La comunidad sublevada

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Tercera digresión:
La sublevación de los otros

En medio de esta Pandemia y en el marco de esta “revuelta” estamos asistiendo a un aumento significativo de la delincuencia. Las pantallas de la televisión están llenas de “portonazos”,58 asaltos a mano armada, disparos con armas largas, acusaciones de narcotráfico; en fin, se ha disparado en la sociedad chilena el delito duro59 y la prensa ha hecho que este fenómeno aparezca en forma destacada y escandalosa.60¿Cómo explicar la concomitancia de estos procesos?

A riesgo de ser acusado de ingenuidad cómplice podemos hacer una breve alusión a este fenómeno de la mayor importancia en la vida cotidiana de las personas. Ya el lector se habrá dado cuenta de que nuestra hipótesis de la relación entre abuso y sublevación camina por dos senderos: uno es el de la política y los movimientos sociales de cambio, el lado que hemos llamado positivo, y el otro va por un lado contrario, que como espejo hace lo mismo pero sin el sentido de cambio, sino solamente de lucro personal, de prestigio personal, y en el que las solidaridades se transforman en organizaciones mafiosas. Si en un caso los sublevados se unen a partidos políticos, organizaciones sociales por ejemplo, en el otro se unen a bandas armadas. Destruir la sociedad e incluso destruir la propiedad en uno y otro caso son propuestas paralelas, con propósitos diferenciados radicalmente. Hay quienes, desde muchas posturas político-teóricas, no considerarían tan descabellados esos paralelos. De hecho, no es tan extraño que en las cárceles se hayan producido cambios de uno a otro sentido. Malcolm X, por citar un caso emblemático, era un preso común que conoció al líder de los musulmanes negros de Estados Unidos que estaba encarcelado por ser objetor de conciencia y no ir a la guerra de Corea. Se cambió de bando, se podría decir, y salió como uno de los mayores líderes de la negritud en ese país.

En las cárceles de La Araucanía los gendarmes de las cárceles o Gendarmería tienen claridad en estos asuntos y separan a la población penal acusada de delitos comunes, de aquellos que denominan “comuneros”, que aunque acusados de delitos que podrían ser considerados comunes, por ejemplo incendio de camiones, bosques o cosas de esa naturaleza, son considerado como “políticos”. La discusión de los gobiernos acerca de si hay o no presos políticos mapuches la resuelven en forma práctica los gendarmes que están encargados de cuidarlos. Incluso los días de visita de los familiares son diferenciados, ya que perciben que se trata de personas de entornos sociales muy diferentes.

Algo semejante ocurre en las cárceles en que se encuentran los jóvenes acusados de delitos en el contexto de las protestas y revueltas de este período. Los gendarmes señalan que es necesario separarlos por el peligro de “contaminación” de la población penal ordinaria. La conducta carcelaria comprende que los presos políticos pueden fácilmente relacionarse con los comunes y darle contenido quizá a su acción delictual. Que es un delgado hilo el que separa ambos sectores.61 Complejo asunto sin duda.

Más complejo aún es observar que las solidaridades populares son cruzadas. Hemos seguido por las redes varios funerales de personas consideradas héroes, habiendo sido catalogadas por la policía y el Ministerio del Interior como delincuentes o directamente narcotraficantes. Lo que llama la atención es la masividad de esos funerales, los que van acompañados de disparos (incluso de ametralladoras) de fuegos artificiales, de música muchas veces. Se los entierra como héroes tanto a quienes han muerto en enfrentamientos, como aquellos que como varios casos han muerto de la peste actual. Hay sin duda categorías ético-morales y códigos de conducta muy serios y estrictos. A los que han cometido femicidios y sobre todo a los que han violado niñas o niños pequeños no se les perdona. Un caso brutal ocurrió hace poco en que un delincuente acusado de violar a varias mujeres de modo bastante brutal pasó a la cárcel. El primer día que fue sacado al patio lo mataron de una cuchillada. Nadie supo nada, al igual que el famoso Fuenteovejuna lo hizo.

La revolución de las expectativas crecientes

Cuánto querrá el dios del cielo

que la tortilla se vuelva

En los años sesenta numerosos intelectuales hablaron de la “revolución de las expectativas crecientes”. Mi profesor de antropología social, Ismael Silva Fuenzalida, había estudiado en Estados Unidos donde la denominada “Curva de Davies” era muy famosa y la aplicó para varios casos latinoamericanos. Sus trabajos son sin duda interesantes a la luz de lo que ocurre hoy día. Hemos hecho algunos estudios empíricos, no todos los que quisiéramos, en diferentes partes del país con estas ideas en los últimos años. Se trata de comprender lo que los jóvenes de diversas situaciones aspiran.

No podemos generalizar, pero en un espectro de mucha diferencia comprobamos un cambio profundo en el horizonte de expectativas de los jóvenes. En jóvenes de poblaciones de Santiago se ha producido un cambio en la percepción puramente de “falta de oportunidades”. Las culturas juveniles suburbanas de hasta hace 10 años eran cerradas. No se vislumbraba alternativa y el horizonte era exclusivamente de “patear piedras”. En los últimos años, los estudios muestran una mayor ambigüedad. Se continúa con claves propias de un subsistema cerrado y en torno del cual hay que fortalecerse, pero al mismo tiempo se percibe con algún grado de contradicción que, con un golpe de suerte, se podría transitar a una situación educacional promisoria. En los últimos 10 años se ha perforado la sociedad de castas existente en Chile, en especial la sociedad de castas urbanas. El “Lalo” de los Panteras Negras de Huamachuco, con sus canciones duras y cerradas, no interpreta en forma completa ni compleja las situaciones contradictorias que se han abierto fruto de la “revolución de las expectativas crecientes”.

En los pequeños pueblos, con diversas tesis62 se ha estudiado el cambio en las expectativas de los jóvenes. No son expectativas desatadas e ingenuas, pero sí contienen una alta intención de salir de la situación en que han vivido sus padres. Todas y todos los jóvenes consideran obviamente que hay que concluir la enseñanza media y que hay que pasar a la universidad. Hay un porcentaje que se autolimita a los institutos técnico-profesionales, pero la aspiración generacional es de salir del pueblo, estudiar y ser profesionales.

El caso de la juventud mapuche es quizá el de mayor transformación en los últimos años. Colaboran a ello las becas indígenas y diversos apoyos para los estudios superiores. Hasta hace 10 o 15 años, en especial las mujeres mapuches jóvenes tenían como salida del campo el trabajo doméstico en las ciudades; parecida era también la situación campesina. Esta aspiración colectiva ha ido cambiando de un modo radical. No es que muchas jóvenes no se vean obligadas a buscar trabajo doméstico, pero la aspiración generalizada es continuar con los estudios a nivel superior incluso trabajando de empleadas domésticas para financiar esos estudios. El aumento exponencial de las matrículas de jóvenes mapuches en las universidades así lo demuestra y constituye el modelo aspiracional que posibilita la constitución de un imaginario claramente diferente. Si además se ha constituido el hecho de que no es contradictorio estudiar y ser mapuche, exponer su identidad en forma abierta, el discurso de las expectativas se multiplica.63

En jóvenes campesinos y sobre todo en jóvenes campesinas hace años se abrió un camino de salida de la situación rural o pueblerina, vía integración a las Fuerzas Armadas. La importancia social, en cuanto prestigio, de la alternativa mujer carabinera, mujer militar, mujer incluso gendarme no ha sido bien aquilatada en los estudios sociales. Esta imagen, que para una mujer joven de clase media urbana es inocua, para una joven de un pueblo como San José de la Mariquina es de un atractivo increíble. En ese pueblo tuvimos oportunidad de realizar un estudio en que la totalidad de las niñas de cuarto medio aspiraban a presentarse a esas plazas. Todas ellas veían con terror no alcanzar la “altura”, esto es el tamaño, exigido por las instituciones militares.

Las familias se ilusionan. Se hacen partícipes de esta “revolución de las expectativas”, muchas veces a pesar del escepticismo de los más viejos. Estos saben de sobra que muchas veces la ley de la vida es que los hijos sigan las huellas de sus padres y que la sociedad chilena se ha caracterizado siempre por la falta de expectativas, la ausencia de movilidad social, la sociedad de las “castas escondidas”. “Todos somos iguales, pero no todos somos iguales, mi Señor”, se dice en el campo.

Quizá el cambio ocurrido en las expectativas, es una hipótesis, de los últimos 10 años, por poner un período, no solo ha comprendido a las clases medias (medias medias) y medias altas, sino que también ha abarcado a las clases medias bajas, sector altamente amplio y difuso de nuestra sociedad. Sectores calificados por los analistas de mercados como “bajos” han ingresado en estas dinámicas ascendentes de expectativas crecientes, tanto para ellos como para sus hijos especialmente.

La educación superior ha sido una palanca tanto para provocar ese proceso, como para satisfacerlo de una manera parcial, muchas veces frustrante, la mayor parte de las veces mentirosa. Es lo que explica que en ciudades intermedias del país hayan florecido, o más bien crecido como callampas (muchas de ellas venenosas), decenas de sedes universitarias de dudosísima calidad, institutos profesionales, vendedores de ilusiones; esto es, un mercado de ofertas imaginarias que tiene en estos sectores un público adicto. Porque la mayor parte de estos sectores no tiene siquiera la alternativa de competir en “las grandes escuelas”, las “grandes ligas” de la educación chilena, y deben contentarse con esas instituciones que no exigen puntajes de ingreso, que cobran a su antojo y venden todo tipo de promesas, muchas veces no cumplidas o imposibles de cumplir.

 

Es por ello que la revuelta estudiantil es lo que asoma del iceberg, por decirlo con una imagen conocida. Es la expresión de un fenómeno societal, se podría decir, mucho más extenso, más complejo, más duro también. Es la crítica a la “sociedad de castas chilena”.

Las sociedades de castas justamente son aquellas en que las expectativas no son ni crecientes, ni insubordinadas. Gracias a la represión, a la convicción religiosa, a diversas otras formas de manipulación, cada casta considera que el destino le otorgó un lugar en la sociedad y que sus hijos seguirán, a veces honestamente y con dignidad, en el mismo lugar designado. Son sociedades conservadoras. Las élites se reproducen en sus propios espacios; construyen lazos matrimoniales y comerciales; se protegen, se apropian de los símbolos de la patria, de la religión: son los “mandarines” y “brahmanes”. Por su parte, los dalits, nombre hindú para designar a los “parias”, están fuera del sistema, marginados, se ocupan del trabajo físico, son los servidores. En todas estas sociedades conservadoras y de castas, las élites se ven en la obligación de preocuparse de los servidores, que no se lleguen a la inanición; la caridad en el mundo musulmán, la misericordia, es mucho más exigida incluso que en el mundo católico. La limosna es parte integrante de las sociedades de castas. Por ello “bajan” de sus aposentos a darles comida a los pobres, sabiendo que de esa manera los servirán mejor y ellos, misericordiosos, se irán a los cielos con mayor velocidad. Homo hierarchicus escribió el afamado antropólogo Louis Dumont. Una sociedad en que las jerarquías están claramente marcadas.

Chile ha sido una sociedad altamente jerarquizada, una sociedad de castas ocultas. ¿A quién le puede caber duda? ¿Quién no se fija y no se ha fijado en los apellidos de los chilenos? ¿Alguien creerá que en Chile nadie se fija en la “pinta”; esto es, en el fenotipo europeo de quienes van a buscar trabajo?... No vale ni la pena argumentar. Cuando hacemos historias de vida en nuestros cursos de antropología, vemos cómo se reproduce la pobreza por generaciones y generaciones. Los bisabuelos en el campo, en el peonaje, inquilinaje, en la miseria rural. El abuelo que migró en los años cuarenta a las poblaciones miserables de las orillas de Santiago. Los padres que salieron a trabajar de muy jóvenes en la construcción y así continúa la reproducción sin cesar. Hace 10 años, del liceo de la comuna de Tirúa solamente un solo egresado había ingresado a la universidad: uno solo. Esas son castas. Situaciones sociales inamovibles.

Podríamos decir por lo tanto, para concluir este párrafo y esta idea, que lo que estamos viviendo en estos días es la crítica más violenta a la sociedad de castas chilena. A esta sociedad de las castas ocultas.

Un modelo teórico

El centro de esta propuesta teórica, “la revolución de las expectativas crecientes”, era el siguiente, en una versión por cierto libre y personal: cuando hay un período muy largo de crecimiento económico, sea cual sea su carácter, se produciría una suerte de dinámica social ascendente. Las expectativas dormidas por la certeza de no poder cambiar la situación de vida, económica, social, de participación, en fin, ni siquiera en los hijos despiertan. Hay sociedades en que la mayoría vive en la subsistencia y hay una cierta evidencia aprendida de que esa situación no cambiará radicalmente. Sus padres y abuelos fueron campesinos por ejemplo, y probablemente los hijos y los nietos lo serán. Eso se asume y surgen muchas veces culturas de la sumisión y aceptación, en las que, además, las religiones juegan un papel central en esos casos, como hemos anotado en este texto. Vivimos en un valle de lágrimas, se dice, y se espera que “la movilidad social ascendente” se produzca exclusivamente en el más allá, en el cielo. Ahí recién seremos todos iguales, hijos de un mismo Padre. Pero cuando comienza a haber cambios económicos profundos, modernizaciones, transformaciones y por largo tiempo en la sociedad, esas mismas personas, amplios sectores sociales, inician un proceso lento pero sostenido de crecimiento de las expectativas. Quizá si el crecimiento es desigual el fenómeno puede ser más fuerte aún. Por cierto que son los sectores medios los que mayor exposición tienen a estas transformaciones. Quienes han vivido por mayor tiempo en la pobreza poseen un mayor escepticismo. Esa es la primera parte de la ecuación.


La segunda es que las expectativas crecientes dibujadas en un plano de doble entrada son como una diagonal que saliendo del punto cero, el vértice inferior, se desplaza recta hacia un punto imaginario infinito. Rompiendo con la rutina de lo repetido por generaciones, las expectativas no tienen por qué tener límites: ¿Y por qué no? Es el núcleo reflexivo de las expectativas crecientes…, ¿o por qué no yo?, más preciso aún. El fenómeno, de indudable carácter democrático, penetra al conjunto de la sociedad y se transforma en un fenómeno colectivo. Esta recta, deberíamos agregar, es y ha sido la base de todas las transformaciones democráticas en todas las sociedades. Estas expectativas tienen que ver no solamente con lo económico, sino principalmente con lo igualitario, con la ciudadanía; con la participación. Sociedades de castas donde las masas empobrecidas no tienen expectativas más que parciales y acotadas a lo posible son, por lo general, de muy bajo nivel de ciudadanía y de alto nivel de explotación. Esa es la segunda parte.

En Chile, según el cuadro que presentan los profesores de la Universidad de Chile Félix Ordóñez e Ignacio Silva, ocurrió una curva casi idéntica a la señalada de Davies, como se ve en el gráfico adjunto.64 Los autores denominan al fenómeno “brecha recesiva” (barras de color gris en el gráfico), lo que no es muy diferente a lo que venimos discutiendo.

Por cierto que estas prevenciones de los economistas críticos y de sectores empresariales afectados no son de conocimiento generalizado, pero se reflejan en disminución de la dinámica de empleo, de los salarios, etc., elementos recesivos en una sociedad que por más de dos décadas estaba acostumbrándose a un crecimiento económico sostenido. Sin ser ni mecánicos ni economicistas, cabe poca duda de que es un elemento subterráneo del malestar generalizado, de las movilizaciones, en fin, de lo que ha ocurrido en estos años en el país.

Es por ello que la tercera parte de la ecuación se pregunta acerca de lo que ocurre en situaciones de ruptura del proceso de crecimiento exponencial señalado. Allí la diagonal de las expectativas sigue derecha hacia el infinito y la curva del crecimiento o se achata y/o comienza a descender65. Ahí se produce un “hiato”, que en un primer momento es aceptado, ya que siempre hay un trecho importante entre realidades posibles y expectativas. Pero llega un momento en que se abren ambas líneas, el gap (brecha) intolerable de Davies; esto es, una diferencial, una “brecha”, entre expectativas y posibilidades reales de concretarlas que la sociedad no soporta. A medida que crecen las economías —y si crecen deformes es peor—, este “hiato” se puede hacer cada vez más profundo. Bueno es señalar en este momento que estos fenómenos son de una alta complejidad simbólica. Son representaciones colectivas y no son reductibles a cifras. Un ministro de Hacienda puede mostrar “que crecemos” más que cualquier otro país de América pero ni es creído y quizá exacerba el gap intolerable.


Fuente: Félix Ordóñez e Ignacio Silva, artículo citado.

La conclusión, o primera derivada de la ecuación anterior, señalaba que en ese momento, en ese espacio virtual, pero también real e histórico, se producirían con más facilidad disturbios sociales o revoluciones sociales. Muchos otros autores, como Charles Tilly, han tratado de complejizar más este fenómeno y sobre todo quitarle su carácter fuertemente psicologista. Por ejemplo, va a depender ese gap intolerable de la memoria colectiva (Hallwachs) de esa sociedad, como lo analizamos en el capítulo segundo de este libro; del peso que ha tenido el desarrollo anterior (path dependency); de la existencia o no de actores sociales y políticos constituidos, como ya lo analizaba Trotsky al evaluar la revolución de 1905 (en su obra 1905: Resultados y perspectivas); de las ideologías y fortalezas de los movimientos sociales (Touraine), en fin, una multiplicidad de hechos que han analizado las ciencias sociales.

Esta teoría tiene cierta base empírica o por lo menos así se lo ha pretendido. Hay estudios que han mostrado que los procesos revolucionarios, tanto en la historia larga de la modernidad como en América Latina, no se han producido en períodos de depresión económica, sino por el contrario en momentos de auge y crecimiento. En esos períodos se produce una mayor confianza en la acción pública. Comparaciones entre altas tasas de ocupación y acciones colectivas son reales. Los trabajadores tienen más confianza en que no perderán sus trabajos. En cambio la situación contraria es muy común: altas tasas de desocupación inhiben la acción colectiva.

La segunda derivada, que es más compleja, señala que en muchos de estos casos las explosiones sociales comparten, por un lado, el objetivo de obtener el logro de esas expectativas insatisfechas y, por otro lado, la conciencia de que para hacerlo se debe cambiar el conjunto de la ecuación. En particular cuando se percibe que la curva del crecimiento económico nunca logrará alcanzar o a lo menos ponerse en paralelo con la de las expectativas. El gap intolerable es por lo tanto la fuente subjetiva de las propuestas radicales de cambios estructurales. Es lo que se afirma normalmente. Con este modelo económico no se llega a ninguna parte… esto es, no se pueden satisfacer las expectativas creadas por el propio crecimiento económico. En este punto no estamos diciendo nada demasiado diferente de lo que Carlos Marx avizoró para el capitalismo: la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas —el crecimiento económico— y las relaciones de producción —la situación de empobrecimiento de las clases sociales, la ausencia de participación en los beneficios de las personas y grupos en una sociedad— provocaría las condiciones revolucionarias y la caída del capitalismo.

Y la tercera derivada, mucho más discutible, pero interesante y determinante en los estudios sobre el cambio social, desde la Revolución Francesa hasta hoy, es que este fenómeno explicaría por qué los procesos revolucionarios, al no poder satisfacer las altas expectativas, rápidamente pasan de una primavera en la que “florecen mil flores” a un período marcado por la necesidad de autoridad de modo de contener la situación imaginaria alcanzada. Habría que agregar que las grandes revoluciones triunfantes no ven otra alternativa que “suprimir” a las clases poderosas y “pudientes” de modo de alcanzar masivamente las expectativas acumuladas. Desde la Gran Revolución, como dice Kropojkin, el “terror” es una variable determinante. Agregaría, respetuosamente, así también la “restauración”.

Claro que hay una cuarta derivada. La represión y la depresión social. Si el crecimiento económico comienza a descender en forma relativa, también en forma semejante lo puede hacer la curva de las expectativas crecientes. Es la “privación relativa” de Davies. Esto es, la aceptación del no cumplimiento de las expectativas. Es lo que hay, se diría en nuestra jerga. Muchas veces, o casi todas, esa moderación en las expectativas es “a punta de palos”, y algo más que palos como lo sufrimos los chilenos de los setenta, cuando evidentemente se había producido una enorme revolución de las expectativas políticas y sociales de enormes sectores de este país. Así como estos momentos son de tipo revolucionarios, o con posibilidades de cambios, son también los típicos momentos represivos contrarrevolucionarios en que el sistema produce, a través de la fuerza, el ajuste entre expectativas y posibilidades de su logro en el marco estrecho e inmodificado anterior. Restauración es el nombre de estos procesos.

 

Chile inició un crecimiento económico sostenido (ni sostenible ni sustentable) el año 1997/8. Habían dado resultado, a su manera, los ajustes de todo tipo y el capitalismo criollo iniciaba una nueva fase de acumulación, en este caso despiadada y salvaje. Se constituyó en la sociedad chilena una cultura consistente en considerar que las modernizaciones valían por sí mismas, sin preguntarse cuál sería el sentido de las mismas. La modernización compulsiva tuvo con el cambio de gobierno desde la dictadura a la democracia una función profunda: ensamblar lo ocurrido en los casi veinte años anteriores de dictadura; lo que iba a ocurrir en los veinte años futuros de la Concertación de Partidos por la Democracia. Fue el horizonte político-cultural del país: Chile llegará a ser un país moderno y desarrollado en el 2000, luego en el 2010, ahora en el 2020, se dijo y se dice. Tranquilos, trabajen y esperen, ¡ya viene!, ya se vislumbra, nos dijeron y nos dicen. El horizonte, esa fina línea imaginaria que siempre se mueve más allá, como decía con tanta gracia en sus cuentos José Miguel Varas, y que nunca se podrá atrapar.

El consumo, como bien señaló Tomás Moulian, y la educación fueron los dos ejes del cambio cultural. Consumir aparatos y productos de la modernidad: dejar los “porotos con riendas” de la pobreza y pasar al pollo con papas fritas o a la “pizza de la modernidad” acelerada urbana, y luego al “suchi” que nutre de expectativas de globalización y sofisticación. Dejar el aislamiento de las comunidades encerradas y comunicarse primero por teléfonos celulares y luego por los mil medios digitales actuales. Adaptar el imaginario a las nuevas baratijas de la modernidad. Eso para quienes vivimos el instante. Y para los hijos, la promesa de una movilidad social ascendente a través de la educación, vista esta como instrumento de satisfacción de las expectativas crecientes desplegadas.

Ambos procesos conllevan una trampa. El consumo compulsivo comienza siendo un espejismo de libertad y termina en una realidad brutal de esclavitud. El pago permanente de las tarjetas de crédito es el ejemplo máximo y socorrido. Pero al mismo tiempo que muchos estratos se incorporan a esos consumos modernos, los de estratos superiores se “distinguen” consumiendo cada vez más productos, más caros y de mayor sofisticación. Como en la línea del horizonte, siempre se arrancan.

Y en la educación ocurre algo similar. La apertura masiva, sin duda de carácter democrático, de acceso amplio a la educación superior, por ejemplo, se ve atormentada por barreras extraeducacionales. Redes de clase, modos de ser y hacer, aspectos formales ligados al sexo, fenotipo o etnicidad. Cuando mi hijo llegue a ser médico… piensa una madre… pero no sabe que en ese momento la línea imaginaria del horizonte se habrá desplazado y el joven médico sin redes de clase deberá contentarse con el trabajo en un consultorio periférico. No hay nada peor que las políticas de igualitarismo supuesto, como la educación universal, en una comunidad fragmentada como la chilena, en que las barreras sociales quitan con una mano lo que la educación supuestamente da con la otra.

Pero, siguiendo el modelo de Davies, sin criticarlo demasiado en sus fundamentos, nos debemos preguntar qué hace que una sociedad pase de la “privación aceptada” al gap intolerable, la brecha intolerable en una traducción más próxima. Muchos deben ser estos elementos a considerar: se ha hablado de que en los últimos veinte años habría existido una mínima, pero simbólicamente eficaz, separación entre poder político y económico. Que al unirse ambos se cruzó el umbral de la tolerabilidad. De este tema tratamos más adelante. Un dato interesante de la Inspección nacional del Trabajo señala que en el primer semestre del 2011 ha habido más huelgas que en todos los veinte años anteriores. Quizá los sindicalistas que “no querían hacer olitas” se sintieron con las manos desatadas. Probablemente les ocurrió algo semejante a los estudiantes, que hasta los “pingüinos” demandaban moderadamente los cambios. Quizá los mapuches, con un grado mucho menor de integración al sistema, con más elementos de discriminación, se sintieron más libres de desplegar sus demandas sin complejos. Son hipótesis.

Pero la cuarta derivada de este esquema “daviesiano” es justamente la educación. La masividad en el acceso a la educación contribuye a una revolución de las expectativas crecientes mucho más amplia y sobre todo fundada. Ya no se trata de satisfacer esas expectativas mediante el consumo compulsivo, ahora se trata de algo vinculado mucho más estrechamente a la cultura, a la participación ciudadana, a los sentidos sociales profundos, esto es, a la política. La masificación de la educación superior, independientemente de su calidad, es uno de los factores determinantes, ya que allí se ubica el nudo de la transformación entre privación relativa e intolerable.

Sin duda que llama la atención el hecho de que una de las voceras de la huelga de hambre de una escuelita en Paine sea hija de una mujer temporera de la fruta. Pero al observador le llama más la atención que en su reivindicación no apareciera la demanda por mejor trabajo, mejor salario, más dignidad de los trabajadores y trabajadoras temporeras. La privación relativa de las mujeres temporeras durante las últimas tres o cuatro décadas ha estado centrada en las expectativas de que sus hijas e hijos cambien de situación mediante la educación. Hemos conocido decenas de mujeres que se “sacan realmente la mugre” cortando uva de los parronales y juntando plata para que sus hijos estudien en la universidad. En ese espacio ha costado mucho la organización y casi no la hay, hay pocas protestas colectivas; y es que es tolerable el trabajo, no porque sea de buena calidad, como creerían los empresarios, sino porque las expectativas se encuentran en otra parte, fuera del predio frutícola, fuera del propio ámbito laboral, que se percibe como un destino insoslayable. En cambio cuando esas expectativas crecientes —puestas en la educación como factor de movilidad— se ven fuertemente cuestionadas, se cruza fácilmente el fino y delgado hilo de la intolerabilidad. Yo me puedo sacar la mugre por mis hijos, para que lleguen más lejos que yo, pero si esa conclusión también es falsa, me cuestiono todo el mecanismo, incluido el trabajo en la fruta que, así, ha perdido su sentido.

Las “condiciones objetivas y subjetivas” de los movimientos sociopolíticos obsesionaron a las izquierdas revolucionarias de todos los países y tiempos. “Llegó la hora”, apuntaban con el dedo golpeando la mesa los viejos bolcheviques. A muchos se les llegó a gastar la punta del dedo. Por tanto no es un asunto sencillo interpretar la realidad social que a uno le ha tocado en suerte vivir. Estas teorías, un tanto antropológico-culturalistas, pueden servir para entregar algunos elementos, una de tantas dimensiones de lo que vivimos. Hay sin duda otras.

El consumo como la dimensión central del abuso

Ya hemos visto que la medida del abuso no es principalmente a causa del trabajo, sino que se realiza en el ámbito de la distribución y el consumo. Es aquí que aparece el concepto de desigualdad como eje comprensivo.

La historia muestra con creces que el concepto de pobreza, y más aún el de miseria, es poco movilizador. Sabemos que los grandes movimientos de este tipo han sido de carácter religioso, en cambio la distribución como eje conceptual y comprensivo discursivo es una relación altamente explosiva. Como señala Hannah Arendt, la dominación y subordinación constituyen una relación: el que gobierna debe cumplir con las promesas y así se le aceptan sus privilegios, Sin embargo, si no cumple con su promesa que lo llevó a la posición privilegiada solo queda el sentimiento de abuso.