La orgánica del cine mexicano

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Y la orgánica ensimismada continúa y concluye meses después, cuando el héroe francomexicano reaparece y parece reconciliado consigo mismo y con su cotidianidad, desayunando tranquilo y haciendo cuentas en una hoja de papel, recién escapado de su mausoleo y de inmediato repuesto, inserto en la vida doméstica al lado de la Eva Futura que se divisa preparando alimentos en la cocina del depto, pero afectada por un desenfoque que impide apreciar con nitidez cuál de las dos mujeres increíblemente sexys a su manera dominó en la disruptiva fusión sobrenatural entre ellas, si alguna lo hizo, mientras resuena como música de acompañamiento-eco-envío la socorrida canción añorante de Charles Trenet “Que reste-t-il de nos amours”? (¿“Qué queda de nuestros amores“?), por todo comentario elogioso o sarcástico a esa compañera rediviva cuya belleza y calidez ya no se adivinan inhumanas, sino dotadas de una singular sensibilité frémissante: un extraño réquiem por el mundo libresco en extinción, stupéfiant!

La orgánica inconfortable

En A ti te quería encontrar (Altavista Films - Los Güeros Films - Grupo Telefilms - Diamond Films - CTT - Óxido - Eficine 189, 98 minutos, 2018), ajustada tercera comedia larga del capitalino también miniserialista de 40 años Javier Colinas (cortos previos: Reevolución, 2007, y Mejor ponte a trabajar, 2010; episodio “Casco” del film ómnibus Los inadaptados, 2011; largometrajes: Detrás del poder, 2013, y El cumple de la abuela, 2015), con guion original de Tamara Argamasilla basado en una idea original de Álex García, los inminentes esposanles del barboncillo arquitecto mirrey miembro de una poderosa dinastía empresarial Diego Cuenca (Erick Elías insóplido) con la linda gastrónoma en potencia hija de gran familia análoga Julia (Paulette Hernández desdichada) son anunciados en una suntuosa ceremonia que cuenta con la solemne complacencia del severo padre patrón lleno de orgullo (Fernando Sarfatti acartonadísimo) y la untuosa madre sumisa (Diana Bracho ajuareada en vano) del novio, obedientes a todas las formas y convenciones sociales de la clase privilegiada mexicana, al frente de un concurrido banquete concitador de los dos clanes a punto de unirse tras un largo noviazgo (“Estos diez años contigo han sido increíbles y me gustaría pasar el resto de mi vida contigo” / “¡Que vivan los novios!”), poco antes de que la enfurruñada Julia parta a Nueva York por una corta temporada de estudio y el agasajadísimo Diego se quede en Ciudad de México para atender proyectos en curso y los pormenores de las nupcias, pero, a consecuencia de la desbordante turbamulta convocada por el mejor amigo de la pareja Jerónimo Jero (Luis Arrieta desperdiciado) en una anticipada despedida de soltero del novio en su momentáneo abandono, el gran hotel de cuatro estrellas del festejo se incendia en un despliegue de fuegos artificiales que resultan verdaderos y, resurgiendo de los escombros matinales, el buen Diego resuelve reconstruir el lugar gracias a sus propios recursos y conocimientos, en realidad como si estuviese remodelándolo, con paneles solares e innovaciones de punta según acostumbra, para lo cual debe convencer primero (“Más vale que su tarjeta tenga fondos” / “Esta mujer es imposible”) a la reacia joven y bella hotelera de nombre kitsch Yuri Guadalupe Lu (Eréndira Ibarra radiosa a falta de convincente), quien, siempre bien custodiada por su gerente amanerado Emeterio (David Fridman) y su fiel omniauxiliar veterano Chato (Ignacio Guadalupe), primero pone inmensos reparos a las reformas propuestas por el ingenierillo contrito (“¿Por qué debo confiar en usted?”) y luego cede muy femeninamente a los convites y los halagos de éste con trío cancionero ad hoc (“Porque yo estoy más interesado en que este hotel brille, hagamos las paces, te invito a comer”), al verlo que es capaz de aprender idioma mandarín en línea para congraciarse con ella al enterarse de que el espíritu aventurero de la guapa desdeñosa la incita a viajar muy pronto a la mismísima China, por lo que no tarda en despertarse la pasión entre ambos, ella decidida a sacarlo de su zona de confort, metiéndolo dentro de un aura cultural donde felices comparten películas de arte en la vespertina sala al aire libre de la Cineteca Nacional (aunque terminen empapados por una lluvia repentina) y clases sabatinas de danzón en la explanada de Bellas Artes, mientras él, pese a la comodidad expedita de las llamadas por iPhone, siente alejarse cada día más de su novia lejana y hasta caer en enconada crisis nupcial, tanto como existencial y de valores, conflictuado hasta la médula, sumido en una crisis de la que no logran sacar al infeliz mirrey ni el monumental regalo del cincuenta por ciento de las acciones de la empresa familiar por parte del padre satisfecho ni los consejos de la sabia abuela materna Doña Macarena Maca (Concepción Márquez en soberbia actuación especial), antes bien desestabilizándolo aún más, una crisis agravada por el intempestivo regreso del extranjero de la allí inadaptada pero suspicaz Julia y por el descubrimiento en la portada de la revista de lujo Hello del compromiso de boda de su ahora amante Diego por parte de la sensible liberada Lu, ambas inanes ante ese galán archiconvencional y obediente que siempre ha vivido cómodamente en función de las expectativas de los demás y hoy permanece sumido en una feroz indecisión (“¿Qué haces, pendejo, acuérdate que lo que tienes con Julia es único?”), aquejado por la parálisis de la voluntad, en espera de una resolución mágica y romántica, decidida y decisiva de su orgánica inconfortable.

La orgánica inconfortable se presenta con bombo y platillo a modo de otra comedia más de bodas, como si la desatada cámara testigo en subjetivo de Hasta que la boda nos separe de Santiago Limón y la velada trama antipartidista de La boda de Valentina de Marco Polo Constandse Córdova no hubieran bastado para acoger el año sociopolíticamente axial de 2018, y como si nadie percibiera la inutilidad de tanto revuelo temático que celebra las bodas cuando hoy en día hasta en la más retrograda familia han ido desapareciendo bajo el inevitable empuje de una generación millenial a la que poco le importa casarse con todas las de la ley como en la época internacionalmente emblematizada por Julia Roberts (¿propositivamente tocaya de la heroína deleznada de la cinta de Colinas?) o en México por Una familia de tontas (Alejandro Galindo, 1948), pero en realidad el aplazamiento de la marcha nupcial en A ti te quería encontrar nunca resulta ni tan arrollador ni euforizante como pretendía serlo, ni tan insulso como la condenaba su prefabricada trama contractual entre familias acomodadas, falsamente conflictivo y psicológico, aunque sí tan previsible, convencional y contradictorio en varios planos y territorios expresivos, como sigue.

La orgánica inconfortable remite sin querer queriendo y quizá hasta sin saberlo, tan regresiva y anacrónica cuan seudoavanzadamente, a la alta comedia, tal como la trabajaba ya el gran clásico mexicano Fernando de Fuentes en La familia Dressel (1935), ésa su única elegantísima y casi previscontiana incursión en la comedia ligera de amoríos entre familias acomodadas, pues ahí están los lances del corazón que nunca descomponen la figura y se pasean por una Ciudad de México idealizada sin acento ostentoso ni pintoresquismo excesivo (¿todo México cabe en un Mercado de Artesanías?), gracias a una fotografía rutilante y pirotécnica sin fallas de Carlos Hidalgo sintiendo maniática fascinación por la espectacularidad de los dollies semicirculares envolventes y por el hallazgo posErich von Stroheim de una primordial profundidad de campo donde se decide el destino de Lu mientras ella permanece secretamente angustiada en close up, una música inoportunamente invasiva con baladitas autoexcitadas (“Nochequita de las ganas de olvidar”) desde sus letras de Claudio Aguilar Riquenes y Rafael Simón, una edición del director y el imprescindible Jorge El Porri García experimentando genuinos orgasmos al plasmar en la pantalla los mensajes de los celulares o las imágenes skipe y apretando al irrespirable extremo límite sus duraciones secuenciales pero retrocediendo ante el milagro de precisión y de abandono a la vivencia, un vestuario de Ifigenia Martínez Urdaneta que alucina con los matapasiones atuendos de impecable gala masculina en contraste con las alivianadas chamarras de mezclilla femeninas como signos de una modernidad menos exigente que los depurados maquillajes de Sandra Miguel, y sin embargo por desgracia aquí “lo sobresaliente es lo accesorio”, ya que “buscaban que Diego se percibiera acartonado como una metáfora de su situación personal, pero Erick Elías se sobrepasa y no genera la química adecuada ni con Eréndira ni con Paulette” ( Javier Pérez en Cine Premiere, núm. 134, julio de 2018).

La orgánica inconfortable debe también mucho al cuadro de costumbres modernas vuelto cuestionante sainete cotidiano, aun pese a su consistencia desguanzada o regurgitante en apariencia y en acto, tal como lo trabajaba el mencionado egregio De Fuentes en su discretísima comedia precursora La gallina clueca (1941), su antecedente directo, sobre todo en lo que respecta al propuesto y propositivo retrato de una mujer fuerte y anticonvencional muy inusitada para su época, sólo que aquí la activa matrona comerciante en pequeño y eternamente reacia al matrimonio Sara García se ha convertido en la abuela materna arrinconada en el piso de arriba en la opulenta mansión Maca, su dignísima sucesora, su semejante, su hermana, tan parecida en mentalidad y comportamiento y demás visos de revuelta moral, vista desde el arranque del relato (“¿Cuál es el punto de portarse bien?”) como algo molesto, perturbador y ajeno a los rancios rituales familiaristas y ejerciendo desde su carácter huraño y disidente una función providencial, tutelar y anticonvencional, anticarismáticamente carismática, posjipi setentera que para más señas aún fuma sus atesoradas bachas de mariguana a solas o se empina sus vodkas a pesar de hallarse afectada por un cáncer avanzado, rechazante del exquisito estilista a ella esperando sin suerte en plena preparación de la iniciática ceremonia prenupcial, toda altivez estoica, inadaptada a las abominables y aberradas y convencionales prácticas significantes de la sucesión que sin proponérselo engendró, opuesta despectiva a su hija Sofía (vaya nombre irónico) a quien desdeñosamente llama Doña Perfección (sin duda en homenaje sarcástico a la inflexible titular Doña Perfecta que es emblema de la hispanidad retrógrada según Benito Pérez Galdós y el inspirado Alejandro Galindo de 1950), visionaria anticipada de las necesidades y deseos profundos de su nieto predilecto por único a punto de regarla para el resto de sus días, apodíctica surtidora apacible de canosos consejos descompuestos invariablemente oblicuos o indirectos (“Quiero hacer de todo, quiero probar de todo” / “Déjate llevar, pero sé claro y franco”), guía exasperada que irreparablemente experimentó en cabeza propia (“Dejé que otros decidieran por mí y tardé años en entender que mi vida era mía”), y es que a fin de cuentas Doña Maca sería ahora y siempre una singular heredera un poco trágica y tardía (pero eternamente precursora) de las mujeres mexicanas del siglo XIX que, siguiendo las enseñanzas / denuncias pioneras (1857) del liberal Ignacio Ramírez El Nigromante, en algunas circunstancias podrían rebelarse contra su condición predeterminada, ya que nacían esclavas, eran liberadas a medias por sus esposos y en ocasiones se liberaban a sí mismas, dejando de ser objeto de ornato para los ricos y el primero de los animales domésticos para los pobres, de acuerdo con la historiadora Patricia Galeana (entrevistada por Judith Amador Tello para Proceso el 3 de julio de 2018).

 

La orgánica inconfortable plasma e ilustra soberanamente, como sin proponérselo y pese a todo, la lucha interna y externa de un personaje de pronto vuelto un pobre tipo de cara a sí mismo, de pronto muy explícitamente fuera de su zona de confort, para presuntamente ser presa del “juego de la pasión ciega” (diría el teórico italiano Umberto Galimberti en Las cosas del amor), desmembrado entre el amor y el deseo, entre la exigencia de corrección del amor y el deseo fundamentalmente incorrecto, entre la esmirriada Julia cariñosita / manipuladora / familiaindoctrinada / castrante y la retadora Lu asimismo destemplada / inabarcable / impredecible, entre la costumbre descubierta de antemano (“Estoy convencida de que vas a ser un gran esposo y un estupendo padre de familia”, le espeta la suegra repelente con horror) y la novedad por descubrir, entre la estabilidad y la aventura, entre el sostenimiento de los hábitos probadamente gratificantes y la suma de rupturas que comunican con lo impredecible, que son los nuevos eternos problemas de las criaturas humanas como siempre en el mundo de la pérdida de interés y la reinvención constante de los intereses y afectos, cuantimás tratándose de un mirrey como Diego que jamás ha tomado una decisión por sí mismo.

La orgánica inconfortable debe, sin embargo, toparse y codearse a cada instante, antes, durante y después de cada episodio de su gran mensaje, con la banalidad pueril y la estupidez patética más exacerbadas y desbordantes a otra cosa inhabitual, porque Diego al fin se ha atrevido a comer chapulines en la folclórica fonda de la jarochona suegra que te vea sin exigencias (Patricia Reyes Spíndola) para que la sonriente Lu le revele las razones por las que su verdadero nombre es Yuri Guadalupe (Lupe por la irresistible devoción católica materna y Yuri por su favorita cantante televisiva), porque Julia la inepta estudiante de gastronomía internacional esgrime su anillo de compromiso con hechizados efectos disuasorios para ahuyentar foráneos galanes indeseados con la misma actitud que la acompañaba al ser plantada una vez vencida su pudibundería fresita (“Ni siquiera traía ropa interior”), porque el mandarín arduamente aprendido ni siquiera sirve para pedir camarones agridulces en el restaurante chino, porque la chava de bicicleta y mente abierta (“Vive el momento”) se burlaba de su chavo de mente cuadrada regalándole un barquito de papel para que nunca dejes de viajar (o de soñar en viajar “Sin ser parte del caos”), porque la cogida relamida entre paneles de realidad virtual tras compartir la truffautiana cinta favorita de toda la vida debe considerarse lo máximo de lo supremo inalcanzable (“¿Así dicen los ricos cuando no quieren que los demanden?” / / “¡No seas payaso!”), porque todo (incluyendo a la pareja probatoria) debe ser tan divertido y frágil como la pirámide oceánica de copas delicadamente construida especimen por especimen, aunque sin olvidar demasiado el genial “Lamento de las hadas” de Georges-Emmanuel Clancier: “Vivimos cuentos de hadas / rojos verdes que pellizcan el ardor / nuestro misterio está muy sobrestimado / pero es verdad nuestro dolor”.

Y la orgánica inconfortable desemboca feliz y atropelladamente en una cadena final de remates múltiples, cada uno más facilista y con menor imaginación que el anterior, en los que Diego se niega a vestirse para su inminente boda causando terrible escándalo familiar al igual que la abuela Maca lo había hecho al principio, rompe con su gimoteante novia socialité Julia y se lanza a besarse tan mágica cuan románticamente dentro de una iglesia ¡en la boda de otros contrayentes!, saliendo de allí para hacer sus maletas y largarse rumbo a China en dulce viaje de amantes hiperliberados, mientras ya rizando el rizo durante los interminables créditos, la rechazada Julia reaparece en Nueva York buscando una dirección callejera que acaso sea la de un terco galán profesoral estadunidense rendido por ella y en México la pareja dispareja formada por el administrador gay Emeterio y el otoñal milusos Chato juegan de nuevo a los fuegos artificiales para incendiar inopinadamente de nuevo el hotel recién reinaugurado, a modo de un alegórico eterno retorno de los mismos conflictos, éxitos amatorios y fracasos, al margen de éstas y otras naufragadas bodas desarmantemente anodinas.

La orgánica encegueciente

En Ya veremos (Videocine Producción - Sobras International Pictures - A Toda Madre Entertainment - Bh5, 84 minutos, 2018), eficaz quinto largometraje del cinecomediógrafo de éxito comercial asegurado sin edad confesa Pedro Pablo Ibarra Pitipol Ybarra (El cielo en tu mirada, 2012; Amor a primera visa, 2013; A la mala, 2015, y El que busca encuentra, 2017), con pulcro e inteligente guion original exclusivo de Alberto Bremer (con más tino que el de su dispareja comedia gerontófoba / gerontófila Un padre no tan padre de Raúl Martínez Reséndez, 2016), el solitario pero archisolicitado ginecólogo buenaonda prácticamente sin vida personal por estar esclavizado a sus pacientes Rodrigo Martínez (Mauricio Ochmann menos deslavadamente histriónico que en A la Mala) recoge en cierto imponente punto neutral hospitalario a su hijito prendidazo de once años Santi (Emiliano Aramayo) como para cualquier fin de semana, o sea, sin dejar de entablar un rutinario pleito verbal con su guapa exesposa aprendiz de diseñadora industrial Alejandra (Fernanda Castillo como chava precozmente empoderada si bien mucho menos explosiva que en Una mujer sin filtro), pero esta vez se trata de pasar juntos una temporada más larga de lo común, pues la psicológicamente muy recuperada Ale se dispone a partir de viaje a Shanghai al lado de su novio insuperable por ser sobrino del tercer-hombre-más-rico-de-México Enrique (Erik Hayser), a bordo del jet privado de éste, y sin embargo, todo sale mal, ya que, al darse cuenta de que el tierno Santi no cesa de tropezarse con las ventanas y los muros (“¡Auch!” / “Santi, ¿estás viendo bien?” / “Yo sí, ¿y tú?”), lo lleva a consultar a su amigo oftalmólogo con nombre de calle Rubén Darío (Rodrigo Cachero), quien al revisarlo clínicamente se da cuenta de que el muchacho padece un avanzado glaucoma juvenil y que, de no remitir su dolencia con un medicamento específico, deberá ser operado de urgencia, en ambos casos corriendo el riesgo de perder por completo la vista, paulatinamente o de golpe, lo cual orilla al doctor Rodrigo, tras deshacer su relación meramente sensual con la aventadaza amigota vuelta amorcín acosador Irma (Estefanía Ahumada), a tomar varias decisiones inhabituales que, para su rutina, son límite: primero, convencer a Santi (“¡¿Ciego, me estoy quedando ciego?!” / “A ver campeón, tranquilo, Rubén dice que la mitad de los casos se curan con la operación”) que piense las cosas que le gustaría antes de que le suceda lo peor (“Las hacemos, y luego la operación”), lo cual redunda en una larga lista de deseos lindantes con lo absurdo; luego, alcanzar en el aeropuerto a su ex a punto de partir para comunicarle la pésima noticia y lograr que ella renuncie a su viaje para permanecer al lado de su hijo; después, dejar que pataleen pacientes como la posesiva japonesa en pasmado trance de parto Koyuki (Angella Tomato) y su marido castrado de la voluntad Akito (Katsuhiro Honda) al quedar en manos del residente adolescente perpetuo Ernesto (Ariel Levy) y el anestesiólogo (Arturo Barba), los ayudantes freaks del cirujano; y en seguida, hacer realidad las fantasías infantiles de su hijo, y cumplirlas al pie de la letra al lado de su madre (“Quisiera que mamá hiciera todo esto con nosotros, que lo hiciéramos los tres juntos”), una a una, aunque la lista resulte demasiado larga y excéntrica: ir a las luchas (que había prohibido mamá por superagresivas), pintarse el pelo de azul, volar en helicóptero, aprender a manejar, esquiar en agua (de un lago), aprender a manejar automóvil, jugar gotcha, ver una mujer desnuda, ir a Acapulco y nadar con tiburones, a última hora sustituidos por delfines juguetones, tareas que al terminar de realizarse desembocarán en un nuevo acercamiento sentimental entre los padres y en una repentina pérdida de la vista de Santi, el cual será trasladado de inmediato a Ciudad de México para su intervención quirúrgica de emergencia, con imprevisibles resultados físicos y emocionales para todos los involucrados en esa delicadamente planteada orgánica encegueciente.

La orgánica encegueciente fluye con suavidad y logra conmover, incluso conmocionar, al oscilar y trepidar inscrita dentro de sus estrechos límites prefijados, moviéndose a medio camino entre la comedia doméstica y el drama familiar, sin mácula de melodrama maniqueo, ni repleto de invidentes incidentes violentos, ni chantajes sentimentales abyectos o no, ni para acabar en el final feliz ni algún derrumbe personal (que daría lo mismo el uno o el otro), consiguiendo funcionar formidablemente en la total ausencia de pathos, de golpes bajos y de mañas lacrimógenas, sosteniendo su cálido tono coloquial e intimista por encima de todo, a la altura del desenfado que marcan desde un principio los saludos alivianados al chavo por parte de su padre (“Hola, campeón”) y de su madre (“Ven a darme un beso, chango”) o los rápidos reproches cruzados por los ambos mayores prohibitivamente delante de su hijo (“Tener un poco de gusto por la vida, por encima del trabajo”), o bien al nivel signado por las situaciones chuscas que produce cada renuncia a la libertad individual y acatamiento de la convivencia forzada post mortem de la relación amorosa, o bien, sobre todo, a cada infantilista cumplimiento de fantasía al infante: el condescendiente secreteo adulto de que sólo se trata de un show en la arena de lucha libre pero de inmediato denegado / confirmado por la caída de un contendiente cayendo exacto sobre las piernas de Alejandra al ser lanzado fuera del cuadrilátero, la reglamentaria fotografía de pavor a la salida con el gigantesco ofidio viviente del luchador con mascarita en efecto apodado El Pitón (Miguel Álvarez), la cinta de horror contratada en un siniestro establecimiento ad hoc que pone en crisis de insomnio a toda la familia, la manejada inaugural del chavo metiéndose y virando peligrosamente en sentidos contrarios, el zapotazo de Ale al agua truculentamente provocado por Rodrigo conduciendo la lancha de esquiar a una velocidad vengativa, el entintado azul del cabello de Santi que Rodrigo grotescamente secunda al pintarse también el suyo del mismo estrambótico tono pero con sorprendente galanura superatractiva, la persistente ofrecida Irma emboletada con galantes engaños de papito para ser voyerizada por el chico al estar enjabonándose bajo la ducha, la desternillante pareja de Rodrigo y Ale antes desavenida uniéndose como chicuelos regañados para ordenar el caos que dejó a su febril paso la engañada furia bendita del encuerado huracán Irma en la sala de la casa, la maniática obsesión de mamá feminista empoderada (“No soy ni tu esposa, ni tu novia, ni tu ayudante, ni tu cocinera”) por las saludables zanahorias al grado de usarlas como armas punzocortantes de coacción contra la garganta de papá, el descubrimiento en la administración del modernizado hotel acapulqueño Elcano de que el pequeño Santi ha manipulado con habilidad (mediante una cancelación telefónica) para que los tres miembros de su irrestituible Sagrada Familia deban dormir en la misma habitación y no en cuartos separados, y por supuesto, el proceso mental del doctor Rodrigo que inspirado por un repentino envalentonamiento del marido de su paciente nipona se atreve al civilizado enfrentamiento con el galán ideal de su ex.

 

La orgánica encegueciente se maneja con gran pudor y sutileza, como si estuviera impulsado por los planteamientos racionales y sensatos que la posconductual psicología cognitiva le propone al estudio del comportamiento humano, donde todas las emociones y arrebatos son razonados y analizados abiertamente, como en el caso de Ya veremos por la pareja de Rodrigo y Alejandra cada vez en mayor colaboración con su avispado hijo Santi, basados en el total involucramiento de cada uno de ellos, compartiendo tácitamente la premisa de que todas sus conductas y emociones deben ser el producto de lo que ellos piensan, creen y asumen sobre ellos mismos y sobre los demás, determinando esto sus sentimientos e importando más, no tanto las situaciones en que se encuentran, sino lo que ellos entienden respecto a esas situaciones que deben enfrontar y cómo las afrontan, según las ideas del psicólogo estadunidense Albert Ellis (véanse los enfoques diversos de su Manual de terapia racional emotiva), lo que conduciría a la importancia de un concepto clave formulado por su colega Albert Bandura, el de autoeficacia (véase su obra sistemática Autoeficacia: el ejercicio de control), concebida ésta como la particular capacidad de controlar con eficacia los acontecimientos fundamentales de nuestra existencia para liberarnos del fatalismo determinista mediante el solo ejercicio cognitivo de la conciencia, la conciencia en acto, aplicando a su manera y acaso indeliberadamente ese concepto contra los obstáculos que obstaculizaban su proceso de entendimiento recíproco y la reorganización de la pareja.

La orgánica encegueciente coloca entonces los choques intestinos de su pareja conyugal en ciernes de ruptura total / reencuentro, en el optimista extremo opuesto de una soberbia película rusa pesimista tan trágicamente devastada devastadora como Sin amor de Andrey Zvyagintsev (2017), pero también se sitúa incontaminadamente al margen de cualquier churrín de la Época de Oro que deseara abrogarse, tipo Un milagro de amor de Ernesto Cortázar (1949), con la maltratadísima cieguita barriotera Marga López que recuperaba la vista tras ser golpeada en un atentado criminal que liberaba a su novio para que ambos dieran las gracias a la Virgen del Tepeyac, o El amor no es ciego de Alfonso Patiño Gómez (1950), con el boxeador seducible David Silva y su invidente ángel de la guarda Silvia Pinal, irreductibles versiones lacrimógenas de las Luces de la ciudad de Charles Chaplin (1931), rumbo a casazos inusitados como la fábula sensible Ofrenda de Francisco Reiguera (1953), sobre la encegueciente estudiante de química Carmelita González que se beneficiaba de una cesión de córneas para acabar descubriendo una salvadora droga contra la poliomielitis que la dejaría paralizada primero que nadie a ella por realizar sus experimentos temerarios, y el cuento ruin A los ojos de Victoria Franco y Michel Franco (2013-2016), sobre la trabajadora social ojete que beneficiaba a su hijo encegueciente con las córneas de un infeliz niño de la calle al que fingía proteger, o así, apoyándose no obstante y con acierto nuestro film actual de Ibarra en la carismática presencia de dos emergentes estrellas nacionales con sustento en el pasado: una nueva sufrida Evita Muñoz Chachita en masculino (Emilianito Aramayo) y una nueva sensitiva Blanca Estela Pavón feministamente reivindicable (Fernanda Castillo).

La orgánica encegueciente se desarrolla sin duda “cosmética y edulcorada en los estrechos límites de una previsible comedia romántica familiar por la que viene apostando Videocine de manera rutinaria en cada nueva película” cual “comedia telenovelera” (según Rafael Aviña en Reforma, 3 de agosto de 2018), ya que, al igual e incluso aún más que la película de aventuras o el cine negro nacional (véanse los estudios Al filo del abismo: Roberto Gavaldón y el melodrama negro de Carlos Bonfil y Mex Noir: cine policiaco mexicano del mencionado Aviña), su universo se encuentra cerrado con obcecación sobre sí mismo, aunque sus personajes espacialmente no cesen de desplazarse, se persigan, se dispongan a trasladarse al extranjero o viajen constantemente en efecto dentro del territorio nacional, y aunque socialmente recorran numerosos estratos, medios distintos y ámbitos por encima o por debajo de los suyos, los personajes de Rodrigo, Ale y Santi están encerrados sin remedio porque están obcecadamente atrapados dentro del núcleo familiar y temporalmente constreñidos por el repertorio de la lista de los excéntricos deseos infantiles a cumplir y por el conteo regresivo de la pérdida de la vista, como si se trataran de dos series de líneas de fuga de arriba hacia abajo y del centro hacia los márgenes, dos latigazos de un fatum lúdico-trágico que conserva en todo momento una extraña si bien verosímil dignidad cotidiana, como los subrepticios roces de los dedos de la pareja que van de falsamente azarosos a dignamente voluntarios u otra vez amorosos, mientras la locución “Ya veremos” que va del desafío y la amenaza a la esperanza digna, pero, oye apá, ¿dignidad es belleza?

La orgánica encegueciente alcanza, se apropia, impone y comparte una belleza fílmica del todo contradictoria, al estar constituida por una invasiva música melosa horrenda de Manuel Riveiro que recurre al ídolo de moda Reik para entonar la canción-tema del film (“Ya veremos” but of course), por un diseño de producción de Christopher Lagunes (el de Cantinflas) contando como director de arte a Rogelio Nobara que trata de humanizar y hacer emocionalmente propios todos los espacios prefabricados (depto destruible) o visitados (arena de lucha cual guerra florida actual, tienda darketa de DVDs que parece de pornografía violenta, vuelos de estética concertante, fotogenia de espacios lisos en los ámbitos hotelero-turísticos), y por una edición conjunta de Eduardo Guillén con Diego Macho Gómez y Julio Hernández que da una preponderancia al sostenimiento de los planos largos y a la duración geométrica de los planos narrativos concatenados al interior de la secuencia jamás tradicional, pero todo ello empalidece ante el artístico trabajo fotográfico del excececiano Martín Boege (el de cintas tan disímbolas como No se aceptan devoluciones o Gloria y El violín), con imágenes hipnóticas y orgánicas, imágenes de rara limpidez todoabarcadora, imágenes de latencia contemplativa en colores lisos y tenues, imágenes atmosféricas que unifican el discurso entrecortado y en ocasiones en desequilibrio entre la comedia y el melodrama, imágenes que de súbito se engrandecen para abrazar la inmensidad del puente colgante hipertecnologizado que cruza el auto familiar o siguen al niño Santi por la mañana azul y rosa, hasta una dilución tersa de todo color, ya que el pequeño se encuentra sobre una roca clamando al mar abierto su condena, enceguecido por completo, donde diríase que el chavito se ha convertido en una lagartija expuesta a su propio ocaso, de acuerdo con los célebres haikais de nuestro posbaudelairiano poeta precursor de la modernidad José Juan Tablada (1871-1945), porque “Sobre el peñasco monocromo / la lagartija azul y plomo / al sol de abril enarca el lomo” y “El crepúsculo es una guacamaya / sobre los cocoteros de la playa”.