La orgánica del cine mexicano

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La orgánica plurialucinada

En El habitante (BH5 - Sobras International Pictures - Purgatorio, 96 minutos, 2017), subrepticio tercer largometraje genérico del autor total uruguayo con carrera previa en el cine comercial chileno de 34 años Guillermo Amoedo (cortos: Tercera persona, 2005; El último globo, 2006, y La escafandra, 2006; TVfilmes: El crack, 2011, codirigida con Nicolás López, y La leyenda del crack, 2015; primeros largos: Retorno, 2010, y The Stranger, 2014), la medrosa medio pasiva María (María Evoli pasmada por las mismas malditeces de Tenemos la carne), la intrépida atropellante Camila (una Vanesa Restrepo colombiana cual incontenible bella superactiva) y la cauta adolescente por las anteriores protegida Ana (Carla Adell) son tres jóvenes hermanas de caracteres muy distintos pero análogamente traumatizadas que se improvisan en asaltantes aventadazas al dejar su camioneta al cuidado de la hermanita menor e irrumpir por fractura cierta fosca medianoche en la mansión de la acomodada pareja que integran el senador corrupto José Sánchez Lermontov (Flavio Medina) y su neurasténica esposa Angélica (Gabriela de la Garza la bella madura exOlga Ivanova de Cantinflas), solitarios y aislados por ostracista decisión propia tras la muerte de un hermano del patrón (“¿No les parece muy raro que estén solos, no tienen seguridad, ¿dónde están todos?”) que intentan defenderse de la acometida de las chavas pero son rápidamente controlados e inmovilizados sobre lujosas sillas de un amplio salón en penumbra, furiosos y reacios al exigírseles los restantes cientos de miles de ansiados dólares producto del soborno que las chavas pensaban primero encontrar en la caja fuerte oculta bajo un cuadro enigmático del suntuoso lugar, luego creían poder obtenerlos mediante un simple aunque fallido interrogatorio crispado a los dueños de la casa, y finalmente se proponen hallarlos buscando por todas partes, pase lo que pase y, desoyendo las advertencias de la pareja que ha cambiado su actitud por una deseosa de negociar o por otra ahora sí clamante (“¿Quién más está en la casa?” / “Por favor, ¡no bajes!”), directo al lúgubre sótano insalubre del lugar, donde María y Camila se toparán con el cuerpo de la ternurita Tamara (Natasha Cubria de inextirpable efigie chilena eternamente descompuesta), la propia hija de los dueños amarrada e inmovilizada sobre un rojo camastro, con huellas de reiterada tortura brutal, que suplica y convence de ser socorrida, exacto cuando empieza a reinar en ese ámbito cerrado un clima histérico y terrorífico, pleno de alucinaciones súbitas que sobrecogen una por una a los presentes, quienes empiezan a extraviarse en la casona vuelta laberíntica, entre peligros fatales en cada oquedad, sujetos al entrechocar y al despedazarse entre ellos, reducidos a sus miedos primarios y a sus violentos recuerdos traumáticos imborrables y culpas no resueltas aún torturantes, sobre todo la temeraria Camila, remitida y prácticamente conviviendo con sus imágenes de cuando niña rezandera a la fuerza (Shira Barzilai) y adolescente (Liz Dieppa) fue violada según su turno por el cruel padre perturbado (Arnoldo Picazzo) que emerge y vuelve a emerger a cada momento, hasta que ella y la infeliz Anita pierden la vida tundidas a manos de los fantasmas del pasado y de la pareja adulta literalmente desatada, para que sus restos sean estibados dentro del automóvil todoacogedor, siempre bajo la precoz guía maligna de esa postrada Tamara poseída por el demonio, ahora omnirretorcida y dominante en una silla de ruedas, con voz impositiva y una imbatible manipulación de patrañas que se mezclan en su discurso con olvidados traumas individuales de cada una de sus víctimas, las liquidadas o las recalcitrantes, si bien éstas sólo esperan el arribo del Cardenal Pedro Natale (Fernando Becerril soberbio), el exorcista mayor que, lamentando la eliminación hecha por la Santa Iglesia de sus mejores conjuros a lo largo de los siglos y dándose mórbidos ánimos (“Vamos a conocer al demonio”), acomete el magno exorcismo de una Tamara ya de exasperada y brutal verba que vomita incesantes improperios y principios de duda destinados a remover inconscientes, sea el de una titubeante María auxiliadora que sometida a un bombardeo de memorias trastornantes e inseguridades sostiene el libro de los exorcismos y musita como puede los latinajos ad hoc, sea el del sacerdote de alto rango que se desarticula y hace apresar cuando se le acusa de haber facilitado la muerte por eutanasia de su propia madre (Martha Tenorio), o sean los de la pareja del senador y su mujer que acabarán baleándose a quemarropa y suicidándose de un tiro en la sien, para que el exorcismo pueda triunfar entre un reguero de cadáveres y el agitado Cardenal salga a la puerta para despedir a la socavada María que parte en su auto (“Voy a llamar a la policía, pero tú no estuviste aquí”) rumbo a un último acuerdo cómplice, sarcástico y quasi juguetón con la orgánica plurialucinada.

La orgánica plurialucinada da la impresión de una imparable cadena de amenazas, acosos, demencia, muerte y resurrecciones en cadena invariablemente secretados por alucinaciones, durante una ocurrencia y recurrencia de sonoras dimensiones temporales extendidas y reminiscentes, pues basta con abrir una puerta en presente y asomarse a ella con cámara subjetiva para que el tiempo y la chava en cuestión se desquicien, para que surjan visiones trastornantes, como una acongojante experiencia de los límites, a cada instante renovada con base en mínimos elementos y escasos personajes en tensión exasperada, al servicio de un cine de horror con atrapantes atmósferas turbias bastante bien conseguidas por una fotografía de Erwin Jacques con base en un calculado diseño de producción de Xènia Besora Sala y un diseño de imagen de Ana Isabel Vallejo M. y Karina E. Monroy del todo insólitos en nuestro cine genérico.

La orgánica plurialucinada semeja navegar a sus anchas en medio de las estrecheces de personajes sumariamente definidos, diálogos estereotipados (“Nunca había visto una posesión tan poderosa”), acciones caóticas, sobresaltos y golpes teatrales y sustos a granel, al ritmo frenético que impone una edición sin miramientos de Diego Macho Gómez, un diseño sonoro de Mauricio Molina que resulta crucial para producir una constante sensación de asedio y una música original de Manuel Riveiro siempre climática a borbotones electrónicos e invasiva en los momentos álgidos o candentes en ocasiones sólo provocados y sostenidos por ella, si bien todos esos elementos, por heteróclitos o de fórmula que parezcan, empalidecen ante el insólito e irónico leitmotiv que inunda cada tanto la intensidad dramática: la canción El pecador entonada por Enrique Guzmán (“Y si voy a seguir siendo igual que antes fui / no la dejes venir a llorar junto a mí”), definitivamente kitsch y haciendo que el relato esboce la finta de una distancia y una autoconciencia de otra manera inalcanzables.

La orgánica plurialucinada se aferra retrógradamente a una escatología negativa y descendente, gobernada por la anacronizante figura rediviva de Satán debajo de la piel humana, aunque pretendiendo excavar en todos los inframundos posibles a su alcance y ya cinematográficamente dados y fatigados, en una heteróclita ficción llena, atiborrada y casi sepultada de referencias y plagios evidentísimos, porque éstos se regodean sin pudor ni recato cual homenajes posmodernos, y ahí están pues algunas modélicas cintas todavía insuperables como el díptico fundacional con la descompuesta niña vomitante Linda Blair y el rebasado cura exorcizador Max von Sydow que va de El exorcista de William Friedkin (1973) a Exorcista II: El hereje de John Boorman (1977), ahí está el pasto incestuoso-psicoanalítico de la represión sagrada manando más Sangre de mi sangre de Marco Bellocchio (2015) para culminar en la novedad de alguna irrisión mística erotómana / antierotómanamente puesta de cabeza, y ahí está una redefinición en serie del delirio, del puro delirio puro concatenado con el simulacro alucinado del espejeante Nunca estarás a salvo de la estilista escocesa en ascenso de 48 años Lynne Ramsay (2018) con universal vestuario eclesiástico de Abril Álamo en avance a la casa infestada, o sea, ahí están los reduccionismos de una gesticulación demoniaca al gusto de una moda espectacular y microautoral cambiante, demasiado cerca de La profecía / Omen (Richard Donner, 1976) rumbo a El legado del diablo (Ari Aster, 2018), y demasiado lejos de la aún hoy socavadora e insondable Posesión del polaco Andrzej Zulawski (1981) y sus vertiginosas bizarreces metafísicas abismales.

La orgánica plurialucinada queda sin embargo como un insólito carnaval de terror variopinto, en ocasiones salpicado de visiones delirantemente irreductibles, como ese fuliginoso cuadro-grabado en gran acercamiento al demonio cabrío de cuernos rozando acariciadoramente con su homopezuña la mejilla de un aspirante a poseído ya en estado de arrobamiento mientras además recibe de Él un beso depositado con salacidad en la otra mejilla, esos flashbacks precedidos oralmente e inducidos como mera ilustración sadomasoquista del aserto anticipador (“Hace varios años cuatro sacerdotes intentaron exorcizarla, pero fue inútil”), esas desvaídas coloraciones ocres radicalmente artificiales y enfermas, esas briznas de sermones oscurantistas que caen como aforísticas fórmulas afirmativas (“El diablo nos ha hecho creer que no existe; eso no está mal”), ese acopio de escrituras sacras profanadas con infamantes signos crípticos y objetos de culto esotérico de antemano profanadores profanados más alguna fotografía individual con ojos reventados, ese eco de clamores sin tiempo preciso (“¡Ésa no es mi hija!”), esa cámara avanzando en largo dolly in hurgador sin referente subjetivo ni rumbo ni destino hacia espacios fractales parcialmente iluminados, esas figuras horadando y purgando con linternas encandiladoras el ámbito impreciso tanto como las tinieblas en apariencia impenetrables y plagadas de peligros indefinidos, esos efectismos rutinarios o inventivos, ese dédalo de pasillos y escaleras y rincones igualmente siniestras siniestrantes, esos ruidos contundentes en primer plano sonoro aunque permaneciendo en off, esas sumarias explicaciones primarias (“Cuando Tamara cumplió seis años, Tamara dejó de hablar y caminar” / / “¡Cállate, váyanse antes de que sea demasiado tarde!”), esas carcajaditas burlonas con procedencia indeterminada, esos llamamientos invocativos que se extravían en la oscuridad (“Aniiita” / / “Tamara, Tamara” / / “Líbranos del Maligno, líbranos de Satanás”), esas pataletas incallables (“¡Ay, no lo dejen salir por favor!”), esos bocetos anatómicos deformes en hojeables libretas escolares, esos enardecidos fuetazos fraternos para lograr la sumisión precursora de todos tan temidamente deseada (“Arrodíllate y adórame”), esa incógnita silueta enigmática e inidentificable en su perpetua negrura, ese exasperado lanzamiento femenino al suelo de objetos sacros, esos impenetrables rostros crispados de súbito y por doquier, ese encendido de luces difusas o fragmentarias que conducen a nuevas sorpresas o a repentinas expresiones convulsas espeluznantes, esa blasfematoria reiterada de crucifijos al revés y religiosas reconversiones intemperantes que habrán de concluir en el tremebundo descubrimiento paulatino de una hermana ahorcada que cuelga del techo acaso por enajenada inalienable voluntad propia, esa misoginia duplicada de homofobia a un mismo nivel tremendista a estas alturas, o en general esa prefabricada potencia de impacto que globalmente no consigue ir más allá del trailer motivacional, sin emoción, ni continuidad discursiva ni capacidad de asombro o absorción del ser en el espectáculo mutable: un imaginario de cine de horror autoconsciente que ha sido codificado al estilo del humor gris uruguayo (recuérdese la película horrorífica en tiempo real como apuesta imposible / posible La casa muda del montevideano Gustavo Hernández, 2010) y una imaginería tan hipercodificada que parecería original y novedosa.

 

Y la orgánica plurialucinada concluye, tres semanas después de los hechos narrados, con una intempestiva carcajada cinefílica que nadie podría haber supuesto (aunque por algo el Retorno de Amoedo fue premiado en el Festival de Sitges de 2010), pero que retoma algunos hechos dispersos asentados en el prólogo, y desde entonces olvidados, en donde, tras un coro de Padres Nuestros con fondo negro, se anunciaba en un TVnoticiero el fallecimiento del Papa en Roma, para que la trama los pueda recuperar por la misma vía expuesta a los ojos de una María apoltronada ante la tele en su depto, para que la trama invariablemente blasfema muestre el triunfal humo blanco del Habemus Papam (Nanni Moretti, 2011) con la aparición en escena del primer Sumo Pontífice mexicano: exacto un elegido Cardenal Natale que sale al balcón, saluda y entrega su gesto a visajes diabólicos de todos conocidos y apreciados, sin pudor ni miramientos, asegurando así el devenir perenne de la malignidad del ridículo cómplice, sarcástico, autoirrisorio y gozoso, pues lo híbrido posmodernista no quita lo bodrio sin brújula y a la deriva.

La orgánica ensimismada

En la coproducción independiente con Francia El buquinista / Le bouquiniste (Marsash Cinema - Crater Val France, 95 minutos, 2017), monologal tercer largometraje aunque sólo segundo ficcional del literato exeditorialista del periódico El Universal y autor completo de 40 años Gibrán Bazán (cortometraje previo: Ruta Camus, 2005; documental largo: Los rollos perdidos, 2012, investigación doble sobre la matanza de Tlatelolco y el incendio de la Cineteca Nacional; primer largo ficcional: Generación Spielberg, 2014; mediometraje documental de inmediato subido a YouTube: Territorio Leonora, 2017, homenaje a la artista plástica Leonora Carrington en el centenario de su nacimiento), basado en un cuento suyo y totalmente bilingüe francés-español con los subtítulos pertinentes, el cuarentón vendedor francés de libros usados Lucien ( José Carlos Montes-Roldán) regentea en solitario y a sus anchas, apenas asistido por su picaresco ayudante enano fanático del jazz y las mujeres Casildo (Amador Torralba), la tradicional librería de viejo El Ático en la posporfiriana colonia Roma, pues se ha quedado varado en México tras el fallecimiento hace años de su hermosa y frágil esposa narigudilla también europea Rosemary (una evanescente francomexicana Sophie Gómez ya atisbada en Generación Spielberg), hoy por él tan añorada e idealizada que más bien se desentiende cuanto puede de cualesquiera otras responsabilidades de su oficio, volcando toda su malherida afectividad archibloqueada sobre esa reconcentrada fijación mórbida que le impide sostener relación amorosa alguna y sobre una malsana afición todosustitutiva por los libros que comenzó de la niñez por haber sido hijo de un editor y una periodista igualmente maniáticos librescos en un hogar repleto de volúmenes ubicuos, hundiéndose en una amargura cuya autoconciencia le tiene sin cuidado, considerando lúcidamente su ámbito de trabajo como un mausoleo, escondiendo sus tesoros bibliográficos más valiosos, entrando en pleito incluso corporalmente desventajoso para él con cualquier comprador añorante (Gabriel Casanova) que pretenda extralimitar los alcances de su oferta hasta los selectos juguetes infantiles que adornan como anzuelo el aparador de su establecimiento, aceptando asistir a una nebulosa pieza de la escena experimental sólo porque su desdeñada amiga afroantillana del alma Laura (Fabrina Melon) ha pasado a recogerlo a su depto junto con algún compañero esnob tipo un inaguantable Juan (Alejandro Durán) y cierta ligable bonitilla Marisa (Blanca Aldana) al lado de la cual amanecerá para satisfacer momentáneamente su acostumbrado afán mujeriego aunque sin concederle oportunidad alguna de apego a la fémina, dejando pasar al mismo nivel el posible lance con una divorciada locochona (Michelle Rogel) que con una etérea chava de cabellos y atuendo lapizlázuli (Lina Torres), pero el amargado varón conocerá un día a la casual vendedora de una biblioteca familiar Ellen (Ariana Figueroa) que vive en un enigmático depto semivacío y va a desplegar ante su vista un manantial de libros especializados en matemáticas pertenecientes a un tío difunto que resulta ser el propio padre de la chava y libretas de apuntes manuscritos con desarrollos especulativos bordeando el esoterismo que lo atrapan, lo orillan a robarse de inmediato una libreta, le hacen pagar una buena cantidad por el lote, le despiertan una olvidada pasión por esa ciencia aplicada y lo obseden, al tiempo que empieza una apasionada y establecida aventura sensual con la apetecible si bien nada espectacular Ellen, sobre todo cuando descubre que esa dispuesta mujer de apariencia inaccesible se gana la vida masturbando a sus clientes en la oscuridad de los teatros y, ante todo, cuando se mimetiza con el progenitor de ella, convencido de que con base en algoritmos aplicados cada vez más complejos puede llegar a devolverle la vida a los muertos, en especial a la obsedente esposa con la que nunca ha dejado de convivir dentro del dominio de su imaginación y, a la hora del gran salto matemático final, sintiéndose privilegiado por el hecho de ser consciente de estar extraviándose en su propia locura, acorde con los designios de una singular, afortunada e ineluctable orgánica ensimismada.

La orgánica ensimismada habla y se habla en todo momento y a todo lo que da en irritante irritada primera persona (“Soy librero de viejo, de cien libros pago diez y de diez pago uno, viajé de Francia a México hace ya casi una década y encontré refugio en este local”), incallable y solipsista, autoirrisoria e inasimilable, confesional y suntuosa o coloquial y pomposa que igual da (“Cuando ella murió me miré en el espejo del baño y grité en silencio ¡dame una señal!”), argumentativa y sin embargo con pretensiones estéticas (“Aunque nunca subestimo a lo seudo o a lo neo por su apariencia de pobres diablos”), a imagen y semejanza de ese francés rollero que quiere encarnar, representar y sublimar a todos los inmigrantes extranjeros de elevado nivel cultural, aventureros, inopinados y advenedizos que durante decenios se han quedado atrapados en la telaraña de la marginalidad (“El laberinto obtuso de mi mediocridad, de mi vida mediana, ella fue la única, que me impulsó para tomar el imaginario hilo de Teseo”) y la subintelectualidad mexicana (“Pertenezco a una generación que está muriendo, soy un dinosaurio de la letra impresa en papel”), cautivos de sus obsesiones y sus rechazos de una integración verdadera a su nuevo entorno, varados por el determinante y acaso traumático peso de su pasado, flotando muy por encima y por debajo de las preocupaciones ambientales, empecinadamente huraños y reacios a efectuar cualquier mínimo y doloroso intento de adaptación, aferrados a las conformaciones y deformaciones y malformaciones de su educación y a inexplicables intereses particulares convertidos en lastre y legado involuntario, enjaulados en sus mitologías personales e intransferibles, en el caso elegido de Lucien abarcando y arrasando todo lo existente por medio de ese monólogo interior, ese soliloquio tan escéptico cuan despectivo porque es producto y causa (ese problema genealógico-cósmico de cuál fue primero el huevo o la gallina al que la artista visual italiana Clara Agnelli zanjó por fin con su programático corto El huevo órfico en 2018) de una retorcida e incontenible misantropía nihilista que ya lo incluye a sí mismo, consumando la autarquía de su monólogo autodestructivo en última instancia y hasta el postrer instante como el concepto de lo bello efímero en Yasunari Kawabata (“Quizá el renacimiento sea permitir que el brillo me consuma”).

La orgánica ensimismada hace, por otra parte pero también en primerísima instancia, un extraño homenaje a las librerías de viejo de Ciudad de México, en especial a las que se han desplazado de la calle de Donceles en el viejo Centro Histórico a la colonia Roma, pero también a la fauna de vendedores y compradores y olores y sabores y flores marchitas entre páginas amarillentas que las habita, hormigueante y pululante hasta la protesta subrepticia y la protección dorada, sus pasillos interminables, sus estanterías deliberadamente polvosas, sus secciones ultraclasificadas (ya disfrutadas por Luc Besson en su película Bandidas de 2012 con Penélope Cruz y Salma Hayek, filmada en la misma ya legendaria librería El Ático), sus ofertas desgastadas o carcomidas y diríase hasta la percepción coagulada de sus hedores rancios, los juguetes-bibelots en un aparador viviente que atrae más la atención de los pequeños que de los acompañantes adultos que aciertan a asomarse para quedar en definitiva atrapados por los libros que se muestran y ocultan a la vez en ese discreto negocio invisibilizado / visibilizado tras una ritual cortina metálica, los libros merodeando como materialidad y evidencia deseante, los libros devorados y reetiquetados y puestos de nuevo a circular dentro del inhumano flujo humano, la inminencia tangible de los libros impresos en su avasallada y apocalíptica despedida por el avance de las tecnologías electrónicas en vista de la decadencia de los medios en papel con respecto a la eclosión y el auge ubicuo de los digitales en pantalla, los libros objeto de culto pero vulnerables al paso del tiempo como defensa de la otra forma de lectura y posesión de la atesorable palabra escrita, los libros que excitaban a la inolvidable pareja primordial del nervaliano viudo inconsolable y a su pareja siempre sustituta cuyo revelador derribo y faje sobre el suelo entre estantes es debidamente protegido por el asistente enano mediante un bajón de cortina prudente.

La orgánica ensimismada toma como punto de partida mucho más el primer corto de Bazán Ruta Camus que su primer largo Generación Spielberg, con esa invasiva y dominante voz en off en persistente y alambicado francés literario, esa utilización de la música constante a modo de un ropaje y envoltorio para poner de relieve tanto la imagen móvil-situacional a ilustrar como la imagen verbal que la guía: “Usar la música original de Thelonious Monk habría sido caro, pero sobre todo quería aportar referencias menos explícitas y para ello me encontré a Giovanni Buzzurro, un enorme músico siciliano que toca con Lila Downs y quien junto con Fernando Mesa trabajó las ilustraciones de Jazz” (Bazán entrevistado por Héctor González para el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 14 de julio de 2018), esa enconchada determinación de generar a un tiempo sensaciones de peligro y de alarma muchas veces irracionales, ese colmo de que la barroca narración fuera de campo suene en muchas ocasiones mucho mejor en francés que en español (“No uses ese tono de fastidio, sólo respondo con convicción. ¿No puedes hacer un esfuerzo y ser más grosero?”), esos parlamentos en ocasiones ampulosos (“Vete al diablo” / “Porque pierdes tu tiempo” / “Lo sé”), esos contrastes desfavorecedores entre la frondosidad verbal del monólogo en off (“Hacer retornar a una mujer muerta es una idea tan soberbia que sólo un gran mediocre, el rey de los mediocres, puede concebirla”) y un in con diálogos a veces consternantemente pobres (“Eso sería demasiado extraño”), esas discusiones denunciadas por la trama como pedantescas lamenombres (“Todos los escritores tienen épocas de sequía, ¿quién lo dijo Hemingway o Faulkner?) aunque coreadas por abruptas citas a Vladimir Maiakovski y William Blake para eruditos o iniciáticas referencias a fórmulas matemáticas esotéricas, aunque los momentos de total ensimismamiento reciben un tratamiento en planos muy cerrados y escindidos del contexto volviéndose casi abstractos al estilo de la continua sensualidad visual de las obsesiones eróticas del grupo de amigos de Generación Spielberg, y si bien aquella inesencial evocación liminar y desprendible de la Chica del Abrigo Rojo inmolada en la Matanza de Tlatelolco de Los rollos perdidos, trabajada casi como una atracción eisensteiniana, diríase que ha engendrado hoy por metamorfosis en El buquinista el episodio de la agraciada Chava Lapizlázuli que cuida de sus plantas con una regadera roja en el balcón ante los ojos arrobados del enano doblemente disminuido en la banqueta.

 

La orgánica ensimismada acomete una enconada y pertinaz denuncia, combate y superación de los clichés como si fuera el principal obstáculo y enemigo a vencer, teniendo como baluartes visuales la inaugural carátula de un reloj incrustado en la pared de piedra agrietada con puntiagudas manecillas enloquecidas en sus trayectos divergentes, las texturas azulocres de las roídas páginas inapelablemente vistas de perfil como un abanico gangrenado y aún incitante, los perfiles navegantes dentro del orbe omitido para sustituir la torpe mecánica del campo-contracampo y anticipar la elipsis de choque, los abrazos tristes o desesperados de cuerpos víctimas de un fehaciente desgaste espiritual, la boca abierta femenina mordiendo excitada las hojas de un libro mientras su compañero de cama le acaricia la espalda, los besos furiosos que simulan romper con una inapetencia erótica de siglos, el orondo gato blanquísimo aposentado sobre las tapas de un libro, un carcomido océano de lomos de libros y un despliegue de libros amontonados o de libros abiertos que extendiendo como desflorados y anhelantes sobre el suelo cual oníricos zapatos tenis en las visiones de El club de los insomnes ( Joseduardo Giordano y Sergio Goyri hijo, 2017), el pasaporte extendido fuera de época y país cual descubierto in fraganti sin delito específico que perseguir, los caprichosos edificios exóticos conglomerados en cantera roja en miniaturizada Plaza de las Cibeles, la flamígera fachada de la iglesia de la Sagrada Familia en intempestivo estilo gótico definitiva y absolutamente kitsch, las amenazantes nubes negras sobre la urbe entenebrecida o contra un sol anémico moviéndose en una de tantas cámaras rápidas que retrospectivamente entusiasmarían y encandilarían a la exquisitez impresionista-presurrealista de Jean Epstein, la utilización de abstrusas fórmulas matemáticas como agolpados detonadores de la fantasía en el implacable avanzar de repente atropellado del relato, las figuras de continuo difuminadas significativamente más allá de sus funciones ilustrativas de la narración en off, las audaces síntesis de imágenes ambientales del presente y del pasado o del futuro y del sueño visionario en un mismo plano de realidad sensorial vuelto a un tiempo dramático e incidental, en suma, el álbum de imágenes atractivas y capitalinas inéditas.

La orgánica ensimismada significa expresivamente lo contrario de enfurruñada o díscola, porque se basa fundamentalmente en una especie de omnipresencia metafísica del Deseo, el deseo de mil mesetas deleuzianas que todo lo inunda y transfigura en ese caosmos de letra impresa, el todopoderoso deseo de los libros impresos que son capaces hasta de dictar un irracional pero realizable hechizo matemático resurreccional con gráficas de ecuaciones interminables de Una mente brillante (Ron Howard, 2001) y gráficas de algún renacentista-neoscurantista-expresionista Homunculus (Otto Rippert, 1914, en México sorprendentemente rebautizado en su tiempo como El hombre sin alma o El hombre artificial) unido a otro por la cuerda del corazón, el deseo de imágenes texturológicas para lucimiento de la fotografía de Ingmar Montes, el deseo de una música incantatoria a base del Claro de luna de Claude Debussy o espaciados pianazos procelosos de Genaro Ochoa (además de los mencionados Mesa y Buzzurro), el deseo del uso de insertos-leitmotive en contrapicado, el deseo de constituir una feminoteca de guapas elegidas por su escote o un archipiélago de mujeres fantasmales aspirando a una fuerte dosis de prosa de intensidades eróticas del ciclo Mogador de Alberto Ruy Sánchez, y el innombrable deseo de ir creando una realidad paralela a la trama principal, merced a los efluvios de la edición del realizador y Francisco García, sin miedo a la profusión de planos subliminales, sean explicativos o irónicos u oníricos: “La imagen tuvo un peso abrumador. Hicimos 1400 pequeños cortes. Ilustramos cada palabra con una pequeña toma. Fue un trabajo de edición brutal” (Bazán en la entrevista arriba citada), rumbo a esa culminante y majestuosa fusión de las presencias femeninas del relato, creada a base de montaje y concebida cual experiencia sensorial e inmersiva a modo de realidad virtual.

La orgánica ensimismada nace referencialmente como un quíntuple homenaje-tributo pos-moderno a películas clave del cine francés y universal que han nutrido el imaginario de la cinta en sí, el de su autor (subjetiva y sujetivamente) y el de la forma fílmica pensante que ambos han engendrado, de manera lúdica y gozosa, volviéndolo un imaginario donde confluyen demasiadas cintas prestigiosas, por bastarda que ello pudiera parecer: en primer lugar, El hombre que amó a las mujeres (1976) de François Truffaut, para bien y para mal, para bien porque ahí está esa absurda ternura desatada hacia el héroe autodenominado dinosaurio y su paradójico impulso inmaduro, o más bien, su imaginación falocrática de adolescente perpetuo, siempre teñidos de ironía, en conjunto menos amarga que complaciente, por su comportamiento inestable y gozoso, y ahí está ese tono tibiamente elegiaco de los ligues presentes y retrospectivos, tanto los hoy fácilmente logrados como los pasados o los aún no-natos (transferidos éstos al erotómano asistente enano), pero siempre sancionados por la inapelable autoridad de la Muerte (aunque “¡aquí no hay muertos, sólo gente que ya no respira!”), y atestiguados por las complicidades de la amiga francoantillana Lucía y la presa de entrega inmediata Marisa, y sin duda por esa Ellen marcada por su odio hacia una figura paterna de la que no logra zafarse y a la que de manera tan mecánica y patológica cuan consciente / inconsciente pretende prolongar, y sublimados por la calidad literaria de las parrafadas siniestras, como si cualquier mujeriego extranjero que escribiera en filosofemas sus memorias ipso facto ganara la inmortalidad de Casanova (¿a otro boulevard con ese hueso?); en segundo lugar, El muelle / El mirador aeroportuario / La jétée (1962) de Chris Marker, con esa narración en ronda invocativa de ciencia-ficción que semeja haberse detenido en aquel punto eternamente fijo de un mórbido pasado que sería el de la propia aniquilación del narrador, y esas efigies que parecen perseguirse entre sí en ronda macabra, y esos enormes rostros que simulan flotar sobre un fondo negro para seguir sojuzgando y causando una inexplicada muerte a la esposa añorada (los pérfidos villanos perfectos: la omnimanipuladora psicoanalista, el español y el cerdo) o esas figuras para ser excluidas como pasar las páginas de un catálogo de objetos perdidos, y ese encontronazo conclusivo contra el banal portador de la muerte con la Carretilla Fantasma (sucedánea de La carreta fantasma de Selma Lagerlöf y Viktor Sjöström, 1920) entre la niebla de la vereda del jardín y el polvo levantado por los años transcurridos; en tercer lugar, Un hombre que duerme (1974) de Georges Perec y Bernard Queysanne, en función de su himno lírico de amor loco al barrio capitalino de la vetusta remozada colonia Roma, con sus lugares característicos, su amplio camellón en la avenida Álvaro Obregón y sus estatuas clasicistas-voyeristas del parque Río de Janeiro, y en función de esas largas enumeraciones muy precisas de los libros expuestos dentro del ámbito originario en inenarrables pilas (“En la casa de mi infancia había libros por todos lados, en las repisas, en las sillas, sobre el refrigerador, en las escaleras”) y hasta en el baño, de los ejemplares únicos e inopinados u ocultos, de los excéntricos clientes matutinos o vespertinos según sus inconfesables intereses, de la búsqueda por clientas histeroides de terapias alternativas que incluirían una inaceptable faloterapia que las condensaría y satisfaría a todas; en cuarto lugar, Pi. El orden del caos de Darren Aronofsky, obvio paradigma de todo proceso de pérdida del juicio a fuerza de tremebunda obsesión matemática extralógica que termine en un caótico enloquecimiento equivalente en dudosa forma fílmica y contenido impreciso e inasible; y en quinto lugar, Persona (1961) de Ingmar Bergman, imprescindible para entender y valorar la fusión final de las dos mujeres presentes en la suprematista vida caldosa imaginaria o factual del protagonista (la amante viva Ellen y la difunta esposa Rosemary) en una sola, ya homologadas de fehaciente manera previa por la extraña lividez inquietante que comparten ambas presencias irrealizadas / desrealizadas, de pronto vueltas virulentas y fundiéndose por disolvencia tras disolvencia: la flotante lividez mortuorio-fantasmal en camisón transparente de la difunta y la misteriosa lividez carnal de la ultraseductora prostituta mustia al velado alcance de la mano, dentro de un corpus fílmico, sin duda perfectible, cuyo reverberante imaginario esnob / antiesnob remite poderosamente al olvidado alígero Anticlímax de Gelsen Gas (1968), porque no puede evitar una alternativa dimensión otra en contra de sí misma, grandilocuente y mamona.