Un verano con Clío

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Un verano con Clío
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Un verano con Clío

Una novela sobre la Historia de la Humanidad (Primera parte)

José Luis de Montsegur


Título original: Un verano con Clío. Una novela sobre la Historia de la Humanidad (Primera parte)

Primera edición: Junio 2017

© 2017 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: José Luis de Montsegur

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Sergio Santos Palmero

Colaboradores: Antonio José Castillo Pérez

ISBN: 978-84-16994-31-1

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Para ti, siempre para ti... y para ti también, mamá, siempre para ti también

Prólogo y advertenciA

Me decidí a escribir esta historia de amor y descubrimiento de la «Historia» (pido perdón a los historiadores profesionales) después de escuchar a muchas personas decir que no sabían nada de ella porque les resultaba aburrido navegar por las eruditas pero complicadas páginas de los libros especializados, llenos de fechas, nombres, batallas, listas interminables de dinastías y personajes imposibles de memorizar. Pero mayormente porque María, mi compañera, me confirmó este particular.

Le pregunté entonces si le gustaría saber lo que le había acontecido a la Humanidad desde que el mundo se inició hasta nuestros días, y me contestó que sí pero que tenía que ser de forma amena y a ser posible divertida y de fácil lectura.

Recapacité sobre ello, y aunque no soy propiamente lo que se llama un historiador, lo acontecido a la Humanidad siempre me ha interesado mucho y era la asignatura en la que mejores notas sacaba en el bachillerato y en la que menos tenía que esforzarme. Posteriormente, con el pasar de los años fui comprando ingentes cantidades de libros sobre Historia que me permitieron descubrir los entresijos del devenir de nuestra especie.

Por eso imaginé la pequeña aventura de un adolescente al que no le gusta la Historia con mayúsculas. Una aventura, en la que él no solamente empieza a descubrir el mundo adulto, sino que además empieza a entender y a dejarse seducir por esa gran aventura de la Humanidad de la que todos somos protagonistas.

Aunque no pude estudiarla en la universidad, nunca he dejado de interesarme por la Historia ni cesar de asombrarme por la infinitud de la estupidez humana, que repite una y otra vez, a través de los siglos, las mismas situaciones absurdas, revoluciones y guerras resultantes del ansia de poder, la ambición, la codicia, y la soberbia de unos pocos.

Civilizaciones, pueblos y culturas magníficas nacieron, alcanzaron su cénit y desaparecieron dejando solo ruinas; apenas un recuerdo entre la leyenda y la duda.

Por todo esto me propuse empezar esta obra que hoy presento a los lectores para que comprendan de donde venimos y hacia donde vamos, para que se den cuenta y asuman que los acontecimientos de hoy son el resultado de eventos del ayer y que no hay nada nuevo bajo el Sol salvo el avance tecnológico, y aun eso es en parte discutible pues en tiempos pretéritos ya se realizaron proyectos que aún hoy día nos asombran y desafían con su misterio.

Tampoco seré neutral. Es imposible serlo cuando se contemplan las horribles matanzas, los genocidios, las guerras, las traiciones y los crímenes de los que está plagada la Historia del ser humano. Sacaré mis propias conclusiones y las expondré sin «cortarme» un pelo. Puede que a alguien no le guste, pero es el riesgo que debo correr si quiero enseñar al que no sabe lo que hemos hecho desde que el ser humano apareció en la Tierra, o al menos desde que «sabemos» que estamos sobre este planeta.

Empecemos a sumergirnos en este relato de la mano de Julio, el estudiante, y de su tío Manuel, el profesor. Gracias por la confianza y espero que os lo paséis de rechupete y retengáis algunas cosas y conceptos para presumir en alguna ocasión de saber algo de lo acontecido en la Historia. Buena lectura.

Una asignatura «atragantada»

Julio abrió nervioso la «Web» del instituto donde estudiaba bachillerato. En el correo electrónico había recibido un mensaje del centro anunciándole que las notas ya estaban disponibles en Internet para su consulta por los alumnos.

«Cliqueó» en el enlace y puso su nombre y contraseña. La pantalla de su ordenador portátil cambió permitiéndole el acceso y buscó la pestaña de los resultados de los exámenes finales de junio. Una lista de asignaturas con las calificaciones apareció ante sus ojos.

Instantáneamente, una palabra en color rojo destacó en su cerebro: «INSUFICIENTE», y una nota «3,7».

–¡Maldita sea! –masculló entre dientes–. ¡Esta condenada asignatura me ha fastidiado el verano!

Rabioso, golpeó la mesa con el puño mientras sentía correr por su cuerpo la adrenalina y las hormonas alteradas de sus diecisiete años.

–¡Es que es un maldito rollo! –siguió silbando entre dientes, descargando su furia a través de las palabras–. ¡Ahora me tocará estudiar todo el verano para meterme en el coco esa marea de guerras, fechas y nombres!

Se levantó de la silla giratoria y, abriendo la puerta de su habitación, se dirigió al salón comedor del piso madrileño donde vivía con sus padres.

«Los ratos malos hay que pasarlos cuanto antes» pensó enfadado. Sergio, su padre, que leía un libro acomodado en el sofá, levantó la vista al oírlo entrar al salón. Se dio cuenta al instante de que algo no iba bien al ver la cara de su hijo.

–¿Te pasa algo Julio?

–Pues que me han cargado la Historia, papá.

–¿Solo esa? ¿Y las demás?

–Bien, notable en casi todas.

–¿Las mates?

–Notable alto, casi sobresaliente por un pelo; en esa no tengo problema, pero en Historia…

–Mira Julio, la Historia es cuestión de «codos», de memoria; simplemente hay que dedicarle muchas horas.

–Pero es que a mí no me entra ese maremágnum de nombres, fechas, guerras… !Lo confundo todo! Además, ¿para qué me sirve saber lo que pasó hace siglos? Lo que realmente importa es lo que está pasando ahora y pasará mañana y pasado, y al otro, que es donde yo voy a vivir; pero todas esas historias antiguas…

–Vale Julio, si yo te entiendo, tú tienes un cerebro matemático y te cuesta mucho estudiar de memoria, pero tienes que aprobar esta asignatura para terminar el bachillerato y examinarte de Selectividad para elegir carrera.

Julio daba grandes zancadas por el salón, nervioso, agitando los brazos.

–Ya lo sé papá. Pero es que esta maldita asignatura no me deja dormir; ahora me tendré que pasar el verano aquí encerrado leyendo una y otra vez todo ese rollo.

Sergio recapacitó. Lo que Julio le proponía soterradamente con su comentario era amargarle a él también la temporada de verano pues no podría viajar con su mujer a la playa a pasar las vacaciones. Sabía que si Julio los acompañaba no iba a estudiar gran cosa con las pandillas de chicos y chicas llamándole a cada momento para salir a divertirse. Y tampoco tenía ganas de ejercer de vigilante, carcelero y ser un padre tirano.

–Bueno… hay otra solución, pues yo creo que solo tienes dificultades con aprender Historia. Las demás asignaturas se te dan bastante bien…

–¿Qué has pensado papá? –en las palabras de Julio había un destello de esperanza; tal vez su padre no quería renunciar a las vacaciones veraniegas y se irían todos a la playa.

–Pues, ¿sabes? He pensado que voy a llamar a mi hermano Manuel para ver si puede acogerte en su casa de la sierra este verano. ¡Sería estupendo tener a todo un catedrático de Historia a tu disposición para cualquier consulta o duda!

Julio sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Efectivamente, su tío Manuel, que pasaba los veranos en las afueras de un pueblo cercano de la sierra de Madrid, era catedrático de Historia en la Universidad Complutense. Vivía en un bonito chalé rodeado de naturaleza y con la casa llena de libros, algunos escritos por él mismo.

«Menudo rollo –pensó–, todo el verano metido en casa de mi tío, sin más diversión que salir a pasear por caminos entre árboles y rocas de granito cubiertas de musgo, por no hablar del aburrimiento del pueblo».

–Pero papá, lo voy a molestar; lo mismo está escribiendo algún libro…

–No te preocupes Julio; voy a llamarlo ahora mismo para ver si puede ayudarte. Es tu tío; enseñarte Historia será para él un reto. Que su sobrino no pueda con esa asignatura le va a causar un auténtico «shock». Se verá obligado a remediarlo. Lo conozco bien y es muy cabezota. La Historia es su pasión. Te servirá de mucho.

–Pero papá… –protestó Julio.

–Está decidido –cortó Sergio con firmeza–. Si no hay inconvenientes, te llevaré a casa de tu tío y estarás allí hasta los exámenes de septiembre. Tienes que aprobar y presentarte a la Selectividad. En octubre ingresarás en la universidad; no quiero que pierdas un año por culpa de una asignatura de tres al cuarto.

 

–Si te oyera el tío Manuel diciendo que la especialidad a la que dedica su vida es de poca monta…

–¡Bueno se pondría! Pero tú de esto ni una palabra ¿eh? La Historia está bien para hacer películas y novelas, pero apenas sirve para la vida moderna. Lo importante son las matemáticas, la informática y los idiomas, y en eso eres bastante bueno, gracias a Dios. Para estudiar Ingeniero de Telecomunicaciones, que es la carrera de moda, son asignaturas primordiales.

–¿Entonces?

–Ahora mismo voy a llamarlo.

Julio se retiró amargado a su habitación a comentar en las redes sociales con sus compañeros los resultados de los exámenes, con la esperanza de que su tío tuviera previsto algún viaje que impidiera su estancia en aquella casa.

Al poco tiempo, mientras tecleaba en el portátil, su padre entró radiante.

–¡Todo arreglado! Tu tío está encantado de que pases allí el verano. Dice que en los exámenes de septiembre vas a conseguir un sobresaliente; le va en ello su prestigio.

–Me parece que exagera un poco –dijo Julio con fastidio.

–Ya sabes como es, aunque yo me conformo con que apruebes hijo. Ve preparando las maletas. Mañana nos vamos a la sierra.

Sergio salió de la habitación de Julio con gesto triunfante. Carmen, su mujer, con la que había consultado su idea antes de llamar a su hermano, estaba de acuerdo con el proyecto. De esa manera ellos podrían irse tranquilos a la costa levantina a pasar el verano en el pequeño apartamento que habían comprado el año anterior con parte de sus ahorros y una hipoteca llevadera, pensando también que era una inversión a largo plazo. Habían aprovechado el estallido de la «burbuja» inmobiliaria. El precio había sido bastante bueno respecto a lo que pedían años antes en plena euforia urbanística.

Julio, resignado, comentaba con sus amigos en Twitter el verano que le esperaba. Algunos de ellos habían aprobado todo el curso y mostraban su alegría, aunque también sus nervios ante los exámenes de Selectividad que estaban al caer. Otros se lamentaban de los suspensos y comprendían el estado de ánimo de Julio. Las redes sociales hervían de chicos y chicas comentando sus preocupaciones estudiantiles y sus perspectivas vacacionales.

Al día siguiente, Julio metió su ropa de verano en una maleta y dos bolsas de deporte, y por último, el odiado libro de Historia con el que tendría que luchar durante dos meses, bloc de notas, rotuladores y bolígrafos para tomar apuntes.

Sus padres lo aguardaban listos para llevarlo a la sierra, a un pueblo situado a menos de una hora de automóvil si no había atasco al salir de la ciudad. Afortunadamente, las autovías M-40 y M-50 estaban bastante despejadas sin parones ni atascos dignos de mención. El paisaje fue cambiando poco a poco conforme se aproximaban a las estribaciones de la sierra. Los campos llanos, salpicados de bloques de viviendas aisladas y naves industriales, dejaron paso a bosquecillos de pinos, afloramientos de rocas graníticas y sembrados ya en rastrojo después de la siega.

Las montañas fueron acercándose desde la lejanía y tras la azulada bruma, haciéndose más nítidas y majestuosas. Al poco, el automóvil salió de la autovía y empezaron a subir por una carretera comarcal estrecha pero bien asfaltada.

La casa de Manuel Espinardo Gutiérrez, catedrático de Historia de la Universidad Complutense de Madrid, era un precioso chalé situado en las afueras de un pequeño pueblo. Estaba revestido de piedra y ladrillo con grandes ventanales de madera, una terraza acristalada al Sur en la segunda planta y un porche espacioso en la entrada bajo un techo sostenido por tres grandes arcos de cantería. La chimenea se erguía desafiante en uno de los extremos, mostrando sus nobles sillares de granito que le aportaban un toque de vieja y noble mansión solariega.

Una valla de piedra y rejas de hierro colado rodeaban la casa, casi oculta a los ojos del viandante por un alto seto de cipreses bien cortados que formaban una muralla impenetrable de verdor. Dentro de la parcela varios pinos centenarios asomaban sus enormes copas.

Sergio detuvo el automóvil frente a la cancela de hierro de la parcela e hizo sonar el claxon varias veces. Al poco tiempo, las puertas se abrieron suavemente sobre unos raíles metálicos bien engrasados, permitiendo la entrada.

Sergio condujo por un camino de grava hasta la puerta principal de la casa. Su hermano Manuel y su esposa Cintia ya estaban esperándolos sonrientes frente al porche.

–¡Bienvenidos a mi humilde mansión, familia! –exclamó Manuel con cierto tono de humor al referirse a su casa.

–Y bien que lo dices bandido –le contestó Sergio abriendo la portezuela de su automóvil–, porque, si no lo es, poco le falta. ¡A mis brazos hermano!

Ambos matrimonios se saludaron efusivamente; los hombres fundiéndose en un apretado abrazo, las mujeres besándose en las mejillas y observando a hurtadillas la ropa y el peinado de la otra.

–¡Ven aquí perillán! –Manuel abrazó a su sobrino Julio estampándole dos sonoros besos en las mejillas–. ¡Estás hecho un hombre! Estos chicos cambian en cuanto dejas de verlos un par de meses.

–¡Qué guapo estás Julio! –exclamó Cintia estrujándolo y llenando las mejillas de su sobrino de lápiz de labios.

–Venga, pasad a la casa y sentémonos un poco –dijo Manuel agarrando la maleta de Julio–. Supongo que os quedareis a comer ¿verdad?

–Claro Manuel –contestó Sergio–, no vamos a dejarte el «paquete» y a salir corriendo. Tenemos que aprovechar la ocasión para hablar; hacía tiempo que no nos veíamos.

–Es verdad. Cada uno tenemos nuestros afanes y el tiempo pasa muy deprisa.

Las dos familias entraron en la casa. El suelo estaba forrado de parquet de madera de roble, cálido y acogedor. Las paredes blancas mostraban multitud de cuadros, fotos, diplomas y estanterías llenas de libros por todas partes.

Un amplio sofá de piel los acogió en torno a una mesita de forja y mármol sobre la que brillaba un jarrón de cristal rojo de Murano lleno de flores silvestres recién cortadas.

–Bueno, y contadme… ¿qué es eso de tu aversión a la Historia? –Estas últimas palabras las dijo Manuel mirando al chico.

Julio no supo qué contestar; se puso un poco colorado y desvió la mirada.

–Pues que se le ha atragantado la asignatura –contestó su padre–; ya ves, todo bien excepto la Historia.

–Vaya, vaya –Manuel tecleó sobre su rodilla derecha–. Fíjate qué cosas, yo apasionado de la Historia y mi único sobrino no la puede ver; a veces los genes no se entienden…

–No es eso tío –acertó a decir Julio–, es que me lío con tanto nombre y tantas fechas, me aburro.

–Lo tomaré como un desafío. No me llamo Manuel si cuando acabe el verano no te has vuelto un adicto a esta materia –se volvió hacia su hermano–. La verdad es que muchos libros de texto están escritos para demostrar la erudición del historiador, sin pensar que el lector puede ser un profano o un incipiente aficionado. Desde esa perspectiva, un libro de Historia suele ser muy aburrido, apenas un listado de nombres y fechas. Tiene algo de razón el chico. Contar la Historia hay que hacerlo como si fuera una maravillosa novela de intriga y acción, que lo es sin duda alguna; mucho más que grandes obras de ficción.

–Pues confiamos en ti Manuel –intervino Carmen–; nos gustaría que Julio aprobara en septiembre y empezara la universidad en octubre.

–Claro Carmen, te aseguro que pondré todo mi empeño en ello. Y tú me vas a ayudar, ¿verdad Julio?

–Claro tío; por mi parte prometo que estudiaré, aunque no garantizo los resultados.

–Tranquilo Julio, ya verás como te va a gustar.

–Lo dudo. Le tengo ya cierta manía.

–Eso son cosas de estudiantes. Tropiezan con una asignatura y la odian con todas sus fuerzas –afirmó el profesor desde la voz de la experiencia.

–Sí –dijo Sergio sonriendo–, me acuerdo de que en bachillerato se me «cruzó» la Geografía. Lo que me costó aprobarla; lo justo para olvidarlo todo en poco tiempo. Ahora no sé casi ni donde está el río Nilo.

–Yo a tu edad también tuve mis problemas, pero aquello ya pasó… Y ¿cómo os va la vida?

Después de conversar un rato sobre los avatares de cada familia, fueron a pasear por la parcela, donde Manuel les enseñó orgulloso las rosas cuidadas por su mujer, los macizos de petunias y la piscina recién preparada para los baños estivales con el agua transparente como el cristal.

–Aquí podrás bañarte todo el verano, Julio. Ya verás como no te lo pasarás mal. Además, tendrás una compañera con la que hablar.

–¿Una compañera? –Julio pensó que alguna profesora iría a visitar a su tío para hacer consultas.

–Sí, Julio, es una antigua alumna mía hija de unos amigos que está haciendo el doctorado; pasará aquí todo el verano redactando su tesis. Verás como no te aburres con ella.

«Seguro que es una fea empollona –pensó Julio–; espero que no sea miope y esté gorda como una foca. Lo que me faltaba».

El día transcurrió lánguidamente entre conversaciones intrascendentes y al atardecer los padres se despidieron volviendo a Madrid.

La habitación de Julio tenía un ventanal que daba a la piscina, que estaba rodada de árboles y un césped bien cuidado. La cama era cómoda y tenía una mesa adosada a la pared con una lámpara orientable y cajones donde guardar los apuntes y los útiles de escribir. Julio sacó el ordenador portátil de la mochila y lo instaló tecleando la contraseña del «wifi» que le había dado su tío. Deshizo el equipaje y colocó su ropa en el armario. Luego conectó a la pequeña tele que había sobre una mesita auxiliar la consola de juegos que había llevado consigo pese a la oposición de su padre y accedió al nivel que tanto le costaba superar.

El aviso de su tía Cintia advirtiéndole de que la cena estaba lista lo sorprendió a punto de superar la puntuación. Los comandos estaban casi aniquilando a la fuerza defensiva. Pero no quiso hacerse el remolón la primera noche. Apagó la consola y la tele y bajó las escaleras con agilidad.

La cena transcurrió con una conversación ligera sobre las recetas empleadas por Cintia, y alabanzas de su tío a la habilidad culinaria de su mujer mientras engullía la comida. La verdad es que su tía no cocinaba nada mal.

–Antes de irte a tu habitación me gustaría charlar contigo un poco y relajarnos en el porche mirando las estrellas. ¿Quieres Julio? –le preguntó Manuel mientras terminaba el suculento postre.

–Claro tío. Estoy a tope, no podré dormir con la barriga llena; la cena estaba buenísima.

–Gracias Julio –dijo Cintia sonriendo–. Es tu primer día; espero que sigas diciendo lo mismo cuando termine el verano.

–Seguro que sí –apostilló Julio con una sonrisa de oreja a oreja.

Julio no quería hacerse odiar por sus tíos. Eran buena gente, amables y simpáticos. Ellos no tenían la culpa de que su padre hubiera decidido «recluirlo» todo el verano en aquella casa. Se prometió tratar de pasarlo lo mejor posible. Muchas familias veraneaban en el pueblo y sus alrededores. Seguro que habría chicas guapas buscando diversión. Si se portaba bien, sus tíos seguro que le dejarían salir alguna que otra noche.

En el porche, en una deliciosa penumbra, sentados en sillones de mimbre con almohadones estampados de flores, contemplaron las estrellas que brillaban rutilantes en una noche sin luna.

–En Madrid seguro que no podrás ver esta maravilla de cielo nocturno –comentó Cintia.

–No tía. Allí hay mucha luz artificial en las calles; apenas se ve alguna estrella. La verdad es que ni siquiera me había dado cuenta de que existían.

–Esa es una de las ventajas de vivir a las afueras de un pueblo pequeño –comentó Manuel encendiendo una pipa de oloroso tabaco que hizo toser un poco a Julio–. Perdona chico, es el olor de este tabaco holandés, pero ya te acostumbrarás. Me ayuda a pensar. Cámbiame el sitio. La brisa viene de ese lado y así el humo no te molestará porque… ¿no fumas?

–No tío. No me gusta. Lo probé una vez y casi me muero.

–¡Esta juventud! A tu edad yo ya fumaba como un carretero. Luego dejé los cigarrillos y empecé con la pipa, así fumo menos y no es tan perjudicial como el cigarrillo. Bueno, pero fumarás un «porrete» de vez en cuando, ¿no? –Manuel hizo un gesto de complicidad.

 

–Pues… alguna vez, en las fiestas de estudiantes doy alguna calada, pero no me gusta mucho, me marea. No le encuentro la gracia; además, si quiero hacer deporte no puedo fumar; me gusta correr y nadar y para eso hay que tener buenos pulmones.

–Eso está muy bien Julio. Ojalá yo también hiciera algo de deporte, pero no tengo tiempo –el profesor miró de nuevo el cielo estrellado–. ¿Sabes? De ahí venimos nosotros.

Julio miró también al cielo contemplado las miríadas de estrellas.

–¿Qué quieres decir? Ahora que reparo en ellas y las veo bien, ¡son preciosas!

–Imagínate que estuviéramos flotando en el espacio interestelar. A nuestro alrededor todo sería negrura, salpicada por millones de lucecitas que brillarían más o menos intensamente, las estrellas…

Manuel empezó a hablar suavemente; solo le interrumpían de vez en cuando las chupadas y exhalaciones del ondulante humo de la pipa. Su voz de barítono, bien timbrada, resonaba majestuosa y seductora en el porche sumido en la penumbra, apenas iluminado por unas luces solares clavadas en el suelo del jardín. Julio se sintió atrapado por ella.

–…de pronto notamos un calorcito en una parte de nuestro cuerpo y vemos que está iluminado. Volvemos la cabeza y contemplamos a lo lejos lo que parece una inmensa bola de fuego radiante que nos deslumbra, el Sol. Luego, mirando en otra dirección, contemplamos varias esferas de diferente tamaño y a distintas distancias del Sol. Son los planetas del llamado sistema solar, los mundos que acompañan al astro rey en su caminar por nuestra galaxia, la Vía Láctea. Resulta que el Sol es una estrella que gira en uno de los «brazos» de la Vía Láctea. En las noches en que se aprecia, parece un camino blanquinoso que atraviesa el cielo, pues vemos una parte de su forma discoidal cuajada de estrellas.

–¿Y por qué estamos dentro de una galaxia? –preguntó Julio intrigado. Siempre le habían gustado las historias de ciencia ficción, del espacio y sus mundos misteriosos.

–Por si no lo sabías, el Universo está lleno de galaxias que se agrupan en racimos, millones y millones de ellas, hasta donde alcanzan nuestros telescopios. Es presumible que donde no podemos ver todavía existan muchas más, y así hasta no sabemos dónde. Las galaxias adoptan varias formas, pero la más característica es una espiral, un tremendo conjunto de estrellas, planetas, cometas, satélites, asteroides, polvo cósmico, gas, etc. que giran formando un disco gigantesco alrededor de un agujero negro.

–He oído hablar de los «agujeros negros». Los vi en una película del espacio. Uno casi se traga la nave de los protagonistas. ¿Qué son en realidad?

–Los agujeros negros se supone que se han formado debido a la implosión de una gigantesca estrella, que al comprimirse hasta casi desaparecer adquiere tal masa en tan reducido espacio que genera una inmensa gravedad y absorbe todo lo que hay a su alrededor como si fuera un embudo o un desagüe. Una fuerza atractiva tal de la que ni siquiera la luz puede salir; por eso lo llaman «agujero negro».

–Pues no quisiera ser astronauta y pasar cerca de uno de ellos.

–Suelen estar en el centro de cada galaxia. El nuestro, afortunadamente, está a millones de años-luz.

–Un año luz… es una distancia enorme ¿no?

–Piensa que la velocidad de la luz es de unos 300.000 kilómetros por segundo. Pues la distancia que recorre la luz en un año es «un año-luz». Algo inimaginable para nosotros. El Universo es tan grande que se tuvo que idear esta medida para calcular las distancias entre estrellas y galaxias. Por ejemplo, si quisiéramos ir de un lado a otro del disco de nuestra galaxia a la velocidad de la luz, tardaríamos unos 100000 años.

–¡¡Qué flipe tío!!

–Podemos hacer una fácil reproducción de una galaxia en casa. Coge un poco de jabón y, en un lavabo con el desagüe tapado, haz espuma de manera que esta flote sobre el agua. Luego destapa de golpe el desagüe del lavabo y observa como el agua adquiere una dirección cuando se va colando por el agujero; es un movimiento circular y la espuma va formando una especie de espiral alrededor de ese agujero. Exactamente igual es la forma de una galaxia ¡pero a un tamaño infinitamente más grande! Y el agujero negro es el desagüe.

–¡Es verdad! –exclamó Julio excitado–, algunas veces he visto esas espirales en el lavabo y me han recordado a las fotos de las galaxias.

–Es curioso que la forma de espiral se reproduzca en todos los niveles y fenómenos de la naturaleza. Las últimas investigaciones dicen que las partículas subatómicas no son tales, sino infinitesimales tornados, pues estos y los huracanes adoptan la misma forma espiral que las galaxias. Incluso las olas del mar adoptan esta forma en su dinámica interna.

»Pero volvamos al espacio cósmico. Cada galaxia tiene cientos de miles de millones de cuerpos celestes. La nuestra, donde vivimos, mide de diámetro unos 100.000 años-luz. Si existen miles de millones de galaxias en el Universo, imagina, si puedes, lo enorme que es el Cosmos.

–No puedo imaginarlo tío; esas cifras son mareantes… ¡Cien mil años! Pero en la película La Guerra de las Galaxias entran en el hiperespacio y pueden recorrer las galaxias en poco tiempo.

Manuel sonrió aprovechando para encender de nuevo la pipa que se había apagado mientras hablaba.

–Existen teorías sobre los llamados «puentes Einstein-Rosen» que podrían perforar el espacio como un gusano una manzana, acortando la distancia entre las estrellas…pero todavía no se han comprobado.

»Ahora volvamos a nuestro modesto sistema solar. Las esferas que podemos contemplar tienen nombres mitológicos de dioses romanos. Desde muy antiguo ya se conocían casi todos, y como en Europa hemos vivido tantos siglos bajo el poder y la influencia del Imperio Romano, los planetas vecinos siguieron llamándose igual que sus dioses. Incluso Plutón, que se descubrió tardíamente, recibió el nombre del dios del inframundo romano (aunque hoy ya no se le considera propiamente un planeta, debido a su reducido tamaño).

–Qué interesante tío.

–Todos estos mundos, si estuviéramos flotando en el espacio, aparecerían a nuestra vista con colores más o menos apagados y uniformes. Pero nos llamaría la atención Saturno con sus anillos, Marte por su color rojizo, y un mundo extraño que es totalmente distinto a los demás y que no recibe el nombre de ningún dios mitológico. Un mundo azul que brilla en el espacio iluminado por el Sol. Azul por sus océanos y mares, con jirones blancos por sus nubes, y ciertos colores aquí y allá, verde por sus bosques –cada vez menos–, y marrón y ocre por sus tierras y desiertos que cada vez crecen más.

–He visto las fotos en Internet, son «guais».

–Este planeta que flota en el espacio, girando alrededor del Sol en una órbita elíptica, se llama «Tierra», prosaico nombre que le dieron sus habitantes «inteligentes» a pesar de estar mayormente cubierto de agua.

»Observamos al acercarnos, en ese vuelo imaginario por el espacio, que alrededor de la Tierra gira una esfera más pequeña. Es su satélite la Luna, de un color blanco intenso en la parte que ilumina el Sol. En su superficie no hay agua ni vegetación, ni siquiera atmósfera que merezca la pena. Está cubierta de cráteres producidos por viejas erupciones volcánicas y por los impactos de millones de meteoritos y asteroides durante incontables años.

–En la Luna no hay nada tío, solo polvo y rocas; no sé para qué fueron allá. Si será fea que no han vuelto después de tantos años –intervino Julio.

–Efectivamente, parece un mundo muerto.

»Bueno, llegamos a lo más extraordinario que hay en este pequeño planeta llamado Tierra, y es que en él hay vida orgánica, hay organismos vivos, y no solo eso, también hay vida que reflexiona sobre ella misma, que se pregunta qué hace ahí, de dónde ha venido, hacia dónde va y cómo ha llegado hasta este mundo.

–¿Te refieres a nosotros, las personas?

–Me alegra ver que eres perspicaz. Hay muchos que se refieren a esta clase de vida llamándola «inteligente». Yo opino que, a la vista de su Historia, que iremos viendo, la inteligencia no es precisamente una de las virtudes de ese ser que camina erguido sobre dos piernas y que se llama a sí mismo «ser humano».