La khátarsis del cine mexicano

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Lado B: La khátarsis sumisoextrema acrehumillante

Todos los días son de ignominia para el chalán Alán.

Juego de palabras punzante y viviente desde su nombre mismo, el indigenoide crispodemacrado Alán Anaya (Noé Hernández aplastable) funge como vil Chalán, o séase, oprimido y plurifustigado ayudante, chofer, mensajero, guarura, protector, receptáculo de iras, punching bag a quien puede tirársele de un manotazo impune el periódico que lee, tenaza para sacar las castañas morales o practicodelictuosas del fuego y, por si fuera poco, pagapatos de los sádicos desquites del malhumorado e hipercorrupto diputado Alejandro Alex Aldape (Juan Carlos Remolina egregio), todavía medio atrabiliario galán otoñal, medio machazo autoritario acostumbrado a imponer su voluntariosa autoridad hasta en su existencia amatoria, controlado y relamido pero en el fondo colérico a rabiar, con ironías en borbollón aunque sin partido específico, siempre obsecuente respecto a los intereses más bastardos, practicante del usufructo y el mayoriteo aunque sea apretado y muy apenitas dentro de la cámara legislativa, al servicio de los peores transas contra el bienestar de la población y en trance de hacer un buen negocio a propósito las golosinas perjudiciales y los alimentos chatarra en las escuelas primarias, en beneficio de los esquilmables empresarios refresqueros voraces, pero también de meter en cintura a su amantita encrespada Vicky (una hipotética Dayana Tellerías), sólo mostrable en escorzo o en cuerpo fragmentado, o por fin a través de fotofijas sanitarias cuando su dueño y señor ya la haya salvajemente vapuleado en off, y cuando el parco Chalán Alán ya haya padecido las crueles mofas del malencarado guardaespaldas Bernal (Antonio Zúñiga) y del sadicazo guardaespaldas carita Horacio Ayala (Marco Antonio Argueta), éste pronto cesado casi gratuitamente por el diputado Alex (a quien le bastará con hacer una llamada por celular), para que el muy corpulento loco furioso acabe tundiendo a puñetazos al también vapuleable chalán, en un mingitorio común, a modo de represalia, dejándolo tumefacto y con un gacho ojo morado, pero aun así encargado por su jefe para que se deshaga del cuerpo de su delito, motivando que, no obstante ese trato despectivo y despótico manifiesto, el pobre hombre traslade caritativamente a la hembra desvanecida a bordo de un taxi hasta un hospital y, haciendo esperar al paciente taxista (Augusto Valencia) arrostrará ser enviado al ministerio público por su administrador (Luis Cárdenas), si bien saliendo bien librado gracias a una audacia sobornadora, aunque no sin antes toparse con un colega guarura (Alberto Zen) del diputado Lazcano (Ari Brickman), el que no tardará en rendirle visita a su ufano homólogo Aldape a la mañana siguiente, para intentar chantajearlo, creyéndolo en sus garras, y obtener que cambie el sentido del voto a la iniciativa camaral que él mismo estaba promoviendo, sin poder lograrlo, tras una auténtica batalla verbal, y terminar caminando ambos hacia su centro de trabajo legislativo, muy juntos e hipócritamente amistosos, como si entre ellos nada hubiese ocurrido.

Poco después, el diputado Alex intentará convencer a su adscrito chofer-guarura de que firme un documento en que se abroga toda la responsabilidad por la desalmada madriza a la tal Vicky, sin conseguirlo tampoco, pese a lo generosamente abultado de los cheques que le ofrece, pero recibiendo a cambio la sorpresa de que el Chalán uñas metidas ha montado, con el auxilio de la omnipotente secre ubicua Estela (Adriana Parral), una trampa para videograbar la escena y revertir el chantaje en contra del abusivo chantajista, así contundentemente chamaqueado (“No quiero dinero, quiero la visa de Estados Unidos, para mi esposa y para mí, cuando las tenga, le entregaré su dinero”).

Chalán (Film Tank - Foprocine / Imcine - Canal 22 - Banco Santander - UNAM - CTT Exp & Rentals, 58 minutos, 2012), heteróclito TVfilm y segundo largometraje en cualquier formato de Jorge Michel Grau, con guión original de su productor Edgar San Juan y muy solvente fotografía de Alberto Anaya, es la primera película mexicana en digital que se difunde de modo gratuito vía streaming (un olvidado inolvidable 21 de noviembre de 2012), aun antes de estrenarse por televisión abierta y de su inevitable subida a internet. En ella todo gira en torno a la discriminación injuriosa y constante de un personaje de pronunciadas facciones indígenas e interpretado por Noé Hernández, al parecer condenado a encarnar los papeles que por su afortunada mala suerte física, según los cánones y valores que todavía predominan en el cine mexicano actual, le hubiesen racista / autorracistamente tocado a Rodrigo Puebla (de El encuentro de un hombre solo de Sergio Olhovich, 1973, a Ruby Cairo de Graeme Clifford, 1993), o sea, por vagos aunque preclaros motivos lombrosianos, una especie de agazapado ser rastrero u homicida nato y en esencia, sospechoso de lo peor por naturaleza y presencia, potencialmente más aterrador y feroz aún que el asumido por el mismo actor oaxaqueño en Miss Bala (Gerardo Naranjo, 2011); digno del más bajo desdén rebajante y de las más hirientes reclamaciones merecidas por ser responsable de todo lo involuntario, responsable de no haber podido entregarle en mano un regalo de reconciliación con roja fronda brotante de papel crepé a la putita furiosa del jefe, responsable de pasarle al patrón una indeseable llamada que llegó por el teléfono del auto (“¿Para quién trabajas?” como antes “¿De qué lado estás?”), responsable de no poder hacer que las puertas ajenas se franqueen ni el control manual ni hablando por el interfón y blanco obligado de prestas humillaciones dispuestas, sólo por su inferior condición social, por su situación ancilar y por su milenaria apariencia física humillante per se, o sea, un abestiado ente tan prehumano o quasi humano como podía serlo el multiultrajado / multiultrajable loquito del vecindario del sañoso y ojetísimo mediometraje Kalimán del mismo realizador en sus inicios (arriba mencionado): su antecedente, su desemejante, su hermano, pero eso sí, gracias mil, cual la cinta en sí más racista al cuadrado que ultrarreaccionaria denunciadora del racismo, en pos de una khátarsis acrehumillante, como sigue.

La khátarsis sumisoextrema acrehumillante hace un brillante retrato del cinismo. Un retrato del cinismo de la clase política mexicana en el cuerpo de uno de sus especímenes sintéticos. Un cinismo sublime, milusos, en acto e intacto, detectado sorprendido y ejercido en la vida cotidiana y relacional más inmediata. Un cinismo a flor de piel, impregnándolo y avasallándolo y pudriéndolo todo a su alrededor. Un cinismo de inquiriente inquisitorial en toda circunstancia y cuantimás a la menor falla (“¿Tienes conciencia del déficit que me causas...?”). Un cinismo a prueba de balas moralinas e ideobazukazos verbales (“Poco hombre, te lo digo a la cara que eres un cobarde”). Un cinismo pegando desde la retaguardia y contraatacando con todas las armas machistas. Un cinismo amenazante en letanía (“Ve por ti, hijo de puta, no te va a dar tiempo: los medios, tu partido, el Gobierno, verás cómo se te lanzan como buitres”). Un cinismo equivalente a todas las agresiones y abusos que prodiga, como si se fortaleciera y blindara merced a ellos. Un cinismo que se despliega como barrera, disculpa y coraza para autoperdonárselo todo y zafarse con audacia pirotécnica de cualquier imputación falsa pero sobre todo alguna verdadera (“No estoy implicado en lo absoluto”). Un cinismo obsequioso con sonrisa de oreja a oreja (“Pásale, Gonzalo”) para dar más certeramente el zarpazo. Un cinismo de hacendado neoporfiariano falsamente paternalista (“Por eso te pido que saltes esta rama”). Un cínico monumento al cinismo como trasunto (“Tiene que ser así, no hay otro remedio”) y esencia identitaria colectiva actual.

La khátarsis sumisoextrema acrehumillante despliega una eficacia técnica bastante excepcional. Sobre todo tratándose de un TVfilm, y en un contexto mexicano en el que, por otra parte, es tan escasa su especial especie. Travelling vertical grandioso aunque de hecho subrepticio, desde la espalda del chalán dejado a su suerte y confrontado con el cuerpo vapuleado de la hembra de calzoncitos rojos que permanece desparramado, inmóvil por el suelo, y en desenfoque para colmo de incertidumbre subjetiva objetiva. Retroceso de la cámara presuntamente púdica en exteriores nocturnos, desde una portezuela reflejante apenas reconocible hasta incluir el auxiliador taxi del escape misericordioso / automisercordioso, para introducir cargando el cuero de la ignominia envuelto en una frazada blanca, rumbo al hospital. Serie de cortes impactantes y aglutinados planos subliminales durante la zarandeante golpiza del entacuchado guardaespaldas profesional Ayala a nuestro infeliz chalán sintiéndose indómito aún en la total derrota física y sanguinolenta más evidente, siempre rodando y levantándose, dibujando su guardia alta, para volver por más de cara a su cruel contrincante superentrenado. Obsequiosa apertura del portón de la gran oficina al homólogo diputado enemigo supuestamente dominable, para el enfrentamiento sin cuartel. Expediente coleccionista de fotos del rostro macerado de la golfilla mantenida como si se tratase de infamantes imágenes de una morgue privada. Sin duda, en la resolución fílmica expresiva de estos álgidos hay algo de sabiduría genérica que se incubaba en Somos lo que hay (aunque allí aún no había mucho), más cerca del sarcástico horror salpicasangre (física, moral) que del thriller y de la crónica, con esos enigmáticos ojos que se asoman al retrovisor del auto para opacar el rostro sufriente / rabioso de Alán sin saber si presa del resentimiento o el dolor (o de ambos) y esos brazos del exhausto diputado Alex que lo sostienen apoyado en las paredes desde un ligero contrapicado cual Sansón vencido y, por el momento, caducado. Montaje dislocado para desdoblar por dos veces la secuencia del diálogo culminante entre el chalán abyecto y su patrón maldito, una en ficción realista, otra en videoficción con time counter, y una tercera al interior de un monitor contemplado por la secre cómplice-traidora y la inerme víctima vuelta victimario, mostrando y develando con rara contundencia algo desconcertante, el triunfo de la estrategia técnica ingeniosamente implementada.

 

La khátarsis sumisoextrema acrehumillante tiene, sostiene y mantiene ribetes metafísicos como última meta irrebasable. La metafísica de un Chalán-personaje que se basa en el misterio de un sujeto silencioso, recóndito y callado al límite de la tolerancia y el sometimiento, rendido, dócil, acatante, manejable, vasallesco, resignado hasta la irrealidad, que nada dice, ante nada protesta, de nada se queja, en apariencia leal y discreto, porque estaba seguro, vivía prendido de una gigantesca abstinencia final, la del psicópata pasivo-activo perfecto, la que demostrará otra vez, ahora por el absurdo de un esbozo de posthriller platicado, que quien traiciona al último traiciona mejor. La metafísica de un relato-Chalán que toma como pivote una graciosa animación pioresnada de Guadalupe Sánchez en torno-express a un par de políticos de caricatura que en efecto se transforman de repente en mojoncitos-moles informes de caricatura animada, para unirse con otros mojoncitos-plastas amorfas idénticos a ellos, muy disciplinadamente sentaditos y arrellanados en sus curules dentro de una impoluta Cámara de Diputados de foto fija realista. La metafísica de una película-Chalán que se articula sobre una primera parte notable con actuaciones de alto voltaje y una segunda parte deleznable con inconvincente giro conclusivo; un soberbio arranque dinámico y un estático desenlace que acaba por desinflarse en el desbarrancadero, sin nudo ni nada en medio; unos primeros 40 minutos apoyados en la simple descripción de actitudes novedosas y comportamientos fascinantes, con enorme eficacia planteados y desenvueltos, hasta que los amigos-enemigos se ponen telefónicamente de acuerdo con la Maestra para marchar del brazo y por la calle hacia aquella infilmable / sustituible Cámara de Diputados, y unos 18 minutos de telenoveleros campo-contracampos contemplando al perverso Diputadazo tratando inútilmente de que el subalterno ideal acepte quedarse con la culpa, rumbo al sorpresivo final, truculento y moralinosa y demostrativamente sacado de la manga. La metafísica sociopolítica del Chalán que promueve otro apartidista mecanismo gestor contra una entelequia llamada la clase política (a nivel idealismotraidor de Ella y el candidato de Roberto Girault, 2011) y tiene como acrítico punto culminante la arriba aludida alusión puntual a La Maestra que parece remitir más al documental ¡De panzazo! de los hermanados amiguis Carlos (Rulfo-Loret de Mola, 2011) que a la maestra-cacica Elba Esther Goldillo en sí, quizá sólo para escupir sobreescupido. La metafísica del Chalán-corrupción que prorrumpe sobreentendida, con un lenguaje ad hoc que todo mundo comprende y aceptada de antemano, incluso el administrador del hospital embolsándose un maletín con billetes y medias palabras (“¿Estamos?” / “Estamos”), para interrumpir satisfecho su acoso penalizante de legalismos y ministerios públicos, ya que, como es bien sabido y apreciado, la legalidad en México podría corromper hasta a las leyes de la gravedad y de la Historia pendular. Son metafísicas distintas a las promovidas por Grau en su anterior y más abiertamente genérico film Somos lo que hay (arriba analizado), pero que cumplen (o redundan en) la misma función (o fisión) general: restarle vigor expresivo a la propuesta narrativa de su parábola moral. Metafísicas-aspaviento, metafísicas-lengua rebanada, metafísicas-sorbo de dudas trepanadas, metafísicas-uñas busconas, metafísicas-simulacro crujiente. Metafísica-asiento de que todo cristo es Chalán sólo sabiéndolo engatusar o llegarle al precio. Metafísicas-desorbitamiento / debilitamiento, metafísicas-delirio de grandeza.

Y la khátarsis sumisoextrema acrehumillante era por oportunismo finsexenal una recreación chapucera de la hegeliana dialéctica del amo y el esclavo a niveles previsibles para darle la razón a todos los prejuicios nacionales que la sustentan en nuestra vida cotidiana descompuesta de todos tan querida y abominada.

La khátarsis putripolicial

En desventaja dentro de un territorio infestado de peligrosos pandilleros de Iztacalco, pero obligado por sus superiores, el mocetón policía preventivo en trance de foguearse obedeciendo ciegamente todas las órdenes para quedar bien y procurarse un ascenso Mauro Hernández (Miguel Rodarte) hace el conecte de un valioso talego de cocaína pura con el anciano traficante expolicía ya irasciblemente correoso Joaquín (Roberto Sosa). Al querer embolsarse algunos pesos, el inexperto uniformado no encontrará mejor solución, para completar la suma del costo estipulado, que dejar en empeño-canje su pistola reglamentaria con el encabronado viejo cascarrabias, cuya banda, a diferencia de su jefe, reacciona violentamente, ataca a la patrulla de los guardianes del desorden ya en retirada y provoca un zafarrancho, durante el cual la mercancía es robada, el preventivo de tercera Mauro sufre una espectacular herida al recibir el pinchazo de una punta (cuchillada, navajazo) que logra atravesar y perforar con relativa facilidad su chaleco antibalas, de flagrante calidad pésima por todos advertible, debiendo ser hospitalizado y, antes de sustraerse y reponerse en silencio, su doliente condición causará un doméstico aunque incallable escándalo mediático, inducido por una súbita TVreportera rubia (Mariana Gajá) y atizado por la moralina mancuerna de conductores chafos (Adriana Louvier, Andrés Montiel) del imaginario TVnoticiero sensacionalista indistinto Impacto Informativo. Saldo: una pistola perdida, un moribundo recalcitrante, chalecos inútiles y un miniescándalo doméstico capaz de atraer la atención de autoridades impolutas que se ven conminadas a intervenir e investigar; una especie de existencial situación límite.

Esa suerte de situación límite va a trastornar el precario equilibrio de la célula policial a cargo del bajito cuarentón Comandante Ignacio Alatorre (Damián Alcázar), tan autoritario y corrupto como todos los de su estirpe, presionado por los de arriba y repartiendo ascensos o canonjías a los subordinados, a quienes, por otra parte, le gusta sermonear, amenazar y humillar, tipo el primer oficial Rojas (Dagoberto Gama) tan odiado por sus abusos contra extorsionadas prostitutas callejeras viejas chillantes e intimidados vecinos inermes que agonizará acremente en un sanatorio, tipo el ruco anteojudo oficial tercero Romero (José Concepción) y el rencoroso explosivo oficial segundo Juvencio Sánchez (Gustavo Sánchez Parra) congraciado como policía turístico, si bien nuestro Comandante con aires de Generalito acabará estrellándose telefónicamente contra un inaccesible Ingeniero Robledo (Juan Carlos Vives), el representante de la Contraloría que le proporcionó los chalecos deficientes, en el momento de querer protestar ante él por ese infame estropicio vuelto público y notorio, poniendo su situación jerárquica en riesgo, sobre todo cuando trate de sacarle tajada al caso de la pistola desaparecida y reaparecida de Mauro, y haciendo rodar sobre él una bola de nieve que lo orillará a acudir a un Ministerio Público (Rubén Cristiani) para que le congele expedientes comprometedores por una temporada, a repartirle un buen billete al Médico de guardia (Jorge de Marín) del hospital público para que atienda a un subalterno agonizante y prometerle beneficios al duro indigenoide oficial segundo Vázquez (Ariel Galván) para que liquide a un incómodo joven golpeado (Octavio Castro), hasta que él mismo, tembeleque Comandante intocable o lo que fuera, pierda la vida en el transcurso de un operativo en la madriguera del soliviantado Joaquín.

Pero sobre todo, esa suerte de situación límite va a desquiciar al lamentable policía ascendente / descendente Mauro, ya dado de por sí a la transa, consumidor compulsivo de coca y destinado a hacer inútil circo para minimizar su lesión, esconder el dinero robado en el conecte y recuperar (o ridículamente pretender sustituir) el arma dejada en depósito; en el trance del lance para pasarse de lanza sin alcance, se ganará a contrapelo la ambigua confianza agradecida de su jefe, será asignado a sitios más clementes o pintorescos como agasajado gendarme de tránsito, se ensartará en un agrio duelo visceral con su díscolo compañero vindicativo Sánchez, le romperá los dedos a un alebrestado chavo delincuentillo y seguirá sin éxito a una rechazante Chava güera guapísima del barrio lépero (Flor Payán) que sorpresivamente se descubrirá adscrita como puta a la poderosa madrota Ester (Gina Moret) para serle invitada a un antro pero a la que finalmente el hombre en pleno narcotrastorno resentido violará por detrás contra la patrulla y luego madreará brutalmente, antes de tener que hacerle una felación en la carretera a su irrefutable Comandante (como culminación de la desequilibrada lucha de poder subrepticio entre esos dos machos) e ir a balear salvajemente al estorboso Joaquín, pero muriendo también él en el intento.

Sin embargo, aquí no ha pasado nada. Antes bien, el TVnoticiero ad usum amarillista pronto informará de una nueva remesa de chalecos para sustituir a los inservibles en el destacamento donde campeaban el heroico Comandante Alatorre y el agente primero Mauro Hernández, muertos ejemplarmente en el cumplimiento de su deber.

Bala mordida (Tosco Films - Foprocine / Imcine - Goliat Producciones - GB - Renta Imagen - Por la Libre - Eficine 226- Chivata Action Class, 113 minutos, 35mm, color, 2008), ópera prima del autor completo aparte de productor Diego Muñoz Vega (cortos previos: Del barro, 1992, y Rastros, 1997; episodio “Al filo de la navaja” de la TVserie Cuentos para solitarios, 1999), se basa en reportes policiales verídicos que datan de los años noventa, hasta principios de este siglo (más de 40 expedientes, recabados y estudiados durante nueve años, más numerosas entrevistas banqueteras con policías preventivos, en torno al proceder y la forma exacta de relacionarse de éstos), y ha permanecido por largo tiempo inexhibible en México (salvo en aventadísimos festivales de cine como el primer Distrital o el Pantalla de Cristal donde obtendría diversos premiecillos), aunque constituyendo uno de los grandes jitazos del DVD pirata nacional de todos los tiempos (ya le llegó al corazón del pueblo, pues) y aunque al cabo sólo fuera para tronar más rápido en la cartelera-matadero comercial (¿bala que ladra no muerde, o bala que ya mordió y fue mordida no ladra?). Aborda el tema de la corrupción policial en México, urde con habilidad denunciadora y destreza temeraria y mucho punch cacofónico un “valiente relato sobre la corrupción policiaca capitalina” (Rafael Aviña en el suplemento cultural El Ángel del diario Reforma, 12 de diciembre de 2010). Pero, a diferencia de otras películas nacionales sobre el mismo asunto, no la enfoca tangencialmente, sino de frente: un retrato de la corrupción policiaca intensamente vivida, cotidiana, desde el interior de las propias corporaciones establecidas y en vigor, su lado oscuro, maldito y poblado por malditos, putrefacto, reconocible y comprobable como un fenómeno de bajeza que sólo puede conducir, a la altura de sus circunstancias, mecedora y estremecedora, si bien sólo semejante a sí misma, a una khátarsis putripolicial, como sigue.

La khátarsis putripolicial se asienta en la creación de un espeso clima de hostilidad. Más allá de la corrupción, pero fincándose en ella, luego de haberla motivado y propiciado, cual malvado factótum, se ejerce aquí el predominio (indiscutido, indiscutible) de una atmósfera ambiental enrarecida, compacta, polucionante, como una nata de contaminación cada vez más pesada que de pronto casi pudiera cortarse con encanallada arma blanca. Omnipresente, todosapiente, histerizante tanto para sus criaturas como para sus espectadores, está en todas partes, se advierte y se esconde, anida en todos lo rincones, para mejor enquistarse al interior de ellos. En las menesterosas calles estrechas de Iztacalco, en la pinchísima comandancia mugrienta, en la ventanilla-caja enrejada donde atiende una mujer policía rugiente, en la bodega del provecto traficante roñoso, en los tugurios disfrazados como pasajes de mercados, en el antro tequiloburdelero, en la boca de lobo de las noches cerradas, en el asfixiado aire nauseado, dentro de la patrulla con jaula enrejada aislando una parte trasera propicia a la hiperdespectiva tortura quiebradedos de cualquier joven gratuitamente golpeado, en las actitudes tan sumisas cuan exasperadas de cada uno de los humillados y ofendidos policías subordinados poco a poco individualizándose como entredevoradoras fieras devoradas de antemano, en la infame voracidad de los chamacos prepúberes (representados por un Adrián Alonso sin herencia posible ni de Los olvidados) y en la boca de los chiquillos por costumbre dispuestos a cualquier cosa (con la ausencia de dignificación de un Sergito Nava por muy desarrapado pero jamás en los extremos caricaturescos a lo Nosotros los pobres), en el recodo de una tenebrosa carretera apenas iluminada por los fanales del vehículo policial, en el tambo de lámina donde se obliga a meterse a la víctima para acribillarla a voluntad. Con mucho menos regodeo, refosilamiento y revuelque en la salsa violenta de aquello que pretendía criticarse, como sucederá después en El infierno de Luisito Estrada (2010).

 

La khátarsis putripolicial convierte la transa múltiple de la pistolita en una verdadera danza de la corrupción. Con nada despreciable precio cercano a los cien mil pesos, dejada en prenda, prácticamente regalada por el atrabancado Mauro al erizante Joaquín, cedida por éste al joven sicario, decomisada a la fuerza, recuperada a medias, escondida, guardada con llave por el Comandante en el cajón de su escritorio, atesorada para cobrársela al Estado y embolsarse el costo, dos veces sustraída por fractura, convertida no en prueba de torpeza sino en cuerpo del delito y vuelta dispositivo para acribillar a un pobre tipo indefenso para que no revele el paradero del arma, vuelta casus belli, provocadora de desgracias, causante del levantón por judiciales del agente Sánchez ya alejado como policía auxiliar turístico para negociar su silencio, perseguida por los investigadores policiales antipoliciales que moviliza un senador intangible, bandida, blandida como evidencia elocuente, empuñada al fin como instrumento de venganza antijerárquica por el decepcionado agente rencoroso Vázquez decidido a traicionar hustonianamente al último y así. Latente, desechable o virulenta, la irresponsable pistola de Mauro está en el puesto de mando. Es el cabo suelto que enreda y desenreda la madeja de la corrupción, lo que permite desmontar sus mecanismos, observar sus condiciones de objeto de conocimiento, analizar su destazamiento, realizar su disección en vivo, vislumbrar sus partes pudendas, desentrañar sus misterios. Poner al descubierto su modus operandi, sus métodos, sus dosis, sus vías de administración, su red de complicidades. Entender y atender sus claves, sus escondrijos, sus disculpas, sus coartadas, sus recovecos mentales. Confrontar sus tripas y sus sobreentendidos y sus malentendidos. La pinche pistolita funciona además como deslizamiento fehaciente hacia las miserias y alivios de la corrupción. Es una metáfora reveladora, una metonimia privilegiada, un principio de farsa tragicómica que se aborta desde su asiento hasta su tono indagador y viviseccional sostenido, una indiferente y mecanizada ronda bufomacabra. No hay manera de escapar a la corrupción (“Así es, y nos chingamos todos”, dice con regocijado cinismo el Comandante) y los abestiados policías terminan dando lástima (“R 40, afirmativo”, acostumbran repetir maquinalmente), o ridiculizados como folclórica policía charra a la orden de los turistas en el Hemiciclo a Juárez de la Alameda Central. Con retumbantes ecos marciales de las Tropas de élite 1 y 2 del tremebundista brasileño José Padilha (2007 / 2010), la corrupción baja la guardia cuando el intercambio clandestino se complica, la corrupción tiembla y retrocede cuando los medios se hacen presentes, la corrupción se convierte en investigación amañada cuando las cosas escapan al control por la mala calidad de los equipos de protección de los vigilantes y el desvío de fondos policiacos, la corrupción enarbola al novato enlodado Mauro como una víctima de la malversación y otros desaseados manejos administrativos, la corrupción usa y abusa chantajistamente del poder de la investidura, la corrupción se inventa y sostiene su guerra sucia privada contra sus congéneres tanto como en contra de sus enemigos (y al mismo nivel). Pese a su doble castigo final aparente, el mundo de la corrupción y su lógica absurda reinan, su segunda piel (¿y la de todos los mexicanos formados por el priismo-panismo-perredismo?), se sondean, se ahondan, se expanden, lo impregnan todo, pudren cuanto alcanzan, se reproducen, se tajan y se tejen en arborescencias siempre indeslindables, inasibles, que se salen de madre y ensucian los ojos y los sentidos en su conjunto, elevando al cielo-cieno una sensación de malestar absoluto y concertadísimamente caótico, indirecto y minimal.

La khátarsis putripolicial puede cebarse y celebrarse, entonces, en el doble carácter repelente, tanto mental cuanto físico, de sus personajes. De bigotito mamador, barbilla partida aún coqueta y dotado de un envidiable humor autoconsciente y una propositiva ironía distanciante, posbrechtiano-chapliniano-tintanesca, Damián Alcázar pasea a sus infernales anchas su comandante prepotente, atrabiliario, ignorantazo, masoquista ante los de arriba y sádico ante los que puede, chantajista telefónico y huevonazo, haciendo muecas de comida rumiante y exhibiendo una ambigüedad sexual manifiesta. De elusiva y extraviada carita atemorizada Miguel Rodarte muerde la bala de mil maneras distintas para convertir su periplo íntimo, no en un proceso de degradación sino en un Via Crucis hacia la bestialización antiejemplar e inevitable, más allá del impulso amatorio (acaso noble en los trayectos dentro del camión contemplando a la güerita desconocida o al intentar abordarla en la calle o al ofrecerle involuntariamente un abandonado ramo de flores que destinaba a un colega difunto), sin redención ni remedio edificante. O ese Roberto Sosa Rodríguez de repente con nombre aumentado, tamaño disminuido y envejecido hasta el asco, calviencanecido y repelentemente alfeñique, solazándose en lo que diríase su autodestrucción consentida, devenir una suerte de embozado especimen tierno que de seguro ya no cumplía añitos sino añicos, cual monstruoso elfo doméstico de Harry Potter previa y prematuramente descompuesto. Y los demás, fieras acorraladas por todas partes, conformando una triste aunque vesánica confabulación de comparsas agitadas, viles ectoplasmas ruines y amorfamente predeterminados.

La khátarsis putripolicial convoca inesperadas genealogías contradictorias, tanto dentro del cine realista como del género del cine negro en específico. Entronca con el discurso crítico antipoliciaco de la dupla narrativa de Spota / Rip en Cadena perpetua (1978), consecuente aunque ya fascistamoral precoz, pero lo desborda y lo supera, por la vía indeliberadamente abierta por el filonauseabundo Abel Ferrara (El teniente malo / Corrupción policiaca, 1992) y el sarcástico Werner Herzog (Enemigo íntimo, 2009), una brecha a la vez embotada y lúcida, visceral y metafísica. Por ende, su expresión fílmica estará fincada en una inextricable mezcla de comportamientos turbios, generación de atmósferas malsanas, un pistolón extraviado que pasará infortunada y a veces mortíferamente de mano en mano (cual Winchester 73 de Lang / Mann, 1950), diálogos coloquiales sucintamente ladrados (“Me gusta su trabajo, Hernández” / “La mera verdad, Comandante, es el trabajo más jodido”), mezquinas situaciones realistas, vahos de film noir a sacudidas, fotografía deliberadamente verdecochambrosa (de Carlos Hidalgo Valdés), ataques de secuencia enérgicos e incisivos, cierres de secuencia con hilarante cambio de tono (el Comandante implorando que le aviente las llaves a medianoche su gorgónica esposa tras una jornada particularmente cruel y movidita), incesantes ráfagas de cámara en mano campechaneadas con inestables acosos en plano fijo (edición pulsátil de Felipe Gómez Torres), tensas escenas llevadas a una larga duración sinuosa y laxa, cortes sincopados, montaje convulsivo al estilo del más acezante cine joven filipino (Brillante Mendoza, Khavn de la Cruz, Pepe Diokno), insertos constantes de sutiles pases de billetes en rollitos y líneas de polvitos blancos absorbidos, canciones y raps ad hoc (por cortesía sadicoirónica de Pare de Sufrir, Afrodita la Reina del Palenque y Aka Bron), noticias-leit motive referentes a los machetes desafiantes-encarcelados de Atenco o a la represión contra la APPO del gobernador priista oaxaqueño Ulises Ruin) y un invitante letrero final de “Ya tenemos nuevo Presidente”. Hasta delinear un retrato casi caleidoscópico de la policía con sus métodos vigentes al interior de un thriller sobre la corrupción como expansiva ámpula estallada, y viceversa, pertinente y subyugante. En las antípodas de la metafísica reversible de Policía, adjetivo del rumano Corneliu Porumboiu (2010), pero aún así permitiendo que el drama social aflore en un relato al borde de la parodia, el cine criminal revierta sobre los propios brazos de la ley y el cuento moral se afirme sobre los vertiginosos escombros de un arte atenuado y autodisminuido.