La orgánica del cine mexicano

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La orgánica retroimpregnadora

En la coproducción con Estados Unidos Roma (Esperanto Filmoj - Participant Media - Netflix - Eficine 189, 135 minutos, 2018), épico-lírico opus 8 del oscareado mexicano capitalino excuequero en su nuevo rearraigo nacional a los 57 años Alfonso Cuarón (cortos previos: Cuarteto para el fin del tiempo y Who’s He Anyway, ambos de 1983; largos: Sólo con tu pareja, 1990; La princesita, 1995; Grandes esperanzas, 1998; Y tu mamá también, 2000; Harry Potter y el prisionero de Azkaban, 2003; Niños del hombre, 2006, y Gravedad, 2013), con guion suyo y créditos de fotografía (compartidos con Galo Olivares) y de edición (compartidos con Adam Gough), rodada cronológicamente y hablada en español y en mixteco subtitulado, León de Oro en el Festival de Venecia de 2018, la nana adolescente indígena Cleodegaria Gutiérrez Cleo (Yalitza Aparicio soberbia de sobriedad impasible) trabaja junto con su paisana Adela (Nancy García García) en la colonia Roma de los años setenta, al cuidado de los cuatro ladillosos hijitos (del mayor al menor: Toño / Diego Di Cort Cortina Autrey, Paco / Carlos Peralta, Sofi / Daniela Demesa y Pepe / Marco Graf) de la pasiva arrebatada señora Sofía (Marina de Tavira) en trance de salvaje ruptura matrimonial, mientras nuestra ingenua Cleo se relaciona amorosamente deslumbrada con el exdrogo machín también originario de su mismo pueblo Fermín ( Jorge Antonio Guerrero), quien está siendo entrenado como paramilitar experto en artes marciales, que la embaraza y en una inopinada ocasión la deja por siempre jamás plantada dentro de un cine, sólo para que, al acudir cierta aciaga tarde a comprar la cuna de su bebé en San Cosme al lado de la apacible abuela de los niños Doña Teresa (Verónica García), la gestante sorprendida Cleo presencie paralizada una mortífera persecución de manifestantes estudiantiles por Halcones paramilitares, entre los que descubre aterrada a su rechazante Fermín disparando a quemarropa, lo que le provoca la prematura ruptura de su fuente y el parto de un bebé muerto, trauma aplazado que apenas podrá asumir durante un fingido viaje vacacional, con la recién divorciada patrona Sofía (“Estamos solas, no importa lo que hagamos, siempre estamos solas”, con voz aguardentosa) y sus chavitos inquietos (“Me gusta estar muerto”), a las peligrosas playas de Tuxpan a mar abierto, al cabo de una dolorosa orgánica retroimpregnadora.

La orgánica retroimpregnadora estructura hipersensiblemente una visión del Halconazo del 10 de junio de 1971 desde la perspectiva de una sirvienta oaxaqueña, teniendo como relatos indirectos la crisis hogareña de una familia clasemediera profesionalizada y una documentadísima recreación de época en los lindes de la obsesión compulsiva, para lo cual debe jugarse en muchos terrenos expresivos, de manera y sobremanera, suficientes e insuficientes a la vez, persiguiendo tanto la precisión como la belleza, gracias al ávido diseño de producción del oscareado Eugenio Caballero, a la archibarroca dirección de arte de Carlos Benassini y Óscar Tello (ese apantallador abigarramiento en una cabaña de fiesta), al vestuario de Anna Terrazas sin error posible de equilibrio plástico, e incluso a las digitalizaciones sintetizadoras de las hermosas imágenes del presente y el pasado en 65mm.

La orgánica retroimpregnadora revisita en esencia los años setenta de la colonia Roma a través de signos y síntomas que resultan a un tiempo bellos y entrañables: el caramillo del afilador, las calaveritas danzarinas, los globos, la campana manual precediendo al camión de la basura, los TVdomingos con Raúl Velasco, la caca de perro sobre las baldosas, las boberías de La grande vadrouille / La fuga fantástica con Louis de Funès y Terry-Thomas en la pantalla del cine Ópera, la despedida del Ford Galaxy raspado, el bailongo de a brinquito para los sirvientes segregados, el garaje demasiado estrecho, la envolvente esfera de ruidos urbanos en off que incluyen hasta al Himno Nacional, las tonadas ubicuas tipo “Cuando me enamoro“, la fachada de Tepeji 21, las oquedades de la casa sin libreros una vez saqueada por el ya ausente padre médico al partir, el jugueteo con los ominosos kendos vueltos cañas de golpeo, convocando así, por derecho propio, la fenomenología de la realidad y el lirismo de lo banal cotidiano en blanco / negro del neorrealismo italiano (Umberto D de Vittorio de Sica, 1952), tanto como del intimismo clásico japonés (Historia de Tokio de Yasujiro Ozu, 1953), ahora no en función de la condición de los desechos de la producción capitalista de los afectos, sino en función de las relaciones plácida e innominadamente perversas entre las clases sociales y familiares, dentro de las estructuras de poder o estructuras de poder ellas mismas, a modo de una lucha privada hecha pública.

La orgánica retroimpregnadora imparte verdaderas lecciones de estilística cinematográfica, al establecer sobre todo una estética casi maniaca de travellings laterales, a modo de homenaje infinito a los dollies análogos que gozosamente fincaban la espléndida y aún hoy inalcanzable espontaneidad de Jacques Rozier al acompañar a sus chavas sesenteras por las calles barriales parisinas en Adiós Filipinas (1960) arrasando al grave descendimiento de acceso al mar en kilométrico travelling lateral para concluir en congelados puntos suspensivos Los cuatrocientos golpes fundacionales de François Truffaut (1958), virtuosísticos movimientos de cámara que utilizan al máximo una fascinante gama de grises cual rigor colorístico extremo en el límite de lo mesurado y de una cierta irrealidad inesperada, así como el formato alargado del viejo Cinemas-cope (aunque en 4K y sonido Atom), más los sistemáticos planos largos (no siempre planos-secuencia) de la Gertrud de Carl T. Dreyer (1964) en la fundación del minimalismo hiperrealista, porque según el genio danés “No es lo mismo que algo suceda por corte o dentro de un plano prolongado”: travellings laterales de una película-objeto de inteligente y sensible cinéfilo de época en su autoelevación de hombre-orquesta hacia la más alta Praxis del Cine (Christian Metz, Noël Burch, aunque se esté ilustrando un guion truculento a la mexicana para exportación tipo Guillermo Arriaga o Alejandro González Iñárritu o Guillermo del Toro o Carlos Reygadas), eternos travellings de ida y vuelta o de vuelta y media que comienzan acariciantes y cada vez se exasperan más hasta convocar a una trágica serie de irremediables desgracias creadas sólo por y para la cámara, monumental travelling todoabarcador de una fastuosa fiesta dinástica familiar provinciana a lo Fanny y Alexander de Ingmar Bergman (1983) en paralelo con la celebración escindida de la servidumbre como en el clásico La regla del juego de Jean Renoir (1939), espectacular travelling de la práctica-show con bambúes de combate llamados kendos bajo la legendaria instrucción de un redivivo Profesor Zovek (el luchador Víctor Reséndez Latin Lover), malvado travelling del ataque a la mueblería, desgarrador travelling del parto del bebé muerto al que infructuosamente intentan reanimar en el fondo del encuadre en el sísmico sanatorio-morgue a la Erich von Stroheim, o catastrófico travelling del conato de ahogamiento de los niños llevados por la corriente en la playa que resulta sólo supercatártico para la heroína (“Yo sí quería tenerlo”).

La orgánica retroimpregnadora se toma además como retroimpugnadora al referirse explícitamente a la violencia emblemática que presidía el romance entre una muchachita de pueblo y un disciplinado soldadito entrenado para represor antinarcos del intocable Ejército Mexicano en Heli (Amat Escalante, 2013), ahora convertidos en el precoz Halcón brutal y la víctima deleznada que lo tornará filicida involuntario, pero también haciendo realidad a destiempo el abortado proyecto ya no subversivo de Louis Malle sobre la desintegración mental (como la del proletario traidor de El fin de San Petersburgo de Vsevolod Pudovkin, 1927) de un Halcón entrenado por la ultraderecha para el Jueves de Corpus (aunque de hecho esos paramilitares no fueron entrenados en los pueblos sino en las barriadas por el coronel Manuel Díaz Escobar, apodado El Maestro o El Zorro Plateado adscrito al Departamento del Distrito Federal de Alfonso Corona del Rosal hasta ser enviado a Chile en febrero de 1973 como agregado militar) que culminaría en Lacombe Lucien (1974), con soldaditos de banda escolar en desfile callejero cual reducción al absurdo de la soldadesca metafórica que ferozmente cerraba Canoa (Felipe Cazals, 1975), pero siempre permitiendo penetrar en el inconsciente fílmico del niño Poncho Cuarón de 10 años, sujeto de autobiografía profundizada a lo freudiano-junguiano y autoficción transferida, puesto que, además de tratarse de visibilizar a los indígenas mexicanos, “el conocimiento humano debe basarse en la experiencia” (George Berkeley), pues sólo así “discernimos el orden interno de las cosas” (Edmund Halley), voz y eco del futuro país “lleno de sangre y muerte” (Movimiento por los Desaparecidos).

Y la orgánica retroimpregnadora hizo por fin que la doliente Cleo retornara cariñosa y conmovedora a los cubetazos en el patio y a la azotea perpetua cual privado / privativo mito de Sísifo.

La orgánica expiatoria

En la coproducción con Colombia y República Dominicana Tormentero (Axolote Cine - Contravía Films - Aurora Dominicana, 80 minutos, 2017), culpígeno cuarto largometraje del imprevisible capitalino del CCC egresado de 38 años Rubén Imaz (Familia tortuga, 2006; Cefalópodo, 2009; Epitafio, codirigido con Yulene Olaizola, 2016), con guion original suyo y de Fernando del Razo, el rabioso y discriminado viejo viudo otrora pescador camaronero Romero Kantún Don Rome ( José Carlos Ruiz portentoso como siempre como nunca) descubrió hace añales el yacimiento petrolífero en la Sonda de Campeche que modificó la vida de la edénica Ciudad del Carmen convirtiéndola en pesadillesca zona de explotación industrial regida por el monopolio gubernamental Pemex para perjuicio de todos los habitantes de la región antes dedicados a la pesca, por lo que el ya decrépito varón ahora habita refugiado en una aledaña e intacta isla paradisiaca llamada Gualda, sólo acompañado por la desguanzada hija mayor que lo atiende en el sometimiento absoluto Yolanda (Mónica Jiménez) y por su huidizo hijo adolescente más bien sólo invocado a perpetuidad Chacho (el actor icónico del cine independiente Gabino Rodríguez) y habitualmente sustituido por un arreado espíritu de éste llamado Ariel (el mismo Gabino Rodríguez), asediado por devastadoras tormentas tropicales nocturnas, volviendo a poner en marcha como puede al destartalado motor de su planta de luz, espiado en silencio por las calles y buleado o de plano físicamente agredido en la playa por antiguos compañeros que lo acusan de traidor, coexistiendo verbalmente con sus fantasmas vueltos cotidianos, presa de una esquizofrenia rampante que lo hace desvariar a todas horas y de un alcoholismo inmitigable que de continuo lo hace bajar al pueblo cargando con una burda bolsa de mandado para el aguardiente que cada vez más frecuentemente le niegan sus antiguos proveedores, entrevistado en su domicilio por un diligente encuestador del INEGI (Waldo Facco) ante quien es incapaz de discernir si en su casa moran tres o cuatro personas (él, Yolanda y acaso Chacho y / o Ariel), entregado al vívido recuerdo distorsionado de la esposa difunta que se confunde con la Tía Haydée (Nelly Valencia) a quien aún chulea bajo una palapa, visitado por altos dignatarios oficiales ( José Falcón, Rubén Imaz en persona) con gringo al uso (Luis Salinas) y una escort despampanante (Yajaira Cerdeño) que lo celebran burlones en grande como un héroe nacional y una vez más lo agasajan monetariamente, prohibiéndole a su retoño Chacho / Ariel frecuentar el infestado estero Pargo, reemplazando al esquelético esposo moribundo Don Paqui (Ausencia Valencia) en el lecho de la parienta Haydée que sensualmente desea con vehemencia, y finalmente concitando poderes mágicos para desatar una tormenta omnitrastornante, en virtud de una poderosa si bien difusa orgánica expiatoria.

 

La orgánica expiatoria impacta y paraliza tanto como la enérgica figura demencial de ese inusitado hacedor de Tormentas (la que le da origen a su situación psicosocial, la que exaspera y dinamita esa condición insostenible), tan repulsivo y en apariencia tan creador como el barbiblanco pintor senil refugiado en lo rústico de Goitia, un dios para sí mismo (Diego López Rivera, 1989), desquiciadamente omnipresente como el robotizado bodeguero de Almacenados ( Jack Zagha Kababie, 2015), ubicuo al grado de aparecer y pertenecer a dos pliegues distintos del tejido narrativo, vibrando con o sin su entorno mutante, porque ambos, personaje y ámbito por igual fascinan, emocionan, intrigan a profundidad, y al final se acogen a un hermetismo significante que por su parte exige, más que ofrece, la posibilidad de numerosas lecturas convergentes y divergentes en torno de ellos, lecturas sin subrayado ni insistencia alguna pero nada deleznables ni meramente nominativas, lecturas espontáneas e impresionistas a la vez que forzadas y cultistas, lecturas de una ficción exasperada e insólita que contravienen como sigue.

La orgánica expiatoria demanda una gozosa y estricta lectura plástica y totalizadoramente expresiva, con base primordial en el formidable trabajo fotográfico, desatado y casi autónomo de Gerardo Barroso Alcalá (el mismo de Dibujando el cielo y Extraño pero verdadero también correalizador con Lisa Tillinger del bello documental citadino Calle López de 2013) que se solaza en la diafanidad de los listados cielos intensamente azules pálidos, en la maligna contaminación tangible en los planos abiertísimos de los nuevos paisajes marinos campechanos con riesgosos pozos tramposos de espejismos (colindantes con la visionaria destrucción del Fata morgana de Werner Herzog, 1969) y amenaza cumplida a lo lejos, en las vociferantes tinieblas torvas a la hora eterna de las tempestades incontenibles, en los espacios fractales siempre contrastando la luz brillante con siniestras lobregueces durante las cambiantes escenas de interiores, en leves pannings que unen al prognatamente voraz observador del frontground con la displicencia de la efigie observada en el background a su izquierda, en la diversidad de espesuras fotogenias tropicales distintas de lo habitual; pero también aprovechando una música postserial de Galo Durán y Camilo Plaza cuyos objetivos principales son el acompañamiento despiadado y la suspensión en vilo, una edición de Israel Cochochi Cárdenas y el realizador que puede pasar sin transición y pasearse a voluntad por todas las dimensiones oníricas-realistas de la ficción para culminar en ese espiarse con frecuencia de Don Rome o de Chacho / Ariel a sí mismos (por montaje simple con Efecto Kulechov), y last but not least un uso superavanzado del sonido por José Miguel Enríquez y César Salazar que de modo indirecto y supuestamente “impropio” (Roger Koza dixit) hace presente no sólo la inminencia de los estímulos en el fuera de campo (cuando se habla de que Don Rome será recibido por el Negro Durazo), sino además los ecos de un pasado reverberante y una imaginación así ingobernable y perturbadora e inmitigable trastornante.

La orgánica expiatoria se afirma entonces como un objeto cinematográfico hecho de silencios, diálogos propositivamente inconexos con la hija en nocturnal plano fijo todoabarcador con triunfal salida de cuadro por la derecha (“Hija, encontré a Don Caqui, estaba ahí donde siempre” / / “¿Qué estás pensando?” / / “A ver, tu tía Haydée vive con él, y voy a casarme con ella” / / “¿Y supo que eras tú?” / / “Era una cuando me robé a tu madre” / / “¿Y el viejo?” / / “Va a llover, fuerte, je-je-je, je-je-je”), más silencios sobre deteriorados espacios vacíos, relámpagos apenas atisbados en las moradas-cárceles íntimas, risotadas, canturreo a solas mediante gritos bufones de Don Rome (“El conejo es un pendejo / que no sabe hacer llover / je-je-je / el conejo está escondido / en su cueva...”) como deteniéndose del aire para no desplomarse o alisándose con su manaza las canas de su escasa pelambre residual para soñarse galán apuesto viendo coquetamente a la cámara, una acritud cerval contra el hijo-topo en los oscuros recovecos de la casa (“¿Por qué te encierras? ¿De qué tienes miedo? ¿Dónde está tu hermano?”), un coco germinado como florecido que se traslada de un sitio a otro, y un ventilador deteniéndose a la mitad de un panning del destripado reposo nocturno con rumbo a ninguna parte del día siguiente sin corte dentro del mismo plano, dentro de un paraíso terrenal que en lo inmediato es también y por el contrario un sitio inhabitable, atemporal, lleno de cacharros, desperdicios e inmundicia: el abstraído pero demasiado inminente y opresivo lugar sin límites de la expiación sin término.

La orgánica expiatoria extiende una posibilidad de lectura shakespeariana, en función de la remitida semejanza de Don Rome con el planteamiento primordial del terrible personaje de Próspero de La tempestad (ya anticinematográficamente glosado como un higadesco recitativo viviente mal ilustrado por Los libros de Próspero de Peter Greenaway en 1991) que se ha asilado y aislado en su isla infestada junto con su hija Miranda sometida a su exclusivo servicio, para rumiar su mundo hecho de libros y sortilegios, en fiero enfrentamiento con el maligno dueño-esclavo de la isla llamado Calibán y sólo auxiliado por el espíritu del altivo genio del aire Ariel, porque el bifronte hijo subsumido de Don Rome se ha descaradamente bautizado en una de sus vertientes de (mu)Chacho como Ariel (y Miranda rima con Yolanda: “Mañana lavo los trastos”), porque el refunfuñar de los trayectos interminables de Próspero-Don Rome traduce mejor que mil palabras los gruñidos existenciales de su exilio exterior e interior, porque ha bastado con un asertivo bombardeo subjetivista de líricos letreros introductorios en el prólogo (“Ya teníamos trece días pescando en altamar y decidimos emprender el regreso a casa/ / Por ahí a las dos de la tarde vi una gran mancha flotando sobre la superficie del mar. Era muy oscura pero brillaba con el sol / / Desperté a mi tripulación porque andaban echando la siesta. Todos dijeron que aquello debía ser el aceite del motor de un barco hundido / / Yo les insistí: Esto es petróleo”) para situar la hazaña petrolera-traidora de Don Rome en el eje vertical de un ciclo trágico prometeico en la más alta cima de la tragedia del William Shakespeare última fase esquina con Esquilo con gran estilo, porque “el futuro de la tortura de Prometeo sigue siendo nuestro tiempo; el futuro aún tiene dos picos, como la luna turca. Arriba prosigue el tiempo del terror infinito; abajo, todavía ‘la pericia es más débil que la necesidad‘” (como afirmaba Jan Kott en El manjar de los dioses), porque a fin de cuentas ante Don Rome todo aparece tan defasado como las chocarreras figuras estatuarias en la escena de la burla colectiva por los anfitriones patrocinadores gubernamentales que aún usufructúan su descubrimiento subacuático del oro negro, porque la película deambulatoria de Imaz ha logrado prácticamente concentrar en un par de diálogos divagantes el sentido monstruosamente desarraigado del protagonista enemigo del mundo entero pero primero que nada de sí mismo, porque el provocador de naufragios vengadores se ha metamorfoseado en un concitador de tormentas como la que socioeconómicamente dio origen a su tragedia a un tiempo apolínea (en alucinada soledad) y dionisiaca (tomando embriagantes cocos de agua con el adorado espectro conyugal, dándole baje al vecino vencido con su fembra placentera como diría el clásico castellano), porque a la abigarrada sobreabundancia barroca del Shakespeare del galés Greenaway se oponen las variaciones infinitas de un minimalismo más infestado que encantado pero jamás hierático, porque el inspirado abismal realizador Imaz confía en la naturaleza próvida y en la naturaleza de sus cielos diáfanos y en la de sus claroscuros y en sus naturalezas muertas (“Los actos contra la naturaleza engendran disturbios de la naturaleza”: Shakespeare), porque la obsesión reivindicadora y hostilmente huraña del ya pronto cadavérico Don Rome contamina e impregna a toda materia palpitante de una connotación perecedera independiente de lo que haya querido en cada ocasión denotar, porque se trata de trazar constantes líneas de fuga a la estructura rígida escénica que asediaba por todos lados, porque el desvarío de la razón produce ahora excesos de belleza visualista con raíz sensorial tanto a lo Germaine Dulac como al modo de su gemelo fílmico Antonin Artaud (y su Teatro de la Crueldad por otros medios), porque el héroe traqueteado y negativo e incrustado cual crustáceo (con más derecho que el Cefalópodo del arriesgado film semifallido del mismo cineasta) aparece en todo momento abismado en su insondable abismo de abismos.

La orgánica expiatoria posibilita sin dificultad una lectura de antiepopeya, con ese antihéroe Don Rome que ha hecho realidad tangible dos versos clave de la ideosincrática Suave Patria de Ramón López Velarde: “El Niño Dios te escrituró un establo / y los veneros de petróleo el diablo”, pero también materializa un parangón con el largo reportaje novelado Retrato de un náufrago del joven Gabriel García Márquez, cuyo pathos cimérico-quimérico sería a la vez un postrer estado de gracia; pero también tiene una posibilidad de lectura legendaria, en función de los ritos sacrílegos, sacrificiales y secretos de Ixchel siempre renovados en virtud de los cantos en lengua maya cuyas palabras invocativas y cuyos ecos se escuchan cual canciones radiales cotidianas, para dirigirse y dirigir los manes del tormentero cuya ceremonia se prefiguraba desde un principio en las imágenes recurrentes y convergentes de esos arroyos entre los árboles y ese riachuelo que corre a través del manglar en la zona isleña tropical donde las grandes mareas cubren de agua vastos terrenos para semejar prisiones naturales, terrenos abruptos llenos de racimos de ostras que ofrecen al Chacho ladrón apetitosos ostiones incomibles en el estero prohibido, territorios demandantes de exorcismo para ese reinicio, ese recomenzar de todas las cosas que ansía Don Romero, dentro y fuera de su casa demasiado moderna para su rusticidad básica, aunque aún expuesta a una u otra lluvia de cocos, cual fiesta pagana sin sentimiento alguno de saturación ni de unión erótica y verdadera del hombre con esos fantasmas cuyo lecho artificial violentamente comparte: “Tienes una piel muy lisita”, le decía la hija Yolanda a la tía Haydée al acicalarla, y “Te ves muy romántica”, le decía Don Rome a la misma, dispuesto a acariciarla, antes que esa ternura masculina pese a todo fuera eliminada por el tilt up hacia una borrasca en off.

 

La orgánica expiatoria se inspira efectivamente, y aunque parezca sorprendente, en la figura auténtica de Rudesindo Cantarell, un humilde pescador viejo habitante de la isla Gualda en Campeche que a mediados de los años sesenta hizo el descubrimiento del yacimiento petrolero que dio origen al complejo de Cantarell (todavía el más inmenso y presuntamente inagotable de la República), quien acabó en el abandono y en la miseria, luego de que la paraestatal Pemex dictara la interdicción de cualquier tipo de pesca en el área, dejara sin fuente de sustento y en inopia a los pobladores de la región, hiciera público con bombo y platillos el hallazgo mucho después y reconociera tardíamente a su genuino descubridor, hoy evocado y hecho comparecer “en espíritu”, metamorfoseado por ese doliente y lamentoso perenne Romero Kantún, porque el descendiente de científicos Imaz le ha dado a la figura primitiva un vuelco y una hondura totales, desatado y desastrado a un tiempo, mediante la sustitución casi completa del personaje realista y folclórico por uno regido por un doble movimiento de idealización y desidealización severas, a través de una especie de picaresca trágica, obtenida gracias a la utilización dramática del sueño y la magia, hasta penetrar en lo más íntimo y excluir lo meramente descriptivo, tal como lo ha expuesto con lucidez el aún joven y vanguardista cineasta al comentar que “sus allegados, la humedad, las plantas, el rito en el estero, su nueva mujer, el pasado y el presente: todos estos componentes dieron forma a un sentimiento mágico” (Rubén Imaz en La Jornada, 25 de agosto de 2018), haciendo concluir a su sagaz entrevistador Juan José Olivares: “lo que proporciona aparentemente secuencias abstractas, pero con suaves toques de nigromancia”.

La orgánica expiatoria consuma así la tragedia y el sueño de un hombre ridículo en el sentido dostoievskiano del término, porque la razón de la minucia ante esa tragedia y ese sueño no puede ser sino la de sorprender el sentido secreto de su inmenso conjunto de petrificados hechos disueltos y de pasiones deshechas e ilusoriamente rehechas en su desarticulada esencia, con un movimiento social y un motor individual, exhibiendo la otra historia, la oculta y subrepticia, la vergonzosa, la que remite a las verdaderas causas y consecuencias de los sucesos, impartiendo lecciones de egoísmo y de crueldad tácitamente bien aprendidas, dictando cátedra de ebriedad colérica y de resistencia estoica a pesar suyo, mostrando sus sagradas necesidades y sus mezquindades en la sombra y desplegando sus miserias en pleno día luminoso, con la misma elocuencia corporal-ambiental con la que Don Rome se mea sobre las fotos pretéritas dentro de una maleta rígida con logo de Pemex (“Aquí no importa el camarón, que se lo metan por el culo”) formaban su núcleo y su efímero éxito de terco descubridor petrolífero.

Y la orgánica expiatoria contempla finalmente al viejo en retiro y en el deliberado olvido desplazando las nubes a su antojo (“Quiero que vengan las nubes, a ver si vienen”) y desatando una tormenta trastornante que le devolvería una armonía postrera, la armonía de brazos extendidos de par en par al franquearse las simbólicas puertas del rompeolas perpendicular a la inmensidad del mar abierto, pero quizá asimismo (o sólo) servirá para liberar al ensimismado vástago sumiso ya no sumergido hasta los ojos con otros ansiosos excamaroneros muertos vivos en el mar, liberación de su juvenil libido machista (obediente al reclamo-perorata-apotegma del anciano: “¿De dónde vienes?, ¿del estero? La naturaleza es como las mujeres que tienen sus días que sí y sus días que no, y hay que respetarlas”) que se saldará con una suerte de violación a cierta medio ultrajada medio aquiescente mujer del estero (Rosa Márquez) por ese Chacho / Ariel ahora sí instalado a sus anchas en el edén alcanzado, liberación a la postre tan envilecedora como la antigua sujeción al también por él repelido y odiado padre tonante e iracundo y tormentero atormentado.

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