El puzle de la historia

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José Durán Frías, un fotógrafo antequerano en la Guerra de Marruecos****16

Tras la pérdida de las provincias de Puerto Rico, Cuba y Filipinas, España centra intensamente sus intereses sobre Marruecos, chocando por ello diplomáticamente con Francia. La primera cuestión con que se enfrentan los políticos españoles es negociar con los franceses a fin de delimitar las zonas de influencia de ambos países. En este sentido, se firmarán diversos acuerdos entre 1902 y 1904, claramente ventajosos para Francia, que logra así ampliar su presencia en territorio marroquí a costa de la debilidad española.

Finalmente, en 1912, se fijan por fin las fronteras, surgiendo la figura jurídica del Protectorado, que amparaba internacionalmente el derecho de las dos potencias sobre el territorio norteafricano. A partir de este momento, España debe afrontar diversas rebeliones que se producen en el Riff, hasta que en 1909 la población de la zona de Melilla desencadena la guerra que tendrá consecuencias inesperadas. El conflicto abre dos frentes: uno social, con epicentro en Barcelona, y cuyo desenlace dará lugar a la Semana Trágica; y otro militar, con la brutal sangría que sufrió el ejército español en la zona denominada Barranco del Lobo. Las siguientes campañas que se suceden resultan igualmente sangrientas, de dudosa utilidad y, por tanto, bastante antipopulares en el seno de la sociedad española.

En 1921, Abd-el-Krim lidera una rebelión de rifeños bereberes, que posteriormente culminará, en julio de 1927, con el conocido desastre de Annual. En el verano de 1921, por tanto, son llamados a filas numerosos jóvenes para defender los intereses españoles en Marruecos. Uno de ellos fue el antequerano José Durán Frías.

Nacido el 11 de noviembre de 1900, José era hijo del afamado fotógrafo Genaro Durán y Vigil de Quiñones y de D.ª Valvanera Frías Reina. A sus 21 años, era de estatura media, pelo castaño, barba poblada, ojos melados, aire marcial y nariz regular, como se nos describe en su filiación en el expediente personal de reclutamiento. En el mismo documento aparece como su oficio el de fotógrafo, igual que el de su padre, profesión que abandonará posteriormente una vez licenciado. Fue destinado al regimiento de infantería Álava n.º 56, ingresando en el servicio el 1 de julio de 1921.

El 23 de septiembre embarca con su compañía a bordo del vapor Vicente la Roda con rumbo a Melilla, a cuya plaza llega al día siguiente acampando en el barrio del Real. Su primera misión consistió en escoltar un convoy a Tirra, Corona y Sidi Almaran.

En días sucesivos participará en similares cometidos. El 4 de octubre, su batallón es trasladado a la ciudad de Nador. Entra por primera vez en campaña en un ataque a los rifeños en las mesetas de Ygun, el 6 de noviembre. A partir de este momento, José Durán participará con bastante frecuencia en combate, interviniendo en la ocupación de Tauria Amet y Cadul y, posteriormente, de Tauria-Zatg.

En 1922 su batallón formará parte de la columna que organiza el general José Sanjurjo, que ocupará Idar Buxada, Casas Quemadas e Idar Azugat, donde, aunque el enemigo opone una resistencia tenaz, la columna conquistará numerosas posiciones a lo largo de ese año.

El período más duro para nuestro personaje tendrá lugar en 1923. En ese año, José Durán se unirá, junto con su compañía, a una nueva columna, a cargo esta vez del coronel Félix de Vera, compuesta además por un batallón del Albuela 26, otro del África 68 y una compañía del grupo de regulares del Alhucema n.º 5. El objetivo era la toma de las lomas de Yebel Argot, donde las fuerzas españolas serán fuertemente hostigadas por los rifeños, resultando finalmente del enfrentamiento un gran número de muertos y heridos. Esto ocasiona la retirada de la columna a su campamento en Tafersit.

Tras esta acción bélica, su compañía quedó reservada en los siguientes meses para la escolta de convoys, aunque este tipo de servicio no estaba exento de peligro. Prueba de ello fue el asalto que sufrió por tropas marroquíes el 8 de octubre, en el que perdió la vida el teniente coronel Antonio Pastor Cano.

Tras ser relevada su compañía el 24 de noviembre por fuerzas del regimiento de infantería África n.º 68, José Durán se embarca de regreso a la península, donde permanecerá en un acuartelamiento de Málaga hasta ser licenciado el 30 de junio de 1924.

Esta es, grosso modo, la aventura vivida en la guerra de Marruecos por nuestro personaje, miembro de una de las más afamadas familias de fotógrafos antequeranos. La saga la inicia Genaro, con su laboratorio en calle Santa Clara, quien se anunciaba en la prensa local como especializado en fotografía artística. Aunque sabemos que nuestro personaje, su hijo José, ejercerá también la fotografía, el verdadero sucesor será su hermano Emilio, quien trabaja primero con su padre y posteriormente se instala de manera independiente en la calle Lucena, hasta que en 1950 se traslada a Motril. De Emilio Durán se conoce una extraordinaria producción artística, destacando una importante serie de fotografías urbanísticas que reflejan fielmente la Antequera de su época. Así mismo, sabemos que realiza un importante reportaje en el Archivo Histórico, donde su cámara capta los más significativos documentos de nuestra memoria histórica.

La tradición la continuaron un hijo suyo, Genaro Durán Pedraza, quien tenía su establecimiento en la plaza de San Sebastián, y el hijo de José –nuestro héroe de la guerra de Marruecos– Francisco Durán Gutiérrez, que tuvo su estudio y laboratorio en la calle Lucena.

Confiamos en que todo el material fotográfico producido por esta familia, que refleja más de un siglo de actividad, no se pierda y algún día pueda ser reunido en el lugar que le corresponde por derecho propio, el archivo de nuestra ciudad, donde, junto a privilegios rodados y reales cédulas, las viejas placas y las fotografías sirvan para conocer mejor la historia de Antequera y mantener viva su memoria.

****16 Anteriormente publicado en Fragmentos para una historia de Antequera por el Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga, 2009 con ISBN 978-84-7785-827-0.

La historia del moro
Manuel José María****17

En la segunda mitad del siglo XVIII, concretamente en 1756, Antequera se vio conmocionada por un trágico suceso. La aparición del cadáver de un joven, encontrado por unos pastores en las cercanías del actual Cortijo del Romeral, con claros signos de violencia, dio lugar a la incoación de unos autos y a una investigación por parte de la justicia de la ciudad.

El examen del cadáver por parte del cirujano confirmó que el joven había muerto de forma violenta, ahogado, y presentaba además evidencias de haber sido violado. Por tanto, se presentaban en este caso dos graves delitos, asesinato, en concreto infanticidio, y violación, este especialmente perseguido en el ámbito cristiano y ya condenado desde el Concilio de Elvira, que en su canon 71 propone la pena de excomunión para “aquellos que cometieran actos nefandos, privándoles de la comunión a la hora de la muerte”. Iniciada la investigación, todo parece señalar a un guineano al servicio del marqués de la Peña, llamado Vergel y conocido como Almanzor. Este es detenido y conducido a las dependencias de la cárcel real de la ciudad, donde es interrogado por la justicia, confesando haber cometido el crimen.

Además, se daba la circunstancia de que meses atrás había sido encontrado en la portería del convento de Nuestra Señora de la Victoria, en la calle Fresca, el cadáver de otro joven que presentaba similares señales de violencia que el ahora descubierto, sin que en su momento se hubiera podido encontrar ningun sospechoso.

Probablemente presionado por los funcionarios –la tortura en esta época era un elemento común en los interrogatorios y especialmente cruel la practicada por la autoridad civil–, el reo confiesa no solo ser también el autor de este otro crimen, sino además de la violación y muerte de tres niños más; aunque estos jamás llegaron a ser localizados, a pesar de que el guineano Vergel explicara el lugar donde había ocultado sus cadáveres.

Tras celebrarse un sumarísimo juicio, se dictó sentencia en los siguientes términos:

[...] debo condenarle y le condeno a que sea sacado de la cárcel real de esta ciudad donde se halla atado a la cola de un caballo, el cual lo arrastre por las calles públicas hasta llegar a la Plaza Alta de esta ciudad donde sea puesto en una horca de tres palos hasta que naturalmente muera y ejecutado así le sea cortada la cabeza y la mano derecha, y el resto de su cuerpo sea arrojado en una hoguera de llamas de fuego, que a este fin este prevenida y en donde permanezca hasta que del todo se consuma y reduzca a cenizas las cuales se distribuyan en el aire, para que no quede de él aun esta leve memoria y después la expresada su cabeza clavada en una alfajía y puesta en el camino que de esta ciudad va al cortijo de la Peña y sitio más inminente al que se encontró el cadáver de Juan de Dios (uno de los niños), y la expresada mano derecha sea clavada en otra alfajía y puesta en la calle Fresca y sitio donde se encontró el cuerpo muerto de Juan Muñoz, de donde nadie la quite ni dicha cabeza pena de la vida [...].

Tras la correspondiente notificación, se señaló el día para su ejecución: el 29 de julio de 1757. Previamente se había dado traslado a la Hermandad de la Caridad de tal señalamiento, ya que esta cofradía era la encargada de asistir a los condenados a muerte.

 

El día del suplicio, la hermandad en pleno organizó una procesión desde su capilla en calle Estepa hasta la cárcel real. La comitiva estaba encabezada por el hermano mayor de la hermandad, D. José de Tejada, D. Francisco de Tejada y D. Juan Matías del Viso, portando el estandarte de la cofradía. Tras ellos, seguían el resto de los hermanos, portando cirios verdes y a continuación una imagen de un Cristo crucificado, con dos faroles a los lados portados por sendos eclesiásticos. La procesión discurrió por calle Estepa, plaza de San Sebastián y cuesta de Zapateros hasta alcanzar la plaza Alta, donde se disponía el cadalso frente a las casas capitulares. El espacio se encontraba circundado por doscientos soldados de la milicia de la ciudad con el objetivo de mantener el orden entre la multitud de curiosos llegados desde muchos puntos de la comarca para presenciar la ejecución. Así mismo, otro grupo importante de soldados cubría el tramo entre la casa consistorial y la cárcel.

Una vez llegada la hermandad, solicita al corregidor autorización para poder bautizar al reo, ya que este era musulmán, siéndole permitido hacerlo al pie del suplicio.

El condenado es sacado de la cárcel, vistiendo una túnica blanca, y es introducido por el verdugo dentro de un capacho. Una vez atado este a la cola de un caballo, es arrastrado hasta el pie de la horca, donde finalmente y, tras ser bautizado con el nombre de Manuel José María, es ajusticiado públicamente.

Posteriormente, al atardecer, el verdugo, ayudado por la justicia, baja el cadáver de la horca y procede a decapitarlo y cortarle la mano derecha para su pública exhibición, como ordenaba la sentencia.

No obstante, los miembros de la hermandad comunicaron al corregidor que habían solicitado a la Real Chancillería autorización para que anulara esta última exigencia de la sentencia, al considerarla anacrónica e innecesaria. De hecho, algunos días después llegaría la ejecutoria del tribunal superior concediendo el permiso a la Cofradía de la Caridad para que pudiera retirar los restos y darles cristiana sepultura.

Para ello, de acuerdo con los usos de la época, se montó toda una parafernalia barroca, con altar público y solemne procesión, para proceder a enterrar la cabeza y mano del ajusticiado en la iglesia parroquial de Santa María la Mayor. El lugar elegido fue el muro maestro de la capilla, entonces conocida como la de Nuestra Señora de los Dolores y antigua capilla de la Cofradía de Ánimas, en el lateral izquierdo, entre los accesos a las sacristías menor y mayor. En ese lugar se colocó una lápida con la siguiente inscripción:

Aquí yace la cabeza y mano derecha de Manuel José María Cristiano nuevo. Año de 1757.

Actualmente, aún puede contemplarse esta lápida, ya que se conserva en óptimas condiciones.

Toda esta información, que a nosotros nos ha servido para conocer de primera mano todo el ritual asociado en la época a la ejecución pública, aparece con todo detalle en un interesante manuscrito conservado en el Archivo Histórico, en la sección de beneficencia. Se trata de un memorial donde se recogen estos hechos, considerados extraordinarios, para que quedara constancia de los mismos y, sobre todo, de la acción caritativa de la cofradía, aportando una minuciosa contabilidad de los gastos y del coste económico que acarreó tan piadoso comportamiento.


Ilustración recogida en el procedimiento judicial contra Manuel José María. Plumilla.

****17 Anteriormente publicado en Fragmentos para una historia de Antequera por el Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga, 2009 con ISBN 978-84-7785-827-0.

Fray Francisco de Cabrera y su Historia de Antequera****18

A lo largo de estas páginas nos hemos acercado frecuentemente al entorno cultural antequerano durante la Edad Moderna desde diversas perspectivas, intentando dar una visión aproximada de la vida cotidiana y la mentalidad colectiva de la ciudad en ese período tan decisivo para su configuración y desarrollo posterior. En este sentido, hemos aludido a la producción artística, a algunos oficios y su regulación por las ordenanzas, y a una actividad que en este capítulo abordaremos y que consideramos primordial como herramienta para el estudio y comprensión de los acontecimientos del pasado: nos referimos a la producción historiográfica, es decir, a las creaciones literarias que desarrollan la historia local.

En Antequera, este proceso se inicia tempranamente, pues ya en el siglo XVI existe una corriente encaminada en esta tarea, igual que ocurre en otras ciudades que disfrutan en la época de un alto nivel cultural. Se buscaba dejar constancia por escrito, acreditándolo además en la medida de lo posible, de la antigüedad del lugar, su nobleza y su indiscutible origen vinculado a Roma, haciendo hincapié, de una manera insistente y exhaustiva, en su desvinculación total del mundo islámico y de cualquier clase de relación con este, salvo el contacto forzoso impuesto temporalmente por las armas y siempre en contra de la voluntad del pueblo.

Este planteamiento es decisivo a la hora de comprender la producción historiográfica. En el caso de Antequera, el número de autores hasta ahora estudiados es realmente significativo y en la actualidad sobrepasa de manera abrumadora la relación que en su día ofreciera Tomás Muñoz y Romero en su Diccionario bibliográfico-histórico de los antiguos reinos, provincias, ciudades, villas, iglesias y santuarios de España, editado en 1858. En él proponía un total de 16 obras de distintos autores, aunque propiamente estas se reducían solo a seis, mientras que actualmente hemos podido documentar 27 obras, hasta ahora, relacionadas en un trabajo que se editará en la revista Baetica de la Universidad de Málaga.

En la relación de Tomás Muñoz nos encontramos con obras como Historia urbis antiquarensis, Las antigüedades de Antequera de Juan de Mora o La historia de Antequera de Agustín de Tejada. Todas ellas son del siglo XVI y representan la auténtica base sobre la que se desarrollará fundamentalmente a lo largo de la siguiente centuria la narración histórica, la cual recaerá principalmente en tres autores: Alonso García de Yegros, fray Francisco de Cabrera y el canónigo Luis de la Cuesta. Estos marcarán el patrón que posteriormente, hasta finales del siglo XIX, seguirán los demás autores a la hora de escribir historia sobre Antequera.

En el siglo XVII, entre estos autores citados, no cabe duda que el de mayor importancia es el padre Cabrera. Su obra, de cuidado estilo, denota un trasfondo cultural que nos revela la elevada formación académica de su autor. Su metodología de trabajo se evidencia tanto en la estructura del texto final como en la exhaustiva aportación de datos, de los que de manera sistemática trata de acreditar las fuentes, documentales o arqueológicas, transmitiendo credibilidad al incluir solamente hechos contrastados. Sin embargo, la novedad en su obra no radica tanto en su método, pues ya anteriormente aunque de manera muy básica es empleado por Agustín de Tejada en su obra, referida al período clásico, sino en la extensión, alcance y, por supuesto, resultado final del trabajo.

Como podemos apreciar, el agustino padre fray Francisco de Cabrera es una pieza vital en el desarrollo historiográfico local.

Sin embargo, ¿qué conocemos realmente de este personaje? La respuesta es: prácticamente nada. Sorprendentemente, salvo unas breves notas aportadas en su día por el padre Andrés Llordén, que a su vez se hace eco de algunas referencias que proporcionaba Narciso Díaz de Escobar en su obra Galería literaria malagueña, publicada en 1898, nadie más se ha preocupado de profundizar en este sobresaliente autor. Indagando un poco hemos conseguido saber que fue hijo de un escribano del número de nuestra ciudad llamado Francisco de Cabrera y Astorga, el cual ejerció en el oficio 12. Nació, nuestro autor, en 1584. Fue bautizado el día 14 de julio en la parroquia de San Sebastián, actuando como padrinos D. Hernando de Carrión y, el también escribano, Rodrigo Alonso de Mesa, el mozo. Ignoramos cómo fue su educación y en qué lugares vivió.

Existen solo un par de documentos reveladores en cuanto a su educación: los testamentos de su madre, Lucía Ruiz, y de su padre. Concretamente, en las mandas de su madre se nos detalla, en una de las cláusulas, el siguiente dato:

[...] yten declaro que el dicho mi marido y yo hemos pagado y gastado con el dicho fray Francisco nuestro hijo en las cosas necesarias para entrar en la religión y profesar en ella y en estudios y otros gastos que hizo antes de entrar en la religión quinientos ducados a demás de los que yo gasté sin que el dicho mi marido lo supiera, que serían cien ducados [...].

Seiscientos ducados de finales del siglo XVI es un suma realmente importante, lo que denota una apuesta firme por la formación del hijo. Igual de explícito es su padre en otra manda de su testamento, donde también se hace alusión a esta suma:

[...] declaro que la dicha doña Lucia mi mujer y yo entre ambos hemos entregado al dicho fray Francisco nuestro hijo en el convento del señor San Agustín de esta ciudad y en darle estudios en nuestra ciudad y en Córdoba y Sevilla y en los alimentos y ajuar y otras cosas que llevó al convento y en otros gastos que con el se hicieron en particular lo que se declara en la dicha partición [...].

El padre fray Francisco de Cabrera falleció en 1649, víctima de la epidemia de peste que asoló Antequera ese año. Su labor no se limitó tan solo a la historiografía, sino que, como se verá posteriormente, fue una pieza clave en su día en la transformación física del convento agustino antequerano.


Portada del Arco de los Gigantes. Dibujo a tinta. Historia de Antequera del padre Cabrera.

****18 Anteriormente publicado en Fragmentos para una historia de Antequera por el Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga, 2009 con ISBN 978-84-7785-827-0.

El licenciado Juan de Aguilar****19

La cátedra de gramática o latinidad representaba, desde su origen en la época medieval, una especie de segunda enseñanza previa a los estudios superiores. Consistía básicamente en la lectura y comentario de obras clásicas siguiendo unas determinadas normas que, según parece, no se llegaban a cumplir habitualmente, ya que frecuentemente daba lugar a discusiones sobre cuestiones para nada relacionadas con el texto objeto del estudio.

Estas cátedras de gramática tenían un carácter eminentemente eclesiástico. A la Iglesia le correspondía la vigilancia y administración de los documentos. Se calcula sobre unas 4.000 el número de cátedras de gramática que llegaron a constituirse hasta el siglo XVII.

La cátedra de gramática de la iglesia colegial de Antequera se establece en 1504, fecha de la creación de la Colegiata por el obispo D. Diego Ramírez de Villaescusa. En la documentación de la Real Colegiata conservada en el Archivo Histórico Municipal se hace alusión al establecimiento en esta institución de dichos estudios.

Sin embargo, en el archivo existe una importante laguna documental. Por un lado, las actas capitulares no comienzan a ser conservadas sistemáticamente por los canónigos hasta 1526, fecha de inicio del primer libro de actas como tal. En cuanto a la administración, toma de posesión de los licenciados, expedientes de oposiciones, alumnos y demás temas administrativos, tan solo se conservan, o tenemos información para el estudio de este sistema de enseñanza en nuestra ciudad a través de esta serie de actas capitulares, como soporte con continuidad, a partir del segundo cuarto del siglo XVI.

Numerosos han sido los trabajos que se han realizado en torno al estudio e investigación de la cátedra de gramática. Destacamos, por lo significativo, el de José Quirós de los Ríos, Erección, fundación y dotación de la Santa Iglesia Insigne Colegial de la Ciudad de Antequera, en el siglo XIX, y el de Fermín Requena Escudero, en el siglo XX, Historia de la cátedra de gramática de la iglesia colegial de Antequera en los siglos XVI y XVII.

 

La importancia de la cátedra de gramática viene determinada por la calidad de los preceptores y por el peso específico que debieron tener en el entorno social antequerano. No olvidemos que la colegiata va a representar, más allá de su estricta función eclesiástica, un foco de influencia intelectual que marcará claramente determinados desarrollos culturales colectivos que se reflejarán en la población y en el concepto de Antequera como ciudad, en el sentido de ente urbano administrativo de una comarca y centro de producción de riqueza y creación artística.

Este grupo de intelectuales también será clave en la mentalización colectiva sobre los nobles orígenes clásicos de Antequera, es decir, vinculados a Roma, acreditados mediante una producción historiográfica de gran importancia, tanto por la calidad de los textos como por la cantidad de sus autores.

En la actualidad, por las circunstancias antes expuestas, tan solo tenemos constancia de los preceptores de gramática de la cátedra antequerana a partir de 1527, con el nombramiento del bachiller Diego López.

El conocimiento que poseemos sobre estos personajes es bastante desigual. Hay figuras muy estudiadas, como el caso de Juan de Vilchez, y otros no menos importantes que pasan casi inadvertidos. A pesar de ello, sus nombres al menos son conocidos, como es el caso de Juan de Mora o Juan de Aguilar. A lo largo de ese período dorado para la cátedra de gramática de la colegiata antequerana (siglos XVI y XVII), se tienen documentados un total de 25 preceptores entre titulares e interinos.

Queremos destacar en estas líneas la figura del licenciado Juan de Aguilar, por la importancia que llegó a tener. Sus orígenes no están ciertamente documentados. Sabemos que en 1593 era vecino de Rute. Fue muy elogiado en su época, destacando las referencias que sobre él hace Rodrigo de Carvajal y Robles en su Poema heroico del asalto y conquista de Antequera, donde en el Canto X, dice:

El doctor don Alonso de Sarzosa

mostrará por su espíritu elegante

que la elegancia de su zarza es rosa,

al mundo honesta como a Dios fragante;

y el celebrado Pedro de Espinosa,

y el maestro sin manos, importante

Juan de Aguilar, y el Mesa Juan Bautista,

de Apolo han de ilustrar la sacra lista.

Efectivamente Juan de Aguilar era manco de ambas manos, aunque ello no imposibilitó el desarrollo de su trabajo ni mermó la calidad de su producción literaria. Tal fue esta que incluso Lope de Vega, en su Laurel de Apolo, le dedica los siguientes versos:

Y en la misma ciudad Aguilar sea

su fama y su esperanza.

Y sin haberle visto nadie crea

que sin manos escribe.

Escribe, ingenio, y vive;

estorbos fueron vanos,

pues el ingenio te sirvió de manos.

También aparece mencionado Juan de Aguilar en la obra de Vicente Espinel Vida de Marcos de Obregón.

La aparición en la escena antequerana de Juan de Aguilar se produce en 1593, tras el fallecimiento de Juan de Mora. Al quedar vacante la cátedra de gramática, se convoca una oposición para cubrir la plaza, a la que concurren Juan de Aguilar y el bachiller Bartolomé Martínez, ganándola este último. Seis años después, en 1599, tras el fallecimiento de este, nuevamente opositará Aguilar, obteniendo la cátedra en esta ocasión y manteniéndola hasta su muerte en 1634.

El testamento de Juan de Aguilar aporta una información muy interesante. En primer lugar, nos indica que vivía en una casa propia, no arrendada, en la calle del Adarve de San Isidro, en la collación de Santa María, donde era vecino del presbítero don Baltasar de Zayas. Pero lo más importante de todo el documento es la información que nos revela acerca de su biblioteca. Si bien no hemos localizado todavía la partición en la que estaría el inventario de los libros, sabemos que debió de llegar a tener un número importante de volúmenes y de cierto valor, tanto por su contenido como por su edición, ya que hay dos datos en sus últimas voluntades que así lo demuestran: por un lado, pide que se vendan en pública almoneda o subasta, encomendando esta tarea al padre fray Francisco de Cabrera, que actuará, dados sus conocimientos, como perito tasador; mientras que, por otro lado, ordena que del precio obtenido se compre un censo, a fin de que con sus réditos pudiera vivir quien declara como única heredera, su hermana Juana.

****19 Anteriormente publicado en Fragmentos para una historia de Antequera por el Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga, 2009 con ISBN 978-84-7785-827-0.

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