La orgánica del cine mexicano

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Lado B: La orgánica hostilizadora oficinesca

En Mirreyes vs. Godínez (Draco Films - Videocine - Bobo, 94 minutos, 2019), siguiente y risueño largometraje ahora en tono de comedia sectorial citadina del mismo Salvador Chava Cartas vuelto de pronto prolífico y exitosísimo por una temporada, sobre un guion suyo y de María Hinojos, el empeñoso joven empleado godín hipercándido Genaro González (Daniel Tovar con barbitas de lelo) sufre de soltería solitaria por culpa de su edipizadora madre televidente de vida completa y, para burla de sus compañeros de oficina, exhibe una mentalidad inocente de pésimo gusto infantil que se atreve a envolver con vistoso papel navideño cierto regalo de cumpleaños para el patrón siete meses antes de Nochebuena, pero aun así recibe el esperado ascenso que lo convierte en flamante director administrativo de la fábrica de zapatos Kuri & Sons, una decisión tomada por encima de todo mundo, pero en especial del envidioso e intrigante adjunto patronal aviesamente calvo Javier (Darío Ripoll siniestro), pues inopinadamente y con el tiempo a su favor el buen Genaro se ha convertido en el favorito del cansado dueño de la empresa a punto de la quiebra y la liquidación Don Francisco (Hernán Mendoza), quien es el frustrado esposo de la ruca niña bien aún guapa Emilia (Claudia Ramírez) y padre de dos creciditos hijos inútiles, el prepotente mirrey omnidiscriminador Santiago Santi Kuri (Pablo Lyle) y la recién graduada diseñadora industrial mirreyna rubia Michelle Michi (Regina Blandón la exTV buenona Bibi de la Familia Peluche Derbez), los que, junto con sus insufribles amigotes el sonriente narciso judío güerejo buen explotador por instinto genealógico Shimon (Alejandro de Marino) y el todosecundador buenoparanada Ricardo Ricky (Roberto Aguirre) planean ilusamente montar una planta de aprovechamiento ecológico regional o lo que sea sólo para entretenerse y quedar bien con sus inefables buenas conciencias todo-opositoras en el vacío, y sin embargo, a raíz de la muerte instantánea del buenazo de Don Francisco al ser atropellado a media calle cuando defendía por vehemente celular su postura de jamás vender su empresa ahora valiéndose de una nueva licitación oficial para enfrentar la bancarrota, la compañía va a quedar en manos del perverso pelochas Javier, el cual, con retorcida habilidad manipuladora y para ganar tres meses de tiempo crucial mientras se resuelve el relevo sucesor dentro del consejo de administración que él encabeza y logra oficialmente dar de baja a la fábrica en provecho suyo, urde la patraña de poner a competir por el vacante puesto dirigente al equipo que forman los dos herederos legítimos en aplazamiento y sus amigos mirreyes, en contra del equipo de godínez que integran de manera natural Genaro y sus aliados más próximos: la secre tetoncilla rompeblusas del depto de ventas e intraoficinescas o de las que caigan aparte de usufructuadora de tandas Nancy (Diana Bovio), la flaquilla auxiliar de conta(bilidad) con gafas tan sexys que nadie podría ignorarla Sofía (Gloria Stalina) y el picardiento-alburero insulso del aguerrido depto de compras Conan (Christian Vázquez), unos y otros compitiendo por conseguir el diseño de un mejor zapato de temporada, los mirreyes guiados por la elitista Michelle concibiendo un elegante calzado tipo bota con zíper ligero y gruesa suela “espacial” vistosísima que se propone promover Shimon con su presunto talento innato para los negocios (“Yo nunca he vendido nada en mi puta vida” / “Te viene de origen, Shi”), mientras que los godínez guiados por el populista nato Genaro proponen para ganar la apuesta un zapato proletario con rudo diseño y duradera suela antiderrapante, pero ambos equipos serán declarados triunfadores en privado por el taimado Javier, quien los obliga a prometer guardar el secreto, si bien esto ocurrirá cuando ya se hayan formado cuatro parejas románticas entre los miembros de uno y otro equipo antagónico en más de un sentido, menos en el erótico y trastornadoramente sentimental para todos: el calculador pero despistadazo Shimon cayendo en las garras y dejándose transar por las irresistibles redondeces protuberantes de la maniobrera Nancy, el cauteloso papalord Santi cediendo a los suaves encantos escuálidos de la falsa discreta Sofía desde que ésta le sirve insinuante el café en un apartado cubículo ad hoc, el espontáneo ingenuazo Genaro descubriendo con arrobo que la dizque sofisticada Michelle es en el fondo tan partidaria futbolera del América como él e invitándola a ver importantísimo partido en la entrañable cantina barrial que frecuentaba con su inolvidable papá difunto (cuyo letrero sobre la barra pontifica: “Para todo mal mezcal, para todo bien también”), y el dispar Conan entablando una ambigua amistad con el gay de clóset Ricky, sobre todo cuando las pasiones de los demás estallen tan física cuan caldosamente durante un fin de semana de excursión colectiva al parque acuático de moda El Rollo, con kilométricos toboganes y revolcaderos y propicio a la promiscuidad en bungalows para cogelones bajo cubierto y al aire libre a la vez, en donde los dos equipos coinciden por el más venturoso azar bajo la égida de un añoso megamirrey ultraesnob (Roberto Palazuelos quién más) y un supermelenudo rapero con abanico rojo (Carlos Ballarta cual imán infalible / falible) que fungen como ilustres desinhibidores (“Aviéntate carnal, es gente decente, no te van a robar, ni que te fueras a meter con cartera”), y los dos impares juegan por ociosidad a coquetear épicamente entre ellos o con cualesquiera chavas en bikini sorpresivamente obedientes desde su juguetona propuesta de abordaje ligador (“Sácate una chichi, para cotorrear ¿no?”), aunque el lunes siguiente todo parecerá retornar a la distante y jerárquica situación anterior, agravada por el eventual espionaje involuntario de la enamorizcada Michelle sorprendiendo en falso al noblote Genaro escuchando una propuesta del alevoso Javier para apoderarse de la gerencia traicionando a todo mundo, lo cual acarreara malentendidos, decepciones y enfrentamientos en abundancia, hasta el inminente desmentido y la dichosa prolongación de las parejas disparejas vueltas imperiosas, deshaciéndose del siniestro Javier y concertando entre todos, con providente fortuna, la refundación de la empresa y la selección unánime de un mocasín con suela espacial como nuevo atractivo-señuelo del relanzamiento comercial, para superar por entero la orgánica hostilizadora oficinesca.

La orgánica hostilizadora oficinesca basa tanto su potencial como su eficaz originalidad humorística en el enconado enfrentamiento prototípico y en la inusitada conciliación inmediata entre dos grupos de estereotipadas tribus urbanas: los odiosos mirreyes inaguantables huequitos-huequitos porque llenos de jactancia clasista (“¿Qué hacen mañana? Les tengo una fiesta que les va a volar la cabeza” / “Si plis, vamos, vamos” / “No, ya, ¡qué emoción!, ay no, ¿qué voy a ponerme?”) y los arribistas godínez patéticos plenos de pretensión fallida (“Ay, sí, ¿no?” / “¡Provech!”), pero también de una tradicional pugna fílmica y saldada de antemano en lo sentimental entre Nosotros los pobres (Ismael Rodríguez, 1947) y Ustedes los ricos (del mismo Rodríguez, 1948), vueltos Nosotros los godínez / Ustedes los mirreyes, y por si fuera poco, de Nosotros los Nobles (Gary Gaz Alazraki, 2012) contra algunos virtuales innombrables Ustedes los plebeyos o Ustedes los innobles o peor aún Ustedes los godínez sin secuela cinegenérica hasta ahora, pero sorprendentemente sin que el film de Chava Cartas privilegie ni denigre a ninguna de las dos tribus, mediante un acercamiento y un enfoque caricaturesco que bien podría calificarse de comprensivo, enternecido y humanístico.

La orgánica hostilizadora oficinesca se descubre de entrada y de salida profundamente antidiscriminadora sobre el abordaje de la discriminación mutua, optando por un tono definitivamente afectuoso, sea que Santi haya decidido aprovechar que es hijo del dueño para sacar del juego a los godínez como presentido estrato inferior en la lucha por el poder al interior de Zapatería Kuri, sea que Genaro caiga por inadvertencia y buena voluntad en todas las trampas tendidas ante él (salvo recurrir a la traición) al apoyarse en los disfuncionales trabajadores correligionarios de su clase para enfrentar a la tribu comandada e integrada por gandallas natos de peso, en una pugna cerrada en la que se valdrían toda suerte de zancadillas, golpes bajos o definitivas putadas, allí donde el antiguo mal aliento del más vulgarmente sexualizado a huevo y soez cine populachero de los años noventa (la serie-gag de La risa en vacaciones y la llamada comedia de albures con nalguita cultivada por Víctor Manuel Güero Castro, Alfonso Zayas, Alberto Rojas El Caballo et al.) habrá de soplar con energía renovada (la agitada cerveza eyaculando sobre las rorrazas semidesnudas), increíblemente fina (“¿Para qué traes esa cosa? Está enorme”, al Conan con cocodrilito inflable estorbando en el autobús / “¿Me la arranco, o qué?”) y pretendidamente estilizada (“Huele a pedo, ¿qué pedo?”).

La orgánica hostilizadora oficinesca sabe perfecta y cordialmente que en la poshollywoodense block comedy, o comedia sectorial, de la que deriva y a la que desearía pertenecer Mirreyes vs. Godínez, lo que más importa son los matices, y los mirreyes estando muy cerca no se confunden con los señoritingos ni los catrines ni los rotos ni los júniors ni los pirrurris de antier, y los godínez de clase media-supermediocre con desproporcionadas ínfulas o carentes de ellas no son exactamente los pelados ni los nacos de antes, ese abominado sector de la población con el que tanto los mirreyes como los godínez odiarían convivir o ser confundidos, para mejor no hablar de caer en la situación de ellos, por lo que la filiación de filiación del film habría que buscarla en películas como Nosotras las taquígrafas (Emilio Gómez Muriel, 1950), Nosotras las sirvientas (Zacarías Gómez Urquiza, 1951), Médico de guardia (Adolfo Fernández Bustamante, 1950) o Entre abogados te veas (Adolfo Fernández Bustamante, 1950) o los mecánicos que pululaban en Necesito dinero (Miguel Zacarías, 1951) o los luchadores en La bestia magnífica (Chano Urueta, 1952), para no remontarnos al emblemático oficinista pusilánime Joaquín Pardavé que para desafiar a su tiránica cónyuge Sara García se hacía proteger por la secretaria amante del jefe Conchita Carracedo en La familia Pérez (Gilberto Martínez Solares, 1948), dentro del cine mexicano de la hoy llamada Época de Oro, si bien la cinta de Hinojos-Cartas “captura con nitidez la convivencia dentro de una oficina, con todo y sus elementos pintorescos y comedia rozagante, pero poco a poco la estela satírica se diluye para transformarla en un romance telenovelero” (Mabel Salinas en la revista Cine Premiere del 25 de enero de 2019), no obstante convertir de cualquier modo a la oficina en una zona de imposible / posible conciliación interclasista, un espacio en desplazamiento, un campo de batalla y un botín-patrimonio inmaterial de la humanidad sufrida y esclavizada en claustro para ganarse el pan con el sudor de su (auto)humillación y sus ambiciones incolmadas, o sea, la vulgaridad en sus dos versiones y vertientes actuales de la lucha de clases a la mexicana: los mirreyes y los godínez.

 

La orgánica hostilizadora oficinesca contempla actuar, por ende, a las dos tribus como conductas predeterminadas cual si por primera vez estuviesen siendo definidas en el cine como tales, trátese de los desplazamientos y rituales de los godínez en el mundo cerrado y casi autónomo de la oficina, anunciados por la motivosa recepcionista con sobrepeso (Michelle Rodríguez) que leva un pastel en ristre cual emblema congregante y tarjeta de presentación colectiva, o trátese de las discusiones y los retorcidos circunloquios interrelacionales de los mirreyes intentando afirmarse y (auto)apantallarse entre ellos en cada una de sus discusiones circulares, nada crudo, nada cenital, nada en contrapicado perpetuo, aprovechando la alentadora fotografía todoabarcadora con luz natural en interiores mal iluminados de Beto Casillas y la insidiosa dirección de arte de Carlos Benassini y el preciso vestuario de Julien Boisselier como plataformas inequívocas de exaltación constante que sólo sirvieran para que se deslicen los hechos elementales, aletargados de vida, tenues, procurando la imparcialidad, la simpatía y el equilibrio entre los conjuntos sociales a los que presentan antes de representarlos, sin desligarlos en ningún momento de sus cualidades sociológicas primordiales, sus inconfundible signos externos (mirreyes con iPhones de última generación siempre en mano y exclusivas camisolas y shorts de marca y anillazos y oscuras gafas-fashion; godínez de cabello aceitoso hacia atrás más corbatas y gafetes colgando o tetas rompeblusas y traseros ajustados dentro de falda blanca sexy en el centro del desencuadre, sus rencores análogos (iguales cuatro puños chocando al centro de la mesa para sellar cada pacto simétrico, idénticas salidas amenazantes en cámara lenta desde el elevador hacia el duro combate psicolaboral) y equivalentes mezquindades (“La lana ahorita está en las redes sociales” / / “La próxima semana me toca a mí la tanda” / Claro que no, a ti ya te tocó” / “Oye y si ganamos qué, ¿nos van a dar un bono, o qué?”) y sus prejuicios clasistas homologables (“Me caga ese mirrey inútil, no sabe nada y quiere venirnos a decir qué hacer”/ “Al final es el jefe” / “A ver, por ahora es un empleado más, no tiene tanto poder”), sus comidas energéticas opuestas o equívocas (“Ese yogurt es buenísimo” / “No ésa es mi tinga”, o bien la colección excéntrica de “yoga, lattes, tés orgánicos, pan sin gluten, o sus tópers y tingas” que gozosa enumera Salinas en la crítica citada), sus comportamientos considerados característicos (los cambiantes avisos de apartado en el estacionamiento subterráneo), sus excentricidades (el carrazo verdehoja entrando a mansalva) y deformaciones (“Bueno, cuando te ves bien, te sientes bien, y obvio, eso se refleja en tu trabajo”), su habla vuelta desternillante (“¡Ese Genaro, máquina mental!, ¿eh?”), sus valores conscientes e inconscientes, sus excentricidades incontrolables, sus manías y sus desfiguros cotidianos presentados como hilarantes per se (incluso la puñetiza de Santi contra Genaro pedísimos en la cantina), su innato sentido competitivo a lo David Mamet (Éxito a cualquier precio / Glengarry Glen Ross de James Foley, 1993) o a lo Álex de la Iglesia (Crimen ferpecto, 2004), y last but not least su resistencia y fortaleza ante la presencia del conflicto externo que incrementa su espíritu de grupo, dejándose escuchar hasta después de los créditos finales una baladita paródica que alude a los líos y extravíos dentro de cualquier oficina hasta más allá del cierre (“Defiende tu cubículo”, ordena el sugerente subgerente eslogan publicitario).

Y la orgánica hostilizadora oficinesca culminará en la conciliación de mirreyes y godínez tan cómplice y cariñosa como si se tratara de la avenencia interclasista-suprarracista de Green Book: una amistad sin fronteras (Peter Farrelly, 2018) o de alguno de sus notables antecedentes (tipo De mendigo a millonario del aún fresco John Landis de 1982, o así), en una comedia que, al cabo de conciliaciones sexo-amorosas y tremebundas comparecencias en bola dentro de la recepción oficinesca de cierto Instituto de Salubridad y Asistencia como si ocurrieran en un juzgado hecho pelotas (como el soberano Ahí está el detalle de Juan Bustillo Oro, 1940) o una vieja comandancia de policía (como las cien clásicas de Alejandro Galindo a partir de Mientras México duerme, 1938, y hasta del Emilio Fernández de Reportaje, 1953) y castigos al apoderado gerencial villano Javier sacado a rastras por dos fornidos guaruras, ha ido pasando de lo mustio a lo efusivo, y luego de nuevo a lo mustio, pues sólo por tener un soberbio ritmo, el film de Chava Cartas se hará acreedor a un final victoriosamente machista ya bastante inhabitual e inútil, donde el exmirrey Santi y el exgodín Genaro, ya convertidos en socios empresarios de la Zapatería Kuri & González se ponen de acuerdo de igual a igual para irse de trabajo y de ligue a Monterrey (¿o era Montemirrey?) con una Cindy despampanante medrando en el celular de Santi y en un naquísimo traje cortado a la medida de Genaro, un ligue que da al traste desde adentro con la comedia romántica que parecía haberse sostenido durante todo el relato, aunque a fin de cuentas un desenlace muy lógico y concordante, aprovechando esas figuras de chavas avorazadas que se encueraban solitas o se abalanzaban sobre la bragueta de los galanes atractivos para copular gozosamente (“Sí, ya cojo”, decía orgullosa Michelle a su sonso hermano), sin los remilgos secretariales de aquella inolvidable sacrificial Vanessa Ciangherotti expuesta a la humillación del obsequioso jefe ligador Ernesto Gómez Cruz (“¡Muévete, pendeja!”) en Paty Chula (Guadalupe Loaeza-Francisco Murguía, 1991) y a la primera, deshaciendo cualquier vestigio de culto mexicano a la virginidad femenina.

La orgánica desmadrada

En Una familia con madre, antes Mole de olla: receta original (Managers Total Production - Eficine 189, 104 minutos, 2015-2018), fársico tercer largometraje por mucho tiempo inexhibible del autor completo también TVserialista de 48 años Enrique Arroyo (cortos: Noche de ronda, 1990; Gordo, 1994; Matrimonio, 1997; El otro sueño americano, 2004, y Peregrinación, 2008; largos: Parejas, 1996, y Erótica: luz de luna, 2008; TVseries: Con los ojos de, 1994; Noche eterna, 2008, y Me mueves, 2009), la septuagenaria viuda hedonista y picardienta Chahuita (Tara Parra dulcemente veteranísima) revisa gustosa los víveres que le ha traído del mercado su cariñosa sirvientita-entenada Espe a quien conmina a llamarle tía (Gabriela Cartol aún muy lejos del carismático rol protagónico de La camarista), le sorprende la ausencia de su serie de billetes de lotería que le reservan desde tiempo inmemorial en una agencia (siempre el mismo número) y ahora sí se dispone a preparar el sabroso mole de olla tradicional con la receta secreta que le ha dado fama y a esperar la llegada de los dispersos miembros del clan Madrazo Izquierdo que pronto arribarán para festejar su cumpleaños de matriarca (a quien la linda Espe ya se anticipa a cantarle Las mañanitas), y entonces, en el momento culminante, poder darles a sus entrañables invitados la noticia de que por fin se ha conseguido saldar el finiquito de una cripta en abonos donde aspira a reposar al lado de adorado marido difunto Cirilo (Fernando Soler en rendido homenaje mediante una arcaica foto de estudio y otra fake en pareja), pero, al querer ponerse a tono para la magna ocasión con un tequila de anforita, le sobreviene un infarto, estando a solas con su tronada hija treintona holgazana Magda (Pilar Ixquic Mata), quien, al darse cuenta de la muerte de su madre, le reprocha con acritud el acontecimiento funesto (“¡Ay mamá, morirte de borracha, lo hiciste a propósito, como no me haya dejado la casa...!”) y, pase lo que pase, sin permitir siquiera que la crédula Espe se entere de lo ocurrido, se despacha un par de jugosos cheques con la firma falsificada de mamá y sale en estampida para intentar cobrarlos al banco en vano, mientras hace su entrada el treintón hijo ingeniero Ger ( Juan Daniel Figueroa), el cual, dándose cuenta de la situación e intercambiando insultos con su odiada hermana explotadora para magdita la cosa que le ha desaparecido a la brava su auto en los alrededores, también decide guardar en silencio la noticia del deceso, al igual que un tercer hijo, el doctor calvo grandulón en trance de ruptura amorosa Rigo (Rodrigo Murray), quien se apersona en compañía de su gruesa hija adolescente desalmada Rocío (Tatiana del Real), y análogamente se quedará callada una cuarta hija, la divorciada Lupita (Arcelia Ramírez) que se hace presente en compañía de su valemadrista vástago adolescente cabulilla Johnny (Guillermo Avilán), pues han descubierto colectivamente que la anciana se había ganado 72 millones de pesos en la lotería, aunque nadie encuentra el escondite del billete premiado (“El billete es nuestro” / “Por derecho de sangre, pero ¿qué tal si otro más lo encuentra...?”), así registren sistemáticamente la atestada de cachivaches alcoba de la muertita, quien ha debido ser preservada-congelada-escondida dentro del refrigerador (“No podemos dejar el cuerpo de mamá aquí, hay que mantenerla fría, mientras buscamos”) y ha acabado acomodada sobre su cama, fingiendo estar aún viva, en especial cuando irrumpan los agresivos agentes de policía (Gerardo Lizalde e Ignacio Tapia) que habían sido llamados por la presunta pérdida del auto (“Buenas tardes, ¿qué le pasa a la señora?”), cuando se deje venir el tendero Benigno (Fermín Martínez) que llega para cobrar sus albricias por la venta del billete premiado (“¡Nos la sacamos, doña Magda, 72 millones en dos series, su mamá tiene una c-o-m-p-l-e-t-i-t-a!”), cuando a la celebración onomástica acuda autoinvitado el tío cura hermano de la difunta Eusebio ( Juan Carlos Barreto), una vez que la búsqueda del billete haga catastróficamente salir a la luz añejos documentos acerca del origen bastardo o equívoco de todos los codiciosos miembros de la familia caótica, de inmediato puestos en crisis, porque la infeliz hermana Magda debe reconocerse como asesina sin querer queriendo de un marido anterior y los hermanos antes reprimidos en sus genuinos impulsos Lupita y Rigo ya pueden besarse cachondos sin temor a cometer incesto e inclusive la criadita Espe resulta hija expósita del ungido tío Eusebio, y los chavos habiendo localizado poco a poco el monumental escondite del diminuto archivero de la abuela, para que todos ya sólo piensen en repartirse rapiñosamente los cachitos del billetazo premiado, y así sobreviene el terror colectivo absoluto: la visita marcada por el pecado de la gula y la lujuria del Obispo amigo / enemigo tan enfermizamente autoritario cuan exultantemente pelón (Héctor Bonilla porque la megalomanía es un gesto huelecaca perpetuo), quien, flanqueado por la sumisamente perversa hermana Engracia (Valeria Osuna), ha hecho su aparición en escena para engullir, al frente de la mesa, el mole de olla que supone preparado con un ingrediente secreto (esa mariguana en exceso cuyos indigestos efectos ya lo enceguecen) por su exnovia de juventud Chahuita, postrada según esto en sus aposentos superiores, pero el alto dignatario eclesiástico se niega aviesamente a firmar el finiquito de la millonaria cripta varias veces pagada, sin antes hablar con la presunta enfermita que le platica desde su lecho gracias a una grabación ad hoc manipulada por el ingeniero Ger vuelto confeso gay de clóset, y luego exija el prelado explotador la totalidad de la serie de billetes de lotería sólo para él, algo a lo que todo el clan accede, milagrosamente unido ahora por cumplirle a la anciana su noble deseo de dormir el sueño eterno junto a su añorado patriarca en inédito homenaje henchido a cierta desmadrosa orgánica desmadrada.

 

La orgánica desmadrada sostiene a base de tipos excedidos los equilibrios y desequilibrios desatados por su comedia fársica clásicamente familiocodiciosa y sainetera, agria negrísima variante de orden aún más negativo que sus modelos inspiracionales que van de la invitación a El viaje de la Nonna (Sebastián Silva Gaetano, 2007) y Morirse en domingo (Daniel Gruener, 2006) al humor funerario judío de Morirse está en hebreo (Alejandro Springall, 2007) y Cinco días sin Nora (Mariana Chenillo, 2008) o el más universal de El cumple de la abuela ( Javier Colinas, 2015), unos y otros siempre con base en las exageraciones de un carnal e incontenible festín de estereotipos caricaturescos, antiguos y modernos por igual que, primero que nada parecen hacer felices a sus bien seleccionados intérpretes, en todo momento exultantes y sin medida en sus negatividades gozosamente asumidas, misóginas hasta alcanzar extremos de misantropía bien repartida y compartida: la vetusta Chahuita / Tara Parra representa el jocundo estereotipo caricaturesco de la matriarca sentimentalmente antisentimental que atropella y engaña desde su sitial, ese trono al que aspiraban la cascarrabias abuela Sara García entronizada cual momia dominante sobre el techo de su auto en Mecánica nacional (Luis Alcoriza, 1971) y la sentenciosa abuela Isela Vega inconmovible en su laconismo empecinado de El Jeremías (Anwar Safa, 2015), incluso después de muerta, hecha inofensiva bolita dentro del refri o convertida en un manantial de placidez en su camita enternecedora; la Magda de Ixquic Mata representa el patético estereotipo caricaturesco de la anticarismática vaca gorda tronadaza y la mole rencorosa y odiadora de tiempo completo hasta de la criadita sobajable (“No es tu tía, es señora”), pero además autodiadora e indigna a rabiar, dependiente económica de sus parientes, ávida del varón que caiga y torne deseables sus aparatosos encantos ocultos, erotizable sin autocrítica para echarle su robusta corpulencia hasta a un provecto Obispo que de buena gana se deje; la exuberante Lupita de Arcelia Ramírez representa el goloso estereotipo caricaturesco de la obviota sexosa promiscua y rompeblusas tardía que las mujeres desprecian por sospechosa ofrecida de entrega inmediata (“Controladora / enredosa / intrigante / arpía”) y los varones no pueden ignorar, incluyendo los hermanos incestuosos antes de la blanqueadora revelación líquida; el Rigo de Rodrigo Murray representa el estereotipo caricaturesco del desdichado profesionista mediocrazo e impotente sexual bien reconocido por y para el escarnio de todos; el Ger del debutante Juan Daniel Figueroa representa el estereotipo caricaturesco del profesionista bocabajeado con hipotética esposa desechada y posible amante homosexual en relevo; los tres chavos que abarcan hasta la empleadita doméstica-prima-tía representan variantes del mismo estereotipo caricaturesco del valemadrista vástago adolescente cábula aunque precozmente ambicioso, la Espe de Gabriela Cartol representa el estereotipo caricaturesco de la suave criadita indigenoide que más tarde visibilizara reivindicadoramente la Cleo de Yalitza Aparicio en la cresta del fenómeno Roma de Alfonso Cuarón-Netflix (2018), y last but not least el Cirilo fincado en la estampa de Don Fernando Soler representa el estereotipo caricaturesco del antediluviano recuerdo patriarcal que se invoca in absentia y en mero cromo nostálgico-celestial del viejo melodrama mexicano erectomachista con todo lo que eso babeante e histórica y devastadoramente implica.

La orgánica desmadrada rompe récord de relato congestionado, merced a una bombardeante sobrecarga de giros argumentales, golpes teatrales y revelaciones jaladísimas, en torno al más monstruoso de los desapegos afectivos que ha conocido el cine mexicano, un desapego que abre la caja de Pandora de los facilismos y todas las arbitrariedades posibles, un desapego más allá incluso del pretendido humor negro dominante, con ese acartonado diseño de producción de Lizette Ponce, esa fotografía superexquisita de Serguei Saldívar Tanaka que juega onanistamente al lirismo de innecesarias luminosidades y claridades a contraluz de blanco sobre blanco sin causa ni propósito ni alcance ambientales, esa redundante música comercial telenovelera de Alejandro Giacomán sólo pendiente de subrayar cada vulgaridad al diez por uno, y esa sorprendente edición de Andrés Pardo, auxiliado por la talentosa excuequera Carolina Rivas (Zona cero, 2003), que realiza el prodigio de lograr cierta claridad y contundencia en la agitación de sus numerosos conjuntos alocados a lo Luis García Berlanga (más el lamentable cineasta decadente de La escopeta nacional, 1978, y La vaquilla, 1985, o Todos a la cárcel, 1993, que el de la aún fresca obra maestra satírica comunal Bienvenido Mr. Marshall, 1952) y en su acumulación chafa de incidentes chafas.

La orgánica desmadrada se autoexcita con inolvidables detalles humorísticos o malditamente infantiles perverso-polimorfos que rozan el absurdo, como las toallitas con los perennes nombres de los niños ya más que creciditos (“Magda / Pita / Rigo / Ger”), o el inalcanzable recitado en voz alta del poema de Pablo Neruda que era favorito de la difunta congelada (“Me gustas cuando callas”), o los pactos y las extorsiones y los chantajes con que dirimen sus diferencias el padre Rigo y su hija Rocío, o el irresistible beso caldoso de los ya no tan hermanos Rigo y Lupita atravesándosele menos incestuosa que sacrílegamente al cuerpo inanimado de doña Chahuita sobre su cama, o el rememorante canto coro fraterno de la canción de una época irrecuperable (“Ya lo pasado, pasado”), pero todo es en vano cuando cualquier otro esfuerzo cómico acaba naufragando en la verdadera hiperdiluida masa encefálica del film y en conatos de gags asombrosamente ineficaces y de lo más burdo, tipo la caída hacia atrás de la anciana infartada para salir ostentosamente del campo visual y que precede a la colosal caída hacia atrás de la silla de Rigo abrazando a su aparatosa hermana Magda, los gripales estornudos sin motivo generalizados antes de los eructos posgula, el refri mal cerrado a empellones por el médico Rigo en tanto que los demás deudos consternados rezan con devotos pañuelos sobre la cabeza, los súbitos agujeros provocados sin cesar en las puertas de madera o en los cristales emplomados, los gritos de entusiasmo de los intrépidos chavos al descubrir la llavecilla del archiverito escamoteado o el rincón jardinero con efigie del Sagrado Corazón de María en mosaico que serán duplicados por los gritos de terror haciendo visajes hacia la cámara al descubrir el cadáver pluriprofanado de la abuela que ya había sido vislumbrado por el cura acezante (“Tenemos que darle una mala noticia” / “¿Qué?, ya díganme que me urge hablar con mi hermana”), el insinuante desgarrón en la blusa de Lupita para hacer más prominente la preeminencia supuesta de su busto inevitable, el previsor reparto previo de cachitos de lotería en duro contraste con la coperacha para pagar entre todos el descomunal finiquito de la cripta, la pasajera euforia colectiva por el mole de olla con un gran toque de mariguana (“¿Qué diría doña Chahuita?”), o así.