Me sedujiste, Señor

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Por tanto, si queremos encontrarnos con Jesús, ya sabemos que las principales presencias suyas son la Eucaristía y la Caridad, porque Él nos lo asegura, y los que le seguimos somos testigos de esta gran verdad, desbordando de gozo por la felicidad que esta realidad nos supone y por poder comunicárselo a los demás, haciéndoos caer en la cuenta en lo bondadoso, providente y genial que es nuestro Dios, que para estar junto a nosotros lo hace por estos medios tan profundos, pero a la vez, tan sencillos y posibles a todos aunque no tengamos medios, o vivamos aislados, tengamos poca o mucha cultura, seamos jóvenes o mayores. Os lo aseguro, esto es así y lo he vivido desde primera hora en mi vida en una situación muy precaria llegando a conocerle, tratarle y entusiasmarme con Él, como mi primer Amor, el cual mantengo vivo y creciente.

1.2. La Iglesia es su prolongación aquí

Siempre he tenido un cariño indecible a la Iglesia de Jesucristo, porque siempre he considerado que el colmo de la ternura de Dios para con nosotros es la institución de la Iglesia por su Hijo Jesucristo al llegar la plenitud de los tiempos, con el fin de ser su propia prolongación en la tierra y su propia presencia, es decir, el mismo Cristo glorioso y resucitado, su barca salvadora en el océano de esta vida mortal. Recuerdo de memoria la definición, tan sencilla como espléndida, del Catecismo católico: “La Iglesia es el pueblo de Dios que, con Jesucristo resucitado, y conducida por el Espíritu Santo, camina hacia Dios Padre en el cielo”.

En las Sagradas Escrituras se nos revela que esta Institución divina y humana ya estaba en los planes de Dios desde el principio, como medio singular de poner su tienda entre nosotros. Podemos comprobarlo en Is 40, 1-11, en Ez 34, 1-31; o el capítulo 31 de Jeremías. Todas las figuras y definiciones bíblicas sobre la Iglesia son de una belleza y expresividad inigualables: agricultura, arada de Dios, viña elegida, edificación del Señor, familia de los hijos de Dios, templo de la Alianza, Jerusalén de arriba, Madre nuestra, Esposa del Cordero inmaculado, pueblo de Dios, Iglesia peregrina, Cuerpo Místico de Cristo...

El Concilio Vaticano II al definir a la Iglesia como “Pueblo de Dios”, trata de restablecer el equilibrio que la eclesiología tradicional, después de la Edad Media, había inclinado demasiado fuerte del lado de la estructura institucional, que en la práctica se identificaba la Iglesia con la Jerarquía y clero. La categoría “Pueblo de Dios” es una expresión del Misterio de la Iglesia, una imagen bíblica que tiene la ventaja de recordar al Pueblo de Dios del Antiguo Testamento –Israel– relacionándolo con el Nuevo Testamento –la Iglesia– evocando el conjunto de la comunidad cristiana, sin reducirlo sólo a la jerarquía eclesiástica y el clero.

Este nuevo énfasis de la Iglesia como Pueblo de Dios da respuesta no sólo al problema de la función del laico, sino, sobre todo, al problema de la naturaleza y del lugar del seglar dentro de la Iglesia. Me llama poderosamente la atención la primera carta de san Pedro dirigida “a los elegidos de la dispersión” que lógicamente eran los cristianos laicos; tiene unas palabras que, por su profundidad doctrinal y belleza, no puedo dejar de subrayarlas: “Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo adquirido por Dios para anunciar las grandezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Los que en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois Pueblo de Dios” (1 Pe 2, 9-10).

Otra de las ideas teológicas, que personalmente me subyugan, es del testigo san Juan, que “lo vio y da testimonio verdadero”, cuando dice en el relato de la Pasión y Muerte de Jesús: “Uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 34). El agua es símbolo del Bautismo, la sangre de la Eucaristía. Sobre estos dos sacramentos se edifica la Iglesia. Del costado de Jesucristo muerto se forma la Iglesia, como del costado de Adán dormido fue formada Eva.

Esta Iglesia que Jesús fundó sobre Cefas, cambiando su nombre por Pedro, por ser la piedra en la que edifica esta sagrada institución fundada por Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios vivo, asegurando que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella y yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en el cielo, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos” (Mt 16, 13-20).

Con Pablo VI comparto su dolor, cuando en la Evangelii nuntiandi dice que “personas, que queremos juzgar bien intencionadas, pero que, en realidad, están desorientadas en su espíritu, las cuales van repitiendo que su aspiración es amar a Cristo, pero al margen de la Iglesia”. Lo absurdo de esta dicotomía se muestra con toda claridad en estas palabras del Evangelio: “el que a vosotros deshecha, a mí me deshecha”. ¿Cómo va a ser posible amar a Cristo sin amar a la Iglesia, siendo así que el más hermoso testimonio dado a favor de Cristo es el de san Pablo, que dice: “amó a la Iglesia y se entregó por ella” (Ef. 5, 25)”.

Desde que soy consciente en mi fe y palpo que la Iglesia es el lugar de la Alianza de Dios con los hombres, conozco que ha sido fundada por Jesucristo sobre Pedro y los Apóstoles para ser su propia prolongación aquí en la tierra, que es su Cuerpo místico, cuya cabeza es Él y nosotros sus miembros vivos por el Bautismo, estando asistida por el Espíritu Santo, he querido con toda mi alma y mis fuerzas a esta Institución divina. Nada hay en el mundo que pueda llenarme más y suscitar mi amor, admiración y entrega. Pienso, además, que debemos amar a la Iglesia por madre, por divina y por humana:

MADRE, porque ella nos engendra, por la gracia de Dios, a la vida divina, haciéndonos hijos de Dios, partícipes de su naturaleza divina. Ella nos nutre y alimenta con los sacramentos, la doctrina y su liturgia. Es nuestra educadora en la fe, guardiana, protectora y nos une en la familia de los hijos de Dios, manteniéndonos en ella por la comunión eclesial, alentando y facilitando en nosotros la misión apostólica que nos ha encomendado Jesús. La Iglesia, en su regazo materno, nos acoge desde que nacemos por el bautismo, acompañándonos hasta nuestro tránsito al Cielo.

DIVINA, porque la Iglesia es hechura de Dios, es su Cuerpo místico o misterioso, aquí en la tierra, cuya Cabeza es el mismo Cristo, su Fundador que, resucitado y glorioso, es su Sacerdote, Pastor y Señor. Su alma es el Espíritu Santo, que fue prometido y cumplido por Jesús, viniendo a ella en Pentecostés, después de su ascensión al cielo, cuando estaban reunidos los Apóstoles, en oración con María, la madre de Jesús, y ese día se puso en marcha con la predicación apostólica, agregándose a la Iglesia aquel mismo día unas tres mil personas.

HUMANA, porque la componemos todos los bautizados en Cristo, que somos personas humanas, y por tanto, conlleva todas nuestras limitaciones, taras, debilidades y hasta nuestras miserias y pecados. Por eso es débil y vulnerable, por eso tiene heridas y cicatrices, por eso, a veces, aparece manchada, por eso sufre, aparece deforme y soporta tanto lastre. Por tanto, lógicamente, por esta dimensión humana debe provocar también nuestra comprensión, compasión y admiración.

Lo que importa es conocer a la Iglesia en toda su hondura y belleza, todo, como sacramento de salvación, amarla con pasión, servirla desinteresadamente, obedecerla en su jerarquía, entregarse a su misión salvadora, que es misión nuestra, vivir en todo momento y salvar siempre la comunión eclesial, como columna vertebral de su Cuerpo. Tengo la certeza, que al final de los tiempos aparecerá, como la ve san Juan en el Apocalipsis, hermosa, preciosa, engalanada como Esposa radiante del Cordero, que sólo la superará el mismo Dios.

Este cariño apasionado que siento por la Iglesia lo tengo bien cribado y probado, porque los mayores sinsabores, incluso sufrimientos, los he padecido por la Iglesia, es decir, por algunos de sus miembros que no eran del todo buenos hijos de la Iglesia. Por esa parte humana que, por serlo, debe estimularnos para sufrir con paciencia las flaquezas de nuestros prójimos, devolviendo bien por el mal que podamos haber recibido. Lo olvido totalmente porque también yo me siento pecador y puedo hacer el mal que no quiero y dejar de hacer el bien que quiero. Sin embargo, esta Iglesia que es una, Santa, Católica y Apostólica, es la que me proporciona la presencia de Jesús, que en mucho es lo mejor, facilitándome los medios para ser santo y custodia la Palabra de Dios para que me llegue íntegra, limpia, tan luminosa con Dios nos la ha dado.

Jamás podré olvidar una pequeña anécdota, pero muy significativa, que me ocurrió con el Papa Juan Pablo II, uno de los años que trabajaba en el Pontificio Consejo para los Laicos en Roma. Creo que fue en abril de 1982, la semana de Pascua. Se me había confiado, junto a otros miembros del Consejo, dirigir una reunión internacional, que se celebró muy cerca de Vaticano, para dirigentes de movimientos de espiritualidad de todo el mundo católico. Al final nos recibió el Papa y después de la audiencia quiso saludarnos al equipo de dirigentes con inmenso cariño, ofreciéndonos un sencillo obsequio y unas palabras a cada uno.

Al llegar a mí, me tomó mis manos con las suyas, apretándomelas como buen atleta que era, y me dijo: “Muchas gracias, José, por su fidelidad y entrega a la Iglesia de Cristo, desde su juventud. El Papa y la Iglesia se lo agradecen. Mi abrazo y bendición para usted y su familia”.

Me emocioné mucho, le miré fijamente al Papa y le contesté: “¡Santo Padre, daría mi vida por la Iglesia y por el Papa!”.

Con su sonrisa y propio gracejo, volviendo a cogerme las manos, me “corrige” diciéndome en perfecto español: “Bueno, José, eso, por ahora, poco a poco”.

 

Conservo la fotografía de este momento, en la que se aprecian los labios del Papa diciéndome estas últimas palabras y mi propia actitud emotiva.

Repito lo que he vivido desde que poseo el don de la fe y he repetido a tantos hermanos durante mi vida: debemos amar a la Iglesia con todas nuestras fuerzas, por ser la propia prolongación de Cristo resucitado entre nosotros. Un amor que debe ser humilde, sacrificado y generoso, como quien quiere a su madre o a un hijo, o como se aman unos esposos de verdad, porque más grande es el amor que Dios nos transmite por su Iglesia.

1.3. La fe cristiana, el mayor tesoro

El mayor bien que podemos desear, poseer y vivir es la fe cristiana, es decir, la fe en Jesucristo que nos revela a Dios, nos le hace presente, cercano, nos lo da a conocer y se nos manifiesta, Él mismo, como la expresión del Padre. Cuando Jesús les habla a sus apóstoles reiteradamente del Padre y de su propia misión aquí en la tierra, Jesús da por supuesto que ellos ya conocen el camino para ir a Dios y se lo deben enseñar a todos los hombres, porque Él se va al cielo. Tomás, torpe como todos ellos, le dice: “No sabemos a dónde vas. ¿Cómo pues, podemos saber el camino?”. Jesús, con plena autoridad y claridad le replica: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí. Si me habéis conocido, conoceréis también a mi Padre”. Y más categórico y contundente añade: “Desde ahora le conocéis y le habéis visto”. Otra torpeza más, ahora de Felipe, porque hasta que no vino el espíritu Santo no se aclararon. “Le dijo: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le dijo: Felipe, ¿Tanto tiempo que hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido?”. E insiste con claridad meridiana: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy con el Padre y el Padre está conmigo? Las palabras que yo os digo no las hablo por mí mismo; el Padre que mora en mí, hace sus obras. Creedme, que yo estoy con el Padre y el Padre en mí; al menos creedlo por las obras “(Jn 14, 4-11).

Nuestra fe es creer en el Dios de Jesucristo, porque ha sido enviado a nosotros para mostrarnos la Verdad más plena y luminosa: ¡el Dios verdadero!, para sensibilizarnos el amor que nos tiene y enseñarnos lo que quiere de nosotros y para nosotros. Es curioso que cuando el mismo Jesús se nos propone como medio para ir a Dios, antes de la meta o el objetivo de nuestra fe, nos señala el camino que nos lleva a Dios, que es la Verdad y la Vida. Y es que “no se nos ha dado otro nombre, entre el cielo y la tierra, por el que podamos salvarnos” (Hch 4, 12) ¡sólo Jesucristo! El que cree en Jesús, cree en el Dios verdadero, y ésta es la gran verdad, y la verdad nos hace libres. El mismo Cristo nos lo asegura: “Yo he venido como luz del mundo, para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas” (Jn 12, 45).

¿QUÉ ES LA FE? Dicho de manera sintética y sencilla debo decir, que es la adhesión de la inteligencia, que es la principal prerrogativa del ser humano dada por el Creador, bajo el influjo de la Gracia, a una verdad revelada por Dios. En este sentido la fe es creer a Dios que nos habla. Dice la Carta a los Hebreos, que es una completa catequesis de la Iglesia naciente: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; en esta etapa final nos habló por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, ya que por causa de Él dispuso las edades del mundo. Él es el resplandor de su gloria y por Él expresó Dios lo que es en sí mismo. Él es el que mantiene el universo por medio de su palabra poderosa. Él es el que purificó al mundo de sus pecados y después se fue a sentarse a la derecha del trono de Dios en los cielos. Él está por encima de los ángeles, cuanto supera en excelencia el nombre que heredó “(Heb, 1-4).

La fe se apoya en la autoridad de Dios y no en la intrínseca evidencia de las cosas que se creen. En esto difiere de la ciencia, por eso la fe es oscura, es invidente, pero tiene una certeza superior a la ciencia, porque el motivo que se apoya es superior a la evidencia interna de las razones: ¡Dios, verdad infinita, sin mezcla de error!

Desde mi experiencia de fe ininterrumpida, en mi ya larga vida, aseguro que esta fe cristiana es el mayor tesoro o riqueza que podemos poseer cualquier persona, principalmente por estas tres razones:

a) La fe nos hace personas íntegras, es decir, completas, porque nos descubre la razón de nuestra existencia, nos aporta y colma todas nuestras aspiraciones humanas, deseos y nuestra dignidad. Orienta y desarrolla todas nuestras facultades, despierta y educa nuestras sensibilidades, da luz a toda nuestra vida, da capacidad y dirige nuestras facultades, nos hace solidarios, nos ayuda en nuestras dificultades, poniendo mesura en nuestro comportamientos, nos educa y nos hace profundizar con mayor provecho de las cosas; por su filosofía positiva, realista y trascendente hace que todo nos sirva para el bien, mostrándonos a los demás como hermanos y no como enemigos. En una palabra, la fe cristiana nos hace más personas y más felices.

b) La fe da sentido a todo, porque Jesucristo, causa de nuestra fe, asegura la misma Escritura: “Él es la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9). La fe ilumina toda la vida, el trabajo, la familia, las diversas situaciones, las penas y las alegrías, es decir, todo, ¡hasta el dolor y la muerte! A lo que ninguna filosofía da respuesta ¡sólo Jesucristo! Por eso, los santos que son los que más fe tienen nos dejan deslumbrados con sus paradojas creyentes. Nuestra gran santa española, Teresa de Jesús, cuando descubre el sentido redentor que tiene el dolor, el sacrificio, las contrariedades, exclama: “Yo lo que quiero es padecer o morir”. El sabio más santo, y el santo más sabio, como conoce el pueblo fiel a santo Tomás de Aquino, asegura: “Yo he conocido más y mejor a Jesucristo contemplándole crucificado, que en todos los libros que he estudiado”. El mismo San Pablo repite: “Sólo puedo presumir de conocer a Jesucristo y éste crucificado”. En otras ocasiones dice: “Sólo me gloriaré en la Cruz de Cristo”, o “Para mí vivir es Cristo, sufrir y morir es una ganancia”. San Pedro, el primero de los Apóstoles de Jesús nos enseña: “Alegraos de ser partícipes de la pasión de Cristo, para que cuando se descubre su gloria os gocéis llenos de júbilo”. El gran san Ignacio de Antioquía, cuando lo llevan preso y sus discípulos intentan librarle de ser arrojado a los leones, les dice: “¡Por favor, tened caridad conmigo, no me privéis de ser triturado por los dientes de las fieras para poder ser pan de Cristo y más eficaz a todos”. Un seglar de nuestro tiempo, Antonio Rivera Ramírez, el “Ángel del Alcázar”, cuando moría lleno de dolores por su septicemia, por ser operado sin anestesia por dejarla para otros heridos, decía: “Ahora es cuando más feliz me siento, porque no tengo parte de mi cuerpo que no me duela”. Todo lo que Dios hace o permite en nuestras vidas, es por nuestro bien, aunque nosotros no lo comprendamos, porque somos finitos, limitados, y Él es infinito, y quiere lo mejor para nosotros, porque “sólo Él es bueno” nos asegura Jesús.

c) Por la fe nos unimos a Dios. Sólo la fe es el medio intelectual para vivir en Dios, porque no existe otro medio para poder conocer a las Personas divinas. Al mismo Jesús, en su vida terrena, los que le conocen de verdad y, por tanto, más le aman y mayor intimidad tienen con Él, son los que más ejercitan y profundizan la fe. Ahí está su misma Madre, María, que es conocida por la “mujer de la fe”, como Abraham “nuestro padre en la fe” que por ésta conoció a Dios, fue su amigo y siempre dichoso. Desde que María concibe a Jesús, por el anuncio del Ángel, todo es fe en ella. Contemplemos lo que ella vive después de esas señales que la ofrece el Arcángel Gabriel: “Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y el Señor le dará el trono de David su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin” (Lc, 1,32). Nacimiento de Jesús en un duro viaje, por el empadronamiento, en una corraliza a las afueras de Belén; persecución de Herodes que buscaba al niño para matarlo; huida a Egipto y vivir como emigrantes; pobreza, trabajo, anonimato, y sencillez en Nazaret tantos años; la vida pública de Jesús con todas las dificultades, pobreza absoluta, sacrificios, persecución, pasión y muerte como el peor de los criminales. Por eso repite el evangelista Lucas, que es el que conocía más a la Virgen, cuando vive momentos duros y misteriosos esas frases que nos evidencian su gran fe: “Ellos no comprendieron nada... y María conservaba estas cosas y las daba vueltas en su corazón” (Lc 2, 50). El mismo san José, sólo por la fe asume con ejemplaridad su singular, dura y misteriosa misión en los primeros pasos de la Redención. Los apóstoles, que tienen un trato tan continuo y cercano con Jesús, por sus reacciones de fe sabemos quienes le conocen mejor y aceptan su mensaje. Por ejemplo, san Pedro, cuando el Maestro les pregunta “¿Quién dice la gente que soy yo?”, es el que contesta con acierto, por su fe: “Tú eres el Mesías, el Santo, el Hijo de Dios vivo que ha venido para salvarnos”. O cuando todos le quieren dejar por la dureza del sermón de la Eucaristía, que nos narra el evangelio de san Juan en el capítulo seis: “Dice Jesús, ¿también vosotros queréis marcharos?, Pedro le responde: “¿A dónde iremos, Señor, tú sólo tienes palabras de vida eterna”. Los casos de María Magdalena y del Apóstol santo Tomás, siendo distintos, reflejan la fe como raíz del conocimiento de Jesucristo. María Magdalena es la primera que encuentra a Jesús, después de su resurrección, por su inmensa fe. Por eso Jesús la escoge como primer testigo que da testimonio de la Resurrección y lleva la noticia al Colegio Apostólico. Santo Tomás, no puede ver ni palpar al Señor resucitado hasta que no hace un profundo, admirable y sencillo acto de fe, con aquellas palabras tan preciosas: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28).

Lo he comprobado por mí y por otros muchos creyentes que he tratado. Cuando se tiene fe sientes a Dios, con todas sus prerrogativas, muy cercano a ti, palpando esa realidad y exigencia de la Biblia que afirma “El justo vive de la fe”. Es lo más bello, apasionante y fecundo a lo que cualquier persona puede aspirar, porque por la fe la vida tiene sentido, razón, alegría y paz, realizando obras buenas, que nos sirven para la vida eterna, ya que por la gracia de Dios todo sirve para el bien, porque la fe es la luz del alma.

Por eso, desde mis quince años de edad, que fui consciente de la necesidad de ser apóstol, porque Dios lo quiere y Jesús nos lo descubre, lo enseña y nos lo pide a todos sus seguidores, caí en la cuenta de que la fe es el don, la facultad, la luz, la fuerza y el medio que Dios nos regala para poderle conocer y gozar de su incomparable amistad. Nunca he dejado de poner en práctica los medios principales que Él nos da para mantener y hacer crecer la fe. Estos medios son: la oración –la Palabra de Dios– la caridad y, siempre que sea posible, la Eucaristía.

En toda mi experiencia apostólica he vivido muchas situaciones y vicisitudes distintas. En mis años jóvenes, la mayoría de mi generación vivía en una situación de postración humana, cultural y estaba muy herida por las causas y consecuencias de la guerra civil que ocurrió de 1936 a 1939. Ya cuando me casé y me encontraba en mi plenitud humana, vivíamos una situación de falta de libertad, por la realidad política, de lastre económico por la herencia de la República, la guerra y ahora el aislamiento que padecíamos. Sin embargo existían deseos de promoción humana por el despertar de Europa después de la II Guerra Mundial. Igualmente nos encontrábamos con una confusión atroz, por los declives de las ideologías radicales y por la misma crisis social y de la Iglesia, a la que el Espíritu Santo llevó a un Concilio ecuménico.

Es normal que en el mismo trabajo apostólico, a veces, prevalecen criterios humanos para buscar la respuesta cristiana que debemos dar en cada momento histórico. Observaba que sólo se buscaban respuestas materiales y humanas, promover la contestación, el sentido crítico, proporcionar lugares de reunión, de diversión, de promoción, impulsar la participación ciudadana, el diálogo, etc. que son cosas buenas que debemos hacer, pero haciendo prevalecer el sentido cristiano, despertar y formar la fe, hacerles amigos de Jesucristo, que se viva la filiación divina por la gracia, que descubran la santidad como meta de nuestra fe, porque “todo lo demás se os dará por añadidura”, asegura el Evangelio.

Por eso, aún en los confusos años del posconcilio, jamás abandoné ni cedí en las certezas de la fe cristiana, es decir, las Verdades que son fundamento de la fe, que jamás pueden cambiar, que existe un Dios trino y uno, que Jesucristo es el Mesías, prometido que ha venido para salvarnos, que Él ha fundado la Iglesia, que existe la vida eterna, etc. En esos oscuros años y circunstancias, muchos movimientos eclesiales, sacerdotes, religiosos y hasta algún Obispo, caían en un temporalismo y reduccionismo peligroso. Veía con dolor cómo las personas perdían la ilusión, el coraje cristiano y hasta la ortodoxia. No dudé nunca que la mayoría procedían de buena fe, queriendo interpretar así los nuevos signos de los tiempos y la doctrina conciliar, pero, sin duda, estaban equivocados, como se ha demostrado posteriormente.

 

De ahí que nunca deje la oración, la formación, la Eucaristía. Hablaba con todos los que podía para animar y razonar su fe, y tomaba parte en los ejercicios espirituales, los retiros, celebraciones de la fe, cursillos, etc. A veces asistían pocos, pero no me desanimaba, porque sabía que las cosas volverían a su verdad y a su ser, porque la vida espiritual es el motor de nuestra propia existencia y del compromiso apostólico, pues Jesús nos asegura: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).

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