50 miradas a la educación

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Plutarco

Ca. 50 -120 d. C.

El esfuerzo de superación del conjunto social

Escritor helenista (nacido en Beocia) y ciudadano romano, estudió y escribió en un contexto amplio, de cruce y presencia de varios matices culturales, conocido como helenismo.

Su gran obra, Vidas paralelas, es un esfuerzo por hacer presente lo romano en el contexto cultural de predominancia cultural griega. Insertó en la tradición moral el espejo imitable de personajes griegos y latinos, emparejados. Cada uno de los paralelos incorporados (filósofos, oradores, militares…) es una expresión valiosa de la acción personal y ciudadana, bien escrita y que subraya los perfiles humanos y prácticos más relevantes, para que las generaciones coetáneas y futuras puedan conocerlos e imitarlos.

Súbdito del imperio, pertenecía a una familia acomodada de la zona. Durante sus estudios en la Academia de Atenas, Amonio lo encaminó a las matemáticas, aunque él prefería la ética.

Además de sus deberes como sacerdote del templo de Delfos, Plutarco fue magistrado en Queronea y representó a su pueblo en varias misiones a países extranjeros durante sus primeros años en la vida pública. Su amigo Lucio Mestrio Floro (de quien tomó su nombre romano: Lucio Mestrio Plutarco), cónsul romano, patrocinó a Plutarco para conseguir la ciudadanía romana y el emperador Trajano lo nombró, ya en la vejez, procurador de la provincia de Acaya. Este cargo le permitió portar las vestiduras y ornamentos propios de un cónsul.

Pese a estos contactos políticos en el Imperio romano, Plutarco decidió siempre vivir en la pequeña población de Queronea al igual que todos sus antepasados. Tal vez por eso ningún escritor griego contemporáneo lo menciona. Viajó, eso sí, ocasionalmente por Grecia. Como el griego le bastaba en Roma, donde la clase alta era bilingüe, no sintió la necesidad de aprender bien latín sino ya bastante viejo, cuando necesitó documentarse para sus obras históricas, “tarde ya y muy adelantado en edad”, según escribió.

© Album, alb3334070/sfgp

“La fortuna no está hecha para los poltrones y para alcanzarla, antes que mantenerse bien sentado, hay que correr tras ella”

“Demóstenes y Cicerón

I. El que escribió, ¡Oh, Señor!, el elogio de Alcibíades, vencedor en Olimpia corriendo con caballos, fuese Eurípides como generalmente se cree, o fuese cualquier otro, dice que al hombre, para ser feliz, lo ha de caber en suerte haber nacido en una ciudad ilustre; pero yo creo que para la verdadera felicidad, que principalmente consiste en las costumbres y en el propósito del ánimo, nada da ni quita haber nacido en una patria oscura e ignorada, o de una madre fea y pequeña. Porque sería cosa ridícula que hubiera quien pensase que Julida, parte muy pequeña de una isla no grande como la de Ceo, y que Egina, de la que dijo un ateniense que debía quitarse como una legaña del Pireo, habían de haber llevado excelentes actores y poetas, y no habían de poder producir un hombre justo que se bastase a sí mismo, que tuviera juicio y fuera de un ánimo elevado. Porque lo natural es que las otras artes, que se alimentan con el trabajo y la fama, se marchiten en pueblos humildes y oscuros, y que la virtud como planta fuerte y robusta, arraigue en todo terreno, si prende en una buena índole y en un ánimo inclinado al trabajo; de donde se sigue que si nosotros dejáramos de pensar y conducirnos como corresponde esto deberá justamente atribuirse, no a la pequeñez de la patria, sino a nosotros mismos. […]

III. Por esta razón, escribiendo en este libro de las Vidas paralelas las de Demóstenes y Cicerón, de sus hechos y modo de conducirse en el gobierno, procuraremos colegiar cuál era el carácter y disposición de cada uno, omitiendo el hacer cotejo de sus discursos y manifestar cuál de los dos era más dulce o más primoroso en el decir, porque esto sería, como dijo el poeta Ion, ‘la fuerza del delfín en tierra’. Por ignorar esta máxima Cecilio, excesivo en todo se metió sin reflexión a formar juicio entre Cicerón y Demóstenes; pero si a todos les fuera tener a la mano el conócete a ti mismo, no hubiera sido esta tenida por una advertencia divina. Parece, pues, haber sido un mismo genio el que formó a Demóstenes y Cicerón, y acumuló en su naturaleza muchas semejanzas, como la ambición, el amor a la libertad cuando tomaron parte en el gobierno y la cobardía para los peligros y la guerra; con lo que mezcló también muchas cosas de las que son de fortuna; porque no creo que podrán encontrarse otros dos oradores que de oscuros y pequeños hubiesen llegado a ser grandes y poderosos, que hubieran resistido a reyes y tiranos, que hubiesen perdido sus hijas, hubiesen sido arrojados de su patria y restituidos después con honor; que huyendo después hubiesen sido alcanzados por sus enemigos, y que en el mismo punto de expirar la libertad de sus conciudadanos hubiesen ellos perdido la vida; como que si a manera del de los artistas pudiera haber certamen entre la naturaleza y la fortuna, sería muy difícil discernir si aquella los había hecho más semejantes en las costumbres o esta en los sucesos. […]

“El trabajo moderado fortifica el espíritu; y lo debilita cuando es excesivo: así como el agua moderada nutre las plantas y demasiada las ahoga”

XI. Para remediar los defectos corporales, empleó estos medios, según refiere Demetrio de Falera, que dice haber alcanzado a oír a Demóstenes, cuando ya era anciano, que la torpeza y balbucencia de la lengua la venció y corrigió llevando guijas en la boca y pronunciando períodos al mismo tiempo; que en el campo ejercitaba la voz corriendo y subiendo a sitios elevados, hablando y pronunciando al mismo tiempo algún trozo de prosa o algunos versos con aliento cansado y, finalmente, que tenía en casa un gran espejo y que, puesto enfrente, recitaba, viéndose en él, sus discursos”.1

“La omisión del bien no es menos reprensible que la comisión del mal”

“I. Dícese de la madre de Cicerón, Helvia, haber sido buena familia y de recondemdable conducta; pero en cuanto al padre todo es extremos; porque unos dicen que nació y se crio en un lavadero, y otros refieren el origen de su linaje a Tulio Acio, que reinó gloriosamente sobre los vols­cos. El primero de la familia que se llamó Cicerón parece que fue persona digna de memoria, y que por esta razón sus descendientes, no solo no dejaron este sobrenombre, sino que más bien, se mostraron ufanos con él, sin embargo de que muchos era objeto de sarcasmos; porque los latinos al garbanzo le llaman Cicer, y aquel tuvo en la punta de la nariz una verruga aplastada, a manera de garbanzo, que fue de donde tomó la denominación, y de este, Cicerón cuya vida escribimos ha quedado memoria de que proponiéndole sus amigos, luego que se presento a pedir magistratura y tomó parte en el gobierno, que se quitara y mudara aquel nombre, les respondió con jactancia que él se esforzaría a hacer más ilustre el nombre de Cicerón que los Escauros y Cátulos. Siendo cuestor en Sicilia, hizo a los dioses una ofrenda de plata en la que inscribió sus dos primeros nombres, Marco y Tulio, y en lugar del tercero dispuso por una especie de juego que el artífice grabara al lado de las letras un garbanzo. Esto es lo que hay escrito acerca del nombre. […]

XIII. Porque Cicerón fue el que hizo ver a los romanos cuánto es el placer que la elocuencia concilia a lo que es honesto, que lo justo es invencible, si se sabe decir, y que el que gobierna con celo en las obras debe siempre preferir lo honesto a lo agradable, y en las palabras quitar de lo útil y provechoso lo que pueda ofender. Otra prueba de su gracia y poder en el decir es lo que sucedió siendo cónsul con motivo de la ley de espectáculos; porque antes los del orden ecuestre estaban en los teatros confundidos con la muchedumbre, sentándose con esta donde cada uno podía, y el primero que por honor separó a los caballeros de los demás ciudadanos fue el pretor Marco Otón, asignándoles lugar determinado y distinguido, que es el que todavía conservan. Túvolo el pueblo a desprecio, y al presentarse Otón en el teatro, empezó por insulto a silbarle, y los caballeros le recibieron con grandes aplausos y palmadas. Continuó el pueblo en los silbidos, y estos otra vez en los aplausos, de lo cual se siguió volverse unos contra otros, diciéndose injurias y denuestos, siendo suma la confusión y alboroto que se movió en el teatro. Compareció Cicerón luego que lo supo, y como habiendo llamado al pueblo al templo de Belona, le hubiese increpado el hecho y exhortándole a la obediencia, cuando otra vez se restituyeron al teatro aplaudieron mucho a Otón y compitieron con los caballeros en darle muestras de honor y aprecio. […]

“A veces una broma, una anécdota, un momento insignificante nos pintan mejor a un hombre ilustre, que las mayores proezas o las batallas más sangrientas”

XL. Desde aquella época, habiendo el gobierno degenerado en monarquía, retiróse de los negocios públicos y se dedicó a la filosofía con los jóvenes que quisieron cultivarla; que siendo de los más ilustres y principales, por su trato con ellos volvió a tener en la ciudad el mayor influjo. Habíase aplicado a escribir y a traducir diálogos filosóficos, trasladando a la lengua latina los nombres usados en la dialéctica y la física; porque se dice haber sido el primero que introdujo los nombres de fantasía, catatesis, época, catalepsia, además átomo, ameres y quenon a lo menos el que más los dio a conocer a los romanos, usando de metáforas y de otras expresiones acomodadas con singular industria y diligencia. Divertíase con poner a veces en ejercicio la gran facilidad que tenía en hacer versos, pues se dice que cuando le daba esta humorada hacía en una noche quinientos. Habiendo pasado la mayor parte de este tiempo en su quinta Tusculana, escribió a sus amigos que hacía la vida de Laertes, o por juego y chiste, como lo acostumbrada, o por prurito de ambición de mando no llevando bien el retiro. Rara vez venía a la ciudad como no fuera para visitar a César, y entonces era el primero que suscribía a los honores que se le decretaban, y que decía alguna cosa nueva en elogio de su persona y de sus hechos, como fue la relativa a las estatuas de Pompeyo, que César mandó levantar y colocar, habiendo sido antes derribadas; porque dijo Cicerón que César, con este acto de humildad, levantaba las estatuas de Pompeyo para afirmar más las suyas”.2

 

Bibliografía

Plutarco (2010): Vidas paralelas, Buenos Aires, Losada.

— (2009): Consejos a los políticos para gobernar bien, Madrid, Siruela.

— (1990): Sobre el amor, Madrid, Espasa-Calpe.


9
San Agustín

354-430 d. C.

La atención a la dimensión religiosa de la conciencia

La existencia de san Agustín y la narración abierta y sincera de la misma son un ejemplo de proceso educativo. Adquiere relevancia el valor de la lectura y de la toma personal de conciencia de lo vivido. Su personalidad sensible y comunicativa se muestra en la propia escritura, y en la experiencia personal destaca el valor de la amistad y de la familia. Reflexiona también sobre la evolución psicológica a lo largo de los años y las diferentes etapas vitales. Potenció la atención a la oratoria y la filosofía como los dos medios clásicos en los que centrar la educación.

San Agustín nació en Tagaste (hoy Argelia, situada entonces en Numidia, una provincia del Imperio romano. Su padre, Patricio, era un pequeño propietario pagano y su madre, la futura santa Mónica, es considerada por la Iglesia como ejemplo de mujer cristiana.

Agustín se interesó por la literatura, la griega clásica, y poseía gran elocuencia. A los diecinueve años, la lectura de Hortensius de Cicerón le despertó el afán de la especulación y se dedicó de lleno al estudio de la filosofía. En su búsqueda incansable de respuesta al problema de la verdad, Agustín pasó de una escuela filosófica a otra sin que encontrara en ninguna una verdadera respuesta. Un tiempo creyó que el maniqueísmo guiaría sus inquietudes, hasta abandonó al considerar que apoyaba la pasividad del bien ante el mal.

El escrito de san Agustín titulado El Maestro defiende que la verdad se halla presente por igual en el alma del discípulo como en la del maestro; la palabra de este hace explícita esa verdad. Por lo tanto, solo hay un maestro, el interior que es la Verdad misma, o sea Dios. Es una teoría de la Iluminación: el conocimiento de toda verdad nueva no solo requiere signos y palabras que la ocasionan, sino una directa intervención divina, iluminación.

En Del Orden, San Agustín representa el punto de vista cristiano de las disciplinas de la enseñanza, y hace una defensa de ellas: la gramática, el estudio de la lengua; la dialéctica, “en la cual la misma razón nos da a conocer lo que es ella misma, lo que quiere, lo que puede hacer”; la retórica, que sirve para conmover a los hombres con objeto de persuadirlos de la verdad y del bien; la música, arte de la armonía, y, en fin, la aritmética, la geometría y la astronomía.

© National Gallery of Art, Washington, Rosenwald Collection

“Es mejor cojear por el camino que avanzar a grandes pasos fuera de él. Pues quien cojea en el camino, aunque avance poco, se acerca a la meta, mientras que quien va fuera de él, cuanto más corre, más se aleja”

“5. En aquel año, viniendo de la ciudad de Madaura (a donde había ido a estudiar el arte oratorio), dejé de estudiar algunos días, entretanto que se aparejaba lo que era menester para enviarme a Cartago, que estaba más lejos que Madaura. Para este camino yo aparejaba con más ánimo que dinero, por ser mi padre un pobre ciudadano de la ciudad de Tagaste. Pero ¿a quién digo yo esto?, no lo digo a vos, Dios mío, que lo sabéis, sino aquella partecilla del linaje humano y mío que acertare a leerlo; y ¿para qué lo digo? Para que yo y los que lo leyeren pensemos cuán de veras y cuán profundamente debemos clamar a vos. Pero ¿qué cosa hay que esté tan cerca y tan presente como vuestros oídos, si el corazón os confiesa y la vida se conforma con la fe?

¿Qué hombre había entonces que no alabase a mi padre porque gastaba conmigo más de lo que podía, y me daba todo lo que había menester para mis estudios (que no era poco), porque otros muchos ciudadanos había, más ricos que no él que no tenían este cuidado de sus hijos. Y con hacer esto mi padre conmigo, no tenía cuidado que yo creciese para vos y viviese castamente, sino que fuese elocuente o, por mejor decir, desamparado de vuestra mano, Señor Dios mío, que sois único verdadero y buen Señor del campo de mi corazón. […]

“No abuses, pues, de la libertad para pecar libremente, sino usa de ella para no pecar”

6. Pero en aquel año, que (como dije era el dieciséis de mi edad), por la necesidad en que estaba la casa de mi padre me detuve en ella sin estudiar; y, con la ociosidad, crecieron tanto las espinas de los vicios sobre mí que me cubrieron de pies a cabeza, sin haber quien las arrancase; antes viéndome mi padre un día lavar en los baños, ya desta edad, y me hervía la sangre con ella, como que ya se holgaba con la esperanza de tener nietos de mí, con mucho contento se lo dijo a mi madre, alegrándose con la embriaguez de las cosas de este mundo con que los hombres se olvidan de vos, su Creador, y en vuestro lugar aman la criatura, pervirtiendo el amor y abatiendo su voluntad a las cosas bajas.

Pero en el pecho de mi madre ya vos habíades comenzado a edificar vuestro templo y vuestra santa morada (que mi padre aún era catecúmeno y nuevo en estas cosas), y así ella, oyendo esto, se alegró con un piadoso temblor y temor y, aunque yo en aquel tiempo no era cristiano fiel, temió ella los torcidos caminos que siguen los que no quieren miraros y os vuelven las espaldas.

7. ¡Ay de mí!, ¿y cómo oso yo decir que vos, Dios mío, callábades, alejándome yo de vos?, así ¿callábades y no me hablábades?, ¿y cuyas eran sino vuestras, aquellas palabras que por mi madre, vuestra fiel sierva, cantaste en mis oídos?, aunque ninguna cosa de las que de ella oía penetraba mi corazón para ponerlo por obra. Quería ella (y acuérdome que con gran diligencia me lo aconsejó) que me apartase de toda mujer, y especialmente de las casadas; pero sus consejos me parecían consejos de mujeres, a los cuales yo tenía vergüenza de obedecer. Mas aquellos consejos vuestros eran, Señor, y yo no lo sabía, y pensaba que vos callábades y ella me hablaba, y no entendía que vos me hablábades por ella, y así en ella yo, su hijo y siervo vuestro, os despreciaba. […]

Esta mi ignorancia y ceguedad era de manera que me dejaba de despeñar de un vicio en otro, con tan grande desvergüenza que me corría de no ser tan deshonesto como los otros de mi edad, cuando oía que se alababan de sus torpezas y se gloriaban tanto más de ellas cuanto eran más feas. Así que yo me deleitaba en mis males, no solo por el gusto de la mala obra, sino también por alabarme de ellos. ¿Qué cosa digna de vituperio, sino el vicio?, y yo, desventurado, por no ser vituperado me hacía más vicioso, y cuando no había hecho el mal que otros habían hecho, ni era en esto tan perdido como ellos, fingía haberlo hecho para que no me tuviesen en menos por ser más inocente, y por ser mas casto me despreciase más.

8. Con tales compañeros, Señor, pasaba yo por las plazas de Babilonia, y me revolcaba en el cieno como si fuera bálsamos y ungüento precioso, y en medio della, para que me enlodase más, el enemigo invisible me hollaba y engañaba, porque yo era engañadizo. Ni tampoco mi madre, aunque ya había huido de en medio de Babilonia y tenía poca afición a las cosas della y me había enseñado la castidad, no por eso procuró de quitarme las ocasiones de casarme (como lo había oído decir a mi padre). Viendo el peligro en que yo estaba y que no podía de todo arrancar de mí aquel torpe amor, no tuvo este cuidado, temiendo que si me casaba, se perdería la esperanza que de mí tenía; no digo la esperanza que mi madre tenía de la otra vida, sino de las letras que mi padre y mi madre en gran manera deseaban que yo aprendiese: mi padre porque de vos cuidaba poco y de mí hacía torres de viento, y mi madre porque creía que las letras no solo no me serían dañosas, sino antes provechosas para la vida inmortal.

Esto es lo que entiendo de las costumbres de mis padres, en cuanto yo me puedo acordar. También me daban más rienda para jugar de lo que convenía a la recreación severa y moderada, y con esto me distraía en desordenados deseos y varias pasiones, y en todas ellas se me ponía delante una niebla cerrada y obscura que me impedía la claridad de vuestra verdad, Dios mío, y, como dice vuestro santo profeta de los malos, de una grosura salía mi maldad”.1

“7. Entre estos destruidores, en aquella tierna y flaca edad, aprendía yo los libros de la elocuencia, en la cual deseaba ser excelente, por mal fin y hinchazón, venciendo como hombre de la vanidad humana. Siguiendo la orden de estos estudios, vino a mis manos un libro de Cicerón, de cuya lengua todos se admiran más que de su pecho; aquel libro, que se llama Hortensio, exhorta al estudio de la filosofía.

Y mudó, Señor, mis afectos y trocó mis deseos e hizo que enderezase mis oraciones a Dios: todas las vanas esperanzas me parecieron bajas y viles, y, con un fervor increíble en mi corazón, comencé a desear la sabiduría inmortal y a levantarme de donde estaba para volver a vos. Porque yo no pretendía con aquel libro pulir y hacer más elegante mi lengua (como antes pretendía con los gastos que por mí hacía mi madre, siendo ya de diecinueve años y habiendo dos que era muerto mi padre), pues no leía yo (como dije) aquel libro para pulir la lengua, ni me había persuadido tanto a seguir sus elegantes palabras cuanto lo que con ellas decía”.2

“18. Entendí que todas las cosas que se corrompen son buenas y que no se podrían corromper si fuesen sumamente buenas, ni tampoco si no fuesen buenas: porque si fuesen sumamente buenas, serían incorruptibles y, si no fuesen buenas, no habría en ellas qué corromper. Porque la corrupción daña, y no dañaría si no disminuyese algún bien; de suerte que habemos de confesar o que no daña la corrupción (lo cual no puede ser), o que lo es certísimo que todas las cosas, cuando se corrompen son privadas de algún bien. Y si fuesen privadas de todo bien, dejarían de ser de todo punto, porque si tuviesen ser y no pudiesen ser corrompidas, serán mejores que antes. Porque permanecerían incorruptibles; pero ¿qué cosa más monstruosa puede ser que decir que son mejores habiendo perdido todo el bien?, luego si fueron privadas de todo bien, dejaron de ser de todo punto. De donde se sigue que, mientras son, son buenas y que todas las cosas que tiene ser son buenas.

Y aquel mal que yo buscaba de dónde era no es substancia, pues, si lo fuese, ya no sería mal, sino bien, porque o había de ser substancia y incorruptible (que es un gran bien), o substancia corruptible, la cual no se podría corromper si no fuese buena. De esta manera vi y claramente conocí que todas las cosas buenas vos las hiciste, y que no hay sustancia alguna que no la hayáis hecho y, porque no hiciste todas las cosas iguales, por eso son todas y cada una de ellas es buena y todas juntas muy buenas, y así las hiciste vos, Señor”.3

 

Bibliografía

San Agustín (2011): Confesiones, Madrid, Alianza.

— (2010): La ciudad de Dios, Madrid, Tecnos.

— (1984): Sermones, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos.