentido que requirió hasta de cinco editores al hilo para sostener el arduo ritmo acezante de un montaje conciso y compactante apenas alusivo de las acciones (Alejandro Carrillo Penovi, Dankmar García, el inefable Andrónico González otra vez, Mauro Rivera y el realizador mismo), una archidisciplinada dirección de arte voraz de Rodrigo Sánchez y Alberto Guntz consumada entre audaces atisbos en haciendas con spa o con algún flamante cochecito blanco de los veintes en contrapicado, unos ambientalistas seudoatmosféricos efluvios bombásticos sin reposo ni secreto de una música con fanfarrias orquestales a enfáticos raudales irritantes del poshollywoodesco infracompositor baratón pero muy profesional Carlo Siliotto y un caprichoso vestuario con estilizadísimos sombreritos negros con chaleco modelo Santa Fe flamígero sin pardear ni poco de Atzín Hernández. Nunca se trata de impresionar con suavidad, convencer, emocionar o conmover al espectador, sino de impedirle dilucidar, de reforzar todo acontecimiento antes de que ocurra, de predeterminar imperiosamente emociones y conmociones hasta neutralizarlas de antemano o hacerlas desaparecer, porque el equipo de genios de la técnica sobrehecha sólo se propone jamás permitir respirar, oprimente, abrumadora, ominosa. Un alarde técnico inmunodeficiente en una película deficiente-deficiente, un autosabotaje inclemente, una superinflamada y medio carnívora flor de greguerías involuntarias, una demostración ad absurdum de que los arcos de triunfo son elefantes petrificados y los barcos nacen heridos por la úlcera del ancla y las azucenas tienen manchada de huevo la nariz y los lunares estrangulan pellizcos, sin haberse enterado de que en las perlas expresivas se concentra aún hoy la síntesis del crepúsculo matutino y del crepúsculo vespertino del cine, o algo así.

La khátarsis retropasional embalsama al espíritu antes de manifestarse. Atrabancado recreadora de instantes y situaciones límite sin fluidez posible, el dramón hace que el jinete trote sin fin entre hileras de surcos cultivados y vías férreas contra un ferruginoso horizonte, que los agaves hieráticos aparezcan en el clásico frontground aunque desenfocados, que las cadenas de disolvencias se tornen relamidamente interminables, que las muy pasmosas y onerosas grúas gratuitas intenten levantar a las imágenes difuntas hasta la inmensidad del campanario, que el lenguaje visual de impactos choque contra la feria de convenciones desajustadas, que la pistola bajo la cama o dentro del cajón sólo consiga delatar a quienes ordenaron ponerla relucientemente allí, que la maldita esposa joven intente cruelmente seducir a su marido a sabiendas de que ha sido mutilado de manera indecible en su zona genital por otro balazo amatorio, que el privilegiado doncel heroico de una sola pieza demuestre su real valer humillando a un desdichado cosechador peón tlachiquero al ponierse él mismo a extraer el milagroso líquido del núcleo del agave tequilero a punta de diestro azadón cual bayeta en ristre y mandando al otro (aunque no pueda pasar de lo verbal) a componer genialmente complicadas máquinas de importación inasequibles para su entendimiento y para el tuyo, que los ultraexcitados amantes pasionales (“¿Te molesta si vamos a la cocina?”) estén a punto de copular ruidosamente y de pie entre las estanterías de la bodega conformándose con tirar ruidosamente algunas botellas, que los pobres gringos repten borrachísimos por debajo de la mesa más que Pedro Armendáriz haciéndola de puerco para agredir abyectamente de puerco a sus antiguos patrones en Por la puerta falsa / Campo Celis (la obra maestra desconocida de Mauricio Magdaleno-Fernando de Fuentes, 1950) y luego-lueguito salgan corriendo como gacelas huidizas tras ser confundidos con el inidentificable semental clandestino de la dueña del lugar, que se vuelva incomprensible una presunta sátira (bastante insólita por lo demás) a la caricaturesca presencia ridícula y bufona aunque temida de los estadunidenses poseedores del poder tecnológico antes y siempre en nuestro país, que el hacendado en el autoabandono solitario de su alcoba se masoquee a gusto oyendo una y otra vez el aria “Vesti la juba” de Los payasos de Leoncavallo para identificarse con ellos al pie de un antiguo gramófono y acto seguido obligue a su sobrino a sentarse en otro sillón como en silla eléctrica para espetarle la demencial ferocidad de sus sospechas aún desviadas hacia otros (“¡De mí no se vuelve a reír! ¡Te lo prometo m’hijo!”), que los espejos que registraron el brutal jalón del cabello mujeril (otra linda referencia velada al curioso feminismo del Arráncame las greñas con Ana Claudia Talancón) sigan reflejando después de rotos en cien pedazos, o que las grúas aéreas que hacen culminar la cinta jamás puedan superar su condición implícita de anuncios publicitarios de la casa patrocinadora Tequila Sauza. Sin duda y ante todo, las pasiones pasan, que para eso son pas-iones como bastiones, pero las desgracias permanecen y las desgraciadas películas sobre la desgracia se volatilizan de inmediato en el fuliginoso cielo inconvincente.

Y la khátarsis retropasional era por consolación añorante el perseverante embate resurrecto de una tranquilizadora hipocresía truculenta y parcial en medio de una época presente de “hipocresía total” (Peter Handke).

La khátarsis westernterritorial

Explícitos letreros informan puntualmente que la acción transcurre en Sonora, al extremo noroccidental de México, hacia 1852, cuando los rancheros nacionales intentaban colonizar esas lejanas tierras agrestes o vagaban atraídos por alguna segura fortuna milagrosa, la tropa estadunidense invadía nuestro país a discreción (ya desde entonces) y los apaches sublevados sostenían una guerra de resistencia por la tierra ancestral y su libertad amenazada.

Así pues, sin deberla ni temerla, con apenas tiempo para otear el reseco horizonte inacabable, pincharse un dedo al cortar a machete un escuálido cacto destinado a erizar la cerca, quejarse de la intolerable situación de su duro aislamiento (“Demasiado calor, alejados de todo, esta vida no es para mí”), prometer a su familia nuclear el pronto retorno a la civilización y ser apenas avisado de que “Anda alguien afuera”, un recio y maduro ranchero sonorense epocal es atacado y de repente pasado a cuchillo asesino en el patio frontal de su propiedad por el rencoroso apache vengador de su honra y la de su pueblo Goyahkla (Deshava Apache lampiño hasta la saciedad), el cual también ultima a la esposa sorprendida y luego rapta a la guapa joven hija morena delgadísima de ambos, Estela (Stephanie Sigman cual antepasada de Miss Bala ya desde entonces eternamente bajo secuestro para desencadenar pasiones sin proponérselo), golpeándola, sacándola de su dominio aterrada y gritoneante, jalándola y arrastrándola por los suelos un buen trecho, trepándola de brazos atados y de bruces en su cabalgadura, cruzando con ella el llano hasta el lejano campamento pielroja, confinándola en el encierro de su tienda, aunque sin atreverse a violarla en primera instancia, ante la digna desaprobación de una sentenciosa anciana sabia de la aldea (“Nuestra gente no secuestra, debes aprender a controlar tus emociones”), y teniendo que viajar muy pronto de nuevo con la muchacha, para devolverla a su vasto territorio original.

En otra parte, no lejos de allí, ocho soldados del ejército yanqui al mando del cruel sargento Tagart (Kenny Johnston) y su no menos desalmado asistente Peter Glanton (Karl Makinen), se han internado en el país del sur de la frontera en equívoca busca de oro en los ríos y decididos a darle caza y cuello a los apaches o a mexicanos (al cabo que “Todos son indios”), para cobrar recompensas en un inalcanzable pueblo de Arizpe (pero “Esto es Los Nogales, esto es México”), por valiosas cabelleras intercambiables como las de esos rancheros en número de 12 (a semejanza de los apóstoles) que brindaban, banqueteaban y recitaban orgullosos en convivio pacífico, hasta la irrupción, abriendo fuego sin previo aviso, de los norteamericanos que poco después, habrían de ser emboscados y diezmados por los apaches insumisos en pie de lucha, logrando sobrevivir apenas sus oficiales menores.

Y por último, tampoco demasiado lejos de allí, el arriero sonorense disconforme con su suerte Trinidad (Gonzalo Lebrija ultrasobrio con su barba de candado en punta) divisa con serenidad los ríos que sabe ahítos de pepitas de oro y medita ante el fuego (“Vámonos de aquí, Pedro, a buscar oro”), vende la totalidad de sus bestias al mejor postor, dice adiós a los suyos y, sólo provisto de un rifle, un guaje con agua y un anteojo largavista, parte sobre su caballo en pos de mejor existencia mucho más al sur de la suave patria, aunque deba cruzar el peligroso territorio apache, toparse con la hermosa Elena abandonada a su destino por su dueño apache en medio del desierto e intentar dejarla allí, pero resolviendo escoltarla hasta un poblado próximo, engullendo liebre al pie de una fogata, cosechando oro sin dificultad en la ribera del río para almacenarlo en una añeja vasija hallada en una cueva rocosa y apiadándose del agónico ya único sobreviviente de la atrabiliaria soldadesca gringa Tagart, quien pena por agua, se hace extirpar en vivo por Elena una flecha clavada en su muslo y, recién recobrado, se deja ganar por la codicia (de fortuna, de hembra), para acribillar de un balazo al caritativo Trinidad y para que tanto éste, con una bala sacada del pecho por el providencial apache reconciliado Goyahkla, como su malvado agresor, tengan suficiente tiempo de reposo, el primero en la aldea de los antiguos apaches, el otro en las cuevas del camino donde mantiene secuestrada a la atractiva chica, para que se restañen sus heridas, restauren sus fuerzas perdidas y puedan enfrentarse a tiros a la vera del río de oro, en un mortífero ajuste de cuentas del que saldrá triunfante el trashumante sonorense, recuperando la compañía de la muchacha y pudiendo alejarse conclusivamente juntos por un desfiladero, bajo la vigilante mirada del pielroja desde las alturas.

Río de oro / River of Gold (Mantarraya Producciones - Cadereyta Films - Pazcuaro Films - Eficine 226, 100 minutos, 2010), segundo largometraje como autor total del jalisciense de 38 años egresado de la London Film School y cofundador de la compañía Mantarraya (productora de los filmes de Carlos Reygadas) con búsquedas y miras creativas muy propias Pablo Aldrete (tras un infortunadamente inestrenado pero lanzadísimo Nipón e Yokoso, 2006, que no pasó del FICCO), se hace preceder por el altivo lema por encima de lo patriótico o patriotero “La tierra es de quien la defiende”, está alternativamente hablada con gran propiedad en español / inglés / navajo jamás mezclados y se remite a la poco frecuentada, si no es que fílmicamente inédita era de la vida sonorense, cuya densidad y condición intenta recrear, en lo genealógico y en lo imaginario, al centro de una ambiciosa aunque baratísima (apenas seis millones de pesos) coproducción mexicano-estadunidense que dice transcurrir dentro del territorio nacional, pero en realidad ocurre en un territorio llamado western sonorense, necesariamente de época y persiguiendo implícita y explícitamente, más dentro del cine de acción que de la reconstrucción histórica o simbólica, una khátarsis westernterritorial, como sigue.

La khátarsis westernterritorial hace el retrato familiar de tres mundos distintos y una sola inclemencia verdadera. Tres mundos, tres razas, tres territorios estancos. El mundo territorial de los criollos sonorenses es el de los pioneros, cualquier tipo de pioneros: aislados, insatisfechos, rústicos, endurecidos, primarios, elementales, expuestos, victimizables, inapelablemente fusilados en descampado por la soldadesca extranjera cual enemigos irreductibles, aunque aún impregnados de costumbres e inextirpables valores peninsulares hispánicos. El mundo territorial de los apaches está hecho de arco y flechas, cinta en la frente, caballo, pintarrajeo bélico, atavismos, rivalidades manifiestas entre las posturas de los guerreros. El mundo territorial de los gringos invasores armados es el de la depredadora cabalgata de los uniformes azules (“Podemos fingirnos irlandeses”), el de rapiña y el escalpelo de quien sea (apaches, rancheros sonorenses) para poder atesorar los restos de cabellera con cuero cabelludo y cobrar recompensas, a modo de los cuatro (primero por dos y luego sólo dos) jinetes del Apocalipsis fronterizo pues jinetes rima con ojetes. Pero los tres mundos son espontáneamente legendarios, en realidad neolegendarios, y se encuentran unidos por un mismo territorio inabarcable, desmembrado, inhóspito. Escenarios territoriales, desterritorializados, reterritorializados, diría Deleuze, entendiendo como territorio un terreno inabarcable por el alarido de gambusino fluvial y un espacio expuesto a la debilidad culpable tanto como a una teología telúrica positivo / negativa. El gran territorio mexicano parcialmente inexplorado pero inestable, recortado, y ya ferozmente disputado por etnias y facciones.

 

La khátarsis westernterritorial recurre en todo momento y circunstancia a una violencia expedita y expeditiva. Ni irrevocables actitudes preparatorias de la maldad, ni itinerario hacia el desencadenamiento pernicioso, ni ritual de gestos al producir el acoso o ante el peligro, ni coreografía del enfrentamiento, ni fotogenia de la muerte, ni tiempo para el duelo funerario. El albur de la contingencia encuentra a la muerte violenta y nada más. La violencia del desencadenamiento súbito, la violencia del riesgo no pedido ni por nadie creado ex profeso, la violencia de la sequedad con escaso comentario musical con percusiones atípicas y cuerdas temblorosas de un tal Leonardo de Lozzanne, la violencia de la rebuscada sofisticación fotográfica aunque sin florituras de Lorenzo Hagerman (el buen documentalista político en paralelo de 0.56% ¿Qué le pasó a México?, 2005-2010), la violencia de las ondulaciones de luz, la violencia de las reverberaciones que hacen tremolar la imagen, la violencia de la edición elíptica a veces al interior de secuencias compactadas a base de jump-cuts de Sebastián Hoffman y el productor-director, la violencia de las viñetas quebradas, la violencia de las solarizaciones incluso a la hora del salvamento. La violencia vil en un mismo plano abierto, la violencia ruin del acuchillamiento o el degüello inmotivados o sólo determinados por el miedo y la reacción instintiva, la violencia visceral contra la odiada diferencia, la violencia-respuesta del tiro hacia el espacio en off. La violencia apretada, a contracorriente de los grandes espacios y llanuras, la violencia preparatoria que preconizaban los apuntes ambientales y los instantes líricos, la violencia de la cámara buscadora entre cadáveres diseminados otrora festivos, la violencia del incisivo ataque rítmico, la violencia de fusiones de dinámicas muy distendidas.

La khátarsis westernterritorial plantea un sinfín de colisiones entre las criaturas de diversa procedencia y en buena medida debido a ella. Ya en Nipón e Yokoso se producía un choque de culturas, entonces con corrosiva ironía un tanto descarnada y en primera instancia pero sin mucho humor verdadero, entre los compartimientos estancos mentales (ya en la práctica) de un acomplejado mexicanito obsedido con disfrutar en solitario el Mundial de Futbol en Japón (Nacho González) y la explosiva joven nipona ladrona de su cartera (Yoko Honada) que resultaba demasiada mujer, un objeto sexual incontrolable en exceso, incluso como pareja ocasional, la perfecta Venus de las Pieles que convertía al varón en un pelele desbordable e irrefrenadamente masoquista, hasta perderse juntos en una pesadillesca fantasía vivida de droga y degradante aventura erótica en callejón sin salida. Pequeñas y grandes colisiones de las trampas, en el desmontaje de la injusticia en atuendos genuinos y el abatimiento de los límites móviles siempre desplazados.

La khátarsis westernterritorial nada quisiera tener que ver con el viejo chili-western de los sesenta-setenta mexicanos. Ni como antecedente ni como lejanas raíces ni como apéndice del western bastardo en época actual tipo Los tres entierros de Melquiades Estrada de Guillermo Arriaga-Tommy Lee Jones (2005). Quiere reinventarlo todo, como relectura total de contenidos, pero no de formas de representación, un poco al estilo lleno de atajos de El camino de Meek de Kelly Reichardt (2011), convirtiendo la suspensión en “un frágil equilibrio entre extrañeza y clasicismo” (Vincent Malausa dixit, en Cahiers du cinéma, núm. 668, junio de 2011) del bello film estadunidense en extrañeza pura, refrendo virtuosístico en menos, pues sin duda la esforzada inspiración de Aldrete tropieza con su expresión aún incipiente y en ocasiones de precipitación inexcusable. El neochili-western como falta de cohesión estructural en medio de la máxima coherencia de recreación, de observación y formal. El neochili-western como entusiasmo y diamante en bruto. El neochili-western como reducto, no de héroes emblemáticos, sino de figuras, figuras-trazo, figuras deliberadamente sin profundidad psicológica pero densas y palpitantes (jamás hombres vacíos ni villanos grotescos, nunca mujeres huecas de largas enaguas blancas con holanes negros), figuras en desbandada y trepando montañas y en recorridos kilométricos bajo el sol inmisericorde, totalmente apartados de cualquier aglutinador centro sonorense urbano. El neochili-western como núcleo temático que se desprenderá de las posibilidades temáticas de su arranque y su desarrollo, como esa matanza familiar que podría dar pie a todas las historias de venganza de la tierra (tipo el aún relampagueante chiliwestern Todo por nada del inolvidablemente vigoroso Alberto Mariscal, 1968), como ese nudo de encuentros y desencuentros de los mismos personajes diseminados en el mismo espacio de contrastante manera, todavía infinito, para arribar a otras demostraciones bastante menos codificadas. El neochili-western como reivindicación tribal doble (de los criollos, de los apaches), rebosante de un odio antimperialista más exacto y mejor templado que el del grandilocuente farragoso Chicogrande (Cazals, 2010), sin nostalgia, pleno de cólera estoica y angustia reprimida.

La khátarsis westernterritorial ve aglomerarse nuevas mitologías. Mitologías muy distintas (o enfocadas y trabajadas de otra manera) a las célebres 57 brillantemente repertoriadas dentro del volumen colectivo Le western publicado en 1966 por la editorial francesa 10 / 18, con colaboradores como el cineteórico clásico Jean Mitry, el eminente cinesemiólogo Raymond Bellour, el futuro neofilósofo provocador André Glucksmann, el galardonado narrador-cronista de la Francia ocupada Jean-Loius Bory, el novelista objetal Claude Ollier, el fervoroso cinensayista poético Claude-Jean Philippe, el experto en dramaturgia brechtiana trasladada al cine Berard Dort, el realizador cinéfilo de hueso colorado Bertrand Tavernier y el maestro formador de investigadores fílmicos Jean A. Gili, entre otros muchos, a modo de guía completa, teórico y práctica, sobre el género. Mitologías nuevas manejadas como estímulos y resortes. Mitologías nuevas de origen realista y antiheroico. Mitología nueva de la aldea india como ámbito entrañable para el desgranado perpetuo del maíz por las mujeres y obsequio a las pequeñas de una muñequita fabricada con colita de mazorca, de cánticos funerarios y danzas rituales en torno a fogatas de toda la noche, de visiones espirituales, de estilizadísimas inscripciones en rojo profundo al milenario filo de las rocas (modelo grutas con arte rupestre de Bajo California-El límite del tiempo de Carlos Bolado, 1995-1998) que serán varias veces señaladas por Aldrete cual Baltasar de Rembrandt, del dolorido sentir garcilaciano y ráfagas de inmensidades azules (“el cielo convertido en ave”, diría Gabriel Miró) e interludios cósmicos con rayos que no cesan para llenar la imagen-firmamento. Mitología nueva de los cactos con flores coloridas y pajaritos en la cima de la planta espinosa, fungiendo a la vez como leit motive y perenne contrapunto indiferente. Mitología nueva de los picachos, esos caprichosos promontorios rocosos fálicamente erectos, o saltables de uno a otro como en competencia de obstáculos, que sirven como miradores o escondites perfectos, sin dejar de circundar la planicie semidesierta. Mitología nueva de la pradera, ya no como peligro infestado, planicie de riesgos y ceremonia pistolera, campo inmanente de travesías e itinerarios humanos, sino como desmesura magnífica y distancia sobre distancia, soledad enmarañada hecha materia, propiedad de los ancestros y territorio que preservar. Mitología nueva de los animales negociables y traficados, de la poda de los cuernos de los equinos, del aquietamiento con enérgicas palmaditas viriles más que cariñosas cual segunda doma real del caballo encabritado por un apache auténtico (quizá sólo porque la cámara continuaba encendida, a lo Reygadas), de los señoriales búfalos dueños de la pradera. Mitología nueva del gesto decisivo y la exterminadora fluidez soberana. Mitología nueva del sueño de caza en la regresiva alucinación infantil (“Tu padre es el mejor cazador que conozco”), de los poemas-aparte inopinadamente recitado a cámara en gran acercamiento (por una chava o por el actor Hernán Vera), de sed arduamente saciada (“Water, please”), de atardeceres y albas cada vez más insólitos, de una cuestionabilísima carrerita entre desenfoques y de la intempestiva aparición de la Virgen de Guadalupe en la lisa superficie vertical de una roca (¿guiño de ojo?, ¿maravilla para exportación folclórica?, ¿arbitrariedad neta?, ¿delirio de la película?, ¿desvarío del cineasta?). Mitología nueva de la sangre ennegrecida y la sangre derramada contaminando las aguas del fértil río de oro cuya visión se extiende, se expande y admite un señero tilt up cual liquidadora conclusión perentoria. Y sobre todo, mitología nueva de la figura final del apache dominando la precaria vastedad de su tierra desde lo alto de su espacio en ya perpetuo encogimiento y desaparición.