La madurez del cine mexicano

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La madurez zoomórfica

En Los hámsters (Centro de Capacitación Cinematográfica-Fonca / Conaculta - Gobierno de Baja California- 5 y 10 Producciones - Payasito Films, 71 minutos, 2014), regocijantemente dramática ópera prima estudiantil del cececiano de 31 años Gilberto González Penilla (cortos ficcionales: La cena, 2009; La frontera de Jesús, 2010, y Sonreír, 2011; cortos documentales: Conversaciones de un matrimonio, y Amor en tiempo de incendios, ambos 2013), con guión suyo y de Carlos Rodríguez Rodríguez, la familia tijuanense nuclear disfuncional por antonomasia y excelencia zoomórfica Castelán está compuesta por cuatro miembros, o hámsters: el padre cincuentón desempleado Rodolfo (Ángel Norzagaray) que se enjabona en la ducha mientras aún duermen los demás, escapa del hogar muy temprano para seguir haciendo creer que se va al trabajo, elude al cuidador de su automóvil endosándole a su esposa el alto saldo de su adeudo, debe rasquetear monedas en el suelo del vehículo para poder pagarse un café, revisa sistemáticamente anuncios clasificados con ofertas de empleo, se esconde detrás del periódico para que no lo cache su hija dentro de la cafetería, se ve rechazado por razones de edad excedida en la mayoría de los trabajos que se publican, ruega a una recepcionista para hacerse aceptar como postulante a un puesto, hace paciente antesala entre solicitantes ejecutivos uniformemente bien presentados que lo apabullan con su juventud, trata de irrumpir dentro de una oficina indignado ante la actitud abiertamente discriminatoria de una secretaria, se lleva dentro de su maletín un oficinesco adorno de juguetonas bolitas pendulares que se golpean eternamente entre sí, telefonea a un colega para pedirle dinero prestado sin mayor éxito, vende en una casa de empeño la laptop de su hijo y su anillo de bodas para hacerse de un poco de dinero, ingiere una cerveza en bote observando el paisaje citadino para hacer tiempo y regresa a casa con el rabo entre las patas para enfrentarse a una falla de electricidad (“Apestas a cerveza”) y participar en la acritud familiar generalizada; la madre fodonga entrada en años y en carnes Beatriz (Gisela Madrigal) que intenta en vano controlar la hostilidad de sus hijos entre ellos, ve sus telenovelas favoritas hasta en las repeticiones, se fuma junto al ventanal de la estancia un cigarrito muy bien escondido de la fiscalizadora mirada ajena, logra entrar por esta vez al gym aunque el monto de la mensualidad ha desaparecido del sobre donde lo había dejado, se entrega a fatigosos ejercicios de spinning y en aparatos bajo la supervisión de un instructor que aprovecha la oportunidad para manosear su espalda y cadera, siente pánico de subir al trampolín de la piscina, se deja tocar los genitales por el instructor dentro del agua, escapa a tiempo, fuma a solas desde un mirador de la ciudad donde contempla el melancólico atardecer eternamente grisáceo y regresa a casa con el rabo entre las piernas para descubrir una bacha de mota en la habitación de su hijo, sorprender con mansedumbre a la hija durmiendo abrazada a su mejor amiga, enfrentarse a una falla de electricidad y participar en la acritud familiar generalizada; la desagraciada hija adolescente superconsentida Jessica (Monserrat Minor) que acapara el baño mañanero pese a la airada protesta fraterna, se larga de pinta a la playa con su mejor amiga Ana (Cynthia Violeta), se desvive alimentando su Facebook con detalles íntimos, se mensajea coquetamente con el codiciado chavo Daniel que por celular les da cuerda noviera a ella y a SMS cuatitas sin decidirse por ninguna, riñe agriamente con Ana cuando ésta descubre el para ella intolerable jueguito del galanteo triangular, se reconcilia alivianadamente con ella tras fumarse juntas una buena cantidad de la mota que consume el hermano ausente, termina besuqueándose con su amiga para acabar abrazadas en la misma cama y permanecer allí con el rabo entre las piernas para enfrentarse a una falla de electricidad y participar en la acritud familiar generalizada; y el acomplejado adolescente Juan (Hoze Meléndez) que alucina agresivamente a su hermana acaparadora del baño, sustrae de la bolsa de su madre una buena cantidad de los billetes que ella reservaba para sus necesidades, reprueba un examen de preparatoria al que ha llegado tarde pero se resiste a las insinuaciones veladamente pederastas del profe para arreglar el asunto, acude a la cita con una taciturna noviecita a la que ha irresponsablemente embarazado según les revela un exigente monetario doctor que los recibe en consulta, deposita hasta su casa en las afueras a la impresionada muchacha que le rehuye apenas despidiéndose, se la pasa fantaseando con la difícil aunque gozosa asunción de la paternidad de un niño por el que podría conseguir un empleo así fuera como cajero de tienda y al que deberá acompañar a pescar y enseñarle un oficio como el taquero de la esquina a su tiernísimo vástago sonriente, se refugia en casa de un vago amigo carente de problema con quien comparte un balsámico carrujo de mariguana y regresa a casa con el rabo entre las piernas para enfrentarse a una falla de electricidad y participar en la acritud familiar generalizada.

La madurez zoomórfica sólo describe un día en la vida de sus personajes. Con estructura entreverada, porque se trata excepcionalmente de un día excepcional y acaso decisivo en la vida de todos ellos. Es el día del atrevimiento, de sus pequeños grandes atrevimientos. El día en que la madre envejeciente se atrevió a reconocer el gusto de ser acariciada en el coño, aunque salió corriendo. El día en que la hija se atrevió a besar a su mejor amiga y antigua rival en amores heterosexuales, pero nunca se sabrá si realmente lo aprovechó para copular con ella, aunque se anochecieron acostadas y abrazadas. El día en que el hijo se atrevió a pasársela esquizofreneando con la idea de ser papá (¿por qué el chavo es el único personaje con derecho a tener day dreams?). El día en que el padre desempleado se atrevió a reaccionar con mínima violencia contra la discriminación en la búsqueda de empleo y a robarse un objeto decorativo de oficina. ¿Quién reinventó las mínimas si bien recónditas glorias de la pudibundería en el cine mexicano para ofrecerlas en espectáculo? La película ni defiende ni condena esa pudibundería, ni la elogia ni la denuesta; simplemente la usa, la dramatiza, la presenta como una conquista novedosa y excepcional, que hace a todos retornar a casa con el rabo de hámster entre las piernas.

La madurez zoomórfica sostiene el símil antropomórfico hasta sus extremas consecuencias, que son tan primordiales como la naturaleza o los secretos de sus criaturas. Retrato grupal antihumanista puro, total y radical: no son los personajes los que parecen hámsters, sino los hámsters los que parecen personajes. De ahí que resulten cobayos diminutos y sin grandeza posible, conejillos de indias expuestos a todos los experimentos sociales de una clasemediera Tijuana marginal a su propia fama pretérita de ciudad-burdel, o actual ciudad-paso de inmigrantes, narcociudad violenta y demás. De ahí que parezcan hembras capaces de proteger a sus críos de ser devorados por el macho (o de ocasionalmente ellas mismas devorarlos). De ahí que sean entes solitarios, confinados en su espacio asignado, celosos defensivos feroces de su espacio exclusivo y, cual si estuviesen al interior de una rueda cerrada y se movieran por autoimpulso perpetuo, quizá inacabable aunque predeterminado y sobredeterminado, dando vueltas a la noria de su falta de espíritu. De ahí que la chava sea sexualmente indecisa, que la madre vuelva a despertar regresivamente a la sexualidad adolescente, que el hijo quiera saltarse imaginariamente (y según él, de repentina manera compresiva) todas las etapas que lo conducirían por arte de magia a la amorosa paternidad responsable, y que el archirreprimido padre-jefe de la familia tradicional (tan trágico como el desempleado inconfeso del viviseccional Tiempo de mentir de Laurent Cantet, 2001) se deje fascinar doblegadoramente y acabe robando ese producto-reducto lúdico de la física que obliga a las esferas metálicas a chocar indefinidamente, para tener al fin un juguetito que lo simboliza y con el que se identifica desde lo más profundo de su esquemático fuero interno.

La madurez zoomórfica conoce, reproduce, fomenta y diversifica las virtudes del sigilo. En sus más profusas y socarronas variantes. El sigilo rutinario de la madre extrayendo sin previo aviso ni permiso algunos billetes de la cartera del marido y volviendo a recostar su rostro en la almohada cual si pudiera retomar de inmediato el sueño donde lo había dejado. El sigilo siempre excepcional del marido para entrar a la habitación y ponerse los pantalones a la vera del lecho donde su esposa se finge profundamente dormida. El sigilo previsor del chavo sentado en la matrimonial cama ajena para embolsarse los billetes que mamá guardaba dentro de un sobre. El sigilo cauteloso caudaloso de la madre al fin sola para estirarse ante el espejo del tocador la piel alrededor de los ojos como si eso la volviera más joven o le preservara la lozanía. El sigilo astuto de la música punteada en las cuerdas de una inmostrable guitarra vuelta invasoramente abstracta. El sigilo ostentoso de las chavas haciéndose las muy sexis al posar ante la lentecilla del celular, con las manos sobre la faldita corta y los pies hundidos en la arena mojada. El sigilo despectivo de la parejita escupiendo por turno desde un puente hacia los inmostrables transeúntes de abajo. El sigilo siderado de la madre-tonina (¿no que hámster, o se trataba de un hámster demasiado obeso y desglamurizado?) ascendiendo temerosamente la escalerilla de la piscina o apretándose la nariz al lanzarse desde el trampolín. El sigilo intimidado de las incomodidades equivalentes en las salas de espera: la de los chavos aguardando en el sospechoso consultorio a punto de recibir la noqueadora noticia de su inminente paternidad y la padre repantigado sin esperanza verificable en un sillón de la oficina que no le corresponde y por él tan deseada cuan temida. El sigilo sagaz de las chavas ofrecidas en espectáculo por unos espejos deformantes o recluidas en una recámara para encender un cigarrillo de mota con un ostentoso lanzallamas de cocina. El sigilo ritualominoso de las llamadas de asedio a deudores bancarios mediante grabaciones que se activan apenas se ha levantado la bocina del teléfono hogareño. El sigilo onírico de la absurda paternidad seria de Juan enseñándole a tocar la batería a su hijo hipotético pero aterrándose cuando éste pide que le convide un toquecín que no puede negarle. O el sigilo tentaleante si bien impávido para espetar sin más en la mesa inoportuna la noticia verdadera (“Oigan, voy a ser papá”), en seguida desmentida como una mera broma inocente (“Ay, no es cierto, es pura...”). Sigilos, sigilos, sigilos, sigilos como conciencia formal vuelta nueva figura fílmica y viceversa.

 

La madurez zoomórfica ahonda la crisis de la familia en el cine mexicano, mediante un grave humor cotidiano agudo y para mejor mofarse de ella. Por otro camino, y a niveles que hubiesen deseado el realismo cordial de Una familia de tantas (Alejandro Galindo, 1950) o su antónimo neotremendista Crónica de un desayuno (Benjamín Cann, 2000), el naturalismo de una familia naufragante más el realismo de una familia en apuros poniendo en evidencia el teatro de sus fingimientos, apoyándose en un estilo minimalista basado (o más bien anclado) en escasos personajes a quienes secundan y acompañan aún más escasos antagonistas-signo en poquísimas locaciones y todavía más pocos exteriores (la playa plomiza, los añorantes miradores de las casas y colinas), una parca fotografía de Juan Pablo Ramírez muy bien valorada por una cautelosa edición de Pablo Fulgueira y Gil González que se pasa de los intimistas planos muy cerrados más acosantes que hurgadores (tipo Las lágrimas del también cececiano Pablo Delgado, 2012) a sobrios planos abiertos definitivamente sarcásticos, un fondo musical rebosante de canciones de épocas remotas que en este concepto resultan burlonas e incluso crueles (tipo el “Chuchu por tu amor, canto esta canción” de la inefable melaza roquerina de los recoletos principios de los años sesenta nacionales “Melodía de amor” de Johnny Laboriel con Los Rebeldes del Rock), o esa espectral reunión de fantasmones ante la mesa de la cena con chilaquiles a la luz de las velas donde cada quien regaña y autojustifica sus canallescas mezquindades y desahoga sus frustraciones del día a placer como en un interminable diálogo de teléfonos descompuestos (“Ya está la mesa” / “¿Cómo te fue en la escuela, Jessica?” / “¿Tuviste astrología? ¡Qué lindo!” / “¡Que te sirvas la leche en un vaso, Juan!” / “Yo ya tengo novio” / “Déjala en paz, no está en edad para esas cosas” / “Pa, ¿no has visto mi compu?” / “La perdiste, ¿cuándo vas a aprender?” / “Ya voy a trabajar”), cual archipiélago de encapsulados seres-islas en pugna intestina, irreconciliable y consentida por omnicompensatoria.

Y en la madurez zoomórfica una bolita-háms-ter metálica golpea a otras que penden junto a ella, pero, obedeciendo a sorprendentes leyes físicas, sólo la del extremo opuesto adquiere un movimiento reactivo para arremeter de nuevo contra las demás y apenas conseguir activar la primera, al infinito, convirtiéndose en una metáfora perfecta del sistema de Secretos y mentiras (Mike Leigh, 1996) que mantiene unida a la nueva (y tan pavorosamente antigua) familia mexicana, representando ahora a todos esos hámsters en su conjunto y obligando al relato a que concluya con su imagen (“Es pura cura”).

La madurez gangrenada

En Más amaneceres (La Tuerca Films - Foprocine / Imcine - Fonca / Conaculta - Programa de Desarrollo Cultural Municipal de Sonora PDCM - Zyndería - Wacha Films, 79 minutos, 2012), expresivamente elemental e incipientísimo debut del sonorense treintón Jorge Yaír Leyva Robles (fungiendo también como fotógrafo del film), con guión de Herminio Ciscomani y Hatuey Viveros (el notable ficcionista de Mi universo en minúsculas, 2011, y aún mejor docuficcionista de Café, 2013), mención especial a ópera prima en el Festival Internacional de Guanajuato (GIFF) en 2013, la arisca niña de 12 años Eva (Ximena Aréchiga) es precozmente sexoasediada tanto por el disoluto pescador adulto e inseparable amigo paterno Pedro (Gabriel El Chino Arellano) como por el libidinoso cacique prestamista bolsón vetarro Güerón Jiménez (Jesús Ochoa sobreactuadísimo comme d’habitude), sin apenas darse cuenta ella, ya que la muy afortunada sostiene una intensa aunque irreconocible relación amorosa con su innombrable compañerito de escuela primaria apenas menor Diego (Osari Pacheco Rosas), que a ambos les permite compensar sus acuciantes situaciones familiares acaso gangrenadas de antemano, a la chavita sustraerse luminosamente a la explotadora tutela de su madre ultrasometida María (Eva Lugo) y de su distante padre pescador ebrio a perpetuidad Jacinto (Abraham Santaolaya), y al chavo tolerar su trabajo como vapuleable payasito en una feria para ayudar a su guapa progenitora ociosa por vagamente apestada impopular Cruz (Alexia Vásquez), pero el mundo aparte de los chicos en la bellísima bahía no tarda mucho en desmoronarse, pues cierta negra noche el abominable progenitor Jacinto sufre al salir de la taberna un etílico accidente carretero, desgarrándosele un tobillo que, mal cuidado y pese al auxilio económico del jefe de la cooperativa de pescadores (Sergio Galindo), acaba gangrenándosele, por lo que deberá serle amputada la pierna como medida preventiva, asépticamente según opinión de un galeno en un hospital vecino muy costoso, por lo que la afligida cónyuge del viejo pescador indeseable no encuentra otra solución que hacerse conducir por el amigo de la familia Pedro ante el cacique, para ofrecérsele sexualmente y obtener así la alta cantidad requerida, sin embargo, riéndose de su oferta carnal, el tipo la rechaza y, en cambio, de manera sinuosa, supuestamente para un conocido adinerado, le solicita la entrega de su codiciada hija Eva, causando un posterior forcejeo chantajista entre la madre y la hija, en el que triunfa por sorpresa la hembra madura, provocando que la chica acepte el sacrificio de su virginidad por la remotamente posible salvación de su padre, a quien en el fondo detesta, y con ese propósito se arregla y maquilla esa misma medianoche, mientras su rechazado amiguito Diego (“Lárgate de mi casa” / “La voy a hacer, vente conmigo”), presa de una desesperación absurda, huye de su casa para salvarla, primero intentando inútilmente arremeter contra el Güerón y luego contra un salivoso Pedro que se había acomedido a darle un aventón en su camioneta de carga, en un desahogo tan violento cuan mortal y gratuitamente infructuoso.

La madurez gangrenada va construyéndose en atropellada forma hipotética, sobre la marcha, como un neomelodrama efectista, creyendo poder superar toda la asfixiante violencia del calderonismo, ésa que va de la descompuesta infraviolencia narcoalegórica de El infierno (Luis Estrada, 2010), a la estilizada violencia narcoficcional de Miss Bala (Gerardo Naranjo, 2011), fuera de cualquier contexto sociohistórico específico, a través de las miradas del (y al) sufrimiento infantil, el pesar de los pesados afectos contrariados y la dolorosa trituración de las fantasías de la etérea pareja típica / atípica de niños indecible y luminosamente enamorados, sólo tomando por testigo la conmovida mentalidad de estereotipados personajes obtusos como el abrumado boticario pueblerino (Arturo Merino), en medio de una autosaboteada fotogenia natural de la magna Bahía de Kino en Sonora, que ni así impide el predominio de un primarismo narrativo, digno de esforzadas cintas microneorrealistas latinoamericanas actuales (o particularmente venezolanas: del género Brecha en el silencio de Luis y Andrés Rodríguez, 2012, o El rumor de las piedras de Alejandro Bellame Palacios, 2013), gracias a una divagante edición de Jaime Villa y esquizoide música truculenta tripartita de Cristóbal Plascencia, Uriel Ohm y Jorch Mono, basándose en vaguedades y escorias inframelodramáticas más o menos vergonzantes que se creen reveladoras por ejemplares / antiejemplares, si bien aspirando al clásico procedimiento fabulesco-trágico olvidado por el cine regional mexicano desde La perla (Emilio Fernández, 1946), pero queriendo concentrar toda una límite Poética del Instinto (según acertada expresión teórica acuñada por el guionista Reyes Bercini para intitular su pormenorizado estudio legendario homónimo acerca de La perla precisamente), en un inflamado / desinflamado / desinflado juego dialéctico de la necesidad y el azar.

La madurez gangrenada hace que el relato presuntamente realista, incoherente pero veraz, delire irrespirables imágenes muy cerradas y secuencias inconexas, narrativamente desubicadas, dentro de la más espontánea y arbitraria inverosimilitud seductora, dando por resultado el amor infantil que se expresa mediante decepcionadas asperezas verbales (“Voy a ser rico, pero será demasiado tarde”) y miraditas de figuras hieráticas a lontananza desde la quinta parte del encuadre abierto, la reflexión filosófico-alcohólica de los abestiados amigos pescadores Jacinto y Pedro (“El mar cuando da, da, y cuando quita, quita”) que se manifiesta con fondo de toda la negra insignificancia inamovible del totalizador emotivo caso en varios encuadres fijos petrificados hasta en la deambulatoria oscuridad de la carretera, el accidente en inepto off screen anticlimático, la instintiva revuelta físico-moral de Diego contra el bullying que se traduce en una pedriza contra el más feraz feroz de sus verduguitos que caerá de bruces ante una dutch camera enfática y nada sutilmente chueca a 90 súbitos grados, el castigo al diminuto rebelde ahora todavía más disminuido protagónicamente y recluido hasta lo más remoto de una indistinguible profundidad de campo del patio escolar cargando libros con los brazos en cruz cual si estuviese adiestrándose para una Obediencia perfecta (Luis Urquiza, 2013), la sabiduría galena que cubre con una lobreguez de lápida el rostro del inmostrable enfermo en toma subjetiva, la desgracia encarnada que por fin muestra su truculenta sobrecarga tremendista (y la de toda la ficción) en la leve liviandad grandilocuente de un inserto-shocking de la pierna gangrenada del padre odiado (“Ojalá que ya se muriera y dejara de molestar”), el encuere de la patética ñora injuzgable al interior de un plano acercado en exceso hasta para mutilar pudorosamente los tirantes del áspero sostén pueblerino, y last but not least la fragilidad de la búsqueda intimista pueril que se pone en evidencia bajo la luz de la linterna hurgando de entrada el cuerpecito femenino o alumbrando sin contundencia alguna la marcha pasional de los niños por la noche opresivamente cerrada: ¿la narración delirante está superpuesta a la narración misma, por encima de ella, desbordando su esquematismo, o denunciándolo?

Y la madurez gangrenada acaba obligando al pequeño Diego a que se haga golpear en el antro del cacique por un guarura (que vengativamente resulta ser el hermano mayor del niño bravero al fin golpeado por el chavo buleado) y luego se vaya a desquitar, tan justiciera cuan suicidamente a cuchilladas, por el otro rival de su cariño Pedro que se acomedía a darle un aventón en su camioneta, mientras más amaneceres indiferentes a su drama despuntan en horizonte vencido y mientras el top-shot de una sensual Eva remoloneando en su lecho matinal, que ya había aparecido a guisa de prólogo y se había insertado como leit motiv a lo largo del film, vuelva a emerger, aunque ahora más sensual, ultrajada e insinuante que nunca, primero anunciando premonitoriamente la inminencia del mancillamiento, en seguida celebrándolo por anticipado y al final lamentándolo como inevitable, ostentando la inclemencia de otro Distinto amanecer (Julio Bracho, 1943), con casi tan poca dimensión individual-social como el sangriento tlatelolca Rojo amanecer (Jorge Fons (1989) y cual envenenado Amanecer en Disneylandia (Santiago Huerta y Tonatiuh González, 1989), siempre a la espera del albazo transdescendente de un aferrado Martín al amanecer (Juan Carlos Carrasco, 2011), entre más disfuncionales Amaneceres oxidados (Diego Cohen, 2010), que terminarán demostrando gangrenadamente nada.