La comunidad sublevada

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Explotación por desposesión

Comprender el concepto de alienación en el capitalismo tardío es un asunto de la mayor relevancia. Sobre todo porque para algunos el sentimiento de explotación no existiría y, por el contrario, el trabajo —en especial en épocas de escasez laboral— casi sería una bendición. Analicemos el asunto.

Habría por lo tanto que aventurar una definición más precisa de este fenómeno al que llamaremos Explotación por desposesión parafraseando el concepto acuñado por David Harvey. Es una suerte de teoría que plantearía, por lo tanto, una suerte de despojo permanente. Los niveles de explotación del trabajo, de extractivismo y ruptura del medio ambiental pueden llegar al infinito. Las pateras africanas subsaharianas que se lanzan al mar y las caravanas que cruzan el desierto en el norte de Chile, por dar dos ejemplos ampliamente vistos, solamente pueden ser explicadas por conceptos de esta naturaleza casi absoluta.

En definitiva, lo que caracteriza al mundo contemporáneo son formas de explotación producto de los procesos de desposesión. Es la ausencia del trabajo, pero también la aceptación pasiva y silenciosa frente a la falta de todo medio de subsistencia. La constatación, en estos meses de pandemia producto del coronavirus, de la existencia de un enorme contingente de trabajadoras y trabajadores silenciosos que hacen tareas indispensables para que otro sector esté confinado en sus hogares y frente a los computadores unidos por zoom es parte de este proceso. Barrenderos, limpiadoras, cuidadores y cuidadoras no pagados, personal de la salud invisible en tiempos de normalidad sanitaria, cuidadoras y personal de casas de viejos, y cientos de oficios, se han puesto en la mira de economistas y gobernantes.21

Primera digresión:22 Explotación por desposesión. Sobre la esclavitud africana y afrodescendiente

El caso de la esclavitud es uno de aquellos que podríamos denominar de “explotación por desposesión extrema”. Tuve por enorme suerte ser invitado un par de veces a la ciudad de Nantes al Foro Mundial de los Derechos Humanos. Esa ciudad se desarrolló económicamente durante siglos gracias a la trata de esclavos. Allí operaba un mercado de esclavos y sobre todo salían de su puerto fluvial los “barcos negreros” rumbo a las costas de África y luego seguir hacia Haití, Nueva Orleans y los mercados de esclavos americanos principalmente colonizados por franceses. Lo mismo ocurría al regreso en que traían a esa ciudad las piezaspara ser vendidas y repartidas por los mercados europeos. Esa ciudad ha planteado una suerte de “memoria contrita”, señalando sus responsabilidades históricas en ese maldito comercio humano. Por ello allí se realiza cada dos o tres años este foro multitudinario, que tiene especial dedicación a los temas africanos subsaharianos. Se ha construido un monumento al lado del río Loira en que se camina por encima de una especie de cubierta de buque y se ve abajo lo que serían las personas amarradas con grillos de fierro y el sonido de esos dolores terribles. Allí, leyendo materiales y viendo testimonios, comprendí el sentido de esos grilletes. Era por cierto para que no escaparan los esclavos secuestrados del África, pero sobre todo para que no se arrojaran por la borda —en especial las mujeres con sus hijos—, en una forma horrible de suicidio.

En el caso de la esclavitud existe por cierto en su grado máximo la conciencia del abuso. Conduce esa conciencia normalmente a la desesperación. Por ejemplo, en las “reales ordenanzas” se establecen permisos firmados —en el caso que conozco— por el rey de España, para “sacar piezas” del Golfo de Guinea, y si se daban permisos a un negrero para mil piezas (esto es, mil personas esclavizadas) se daban quinientos más de reposición, ya que se sabía muy bien que esa era la cifra promedio que moría en el camino. Por ello se los engrillaba a la cala del buque, tal como lo podíamos ver en la reconstrucción realizada por los artistas en las orillas del río Loira, en Nantes.

Afortunadamente, muchas veces asaltaron el barco negrero, se apoderaron de él y se fueron a las costas, como el caso del Chota en el río San Lorenzo en el norte de Ecuador casi fronterizo con Colombia. Cuentan las historias que varios barcos fueron llevados por los rebeldes a las costas y allí incendiados. Los cimarrones, que así se los denominaba y hasta ahora se conoce a los que huyeron, se fueron desparramando en las costas y otros se adentraron por el San Lorenzo hasta encontrarse con población indígena con la que se mezclaron, formando una sociedad en los valles del Chota. Esmeraldas, hasta el día de hoy, es una ciudad mayoritariamente de población afrodescendiente, al igual que las caletas pesqueras de la zona, tales como Atacames, una de las playas más famosas. Las costumbres africanas, a lo menos hasta la década del setenta en que conocimos bien la zona, dominaban. Enormes marimbas de sonidos pastosos se combinaban con toda clase de tambores y ritmos sabrosos propios de la vida en libertad.

La profesión como sublimación de la alienación

Probablemente no hay escapatoria humana a la alienación. Siempre habrá una brecha (gap) entre expectativas y resultados. El trabajo en sí mismo es un proceso de transferencia de energía desde el individuo a un objeto. Sin embargo, una cosa es la idea abstracta de alienación y otra el trabajo alienado del sistema capitalista expansivo y, sobre todo, de la explotación por desposesión en el capitalismo tardío. Veamos el asunto con más detalle.

Max Weber desarrolló el concepto de profesión, de indudables resonancias protestantes e incluso calvinistas propiamente tales. Consistiría, dicho en palabras coloquiales y actuales, en el sentimiento de tener una misión en la vida, consistente en colaborar mediante el trabajo en y con la creación de la naturaleza, del mundo que toca vivir, de la sociedad; es decir, completar la obra de Dios. La profesión es el camino al cielo, para decirlo con una frase fácil de comprender. La maldición divina al primer hombre, “ganarás el pan (trabajarás) con el sudor de tu frente”, fue dada vuelta por la reforma y transformada en “camino de perfección”.23

Dice Max Weber en su famoso estudio sobre el “espíritu” del capitalismo:

Evidentemente, en el vocablo alemán “profesión” (beruf) (…) existe por lo menos una remembranza religiosa: la creencia de una misión impuesta por Dios. (...) En cualquier caso, lo nuevo, de manera absoluta, era que el contenido más honroso del propio comportamiento moral consistía, precisamente, en la conciencia del deber en el desempeño de la labor profesional en el mundo. Esa era la ineludible secuela del sacro sentido, por así decir, del trabajo y de lo que derivó en el concepto ético-religioso de profesión: concepto que traduce el dogma extendido a todos los credos protestantes, opuesto a la interpretación que la ética del catolicismo divulgaba de las normas evangélicas en praecepta y consilia y que como única manera de regirse en la vida que satisfaga a Dios acepta no la superación de la moralidad terrena por la mediación del ascetismo monacal, sino, ciertamente, la observación en el mundo de los deberes que a cada quien obliga la posición que tiene en la vida, y que por ende viene a convertirse para él en “profesión”.24

En el lenguaje del Marx joven —con el que hacemos contrapunto en este escrito—, sería un caso perfecto de “falsa conciencia”. El trabajo alienado se sublima en la propuesta profesional, en la perfección, puntualidad, rigor, y en la idea de una retribución ascética que se posterga al más allá. Una vida ordenada, dedicada al trabajo se compensará con la “gloria eterna”.

El Código de la decencia

La idea de “decencia” se relaciona con la de profesión. Las personas decentes, se dice, se afirma y se cree, son aquellas que justamente trabajan de modo ordenado, consciente, respetuoso de sus mayores y de las jerarquías. La apariencia además es de una persona decente. Esto significa signos exteriores acordes con estas ideas: limpieza, cabellos cortos y bien ordenados, ropa bien planchada, corbata o, en el caso campesino, camisa blanca abotonada, y así según las costumbres.25

Cada sociedad y sobre todo las sociedades populares tienen su “Código de la decencia”. Es un conjunto de ideas, imágenes, cuidados, gustos y símbolos que expresan lo que es una persona decente y no decente. Una persona digna de consideración social, éticamente irreprochable, y por tanto valorada socialmente. La valoración social se refleja como un espejo en la autovaloración, autoestima; en fin, en una cantidad de valores de la mayor importancia social.

En el estudio citado, realizado en base a entrevistas, se observaba que a pesar de que el trabajo por cuenta propia, por ejemplo vendedor de super8 (un chocolate o galleta famoso en los noventa que se vendía en los autobuses y cruces de calles), retribuía más que el trabajo asalariado, este último era considerado como más decente. Por razones éticas, se prefería un trabajo menos remunerado a otro lleno de incertidumbres y en el borde de la marginalidad o incluso de la delincuencia. Las entrevistas señalan por ejemplo la importancia de que los vecinos vean la persona saliendo de casa temprano en la mañana rumbo al trabajo. En cambio el ambulante duerme hasta tarde y se levanta sin arreglarse al modo operario; por el contrario, busca una tenida deportiva pobre, de modo de correr entre los autos vendiendo sus productos.

Es interesante analizar que estos estudios de los años ochenta y noventa realizados en Santiago de Chile mostraban un fuerte componente de la ética de la clase obrera minero-industrial; fragmentos aún no demolidos de lo que fue el largo proceso de formación de la clase obrera chilena, the making, en la voz de W.P. Thompson.26 Por cierto que estas ideas no fueron tomadas en cuenta por los gobernantes, y ni siquiera fueron consideradas estas variables de tanta importancia en el futuro.

 

Con el paso de los años ese Código de la decencia se fue esfumando y ganó crecientemente sobre todo en los jóvenes el “Código del consumo”, y por tanto sin importar demasiado el origen de esos recursos e ingresos. Ya no importaba mucho si se vendía en el mercado de los microbuses, callejero, o se vendía cualquier cosa. Lo que comenzó a importar fueron las zapatillas que se usaban, por cierto de marca y caras, los pantalones abombachados, las camisetas estampadas; en fin, con el tiempo los celulares que se usan, esto es, las baratijas de la modernidad. De los super8 se pasó a vender cualquier mercadería y por cierto las que entregan mayor ganancia, como las drogas.27

Podríamos aventurar que una de las características del capitalismo tardío es la paulatina pérdida del concepto de profesión. El levantarse temprano que algunos predican aún como central es una fantasía casi ridícula, ya que es de todos bien conocido que las grandes fortunas no se han hecho por exceso de madrugación.

La liquidación de la conciencia obrera en el período del capitalismo tardío, esto es, de la conciencia colectiva de la explotación del trabajo (plusvalía), ha conducido a reacciones políticas en las antípodas de las conductas clasistas aventuradas por ejemplo por Carlos Marx. La votación inglesa del Brexit o el soporte de Donald Trump en las antiguas clases minero-industriales desmanteladas ya es un fenómeno bien analizado.28

Habría que concluir que tanto la pérdida del concepto de profesión y su derivada criolla, la decencia, están ligadas directamente al aumento del sentimiento y concepto de abuso. Es indudable que hemos asistido, en los últimos 30 años sobre todo, al desplazamiento de la centralidad del trabajo productivo, del trabajo industrial con las consecuencias éticas más profundas y por consiguiente con cambios muy radicales en las sociedades.29

Salarios en disputa

El salario está determinado por la lucha abierta entre capitalista y obrero. Necesariamente triunfa el capitalista. El capitalista puede vivir más tiempo sin el obrero que este sin el capitalista. La unión entre los capitalistas es habitual y eficaz; la de los obreros está prohibida y tiene funestas consecuencias para ellos. Además, el terrateniente y el capitalista pueden agregar a sus rentas beneficios industriales, el obrero no puede agregar a su ingreso industrial ni rentas de las tierras ni intereses del capital. Por eso es tan grande la competencia entre los obreros. Luego solo para el obrero es la separación entre capital, tierra y trabajo una separación necesaria y nociva. El capital y la tierra no necesitan permanecer en esa abstracción, pero sí el trabajo del obrero. (Carlos Marx. Primer Manuscrito)

La imagen del cuenta-propista e innovador

Se supondría —Marx dixit— que Robinson Crusoe es la imagen de la no alienación, del hombre libre en una isla, del self made man. Marx se burla y los llama “robinsonadas”.

La suposición es fuerte y está nuevamente de moda. Hoy se los denomina “innovadores/as” y a la actividad comercial, “emprendimiento”. Se diría que en la medida en que a la persona nadie lo manda en forma directa, que trabaja por su cuenta, y sobre todo que innova, inventa ejerce su creatividad, que realiza un “emprendimiento”, para utilizar un término que está muy en boga; en ese sentido, no habría alienación del trabajo, o a lo menos no existiría ese sentimiento como elemento central de movilización.

La experiencia del campesinado es clave para comprender este asunto. Marx, en su libro conocido como El 18 Brumario de Luis Bonaparte, trata muy mal a los campesinos y les dice que son como “un saco de papas”, es decir, no hay colectivo, solo son un agregado semejante a las papas. No habría allí conciencia de clase, ni en sí, ni para sí, ya que tienen su alma dividida: son patrones y trabajadores de sí mismos al mismo tiempo. Sus conductas sociales y políticas han cambiado y caminado en zigzag a lo largo de la historia, como es de toda evidencia.

Esta aseveración no hace mejores a los obreros industriales o mineros, al proletariado, con supuesta conciencia de clase, en su actuación social y política. En 1847/48, Marx no tenía por qué suponer que esas clases obreras surgentes y revolucionarias terminarían hoy en día en posiciones tanto o más reaccionarias que los campesinos. Una corriente importante en la política occidental consideró que la existencia de una gran masa de propietarios pequeños, campesinos sobre todo, sería un freno a los extremismos y sobre todo al comunismo; una suerte de garantía de la democracia en el decir gaullista francés. De allí la historia de subsidios, apoyos estatales, etc.

Es otro caso de falsa conciencia. El cuenta-propista, comerciante pequeño por ejemplo, puede que no “vea ni sienta”, que el fruto de su trabajo se enajena, se va a otro lado y se le vuelve en contra, pero rápidamente comprenderá que la cadena de comercialización lo lleva a una situación de intercambio desigual, y, por ejemplo, que el sistema bancario financiero lo explota y esquilma, en fin, que hay también una suerte de desposesión, para seguir con la idea de David Harvey, que enriquece a unos y empobrece a los otros, siguiendo la tesis marxológica de la concentración creciente de los medios de producción y la pauperización relativa de los asalariados y, en este caso, los cuenta-propistas. Las ilusiones campesinas de trabajo con lo propio y prosperidad asegurada se golpean frente a la evidencia. Chile es un caso extremo y expresivo de esta situación. Las campañas pro pymes y los programas de innovadores individuales que se van a hacer millonarios duran lo que un vaso de agua en un canasto. Es el afamado cuento campesino de las “picanas”.30

La desocupación como abuso y al mismo tiempo alienación extrema

Y la otra derivada es la desocupación ya no solamente de los migrantes, sino que también de las poblaciones locales que salen o son expulsadas de los mercados de trabajo.

El capitalismo tardío se ha caracterizado por la mala distribución de las ofertas laborales y sobre todo por la precarización de los puestos de trabajo. Los estudios realizados en la zona sur de Santiago de Chile muestran que los abuelos y abuelas trabajaban (sobre todo mujeres) en las industrias textiles (Yarur, Hirmas, Said, etc.), los padres después de una larga cesantía trabajan por cuenta propia y parcialmente en obras públicas (peones de pala y picota) y los hijos no trabajan ni estudian, los conocidos como “ninis”.

La historia es bien conocida. Un campesino de subsistencia y mercado a la vez debía saber una cantidad de asuntos que hoy día ni siquiera son capaces de ser manejados por el nivel universitario. Debía, nuestro campesino o artesano, saber de meteorología indispensable para las siembras, saber de semillas y variedades de cultivos, conocer los tiempos por cierto y manejar las señalas del mundo simbólico religioso, sin el cual no era posible que la producción prosperara. Cultura, como es bien sabido, viene de la palabra cultivo y el primer libro o poema escrito, según se dice, fue Los trabajos y los días, de Hesíodo.

En la medida en que la división técnica del trabajo aumentó, la especialización fue ganando terreno hasta llegar a la primera gran modernidad del siglo XX (Charles Chaplin en Tiempos modernos), en que el trabajo en cadenas de montaje condujo a la parcialización casi completa del conocimiento. Un gerente de un viñedo de Aconcagua, al norte de Santiago, nos señaló en una visita con mis estudiantes que “no le gustaba la gente con iniciativas”, que el trabajador debía obedecer ciegamente lo que se le ordenaba en el trabajo. Y “sin pensar” agregó.

No hay fruto directo del trabajo individual, ni en equipo, y por lo tanto el mismo concepto clásico de trabajo alienado se disuelve en un colectivo abstracto y anónimo de la cadena de montaje. Por tanto ha variado el concepto, las sensaciones y emociones ligadas a la experiencia directa del trabajo.

La especialización que ha caracterizado a los procesos productivos del fordismo y posfordismo se ha entrometido en áreas que no necesariamente aumentan la eficiencia y más bien, por el contrario, rompen el carácter holístico necesario del saber y pensamiento humano. Dos casos. En la medicina se ha llegado al extremo de las especializaciones, tanto que a los médicos se los denomina especialistas. Cada uno de ellos se preocupa y dedica a una parte de la anatomía del cuerpo, de su fisiología, en fin, su especialidad. Se echa de menos hoy en día el médico general que se ocupa del conjunto armónico del cuerpo y de su evidente relación con el “alma”, esto es, lo psíquico. Es por ello que se está produciendo un regreso a sistemas de salud que se caracterizan por trabajar en el equilibrio corporal.31

Algo semejante ocurre en el ámbito académico, en el que la hiperespecialización se está transformando en una barrera al conocimiento. Cada disciplina pone murallas artificiales con la vecina y desata un caudal de subdisciplinas, entidades asociadas, revistas especializadas; en fin, conglomerados encerrados en sí mismos y con lenguajes crípticos inentendibles para los no iniciados. Si a eso se agregan los sistemas de promoción académica que favorecen y exigen la especialización ad nauseam, tenemos un sistema científico-técnico que es eficiente por un costado y hace agua por el otro, como es de toda evidencia en la actualidad pandémica del mundo.

El abuso en los cuerpos

El período que estamos estudiando tiene en el movimiento feminista uno de los elementos centrales, sino simplemente el central. En Chile ha habido una revolución de los cuerpos femeninos y masculinos. Hasta hace unos años era un tema de un grupo de activistas feministas y con el paso de estos años se ha transformado en fuente de transformación profunda de las bases sociocultural de la sociedad. Lo que ocurre con los desplazamientos en el ámbito del trabajo es parte de un cambio de perspectiva en todos los terrenos y sobre todo en el denominado de “género”. Hacer del propio cuerpo un ente autónomo es quizá uno de los cambios epocales más profundos que estamos viviendo: derecho a la salud reproductiva, a cambiar de sexo, a tatuarse la piel y, por cierto, el derecho al buen morir y disponer de su cuerpo a como le parezca al sujeto, sea este hombre o mujer o trans.

Se ha producido un desplazamiento desde el producto enajenado al cuerpo alienado por el cansancio, la mala calidad ambiental, las largas horas de la jornada, los medios de transporte excesivos; en fin, todo aquello que supera la simple fatiga.32

La sociedad y el Estado, sobre todo, en este período no tienen derecho a inmiscuirse en los asuntos corporales. Desde siempre quizá que el Estado —todos los Estados— era custodio del cuerpo humano, dictaba reglas de higiene, prohibiciones de todo tipo (sobre todo a las mujeres); en fin, los cuerpos eran de una u otra manera construidos por el Estado.

Desde el cambio ocurrido en estas últimas décadas, y sobre todo en estos años recientes, se critica la capacidad del Estado de actuar en estos ítems denominados como valóricos por la prensa. No cabe mucha duda de que se trata de uno de los ejes —si no el eje— más significativos de la nueva cultura postindustrial.33

En entrevistas realizadas hace ya unos años a mujeres jóvenes del campo, nos llamó la atención que las frases repetidas eran: No quiero tener el cuerpo de mi madre (gordura producto de pariciones múltiples y el trabajo de sol a sol), y también, me aburrí de trabajar con el poto pal sol, cuando se debe agachar a plantar, cosechar, etc.

Resultado de ello son las migraciones en busca de trabajos limpios. Aunque el salario sea mayor en las cosechas, se prefiere el de cajera en un supermercado o asuntos semejantes en que no se está en condiciones de violencia corporal. Si a ello se agrega una ampliación evidente de la cobertura educacional formal, una mayor exposición a la enseñanza secundaria e incluso superior, se comprenderá por qué hay sectores juveniles que no aceptan ciertos trabajos, no tanto por el salario, sino por las consecuencias que tiene sobre los cuerpos.

El síndrome del consumo infinito

La derivada siguiente es la que se refiere a las remuneraciones que no permiten acceder a las expectativas de consumo que plantea la sociedad en su conjunto y sobre todo el sistema de comunicaciones (publicidad sobre todo), basado en el concepto de consumo infinito.

 

Quizá en este concepto reside un elemento que caracteriza al capitalismo tardío del que estamos hablando. En este caso, el rasero de la explotación no está en la relación entre productor y producto alienado, sino entre el trabajador (como productor puede ser también...) y el consumo deseado y esperado.

Se trata de un nivel general de consumo establecido históricamente (como siempre ocurre por lo demás) por el conjunto de la sociedad y bajo del cual no es posible incluso vivir. La canasta de consumo básico está llena de elementos simbólicos y comunicacionales que tienen tanta o más importancia, hoy por hoy, que la alimentación misma (sobre todo la sana).34

El traslado de las contradicciones a la esfera del consumo es un hecho de la causa. Por cierto que hace ya ciento y tantos años era impensable esta dimensión e, incluso, Carlos Marx dejó el tema de la distribución y consumo para el final, ni siquiera se lo tocó en El Capital de manera profunda.

Si bien como se ha dicho, tanto el concepto de trabajo alienado como el de abuso se traslapan, es este último el que se entronca con mayor profundidad con el consumo. La noción postindustrial del consumo sin límites, del extractivismo sin medida, de la acción violenta contra la naturaleza, se confronta hoy día con las pandemias, la sinrazón de un mundo anclado en estas ideas propias de un neoliberalismo trasnochado y sobre todo irresponsable.

En el libro La comunidad perdida y en los siguientes libros de la serie, acuñamos el concepto de modernización compulsiva, ya que nos dimos cuenta muy tempranamente de que la sociedad chilena salía del período dictatorial altamente traumatizada y que buena parte de ella, sino toda, quería dar vuelta la página, como dijo un Presidente explícitamente. Adquirir aparatos modernos, modernizar la vida cotidiana, consumir la modernidad fue el escape “hacia adelante”, de modo de olvidar lo que se había vivido en los casi 20 años de dictadura. El mal fue el símbolo de este período.35 Un enorme espacio controlado, climatizado, donde se puede comer en un patio de comidas alimentos rápidos, productos etiquetados en inglés y que aparecen en las películas: hamburguers, cheese cake, Pizza Hut, y todo tipo de combinaciones criollas, adaptadas a los sabores locales.36 El consumo de “las baratijas de la modernidad” fue la promesa de Pinochet el año 1980 cuando ganó el plebiscito para aprobar la Constitución.37 Fue la promesa incumplida que lo llevó a perder el segundo plebiscito, en el cual ganó la opción del No, que lo obligó a dejar el ejercicio del Gobierno y mantenerse como jefe del Ejército y senador designado. La promesa del ochenta no se cambió y se le dio un nuevo significado: el consumo de la modernidad permitiría olvidar las atrocidades cometidas por los militares. Esta opción, quizá poco consciente, permitió que los civiles pasaran olvidados en la larga coyuntura, que los empresarios se adaptaran rápidamente a las nuevas circunstancias y que un proceso de “chorreo” llegara a amplias capas de la población, permitiéndoles participar en los beneficios de la modernidad. Para los ingenuos, Chile se modernizó rápidamente con la nueva democracia alcanzada.38Sin embargo, lo que hemos afirmado en estos textos es que la modernización en las cosas es muy diferente a la modernidad en las mentes y culturas, la que en este largo período se mantuvo incólume e incluso retrocedió a períodos de mayor segregación. Una sociedad de castas ocultas, como la hemos denominado, con celulares y computadoras. Con comida rápida y sistemas de delivery por doquier. Pero como todas las cosas tienen una acción y reacción, lo que no se percibió es que esa modernización compulsiva conduciría a un nuevo proceso de conciencia social, diferente al anterior pero lleno de potencialidades. De eso es lo que estamos hablando en este capítulo.39