La khátarsis del cine mexicano

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

La khátarsis putripolicial admite lecturas, enfoques y apreciaciones menos entusiastas o clementes. Hay que reconocerlo, en términos psicosociológico-narrativos, Bala mordida ofrece muy poco desarrollo, pronto se torna reiterativa en cuanto a su contenido y escasa invención en lo tocante a su forma, insistiendo demasiado en la división maniquea del gajo de sociedad descrita. El film sólo dice lo ya sabido y nada nuevo. Dentro de la policía sólo existen ojetes y jodidos, para quienes las únicas opciones existenciales y dramáticas consistirán en intentar pasarse de un extremo al opuesto, deviniendo jodidos ojetes, u ojetes jodidos, hasta el infinito. Pues esos policías subalternos representan, según un brillante análisis del crítico Luis Tovar, “lo consabido, lo que se da por hecho, para pudrirle alma y actitudes al corrupto. Engranes desechables que se creen piezas insustituibles mientras forman parte de la maquinaria, los corruptos –y entre ellos ‘la pinche gente jodida’ a la que sin morderse la lengua alude el policía tercero Hernández– no están haciendo otra cosa que no sea reproducir, a su jodida escala, los mismos vicios, la misma mendacidad y la misma ambición material de otros jodidos a otra escala, que no son ni menos jodidos ni menos corruptos por el hecho de tener más posesiones” (en La Jornada Semanal, 12 de junio de 2011). O séase, que fui paloma, por querer ser gavilán. Oposiciones críticas y, más que realistas, neonaturalistas, que vienen a sustituir la tradicional dicotomía entre verdugos y víctimas, o entre cabrones y pendejos, del viejo o seminuevo cine mexicano, y así sucesivamente. ¿Otra vez la división sociopolítica y la comunión con el Sacramento del Búfalo o con el Sacramento del Cordero de Heinrich Böll en su novela Billar a las nueve y media, tan bella, concisa e innovadoramente recreada por Straub-Huillet en su parteaguas ficcional No reconciliados o sólo la violencia ayuda donde la violencia domina (1965)? Pero también, no estaría de más recordar, a propósito del film de Muñoz Vega, aquel juicio de Sartre sobre la validez literaria, según el cual: yo no te pido que me convenzas de lo que dices, sino de tu necesidad de decirlo. ¿Será este último el caso del film de Muñoz Vega, equidistante de la obvísima obviedad obviota, el coloquial thriller-callejón sin salida y el discurso-loop?

La khátarsis putripolicial confía a pie juntillas en la justiciera injusticia y en la justicia injusta de las corrupciones-sándwich. ¿Quién mató al Comandante, a balazos francotiradores, desde una ventana y por la espalda? Fueron las corrupciones. Fue la corrupción de los sicarios sumada a la corrupción de los policías más la corrupción de cualquier encubierto servicio investigador cual paralelas fuerzas policiacas especiales y la corrupción de los atropellantes judiciales de una Contraloría de todos tan temida, operando de la misma manera. Fueron las corrupciones contrapuestas a lo Tlatelolco, aliadas, concatenadas, coincidentes, entreveradas, confluyentes, dominantes. ¿No que la corrupción no mata, nomás ataranta y beneficia a quien sabe manejarla, utilizarla, manipularla, orientarla en provecho propio, sacarle plusvalía segura, usufructuarla, ordeñarla como vaca inmortal? Fueron todas ellas homologadas, hermanadas en una soberana y premonitoria metamorfosis-espejo del futuro de la airada sociedad en su conjunto.

Y la khátarsis putripolicial era por accidente calculado la microcósmica aventura expandida de un tenebroso universo social esencialmente larvado e inextirpable que da coletazos sin término y sin tratar de emerger de su innata oscuridad.

La khátarsis criminofénix

Días de gracia o desgracia, o al menos llenos de ávidas desgraciadeces, pues en el principio fue el mazacote caótico de un magno evento futbolero.

A propósito y durante la inauguración de la Copa Mundial de Futbol de Sudáfrica 2012 un engreído empresario secretamente metido en negocios sucios Arturo (Carlos Bardem) será secuestrado en la Ciudad de México, involucrando devastadoramente al policía abusivo Lupe Esparza apodado El Bronco (un soberbio Tenoch Huerta que durante meses se hizo pasar por aspirante a agente policiaco para conocer al monstruo desde adentro) que a raíz del Mundial de Futbol de Sudcorea del 2002 había logrado trepar dentro del cuerpo policiaco gracias a su habilidad para ejercer la tortura al compás de bravías canciones norteñas del conjunto Bronco y que en el transcurso del Mundial de Alemania del 2006 (el del cabezazo de Zidane) reaparecía como un joven policía honesto que se la pasaba de ingenuo e inocente pese a pertenecer al grupo de Los Dorados del Comandante José, sin darse cuenta o pasando por alto los dobles juegos delictivos de su jefe inmediato superior, el mismísimo comandante corrupto José (José Sefami), por lo que ahora, ascenso milagroso y caída aparatosa, no le quedará más que ofrendar su vida en el urgente acto ético del deshacer el entuerto mayor y llevar a cabo un atronador desquite visceral ante tanta carnicería con balaceras y apañones por uniformados y malos manejos y dilaciones en las entregas del dinero y del secuestrado, en torno suyo.

Por supuesto, también quedará involucrada la esposa aún trastornantemente guapa del rehén-víctima-plagiado por dos caras Susana (Dolores Heredia), que se debate entre la desesperada negociación desquiciante con los secuestradores, el descubrimiento de la verdadera condición de su marido y una inmersión en las turbias triquiñuelas de un agente de seguridad negociador de secuestros (Dagoberto Gama), intentando en vano y en episodios sin fin imponerse, exasperar sus estrategias de sobrevivencia, luchando en franca desventaja contra una inextricable madeja de maquinaciones que implican al aprendiz de boxeador vuelto sicario vigilante Iguana / Doroteo (Kristian Ferrer), a la sirvientita hermana del boxeador-sicario Maxedonia (Eileen Yáñez) que funge como criada de la patrona Susana, al pareja compadre sin escrúpulos morales Melquiades (Mario Zaragoza), a una infeliz Camila (Paulina Gaytán), al pistolero alebrestado en frío Pulga (Harold Torres), a la recién parida mujer del policía Esperanza (Sonia Couoh) y a los impresentables El Rulo (Francisco Barreiro) y Kalimán (Vikram Chatwal), prácticamente todos yendo y viniendo de varios pasados en juego, hasta culminar en un tricéfalo ajuste de cuentas a mano armada, de reservado pronóstico paroxístico a la medida culminante del relato.

Con coproducción francomexicana, Días de gracia, antes Días de futbol (Días de Gracia Producciones - Casa B Productions - Fidecine / Imcine - Eficine 226 - Artemecánica - ARP Sélection, 128 minutos, 2011), primer largometraje del vertiginoso cortometrajista chilango de 36 años y tránsfuga afortunado de uno de tantos CUECs que en el decurso del tiempo han sido, Everardo Gout (algunos cortos previos: El banquete, 1997; “M”, 2004; Feliz cumpleaños, 2006), con guión suyo y de David Rutsala basado en una investigación-preparación que les tomó cinco años, tira a gol y a pistola en cada secuencia y a veces en cada plano, no siempre con éxito, pero va a ganar por KOT en un deporte paralelo llamado cine a puñetazos, dejando al hincha-espectador en estado de shock, o próximo a él, y además desmadejado por el estrés que de buena gana se le asocia a ese shock, aparte de apabullado, extraviado en los laberintos temporales de una intriga de inextricable complejidad al simple nivel narrativo, apuñalado, fulminado por los rayos divergentes de una cinta “sobre-dirigida” (el término oportuno es del cinecrítico Ernesto Diezmartínez), deshecho, o séase, ya encarrilado a una siempre renovable y renovada khátarsis criminofénix, como sigue.

La khátarsis criminofénix hace una identificación simbólico-metafórica (¿pero quién es el símbolo y la metáfora de quién?) entre el futbol y la violencia en los barrios populares de la Ciudad de México. Tras un epígrafe relativista e idealista narratológico de García Márquez en donde se estipula que “la vida no es como la vives, sino como la cuentas”, es algo más que la omnipresencia del futbol, y no sólo recurrir por partida triple a los treinta días que dura un Mundial de Futbol para marcar las tres épocas, exactas o posibles (2002, 2006, 2010), en que se escalonan las Historias Extraordinarias, más a lo Mariano Llinás que a lo Poe en última instancia en el DF como espacio y reservorio de mitos criminales, sórdidas historias en espejo, conglomeradas, congestionadas y congénitas que contiende que contiene, o más bien, coagula el film, a veces de manera más que confusa, sino que se trata de espíritu y trasfondo. Desde las sardinitas hasta los tiburonazos, todos los participantes en el juego de la vida autofágica están envilecidos, se tratan a patadas y les va de la patada, como en el gran deporte de las patadas. Desde el prólogo mismo, en tanto surgen de pronto impresionantes escenas de multitudes futboleras y vertiginosas visiones aéreas de los suburbios del DF, un henchido narrador anónimo diríase poseso habla del “vértigo paralizante” en que va a entrar el mundo entero durante esas tres decenas de días, “donde lo arriesgas todo, donde rompes con el tiempo”, “mientras la suerte de algunos, de todos, de alguna u otra forma depende de un balón”, pero ante todo, “la espera termina” cuando “te enfrentas con el enemigo más grande: tu propio equipo, tu gente”. Por eso, de repente aparece el ladrido en big close-up de las fauces de un mastín con cadena al cuello e irrumpe un trío chavo encrespado, matón adulto y policía con chaleco antibalas que se apuntan entre sí en un baldío como en trío indisoluble, concentrados, rituales, sólo permitiendo que la cámara dance a sus espaldas y alrededor de ellos. Y es que en ese breve, insostenible lapso de tensión “analizas, juegas con el tiempo, pones nervioso al otro, hasta que las pistolas contra pistolas escupen su fuego cual engrandecidos objetos gigantes con vida propia, disparando enardecidos “en el momento preciso”, gritando un visceral, reactivo, adocenado, exterminador “Hijo de tu puta madre”, sin poder saberse aún quienes son los perdedores y quiénes los ganones, si los hay, sino probando y demostrando que “a fin de cuentas, vivir en la Ciudad de México es jugártela día con día, a veces la cuentas, a veces no”. La suerte, la muerte y la estoica aceptación de ambas, agresiva, culposa, inevitable. En el futbol y en la vida violenta hasta el fin, se combate con todo y contra todos, hasta con los mismos integrantes de tu equipo, o sus partidarios, sin cuartel ni tregua ni posibilidad alguna de triunfo duradero.

 

La khátarsis criminofénix sirve como dispositivo a una metafísica del secuestro. Muy genérica, muy genérica, pero se trata de una película para armar, un relato que pretende contar con la colaboración y la capacidad ficcional del espectador para fabular, relacionar y distinguir lo que parecen ser tres secuestros distintos pero siempre el mismo. Tres secuestros distintos en tres tiempos diferentes, todos falsos y no obstante verdaderos y valederos, concatenados y reflejándose como el único continuum posible entre las épocas. Tres secuestros persiguiéndose, continuándose, mordiéndose la cola y formando su propio laberinto, un laberinto privado donde ellos serán los primeros en sumergirse y perderse. Tres secuestros irrealistas sin apartarse ni un ápice de la realidad. Tres secuestros realistas, sin afán lúdico, sino significativo, a mil por hora y acunados por una confabulación de efectos (y defectos) especiales, para generar la apasionante contradicción de una propuesta experimental dentro de un proyecto de gran espectáculo comercial acremente ficcionalizado.

La khátarsis criminofénix se funda sistemática y obsesivamente en la fascinación de la violencia. Apenas se plantea cualquier situación, la violencia estalla. Tanto la violencia dramática y anecdótica, a base de canalladas y traiciones, como la violencia formal, con base en la fotografía hiperkinética de Luis Sansans y efectos (relevo de la voz en off neutral al monólogo interior del riquillo plagiado o a la corriente de conciencia de la mujer) y más efectos redundantes (equivalentes a las mochadas de dedos para sensibilizar a los familiares del raptado) y efectistas a lo bestia (del tipo toma subjetiva a la Scorsese del carrito de una enfermera). La violencia tosca y ruda, burda y aciaga como violencia subjetivada (“Sabe lo que hace una hiena, chingar al que se mete en su territorio, yo soy esa hiena, ésta es mi selva”). La violencia cruel tanto por desafío amoral como por gratuita y pirotécnica. La violencia impresionista como chisporroteo constante y arbitrariedad retorcida (“A la chingada con las reglas, ésas son para lo árbitros”) en tiroteos y apañones por uniformados para dejar abandonado a su suerte a la rara avis de cualquier policía honesto (“En este mundo no hay justicia, porque Dios perdona a todos, perdona todos nuestros pecados, la traición aparece en el aire”). La violencia potencial de un conato de realismo apocalíptico y consensual como la simple constatación / contrastación / contractación a disgusto del vientre inflado de la esposa del policía bajo la regadera. La violencia sadicosa como provocar acciones y reacciones extremas en un corpus fílmico hipercorporal donde todo parece extremo, hasta el mero acariciar los deditos de un recién nacido. Es la violencia reveladora y verosímil a pesar de su melodramática grandilocuencia connatural (“El infierno no conoce furia como la de un criminal traicionado”), a imagen y semejanza de la violencia oprobiosa que en ese entonces y durante todo el sexenio calderonista se ha respirado en México (“Éstos son días de gracia”). Pero no es la violencia de las películas congéneres, o cogenéricas, con las que convive armoniosamente la inarmonía de Días de gracia. No es la violencia sardónica de El infierno (Luis Estrada, 2010), no es la violencia putripolicial de Bala mordida (Diego Muñoz Vega, 2010), no es la violencia medio kitsch medio a lo Miss Bala (Gerardo Naranjo, 2011), ni mucho menos se trata de la violencia visceral de Amores perros (González Iñárritu, 2000), pues la violencia acarreada según Gout se acercaría más a la colosal violencia coreográfica por estallada de antemano, posLeone tipo la honkonguesa del mejor John Woo, como la imparable suma in crescendo de los operativos policiales o como la figura triangular que forman los pistoleros y el agente apuntándose entre sí en el enfrentamiento del patio final, hasta convertir al film en algo muy cercano a una alegoría incomprensible y semifantástica.

La khátarsis criminofénix hace del montaje un verdadero protagonista y una segunda piel. Un régimen atiborrante de cortes rapidísimos y golpes abismales, gracias a cierta edición tripartita, compuesta por el editor mexicano José Salcedo, por el editor francés Hervé Schneid y por el propio realizador, que aprieta y aprieta, reduce casi media hora de película y nunca cede en su ritmo bárbaro y saccadé, al vértigo y al inconsecuente gusto por el derramamiento de sangre. En esta fantasía vesánica se trata de lograr un surplus de violencia en cada escena y situación, desubicándolas, violentándolas, brutalizándolas, reventándolas, transfigurándolas, absolutizándolas, relativizándolas, volviéndolas otra cosa sin dejar de ser ellas mismas, ellas miasmas, donde el estereotipo funge a veces como única pista del hilo narrativo y las superposiciones de tramas en molto legato plástico. Valga la metáfora, detrás de la venda está la marca de fuego hecha con medieval hierro candente y se requerirán misericordiosas pastas para calmar el dolor hasta del corte del dedo. Por eso el Ritmo ágil, enérgico, trepidante, ablativo, jamás reitera, nunca se repite, ni repite las maneras de narrar, antes por el contrario las diversifica y disemina casi con elegancia, pero de seguro con la rabia febril que añoraba el cinema nôvo de Glauber Rocha. He aquí un postpsicodélico Viaje urbano, complicado, estructural, sondeador de la fotogenia de las barrancas de la Delegación Álvaro Obregón y puramente visual.

La khátarsis criminofénix detalla en esencia su onirismo gracias a recursos audiovisuales. La raíz del caos son sus erizadas consecuencias y sus goces de cine para la oreja. Una climática amalgama de climas fundamentalmente acústicos que parecen haberse revestido de imágenes, y no a la inversa. Tres relatos más o menos precisados componen –o más bien descomponen–esta película: es la música por épocas lo que las ubica y resuelve sus dilemas y contrastes. Tres músicas con regímenes distintos de procedencias autónomas e independientes unas de otras: Atticus & Leopold Ross y Claudia Sarne, Shigueru Umebayashi, Nick Cave & Warren Ellis con canzoneta de Scarlett Johansson y leit motiv ad nauseam con la balada retro Summertime de Gershwin. Regímenes sonoros, dictaduras sonoras, diseños sonoros, partituras sonoras. Ellos marcan, acompasan, armonizan, exponen, tematizan, motivan, desarrollan, repiten, varían, revuelcan y, de improviso, acelerarán las descomposiciones, las tentativas de reordenamiento intestino y sus glorificadas pudriciones brutales.

La khátarsis criminofénix sublima al México de la náusea alucinada. Piensa mal y acertarás, decía ya tu bisabuela, y cuantimás en una república-contubernio de cobardes y paranoicos profesionales. Para decirlo rápido, con el dinamismo evolutivo-involutivo propio del relato, hay filmes que se entregan por completo desde la primera secuencia y se recorren de manera casi natural, con suavidad, como un flujo laminar, dulcemente, pero hay otras que desde su inicio se adivinan como un flujo turbulento, que atrapan al espectador como un callejón en tinieblas apenas atravesado por la luz, que se enredan y se enroscan en su conciencia, para que su espíritu se pierda entre las vicisitudes narrativas como en un laberinto, un inframundo fétido y malqueriente que le impiden orientarse, lo desvían a medida que cree avanzar, se le imponen cual meandros y trampas de un laberinto: el laberinto de un país donde las ambiciones, las codicias, los resentimientos homicidas y las venganzas sordas de las almas zozobran, naufragan, se hunden –hombres y mujeres, machos y hembras de zoológico infrahumano / inhumano, lo mismo da– dentro de una misma capacidad incapacitada para comprender los implacables pliegues de la realidad que les corresponden y las envuelven.

La khátarsis criminofénix ofrece varias posibilidades de armado y de lectura, pero todas ellas conducentes a patentizar y constatar el eterno retorno del crimen organizado como hidra de cien cabezas. Se le corta una y de inmediato le brotan muchas más. Fallece y revive al otro día gracias a los estertores reanimantes del thriller nacional por excelencia, hasta el retardado retardatario no-final ahíto de finales parciales, pero por fin conclusivo, aunque aplazado al máximo. Con las extremidades sangrantes al igual que sus ojos inyectados, el justiciero policía exterminador de antiabusos autoritarios Lupe dispara y se aproxima al enrojecido comandante José vuelto chorreante oruga arrugada que agoniza por asfixia con su propia sangre retorcida, casi cariñosamente le desliza al oído un “Hay algo que quiero que veas” y entonces la férrea mano enguantada en negro apunta contra sus adoradas mujeres mal guarecidas en un rincón aterrado y las acribilla como adecuada despedida (“¡No, no!”) del mundo al moribundo (“Hijo de tu puta madre, cabrón”). En vista de que “Híncalo, la familia de este cabrón nos chingó, apañaron a Rodolfo por culpa de este culero, La Pulga, imbécil” y una vez derribado a golpes el secuestrado Arturo con la venda sobre los hinchados párpados enceguecidos, sin haber llegado a ser ni de lejos ni siquiera con arma punzocortante en mano mínimo aspirante a cuarto miembro en la agitada discordia gritoneante e incallable entre tendederos de cerros urbanizados por la desgracia vociferante con virgencitas de Guadalupe en todas partes, el arrepentido homicida precoz Doroteo sigue desoyendo las destempladas órdenes adultas in extremis (“Ya te dejaste convencer, cabrón, voy a mocharme contigo, baja el cuete, pinche Doroteo, no me conoces, tengo más vidas que un gato”) y se enfrenta retador a los otros dos empistolados contendientes, cercados por la cámara haciendo semicírculos, uno de los cuales exhibe en cada desnudo brazo en cruz extendidos tatuajes en relieve revolucionario-pío que dicen Emiliano y Redención, todo y todos están tensos, temblando de nerviosos y sobreexcitados, hasta que la balacera se desata entre velos frente al objetivo y esfumados y solarizaciones y encandilamientos y barridos de cámara y sacudimientos hacia el tilt-down, el perro furioso rompe su cadena para desencadenar la tragedia al ser abatido, entonces los cuerpos fruncidos aceptan el expiatorio tiro justo en medio justo de la frente (“Vale verga”) por la pistola humeante en superbig close-up, se suspenden un buen rato antes de caer para nunca al suelo polvoriento, la figura protectora es crucificada por la icónica inclinación del encuadre chueco (“Salte tú, Doroteo”), y sólo queda vivo, precisamente, un púber asesino Doroteo suertudo, contraído, asustado, culposo (“Perdóname”), dolorido, tembeleque, mesándose las sienes de sus inexistentes cabellos al rape, lloriqueante huérfano existencial a los pies de un madero invisible, antes de huir como crujiente potro en estampida atolondrada bajo la señal de una inminente sirena patrullera. De nuevo monologan las visiones de las barriadas contemplativas bien contempladas y observantes observadas desde el aire, porque prólogo es epílogo y es destino sin demasiados márgenes de libertad, ya que fueron “30 días donde todo vale, donde viajas de Mundial en Mundial, donde rompes con el tiempo; a mí no me tocó contarla, pero quizá a alguien más, en otro lugar, en otro Mundial, en otro momento, le toque contarla mejor”. Ahora sí podrá el plagiado unánime y ubicuo, que se trasladaba en la cajuela de un auto civil por guardianes del desorden establecido (con ecos de “Goool de España, por primera vez la Furia Roja se corona”), ser puesto cerca de una caseta telefónica (que reza “Todo México, juntos” en letras descascaradas), para que se comunique con la estoica esposa bien enterada que lo conminará a esperar un vehículo al rescate diligente (“No te muevas de allí, en dos minutos va a pasar un coche a recogerte”). Ahora sí podrá el infame Doroteo emerger de los sombríos pasillos solitarios, chocar entre sí los puños enguantados y treparse al mugre ring para bailotear en los prolegómenos de la rutinaria pelea decisiva de su siempre jamás, puesto que “Uno tiene que luchar con lo que tiene, rifársela chido, contra la vida; de una decisión depende tu destino, un movimiento en falso, una mirada perdida y se acabó”. La confluencia de los tiempos era una acerba lógica de impactos, tanto como un futuro cercenado.

 

Y la khátarsis criminofénix era por insaciable ritmo acelerado un torbellino a muy cortos planos-ráfaga de instinto, autodestrucción, impiedad, lirismo pesimista y lástima propia (“En estos últimos días la gracia de Dios cubrió de escarcha la tierra / Nada tan bello como las capas negras sobre lo blanco / Ni tan delicado como el piar de los gorriones en el estercolero”: Jorge Hernández Campos, “Diciembre”).