La barbarie que no vimos

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Smith se ocupaba con este ejemplo de la figura del “espectador imparcial”,14 ese observador no involucrado que contempla desde la distancia el sufrimiento de personas, grupos y culturas con las cuales no tiene filiación alguna, ya sea porque habita otros territorios, porque no participa de sus creencias, no comparte su identidad, o simplemente porque le son desconocidos, pero cuya naturaleza compasiva le puede llevar a simpatizar con las desgracias de los infortunados lejanos, esto es, ponerse en su lugar por el hecho de advertir su semejanza, aunque esto no siempre ocurra. Un espectador que, al salir a la calle, se cruza, además, con un hombre que camina afligido porque ha perdido a su padre, y ante quien se muestra indiferente, pues tanto él, como su progenitor fallecido, le son por completo extraños (Smith, 1997, pp. 17-18). ¿Debería ese espectador imparcial sentirse avergonzado por su falta de involucramiento con la escena que observa? Para Smith, más que renegar de su incapacidad humana de identificarse totalmente con las desdichas de un tercero, o repudiar la felicidad que lo habita porque esas cosas no le suceden a él, el problema que tendría que superar ese observador desapasionado, ese hombre europeo que disfruta de los beneficios plenos de la civilización, es su desatención para simpatizar imaginativamente con las circunstancias relevantes de aflicción del sufriente, una simpatía que, sin embargo, es sumamente imperfecta, puesto que jamás dicho espectador podrá sentir lo suficiente por quienes han sufrido las calamidades de la vida, a pesar de que busque, mediante el viaje de la imaginación, ponerse en su lugar. El remedio, entonces, para esta falta de preocupación hacia el prójimo distante sería, según Smith, la disposición de prestar atención, de estar atento a los sentimientos de los infortunados, puesto que este es un hábito que requiere de la voluntad del espectador para darse tiempo y ponerse honestamente en el lugar del otro, lo que, entre otras cosas, constituye el cimiento de la mirada humanitaria (1997, p. 35).

La época de Smith no era propiamente de una sobreabundancia de información, por lo que sería inapropiado afirmar que el hombre humanitario de su tiempo estaba condenado a la indolencia debido a una sobreproducción de imágenes y noticias. La suya era una época en que el periodismo, como hoy lo conocemos, apenas insinuaba su largo camino en procura de domesticar la realidad bajo los valores noticiosos de la actualidad, la novedad, la controversia y la prominencia (Abril, 1997; Ortega y Humanes, 2000). Que esto haya sido así, no impide constatar que durante la segunda mitad del siglo que a Smith le correspondió vivir, y en la primera parte del siglo siguiente, una gama creciente de expresiones populares y literarias abrieron el camino a una poderosa fascinación por el dolor y a una creciente predilección por escenarios ficcionales de sufrimiento que no estaban necesariamente circunscritos a la simpatía ilustrada del espectador imparcial smithiano, dispuesto a simpatizar con los sentimientos de su semejante y a dejarse conmover por el espectáculo del dolor humano y la miseria con fines altruistas (Halttunen, 1995). Aludimos a una serie de géneros literarios que, como la llamada “novela gótica”15 y los relatos populares, comenzaron a mostrar gran predilección por las historias de crueldad, tortura y terror, así como por escenas de violaciones sexuales, que invitaban al espectador a imaginar, por medio de detalladas descripciones, la carnicería macabra de las historias relatadas, las heridas infligidas, el sufrimiento de las víctimas, y, por lo mismo, a dirigir su atención hacia el placer por la sangre derramada (Halttunen, 1995, pp. 311-312).

Denominadas bajo el término de sensationalism,16 dichas manifestaciones literarias fueron tratadas por algunos críticos de la época no solo como un síntoma del envilecimiento de la sensibilidad y, por tanto, como una forma de incubación del “vicio” popular, sino también como una fuerza implicada en los levantamientos sociales indeseables contra el orden establecido (Wilkinson, 2013). Con el tiempo, estas fueron definidas como “una tendencia comercial degradante dirigida a complacer la excitación de los lectores ante acontecimientos particularmente terribles o eventos impactantes” (Halttunen, 1995, p. 312), que es a lo que el poeta británico William Wordsworth apelaba cuando en 1801 caracterizaba a la ficción gótica y los relatos populares como ejemplos de un “anhelo por los incidentes extraordinarios” y de una “degradante sed después de una estimulación escandalosa” (Wordsworth, citado en Halttunen, 1995, p. 312). Un fenómeno que, para Wordsworth, era el resultado de la creciente urbanización de la sociedad y de la capacidad de la moderna tecnología de la impresión –ese lenguaje de lo visible– no solamente de intensificar el deseo popular, de impactarlo y sorprenderlo, sino además de atentar contra lo más sublime de la meditación silenciosa, de atacar esa idea sostenida por escritores y pensadores como él, según la cual “la verdad profunda no tiene imagen” (Wordsworth, citado en Mitchell, 2009, p. 106).

Como Karen Halttunen ha señalado, estas expresiones hicieron parte de un proceso más complejo, asociado a una nueva “cultura de la sensibilidad” que, a partir del siglo XVIII, marcó el inicio de la transición de ver el dolor como algo inevitable, o como una cuestión asociada a una experiencia trascendental suscitada por el sufrimiento de los mártires con el fin de mantener viva la fe y la pasión de los creyentes, que fue una característica de la representación del dolor durante la Edad Media (Freedberg, 1992; Moscoso, 2011), a considerarlo como un sentimiento moderno repugnante e inaceptable, indignante y reprochable, necesario de ser eliminado o, al menos, apenas insinuado, reservado y callado. Solo que esta nueva cultura de la sensibilidad, al decir de Halttunen (1995, pp. 320-324), hizo algo más que confinar el espectáculo del dolor a los ámbitos privados (por ejemplo, las decapitaciones, las torturas, los linchamientos, las lapidaciones o los ahorcamientos comenzaron a ser expulsados del dominio público). Esta igualmente intervino en la imaginación del naciente ciudadano, a través de los géneros literarios y populares antes mencionados y de una literatura testimonial, que, en nombre de despertar la repugnancia contra la tortura y el castigo mediante representaciones que fueran suficientemente gráficas para motivar la compasión humanitaria, no solo embotaron la sensibilidad de los lectores, sino que sus consecuencias fueron mayores: estas expresiones avivaron, en los públicos expuestos, un gusto por la crueldad, al habituarlos a lo grotesco y endurecerlos con el placer generado por el “vicio” (1995, pp. 320-324).

Y si viajamos más lejos en el tiempo, encontramos que el interés en la habilidad de las imágenes para narcotizar a quien las mira, para distraer la mente de las preocupaciones más espirituales o, cuando menos, para generar una fascinación hipnótica, narcisista o exhibicionista en quienes se exponen a sus poderes mentales, políticos y culturales, ha sido un asunto persistente (Jay, 2007). Como señala David Freedberg, hay una larga historia de las imágenes que remite tanto a las construcciones teóricas e intelectuales sobre su significado, elaboradas por los críticos y eruditos, como a las relaciones que las personas en general han establecido con la representación visual del mundo, tanto en épocas “primitivas” como “civilizadas”, esto es, a las “respuestas” producidas por los espectadores ante lo que las imágenes hacen o parecen hacer (Freedberg, 1992:13-14). En su libro El poder de las imágenes, Freedberg se remonta a una historia cultural de la civilización occidental que alude al extraordinario talento de estos objetos, supuestamente inertes, para transformarse en poderosos artefactos de estimulación del deseo sexual, para trastocarse en ejemplos de virtud o en testimonios de elevación espiritual, capaces con apenas contemplarlas de engendrar niños hermosos, mover a la piedad, alentar vocaciones y, en fin, afectar “formas de comportamiento” (Freedberg, 1992, p. 13).17 Nos referimos a unas capacidades de las imágenes que “los positivistas racionales gustan de describir como irracionales, supersticiosas o primitivas, solo explicables en términos de magia” (1992, p. 13), o en el marco de tradiciones intelectuales que, como bien afirma Martin Jay,18 han mostrado su profunda hostilidad con la visión como herramienta de conocimiento (Jay, 2007).

De modo que lo que Sontag le atribuye a la imagen fotográfica, tiene una vida más extensa que inicialmente estuvo dirigida hacia los objetos totémicos de adoración y la fascinación hipnótica producida por la experiencia visual, y que luego se enfocó hacia el reformismo humanitario, los géneros literarios populares, la excitación de la vida urbana para, más tarde, emigrar hacia la sociedad de masas y las imágenes reproducidas mecánicamente. Por tanto, el efecto analgésico de la imagen del que habla Sontag hace parte de una intensa travesía, que en el caso particular de los tiempos modernos hay que situarla de la mano de un debate que se suscitó en la primera modernidad, en torno a cómo asumir la autenticidad, la sensibilidad y la calidad de nuestra respuesta ante el sufrimiento de otros, cuando esta respuesta toma los caminos de la corrupción de la mirada y la dispersión; cuando la contestación desborda el lugar compartido de las interacciones cara a cara con el prójimo y se dispersa, en cambio, en una acción a distancia, que tiene lugar en la naciente esfera pública moderna mediada por tecnologías, la cual desborda los contornos mismos de la vida en comunidad. Un proceso que, en Ante el dolor de los demás, la propia Sontag reconoce y, sobre todo, se encarga de situar como parte de una relación, compleja y conflictiva, que tiene que ver con la producción de las imágenes e informaciones, un asunto que desde hace varios siglos ha preocupado a los intelectuales más letrados de las sociedades occidentales (Sarlo, 2003, p. 8). En el capítulo 5 volvemos sobre este punto.

 

La demasía de las imágenes

En todo caso, la tesis de Sontag de que el impacto de la imagen ha sucumbido por cuenta de su repetición es muy popular entre artistas, académicos e intelectuales que afirman que la reproducción tecnológica de imágenes se ha vuelto la peor enemiga de la acción o, cuando menos, de una respuesta ética eficaz ante situaciones que así lo merecen. Esto es lo que se puede apreciar, por ejemplo, en Artistas en tiempos de guerra: los fotógrafos, un trabajo en que la artista colombiana Beatriz González se ocupa del testimonio fotográfico de la Guerra de los Mil Días (1899-1902) a través de su aproximación a algunos retratos que “anteceden a las hazañas guerreras”, como aquel, muy poco conocido, en que aparecen tropas del ejército liberal posando ante la cámara en vísperas de la batalla de Palonegro, en mayo de 1900. Para González, “muchas de estas imágenes se han publicado tan asiduamente que han perdido la eficacia, se han desgastado y se las mira con indiferencia” (2000, p. 16). Sin embargo, prosigue, la fotografía “del ejército liberal antes mencionada aún conserva sus valores, gracias a la perfección de la toma, a los valores emanados de las figuras, a la luz que le da una intensa vida a la escena” (2000, p. 17). Y como esa foto, añade, “aún existen en los archivos otros grupos inéditos, cuya imagen no ha perdido valor por el uso reiterado” (2000, p. 17). Aunque aquí valdría preguntar: ¿después de cuántas repeticiones una imagen pierde autenticidad, agota sus valores más nobles? ¿A qué se debe que el retrato del ejército liberal no haya perdido su eficacia: a sus valores estéticos o al hecho de que su escasez siga siendo inmaculada?

Barbie Zelizer, una de las académicas más reconocidas en los estudios de la imagen, la memoria y la atrocidad, aborda estos interrogantes, siguiendo el camino abierto por Sontag. En su célebre libro Remembering to Forget. Holocaust Memory Through the Camera’s Eye, Zelizer plantea que el Holocausto marcó el comienzo de la documentación de un horror previamente inconcebible, labor en que las imágenes se erigieron en testigos de lo que sucedió, no solo porque proporcionaron la prueba reina de la barbarie cometida por los nazis, sino también porque fueron consideradas bajo un significado cultural más amplio, que desbordó su mera función referencial: estas se constituyeron en símbolos universales de la atrocidad, dieron testimonio de la crueldad (Zelizer, 1998, pp. 171-201). Desde entonces, dice Zelizer, “la estética familiar del Holocausto” se ha convertido en un icono sobreutilizado de la atrocidad, en una especie de déjà vu, para dar cuenta de otros acontecimientos contemporáneos de barbarie (Vietnam, Camboya, Ruanda, Somalia, Bosnia, Sierra Leona, Colombia), lo que ha dado lugar a una paradoja, que consiste en recordar el Holocausto, pero al mismo tiempo olvidar las atrocidades del presente, al identificarlas como algo que ya sabemos a qué se parecen, al descontarlas como situaciones que ya hemos visto en alguna parte, en una relación de familiaridad con la crueldad que termina por debilitar nuestra capacidad de responder: “recordamos para olvidar” (1998, pp. 202-239).

El argumento de Zelizer es que el continuo reciclaje de las fotografías del Holocausto, utilizadas para representar el sufrimiento, la aflicción, la humillación, la constante reiteración a dicha estética de la atrocidad, socavó la fuerza referencial de estas imágenes, el impulso original que le dio lugar a la fotografía la oportunidad de ser testimonio de la atrocidad de la guerra, esto es, la conexión entre representación y responsabilidad, entre ver, conocer y hacer. En otras palabras, debilitó el efecto de shock que sintió Susan Sontag cuando era niña. Con los años, estas fotografías perdieron su vínculo con los acontecimientos que representaron por primera vez y, al hacerlo, agrega Zelizer, terminaron por normalizar lo que se suponía debieron haber sofocado: la atrocidad (1998, p. 212). ¿Por qué esta situación? Porque al quebrarse el consentimiento sobre el que se fundó la responsabilidad de ser testigo, es decir, la obligación de tomar parte de los eventos de nuestro tiempo, de ofrecer una respuesta eficaz para que cese la barbarie, en fin, ante esta pérdida del consenso que habilitaba la insistencia en la acción colectiva, implícita en las representaciones tempranas que invitaban a actuar (1998, p. 225), recordar se ha convertido en un evento donde el acto de hacer ver a la gente está suplantando lo que la gente hace: vemos más, pero hacemos menos, algo que nos lleva de nuevo al efecto narcotizante de la información y las imágenes.

Así, al familiarizar al público con el horror, las imágenes han producido un efecto contrario: hicieron visible lo inimaginable, agrandando el reino de lo posible, con lo cual el efecto de shock que tuvieron las primeras imágenes del Holocausto, cuando aún estas eran jóvenes, perdió su impacto y las imágenes se banalizaron.19 Para Zelizer, se trata de una habituación tecnológica al horror, en la que la erosión de los valores de verdad asociados a la fotografía (denotación, referencialidad, precisión, entre otros) ha desempeñado un papel fundamental (1998, p. 212). Y cita a Vicki Goldberg, quien afirma que si en la época en que se captaron las imágenes de la liberación de los campos de concentración nazis “las personas todavía eran plenamente persuadidas por la fotografía”, hoy sucede todo lo contrario. En aquel entonces, “a pesar de que la desconfianza de los escritores era rampante, la confianza en la cámara estaba intacta”. Pero, “a partir de los años sesenta, la televisión, los eventos del mundo y la administración de los Estados Unidos cambiaron este clima de confianza” (Goldberg, citada en Zelizer, 1998, p. 214; traducción propia): las imágenes se volvieron más sofisticadas, más mediatizadas, más frecuentes y su poder creció, con lo que los valores de verdad de la fotografía se tornaron más difusos, y el público comenzó a reconocer la existencia de formas alternativas de no verdad en el fotoperiodismo, facilitadas por el retoque, el montaje y, más tarde, por la edición digital, lo que no solo ha aumentado la incredulidad en la imagen, sino también la dificultad para que esta sirva de catalizadora de un acontecimiento verdadero.

Este reproche a la demasía de las imágenes encuentra un punto de vista diferente en el filósofo francés Jacques Rancière. Según este autor, el argumento contra el exceso de imágenes –“y de imágenes de horror en particular”– que nos sumerge en un torrente visual capaz de volvernos insensibles a la realidad banalizada de esos horrores, confirma la tesis tradicional que reclama que el mal de las imágenes radica en su número, en su proliferación cuantitativa, “dado que su profusión invade inapelablemente la mirada fascinada y el cerebro reblandecido de la multitud de consumidores democráticos de mercancías y de imágenes” (Rancière, 2010, p. 96). Nos referimos a una crítica que suele adoptar dos formas aparentemente contradictorias: “algunas veces acusa a las imágenes de ahogarnos con su poder sensible, otras les reprocha por anestesiarnos con su desfile indiferente” (Rancière, 2008, p. 69). ¿Es esta una visión acertada? Rancière considera que no. Para él, “no es cierto que quienes dominan el mundo nos engañen o nos cieguen mostrándonos imágenes en demasía. Su poder se ejerce antes que nada por el hecho de descartarlas” (2008, p. 71). No es el exceso, sino la regulación lo que caracteriza el sistema de información dominante.20 Por tanto, es un poder que consiste en ordenar la puesta en escena visual y verbal de las imágenes, en reducirlas a “una función estrictamente deíctica”, dirigida a señalar lugares, personas y situaciones, en advertirnos quiénes están habilitados para escoger las imágenes que merecen ser retenidas, y en imponer las voces autorizadas para hablar de ellas. De manera que, incluso hoy, “son pocos los cuerpos violados, mutilados o dolientes”, pues “lo que vemos, esencialmente, son los rostros de quienes ‘hacen’ la información, los hablantes autorizados: presentadores, editorialistas, políticos, expertos, especialistas de la explicación o del debate” (2008, p. 75).

¿De dónde viene el pensamiento de que la demasía le quita el poder a la fotografía, de que con la repetición se disminuye el impacto de la imagen? En páginas anteriores habíamos ensayado algunas respuestas a este interrogante. En las que siguen, vienen otras. Así, parte de este razonamiento se encuentra asociado al estatuto de autenticidad y originalidad, que ha demarcado la larga discusión entre lo irrepetible, perdurable y singular que es un atributo de la obra original, y lo repetible, fugaz y corriente que caracteriza la reproductibilidad técnica de la copia en las sociedades cada vez más mediatizadas que vivimos, esto es, con una idea ya explorada por Walter Benjamin de que la máquina fotográfica “sustituye la singularidad de la existencia por la pluralidad de la copia”, y hace que el “valor de culto” de la imagen se convierta en “valor de exhibición” (Benjamin, citado en Burke, 2001, p. 22). Esta discusión lleva dentro una preocupación en torno a la pérdida del carácter único de la obra de arte, a la que Benjamin se refería en su ensayo dedicado a “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, publicado inicialmente en 1936:

“Acercar” las cosas, en términos espaciales y humanos, es precisamente un deseo tan apasionado de las masas actuales como lo es su tendencia a una superación del carácter único de cada acontecimiento mediante la acogida de su reproducción. Cada día, adquiere una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse del objeto desde la mayor cercanía, en la imagen, más bien, en la copia, en la reproducción. Y la reproducción, tal y como la ponen a disposición el periódico ilustrado y el semanario, se distingue inconfundiblemente de la imagen original. En esta, el carácter irrepetible y la perduración se entrecruzan tan estrechamente como en aquella la fugacidad y la repetibilidad (Benjamin, 2009, p. 94).

Para Rancière, “en el corazón mismo de la doxa que denuncia el ‘exceso de imágenes’”, persiste “la antigua división que separaba a las elites, abocadas al trabajo del pensamiento, y la multitud, virtualmente hundida en la inmediatez sensible”, la misma que ha dado forma a la vieja oposición “entre los pocos y el gran número”, entre “el cielo de las ideas” y la excitación producida por la “demasía de las imágenes” (Rancière, 2008, pp. 72-73). Una división responsable, además, de expandir el angustiado rumor de la existencia de abundantes imágenes amontonadas y desmedidos estímulos desencadenados en los frágiles cerebros de las mentes menos preparadas para ordenar y apreciar correctamente su multiplicidad ilusoria: las masas, los pobres, el pueblo (2008, p. 73), y cuyo

[…] lamento por el exceso de mercancías y de imágenes consumibles fue parte, de entrada, de la descripción de la sociedad democrática como sociedad en la que hay demasiados individuos capaces de apropiarse de palabras, imágenes y formas de experiencia vivida (Rancière, 2010, pp. 49-50).

 

Hablamos de un debate asociado a la corrupción de la sensibilidad del hombre moderno y a la crisis de la atención (como pérdida de la cavilación) en las sociedades de masas, cuyos alcances negativos han sido denunciados tanto por las elites intelectuales de la primera modernidad, al estilo de Graham J. Barker-Benfield, William Wordsworth o James Turner (Halttunen, 1995), como por los críticos sociales que les sucedieron cien años después (Georg Simmel, Henry Bergson, Siegfried Kracauer, Theodor Adorno, entre otros); y, de igual forma, por una corriente de pensadores más contemporáneos, que han relacionado los problemas de la insensibilidad y la desatención con el auge de los modernos “dispositivos” ideológicos de la visión –el televisor, al cámara de video y el computador–, los cuales han contribuido a la configuración de sociedades de la vigilancia (Foucault), el espectáculo (Debord), o del simulacro (Baudrillard), al producir cuerpos dóciles, controlables y útiles a los mecanismos de poder difuso del statu quo (Crary, 2008, pp. 22-83).

Una crisis de la atención que, como lo recuerda Jonathan Crary, se puede apreciar en el pensamiento predominante de no pocos comentaristas de finales del siglo XIX y principios del XX, para quienes “la distracción era producto de una ‘decadencia’ o ‘atrofia’ de la percepción, parte de un deterioro generalizado de la experiencia” (Crary, 2008, p. 55), una respuesta “regresiva” a la sobrecarga de estímulos sensoriales,21 que “contrastaban con ‘el ritmo más lento, habitual y de flujo más suave de la fase sensoria-mental’ de la vida social premoderna” (2008, p. 55), ajena a los avatares de la estimulación nerviosa proporcionada por las máquinas, las mercancías y el consumo al servicio de la llamada “sociedad de masas”. O también en las ideas de críticos más recientes, como Guy Debord, para quien los asuntos del control de la atención y la normalización de las imágenes hay que buscarlos en la “restructuración de la sociedad sin comunidad” propia del capitalismo, esto es, en el advenimiento de una “sociedad del espectáculo”, orientada al exceso, al despilfarro y a la administración unilateral de existencia producida por la comunicación instantánea (Debord, 1999, pp. 37-60), y donde el “espectáculo” alude a un modo de relación social entre personas mediatizado por las imágenes (1999, p. 43), a un instrumento de unificación social, pero a la vez de separación del tejido colectivo, gobernando por el prefijo del engaño, lo fraudulento, la apariencia: es el seudogoce, la seudonaturaleza, la seudo-cultura, la seudorrealidad, esa vida invertida ante la cual la voz del crítico se alza soberana al denunciar la imagen falsa y enseñarle al consumidor pasivo que las cosas no son lo que parecen (Rancière, 2010, pp. 87-90).

Se trata de debates que, por caminos diferentes, nos devuelven al terreno inicial del pensamiento crítico: “el de la interpretación de la modernidad como la ruptura individualista del lazo social y de la democracia como individualismo de masas” (Rancière, 2010, p. 45), responsables, una y otra, de la destrucción del “tejido de las instituciones colectivas que congregaban, educaban y protegían a los individuos: la religión, la monarquía, los lazos feudales de dependencia, las corporaciones, etc.” (2010, p. 44). Al problematizar la génesis del pensamiento crítico moderno, Rancière afirma que, desde el siglo XIX,

[…] la crítica marxista de los derechos del hombre, de la revolución burguesa y de la relación social alienada se había desarrollado, efectivamente, a partir de esa tierra abonada por la interpretación posrevolucionaria y contrarrevolucionaria de la revolución democrática como evolución individualista burguesa que habría desgarrado el tejido de la comunidad (2010, p. 45).

Según este autor, para comprender el énfasis que el pensamiento crítico pone en la pérdida de la comunidad, hay que volver al sentido original de la palabra “emancipación”, que él la define como “la salida de un estado de minoridad”. Continúa Rancière:

Ahora bien, ese estado de minoridad del que los militantes de la emancipación social han querido salir es, en su principio, lo mismo que ese “tejido armonioso de la comunidad” con el que soñaban, hace dos siglos, los pensadores de la contrarrevolución y con el que hoy se enternecen los pensadores posmarxistas del lazo social perdido. La comunidad armoniosamente tejida que conforma el objeto de esas nostalgias es aquella en la que cada uno está en su sitio, en su clase, ocupado en la función que le corresponde y dotado del equipamiento sensible e intelectual que conviene a ese sitio y a esa función: la comunidad platónica en la que los artesanos deben permanecer en su sitio. Porque el trabajo no espera –no deja tiempo para parlotear en el ágora, deliberar en la asamblea y contemplar sombras en el teatro–, pero también porque la divinidad les ha dado el alma de hierro –el equipamiento sensible e intelectual– que los adapta y los fija en esa ocupación (2010, pp. 45-46).

¿Qué lectura hizo el pensamiento crítico de la emancipación? Que “la emancipación no podía aparecer sino como la apropiación global de un bien perdido por la comunidad” (2010, pp. 46-47), con lo cual la dominación quedó ligada a la separación, mientras que la liberación terminó asociada a la reconquista de una unidad perdida: aquella en la que cada quien está en su sitio, dotado de las capacidades de sentir, decir y hacer adecuadas para esas actividades, pero sin aspirar a ocupar otro espacio, otro tiempo, otra sensibilidad (2010, p. 46). De ahí la necesidad, por ejemplo, en Debord, de un programa teórico que ofreciera las llaves para descifrar las imágenes engañosas y desenmascarar las formas ilusorias que someten a los individuos a la trampa de la ilusión, el sometimiento, la obscenidad y la miseria. La emancipación, así experimentada, señala Rancière, solo podrá sobrevivir como el final de un proceso global que debe dar cuenta de cómo hemos separado a la sociedad de su verdad. Esta debía aplicarse “a la lectura crítica de las imágenes y al develamiento de los mensajes engañosos que ellas disimulaban” (2010, p. 47).

Todo lo cual ayuda a explicar por qué, para algunos analistas de la imagen, la repetición propiciada por la tecnología es vista como un menoscabo de la singularidad, la novedad y la originalidad de la “fuente” primigenia, que se asume como aurática y libre de la contaminación favorecida por la reproducción tecnológica. Una reproducción que también aparece asociada al extravío de la sorpresa, en palabras de Roland Barthes; esto es, al detrimento de lo “raro”, la “proeza”, el “hallazgo”, en fin, a la pérdida de lo “notable” que, según él, ha hecho que la fotografía se asuma ella misma como algo destacable, al decretar como “notable lo que ella misma fotografía”, de modo que “‘cualquier cosa’ se convierte entonces en el colmo sofisticado del valor” (Barthes, 2009, pp. 51-52). Debates estos que, además, remiten, como ya lo señalábamos antes, a cierta fascinación hacia los temas judíos de la prohibición bíblica de la imagen, algo sobre lo que Martin Jay ha llamado la atención, al referirse a la sospecha ascética suscitada por la “lujuria de los ojos”, por la hipertrofia de lo visual, que está presente en la tradición antiocular del pensamiento occidental contemporáneo, especialmente del pensamiento francés, con su desconfianza en la visión como herramienta de conocimiento del mundo (Jay, 2007, pp. 324, 411).

W. J. Thomas Mitchell encuentra en esto lo que él llama una “falacia del poder”, según la cual las imágenes son expresiones de relaciones verticales de poder en las que el espectador cree que domina los objetos visuales, cuando en realidad son los productores de la comunicación mediatizada quienes dominan, tanto a las imágenes como a los espectadores. (Mitchell, 2003, p. 29). Una falacia que, al decir de este autor, asume a los medios visuales como cómplices de los regímenes del espectáculo y la vigilancia, la propaganda y de “todas aquellas estrategias desarrolladas para controlar poblaciones y erosionar las instituciones democráticas” (2003, p. 29), gracias a su naturaleza misma: porque no son lenguaje, estética ni arte. Como el propio Mitchell sostiene,

[…] aunque no hay duda de que la cultura visual (igual que la cultura material, oral o literaria) puede ser un instrumento de dominación, no pienso que resulte productivo singularizar los campos como el de la visualidad, las imágenes, el espectáculo o la vigilancia como los vehículos exclusivos de la tiranía política (2003, p. 33).