Diario de Nantes

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Así las cosas, vuelvo a mis hibridaciones lingüísticas para acometer mejor mis traducciones del macarrónico italiano del siglo XVI. Una primera forma de contacto entre lenguajes, la más simple, produce el fenómeno del préstamo de una palabra o de una expresión muy elemental, por ejemplo, la palabra parking de origen inglés, incorporada a casi todas las lenguas del mundo, o bien el déjà vu francés, un compuesto cuyo significado es conocido a lo largo y a lo ancho del planeta. Este tipo de préstamo debe ser diferenciado de las traducciones prestadas o calcos, las cuales consisten en la creación de expresiones complejas, inesperadas y a menudo incorrectas desde el punto de vista de la lengua de recepción. Menciono dos ejemplos extraídos del Spanglish: to call back, “responder”, se ha traducido literalmente por llamar para atrás, extraña locución; it’s up to you, “el asunto depende de usted”, se vierte como está por arriba de usted. Un ejemplo bastante grotesco es el de aquel gaucho argentino quien dijo al norteamericano que se aproximaba a su casa: between, between no more and drink a chair, traducción literal de “entre, entre nomás y tome una silla”. Entre los calcos, es posible delimitar los fromlostianos, traducciones cuyos resultados no son incorrectos según la sintaxis de la recepción, pero cuyo sentido sólo es captado por los hablantes de la lengua original. Contigo, pan y cebolla es un dicho español que fue calcado en inglés y dio por resultado with you bread and onion, nonsense incomprensible para los anglófonos. La cuarta clase de contacto genera una transferencia o bien una interferencia de lenguaje, que es también el resultado de una traducción no incorrecta aunque igual suena mal en la lengua de destino, awkward diría un hablante inglés; la experiencia en tal sentido es que, sobre todo en el caso de la lengua inglesa, convertida en la koiné de nuestro tiempo, la aceptación de tales transferencias se ha hecho más y más difícil de evitar en el mundo globalizado y los puristas terminan por resignarse a ellas. Quinta variación, el pidgin, mezcla práctica, espontánea, solamente oral, muy libre, de dos lenguas alejadas, que se usa más que nada en el ejercicio cotidiano del comercio. La palabra pidgin es ella misma un resultado de tal combinación, inventada por los chinos de la segunda mitad del siglo XIX, que designaba una jerga sino-inglesa bastante extendida en la vida comercial. Sexto caso: la permutación o conmutación de códigos lingüísticos (code-switching), consistente en el pasaje continuo entre dos lenguas habladas por individuos que comparten, parcialmente, los conocimientos de ambos códigos. En el IEA, se trata de un fenómeno cada día más corriente. La séptima variante, la más importante de todas, está formada por los créoles, lenguas fuertemente mestizas, determinadas por convivencias íntimas entre pueblos, que constituyen un sistema semiótico completo, con reglas estables, gran riqueza de vocabulario, escritura estandarizada, una poesía y una literatura extensas (nuestro querido Fernando Rosa Ribeiro nos aclarará el tema). Finalmente, he ahí las lenguas inventadas, completamente artificiales, dotadas de reglas simples y sin excepciones, como el esperanto, creado por Ludwik Lejzer Zamenhof sobre la base de una larga elaboración, y el volapük, hecho rápidamente por el cura católico alemán Johann Martin Schleyer en 1880 después de una revelación mística. Y bien, ¿dónde colocaríamos el macarrónico? Se trata de una lengua inventada, pero no es artificial ni estricta. Es también mestiza, pero no nacida de un contacto secular entre hablantes de dos o más lenguas como los créoles; el latín conserva su carácter de núcleo principal. Está llena de calcos, de fromlostianos, de interferencias que pueden parecer correctas desde el punto de vista de la sintaxis latina teórica, pero que jamás habrían sido escritas por un autor antiguo, medieval o humanista (o que lo ha sido en las fuentes conocidas, al menos). ¿Deberíamos considerar el macarrónico una novena categoría de hibridación lingüística? No lo sé por el momento. Espero tener las cosas más claras al fin de mi estancia en Nantes.

Eran las siete de la tarde cuando me fui a caminar hasta la iglesia de San Clemente, un bendito que, al fin de cuentas, es mi santo patrono porque su fiesta se celebra el 23 de noviembre, día de mi cumpleaños. Todavía era de día cuando entré en el templo. Asistí a la misa, bajo las bóvedas góticas que me hicieron caer como un chorlito. Me dije: esta iglesia es del siglo XIII, puro estilo de la Edad de Oro. En efecto, preguntado uno de los feligreses, me ilustró acerca de la construcción del santuario: estilo del XIII, pero neogótico, hormigón y estructura de hierro, erigido entre 1837 y 1875. Volví por el túnel del río Erdre que sale al canal de San Félix y luego se vuelca en el Loira. El túnel tiene una historia trágica [02, 014]. Un ingeniero alemán, Karl Hotz, dirigió su construcción de 1930 a 1933. En 1940, convertido en teniente coronel de la Wehrmacht, Hotz regresó a Nantes en calidad de jefe de las tropas de ocupación de la ciudad. Sus examigos franceses no le perdonaron la coincidencia y lo asesinaron en octubre de 1941. En represalia, los alemanes mataron a cincuenta rehenes. Una avenida nantesa lleva el nombre “de los cincuenta rehenes”. Estudio, religión y barbarie.

* * *

9 de octubre

Tuvimos un día muy ocupado. Trabajaron nuestras mandíbulas y nuestros cerebros. Gastroencefalonomía completa, igual que en la Cena de las Cenizas. El IEA nos invitó a almorzar al restaurante del Lieu Unique, un centro muy innovador de práctica de las artes que se ha instalado desde principios de los noventa, primero de manera espontánea, luego, a partir de 2000, bajo la protección del gobierno de la ciudad. Ocupa el edificio bellamente reciclado de la fábrica de bizcochos más importante de Nantes entre 1895 y 1985. El establecimiento perteneció a la firma Lefèvre-Utile (LU), vale decir que lo de Lieu Unique no podía calzar mejor. Nuestro director nos aseguró que su equipo organizaría pronto una visita integral del sitio. Me senté al lado de Samuel Nyanchoga, a mi izquierda, y de Ramona, a mi derecha. Kenia y Rumania, unidas en mi espíritu. Tenía aún tantas preguntas para Samuel que enseguida me largué a interrogarlo. Kenyatta y la rebelión del movimiento Mau Mau en los cincuenta fueron mi primer tema. Es obvio que mi amigo no simpatiza demasiado con la figura del padre de la patria ni con la del sucesor, Daniel arap Moi. Durante el gobierno del último, Samuel tuvo que abandonar el país y exiliarse por cuatro años en los Estados Unidos (Moi fue el interpelado por Abdilatif Abdalla en su poema “Paz, amor y unidad: ¿para quién?”, que traduje en Berlín). Nyanchoga me aclaró que Kenyatta no era miembro de la etnia de los mau mau sino de la de los kikuyu, la mayor del país con seis millones de habitantes. De ella ha salido la élite política y económica que aún gobierna la nación. La aproximación de Jomo a los rebeldes de los cincuenta se habría debido a un cierto oportunismo político de su parte. Mientras Kenyatta, arrestado por los británicos en 1952, fue sentenciado a prisión y allí estuvo hasta 1960, el auténtico líder de los Mau Mau, Dedan Kimathi, caído en manos de las fuerzas del gobernador de Su Majestad, fue sentenciado a muerte y ejecutado en 1956. El otro jefe del levantamiento, Bildad Kaggia, nunca pudo recuperar sus tierras ni la de sus gentes. Kenyatta lo dejó hundirse en la miseria tras su llegada al poder en 1963. Samuel repasó para mí la demografía y las localizaciones de las etnias más importantes de Kenia: después de los kikuyu, siguen los luyha con cuatro millones de almas, los kalenjin con 3,8 millones... Nuestro fellow pertenece a los kisii, un millón y medio de personas que viven a orillas del lago Victoria. Me tironeó enseguida la curiosidad por Rumania, encarnada en Ramona, quien me explicó dónde quedaba su pequeña ciudad de origen, Drobeta-Turnu Severin, a orillas del Danubio a la altura de las Puertas de Hierro. Me contó mi compañera del almuerzo que, menos de un año atrás, había vuelto a ese pago chico para asistir a su madre moribunda. ¡Cuánta tristeza en todas partes, madre mía! Me dijo entonces que Drobeta había albergado fábricas de tantas y tantas cosas útiles hasta la caída de Ceaușescu. Ahora, más de la mitad de la población migró, hacia Bucarest o al extranjero. Ya nada se produce allí y los viejos talleres fueron abandonados. “Estábamos mejor antes, se fabricaba de todo y se comía bien”, insistió Ramona, “ahora se puede hablar sin miedo, tenemos democracia, pero de qué nos sirve para vivir”. Claro que ella misma agregó que, en tiempos del Conducător y de la camarada Elena, la electricidad se cortaba a las seis de la tarde con regularidad y sólo se reanudaba el servicio a la mañana siguiente, a la hora en que las empresas comenzaban a trabajar. Su madre, fallecida a los 56 años, había sido operaria en una fábrica de chocolate y murió de un cáncer de pulmón, probablemente producido por la contaminación del lugar. La felicidad o el bienestar subjetivo de un ser humano son cosas difíciles de definir, inaprensibles, mutables, pues el pasado suele perder las sombras, aun cuando las recordemos muy bien en sus peores detalles (según la propia Ramona demostró a medida que incursionaba en la segunda vertiente de su memoria). Extraño, porque hay pasados que no pueden iluminarse (y no lo hacen, claro está), como el de la Shoah o el del gulag. Pero se ve que, en los regímenes comunistas, la gente del común disponía de un resto, de un plus suficiente de la vida que les bastaba para conjurar cualquier trauma paralizante. Arrumbado el terror estaliniano, otros miedos esenciales (el de la privación, el del desamparo físico) no existían en esas sociedades del este europeo entre 1955 y 1990. Hoy, esa ventaja permite a los sobrevivientes descubrir la luz que dejaron atrás. No es casual que, en la víspera, la bielorrusa Svetlana Aleksiévich, la escritora de la condición humana postsoviética, haya ganado el Premio Nobel de Literatura. Entre corchetes: leo, por la noche, tarde, ya es el 10 de octubre, los fragmentos de Voces de Chernobyl, publicados hoy en la edición electrónica de La Nación de Buenos Aires. Otra vez, como cuando me enfrenté a las páginas de Vida y destino, de Vasili Grossman, en las que se transcribe la carta inventada que la madre de Víctor Shtrum escribe a su hijo desde la casa en Ucrania pocas horas antes de que los nazis lleguen a buscarla, sin saber si acaso esos papeles llegarían alguna vez a manos de Víctor, de nuevo leo ahora algo radicalmente distinto a todo lo leído antes, a mis casi 70 años de existencia y 63 de consumidor voraz de lo escrito. Otra vez, mi conmoción interrumpe la lectura. Y son siempre autores rusos, que narran sufrimientos inagotables, desconocidos antes de este momento del acto simple de leer. Pero la propia Svetlana lo sabe y lo dice en las hebras más finas de su texto. “Más de una vez he oído a mis contertulios la misma confesión: ‘No encuentro las palabras para transmitir lo que he visto, lo que he experimentado’, ‘no he leído sobre algo parecido en libro alguno, ni lo he visto en el cine’, ‘nadie antes me ha contado nada semejante’.” Cierre del corchete.

 

En el camino hacia el castillo de los duques, donde nos atendería el director del Museo Histórico de Nantes que allí funciona, departí con el joven senegalés Mor Ndao y también lo exprimí cuanto pude. El fresco que había comenzado a levantarse en Nantes desencadenó sus comentarios acerca del clima de Senegal. Me explicó, con la claridad y el saber de un buen meteorólogo (aun cuando Mor es, más bien, un historiador de nota), que hay un monzón cálido y húmedo, que sopla desde la isla de Santa Elena y, en los meses del verano, de junio a agosto, descarga grandes lluvias a lo largo del país. Otoño e invierno, en cambio, son frescos y, si bien llueve algunas veces bajo la influencia de los alisios llegados desde las Canarias, el clima es muy agradable. Es la primavera la que, paradójicamente, arrastra consigo la sequedad y el calor agobiantes al irrumpir el harmattan, un viento feroz que castiga, desde el anticiclón en el desierto de Libia, el Senegal por el oriente. Recordé que, cuando estuve con mi abuela Mima en Dakar, en diciembre de 1960, el clima había sido una bendición, sobre todo comparado con el muy húmedo y agobiante de Brasil, de donde habíamos llegado en barco. Volvió a mi memoria la visita que hicimos en aquella época a un barrio ubicado al norte de la capital: había decenas de casas blancas, rematadas por cupulines. En ellas, vivían las mujeres del “Gran Jefe de la Religión”. Pregunté a Mor si tales datos se correspondían con algo verdadero o eran sólo fantasías, producto de informaciones mal recibidas y peor procesadas por mi cabeza de adolescente. Mor me tranquilizó. Yo estaba en lo cierto: en el barrio de la Medinah, se concentraban las esposas del gran Marabú de Dakar, una figura respetada y benévola del islam en esa parte de África. Predomina en el Senegal una variante moderada de la Sunna, la tidjaniya, inspirada en las enseñanzas del imam de Medina Malik ibn Anas, quien, en el siglo VIII, otorgaba un gran peso a las opiniones y las costumbres de cada lugar donde se implantaba el islam, así como al Istislâh, el “interés general” que a menudo discrepaba con lo dispuesto por la sharía. Dado que fue el sheik Ahmed Tidjani quien, durante el siglo XVIII, introdujo en el Magreb un malikismo reforzado por el sufismo en sus aspectos más pacíficos y tolerantes, la nueva rama del islam fue denominada tidjaniya. De Marruecos, se difundió muy pronto al litoral atlántico en el oeste de África. Mor se explayó luego sobre las pésimas relaciones entre Senegal y Gambia, la excolonia inglesa encapsulada en territorio senegalés y gobernada por Yahya Jammeh, un militar ungido por el golpe de Estado sangriento de 1994. Jammeh pretende que le sean entregados los exiliados políticos de su régimen, refugiados en Senegal. Se sabe que la oposición es perseguida con ferocidad y masacrada en Gambia. Creí que se acabarían entonces los relatos de barbarie en la jornada, pero me equivocaba. El Trauerspiel era un cuento de nunca acabar. Apenas llegados al castillo, el director del museo nos recibió con gentileza y nos puso en manos de la jefa de investigación para que nos guiase. Krystel Gualdé resultó ser una historiadora de fuste y una museóloga fuera de serie. Nos puso al tanto de las reformas del guión y de los modos de mostrar la colección. Desarrolló la idea directriz del museo, que busca desplegar en forma vertical las épocas de la ciudad desde la muralla romana de tiempos de Augusto, enterrada bajo el patio principal del castillo pero de la que se dejaron al descubierto varias hileras de ladrillos, hasta la Nantes de las guerras mundiales, de la guerra de Argelia, la crisis de 1968 y los cambios económicos producidos por la desindustrialización a partir de mediados de los ochenta. Las últimas salas del siglo XX se encuentran todavía en elaboración. Las veremos en junio de 2016. Pero Krystel insistió en el hecho de que todo el planteo de la exhibición y el intercambio con el visitante gira alrededor de un fenómeno excepcional y determinante, hasta un punto pocas veces igualado, de la vida colectiva en esta ciudad europea. Krystel se refería al hecho de que, a partir del siglo XVII y hasta bien entrado el XIX, no hubo en Nantes institución, ni vínculo social, ni empresa, ni plan o proyecto personal o comunitario, que no estuviese condicionado por la trata de esclavos. El comercio infame, en principio a cargo de los armadores de los astilleros ubicados en las bocas del Loira, volcó sus ganancias inconmensurables en la comodidad y belleza de la arquitectura, en las costumbres galantes de una burguesía que se aprovisionaba de los objetos, las telas, los alimentos más refinados y caros de las Indias Orientales y Occidentales. Mi contacto con la barbarie se está convirtiendo en un hábito, que mantiene los ojos de mi mente abiertos, sin piedad, frente a las lacras del mundo.

Lo siento por la bella y tenaz Ana de Bretaña, pero el arranque de la historia se desplaza a un comerciante próspero del siglo XVII, Gratien Libault, quien llegó a ser alcalde de Nantes en 1671 [03, 001]. Su iniciativa de establecer un intercambio con las Antillas, en 1639, lo habría comenzado todo. Para el momento en que el patriciado de la ciudad lo llevó a la primera magistratura, el que Peter Kriedte, Carlo Cipolla y otros historiadores de la economía han llamado “el comercio triangular” ya estaba en auge, en buena parte gracias a la visión perspicaz de los negocios que había tenido don Gratien. Los armadores nanteses fletaban flotas al golfo de Guinea, cargadas de telas de algodón de bellos colores, armas de fuego, pólvora y metales en rama (cobre, bronce, hierro). Entregaban esos embarques a los príncipes africanos de las costas a cambio de cautivos capturados en el interior de Gambia, Senegal, Sierra Leona, Costa de Marfil, Ghana, Togo, Benín, Nigeria y, más hacia el sur, el Congo y Angola. Es probable que los bronces de Benín, que tanto admiramos en los museos, sobre todo los fundidos a comienzos del siglo XVIII durante la llamada Segunda Edad de Oro de esa actividad artística, hayan utilizado como material los metales europeos canjeados por seres humanos. ¿Citamos por enésima ocasión las tesis de la historia de Benjamin? Sólo ahora he sabido, gracias a la profesora Gualdé, que el comercio triangular era, en rigor de verdad, cuadrangular, porque buena parte de los barcos nanteses hacían un giro inmenso que los conducía a la India donde, a cambio de plata y oro, adquirían telas de algodón para llevar y vender en África. Nantes fue el centro de despacho de las mercancías controladas por la Compañía Francesa de las Indias Orientales de 1665 a 1733. Krystel calcula que el 50% de los calicós exportados a Guinea procedían de talleres nanteses y el otro 50% de talleres indios. La región del bajo Loira se beneficiaba con un permiso especial del rey para producir tal tipo de telas, estrictamente prohibido en el resto de Francia hasta 1759. Su Majestad y los ministros, Colbert para empezar, eran conscientes de que el proteccionismo debía descartarse cuando estaba en juego el comercio muy lucrativo que giraba en torno de la trata. Una sala del museo exhibe los horrores de la prisión y traslado de esclavos a las plantaciones americanas, último vértice del intercambio tri o cuadrangular, donde los barcos de Nantes se llenaban con los productos de la producción rural de gran escala en los trópicos –azúcar, café, tabaco–, por los que había comenzado a delirar la burguesía europea. Diría que casi clama al cielo el retrato del señor de Roulhac, hecho por Negrini en 1757, en el que el armador, despreocupado y ajeno a las miserias del mundo, toma café en vajilla de porcelana china a la par que alimenta a su perrito con un terrón de azúcar [03, 002-003]. Entre los testimonios del espanto, se ve, por supuesto, el gráfico de cómo eran transportados centenares de africanos en las cubiertas de las naves (las imágenes fueron encargadas y circularon por la acción de los grupos abolicionistas a partir de 1750, pero los inventarios de la “mercancía”, realizados por los patrones de los navíos, refrendan la información de los abolicionistas: no hubo exageración alguna ni propaganda manipulada) [03, 004]. Sin embargo, el objeto más impresionante es una de las argollas metálicas, con salientes en el interior, que se colocaban en los cuellos de los esclavos. Está allí, colgada de una pared a la altura de nuestras manos y se exhorta al público a tocarla, todo cuanto nos sea posible [03, 005]. Al pasar por el recinto donde se exhiben los exotismos de Oriente (un biombo enorme y una figura quimérica de China, porcelanas, sedas) [03, 006] y el refinamiento de otros muebles y objetos que adornaban las viviendas de los armadores, Krystel nos llamó la atención sobre un cuadro extrañísimo, cargado de dobles sentidos y ambigüedades, de autor anónimo [03, 007]. Presenta a una joven muy bella y delicada, vestida a la manera de una Diana cazadora, quien aprieta contra su regazo a un negro adolescente, mientras blande una aguja larga con la cual se dispone a horadar la oreja del muchacho para colocarle la créole, el colgante que habría de delatar su condición, como si no hubiesen bastado el color de la piel y la librea del torturado. Krystel nos hizo notar que la postura de la mano izquierda de la propietaria “a la Diana” reproduce un gesto erótico muy difundido en la pintura francesa desde que un doble retrato, realizado por un artista de la Escuela de Fontainebleau alrededor de 1594, exhibió a la duquesa de Villiers en el acto de tocar con el mismo ademán un pezón de su hermana, Gabrielle d’Estrées, representada a su lado. Se piensa que hay en el gesto una alusión al embarazo de Gabrielle, o al parto de un hijo suyo, César de Vendôme, bastardo del rey Enrique IV. ¿Por qué semejante alegoría aparece en el cuadro dieciochesco de la joven y su esclavo? La profesora Gualdé no arriesgó ninguna hipótesis. Yo tampoco me animo, par pudeur.

El recorrido de la muestra, dedicado a los tiempos de la Revolución en la ciudad, también resultó conmovedor. Por un lado, imágenes dramáticas, compuestas en tiempos de la Restauración y de la Monarquía de Julio, sobre el Terror en Nantes: 1. La escena de una de las noyades de contrarrevolucionarios presuntos en el Loira, organizadas por el enviado especial de la Convención, Jean-Baptiste Carrier, durante el invierno feroz de 1793-94. Es que la proximidad entre Nantes y el territorio sublevado de la Vendée hacía necesario acelerar la eliminación de los enemigos de la libertad y, para eso, la guillotina no alcanzaba [03, 008]. 2. Una tela grande, pintada por Auguste-Hyacinthe Debay en 1838, donde aparece el momento de la ejecución de las hermanas La Métairie en la guillotina por orden de Carrier. Eran Olympe, Claire, Marguerite y Gabrielle, de 17, 28, 29 y 31 años de edad. Retórica de gran estilo [03, 009]. Con métodos así de convincentes, la burguesía nantesa adoptó, fervorosa y entusiasta, la causa republicana y vistió a uno de sus esclavos con la vestimenta tricolor. El muchacho luce contento a pesar de que exhibe sus créoles y la argolla del cautiverio en torno al cuello [03, 010]. Los diputados nanteses acudieron a la Convención que, el 4 de febrero de 1794, ya había abolido la esclavitud en todos los territorios de Francia, incluidas las Antillas, pero viajaron a París para decir ante la asamblea que toda Nantes y su región se hundirían en el marasmo económico de aplicarse el decreto de supresión. Las autoridades hubieron de hacer la vista gorda, sin duda, porque la trata no se detuvo. Napoleón la legalizó al reimplantar la esclavitud en las colonias, el 20 de mayo de 1802. Y así continuó la prosperidad nantesa hasta que el rey Luis Felipe prohibió la trata en 1831 y amenazó a los armadores con multas importantes o prisión. Los viejos comerciantes buscaron paliar la crisis mediante la caza de las ballenas, pero el negocio no anduvo bien. Falta de experiencia concreta y demasiada competencia: de todos modos, Louis-Ambroise Garneray pintó dos cuadros de escenas de la devastación que, no contentos con la ya provocada en la humanidad del África, aquellos caballeros aspiraban a llevar a la fauna de los océanos [03, 011-012]. De la esclavitud a la destrucción ambiental, un atajo del capitalismo demasiado prematuro. Al fin de cuentas, las relaciones comerciales con las Antillas no se diluyeron e hicieron posible que continuase la importación francesa del azúcar y el café a través de Nantes, con lo cual el desarrollo de la ciudad retomó fuerzas merced al auge de la industria alimenticia azucarera. Los astilleros tampoco se detuvieron y así se afianzó la industria naval y metalúrgica que llegó a altas cotas de productividad en el año 1900. Ahora bien, hasta hace muy poco, la revisión del pasado esclavista que el museo ha planteado atravesó grandes resistencias. La valentía de la investigación histórica y de la museología actuales ha quebrado el rechazo de muchos nanteses a examinar sin vendas la verdad del origen de sus riquezas de antaño y hogaño. Aún en 1989, el alcalde de la ciudad se negó a participar en el viaje simbólico por mar, hasta los territorios africanos de antiguos esclavos, que el gobierno socialista de Francia organizó bajo la insignia “Los anillos de la memoria” (los “anillos” eran las gorgueras metálicas que mencioné). Olvidé un objeto, aislado como esas argollas, que observé al pasar por un recinto apretado donde sólo él se encontraba: un Código Negro publicado en 1742, de leyes promulgadas por los reyes de Francia “en beneficio” de los esclavos africanos de sus dominios. Al escapar del museo, entré en la librería y compré una antología de los “códigos negros”. Se me hace que tengo la obligación de traducir varios artículos del instrumento sancionado por el Rey Sol en marzo de 1685.

 

Luis, por la gracia de Dios rey de Francia y de Navarra,

A todos, los presentes y futuros, salud.

Preámbulo

Puesto que debemos por igual nuestros cuidados a todos los pueblos que la divina providencia ha puesto bajo nuestra obediencia, hemos querido hacer examinar en nuestra presencia las memorias que nos fueron enviadas por parte de nuestros oficiales en las islas de América. Merced a ellas nos hemos informado acerca de la necesidad que dichos oficiales tienen de nuestra autoridad y de nuestra justicia para mantener allí la disciplina de la Iglesia católica, apostólica y romana, para regular cuanto concierne al Estado y a la calidad de los esclavos en tales islas, deseando satisfacerlos y hacerles conocer, aunque habiten climas infinitamente alejados del de nuestra morada habitual, que podrán considerarnos siempre presentes, no sólo por la extensión de nuestro poder, sino también por la prontitud de nuestra aplicación para socorrerlos en sus necesidades.

Por tales causas, según la opinión de nuestro consejo y de cierta ciencia, llena del poder y la autoridad real, por la cual dijimos, establecimos y ordenamos, decimos, establecemos y ordenamos lo que sigue:

[...]

Art. 2. Todos los esclavos que se encuentren en nuestras islas serán bautizados e instruidos en la religión católica, apostólica y romana. [...]

Art. 6. Exigimos a todos nuestros súbditos, de cualquier calidad y condición que sean, que observen los días de domingos y fiestas, guardados por nuestros súbditos de la religión católica, apostólica y romana. Les prohibimos trabajar o hacer trabajar a sus esclavos los dichos días, desde la hora de la medianoche hasta la medianoche siguiente, en el cultivo de la tierra, en la manufactura de los azúcares y de cualquier otra empresa, bajo pena de multa y castigo arbitrario contra los amos y confiscación tanto de los azúcares cuanto de los esclavos que sean sorprendidos por nuestros oficiales en el trabajo.

Art. 7. Les prohibimos asimismo tener mercado de negros o de cualquier otra mercadería aquellos mismos días. [...]

Art. 10. Los hombres libres que hayan tenido uno o varios niños de su concubinato con esclavas, junto con los amos de las que lo hayan sufrido, serán condenados a una multa de 2 000 libras de azúcar, y si además son los amos de la esclava de la cual hayan tenido los dichos niños, queremos que, amén de la multa, sean privados de la esclava y de los niños y que ella y ellos sean adjudicados al hospital sin que nunca puedan ser liberados. [...]

Art. 12. Los niños que nazcan de matrimonios entre esclavos serán esclavos y pertenecerán a los amos de las mujeres esclavas y no a los de sus maridos, si el marido y la mujer tuviesen amos diferentes.

Art. 13. Queremos que, si el marido esclavo se ha casado con una mujer libre, los niños, así sean varón o hembra, sigan la condición de su madre y sean libres como ella, a pesar de la servidumbre de su padre, y que si el padre es libre y la madre, esclava, los hijos sean del mismo modo esclavos. [...]

Art. 27. Los esclavos inválidos debido a vejez, enfermedad u otra razón, sea que la enfermedad resulte incurable o no, serán alimentados y mantenidos por sus amos y, en el caso de que estos los hubiesen abandonado, los dichos esclavos serán adjudicados al hospital, al que los amos serán condenados a pagar seis sueldos por cada día, para la comida y el mantenimiento de cada esclavo.

Art. 28. Declaramos que nada pueden tener los esclavos que no sea de sus amos; y todo cuanto les llega por su propia industria o por la liberalidad de otras personas, o de cualquier otro modo, a cualquier título que sea, ha de ser adjudicado en plena propiedad a sus amos, sin que los hijos de los esclavos, sus padres y madres, parientes y cualesquiera más puedan pretender nada por sucesión, disposiciones entre vivos o causa de muerte. [...]

Art. 33. El esclavo que hubiera golpeado a su amo, a su ama o al marido de su ama o a sus hijos produciéndoles contusiones o efusión de sangre o [heridas] en la cara, será condenado a muerte.

Art. 34. Y en cuanto a los excesos y vías de hecho que sean cometidos por esclavos contra las personas libres, queremos que ellos sean severamente castigados, incluso con la muerte si fuera necesario.

Art. 35. Los robos calificados, aun los de caballos, yeguas, mulos, bueyes o vacas, que hubieran sido cometidos por esclavos o por libertos, serán castigados con penas aflictivas, aun de muerte si el caso lo requiriese.

Art. 36. Los robos de ovejas, cabras, cerdos, aves de corral, caña de azúcar, porotos, mijo, mandioca u otras legumbres, hechos por esclavos, serán castigados, según la calidad del robo, por los jueces, quienes podrán, de ser necesario, condenarlos a ser golpeados con varas por el ejecutor de la alta justicia y marcados con una flor de lis. [...]